A bordo del Virginia.
El capitán Larsen estaba sentado en la sala de controles. Todos los instrumentos de navegación indicaban que el Virginia se encontraba frente a la costa septentrional de Oahu. Eran las 23.00 horas en tiempo local de Hawaii y reinaba la más absoluta oscuridad.
—Contramaestre, saca el periscopio. Vamos a echar una ojeada.
—Sí, señor.
El contramaestre de la armada procedió a emplear la capacidad de visión nocturna del periscopio para hacer un reconocimiento del litoral.
—¿Qué es lo que ves?
—Señor, hay fuego en la lejanía. Podría cambiar a otro espectro, pero no creo que nos sirviera de nada. Diviso palmeras inclinadas y derribadas en nuestra dirección, como si una explosión las hubiera abatido. Voy a echar una ojeada por la costa.
—Muy bien.
El contramaestre recorrió lentamente la costa con los ojos. Aunque se encontraran a más de un kilómetro y medio de distancia, la imagen del periscopio daba la impresión de hallarse a pocos metros. Sólo que…
—El periscopio tiene algún tipo de problema, capitán —dijo el contramaestre, todavía pegado a los visores.
—¿Qué quieres decir?
—La costa se ve como granulada. No logro enfocar la imagen.
—Aparta. —El contramaestre se apartó del periscopio y dejó que el capitán echase su primera mirada a Oahu desde que, hacía tres años, había llegado al puerto de la isla con otra embarcación, antes de que le confiaran su mando actual.
El capitán Larsen miró a través de las lentes, en dirección a la costa, y aguardó a que los ojos se le acostumbraran.
—Yo no veo nada, contramaestre, ¿qué es lo que quieres decir?
—Capitán, la costa se ve como granulada. Como si fallase algo en el programa.
—Bueno, este año se me pasó la cita con el oculista, así que tal vez no me haya medicado como correspondía. Recuérdame que me haga una revisión si algún día volvemos a la costa.
Se oyeron algunas risas entre los marineros que se hallaban en la sala de controles.
—Lo haré, señor.
El capitán echó una mirada por la sala en busca de ojos más jóvenes y descubrió a Kil vestido con su mono. Sostenía una taza de café con la mano.
—Comandante, ¿por qué no echa usted una mirada con sus ojos de aviador?
—En seguida, patrón —le dijo Kil al capitán, en un intento por despertarle el sentido del humor al viejo.
—Creía haberle dicho que esto no es un navío mercante.
—Le pido disculpas, capitán, me he dejado llevar por la costumbre —respondió Kil con media sonrisa al acercarse al periscopio.
Kil arrimó los ojos a los visores, al mismo tiempo que el contramaestre ajustaba la altura del aparato. Kil asintió a modo de expresión de gratitud y echó una mirada.
—Ah, mierda.
—¿Cuál es la situación?
—Capitán, a su periscopio no le pasa nada… lo que hay en la costa es una gran masa de criaturas. Los que no sean lo bastante afortunados como para tener visión veinte-quince pueden confundirlos con estática. Parece que los hay a millares.
—¡¿Cómo han podido enterarse de que estamos aquí?! ¡Hemos llegado en lo más negro de la noche, en una porquería de submarino nuclear de ataque rápido! —dijo el capitán, airado, dirigiéndose a todos los que se hallaban en la sala de controles.
—No creo que lo sepan, capitán.
—Entonces, ¿cómo es esto?
Kil se acercó a la pizarra y dibujó una ilustración.
—Capitán, esto que he dibujado es una representación esquemática de Oahu. Aunque no sea completamente circular, está claro que se trata de una isla. Para entender por qué los no muertos están en la costa septentrional, tendríamos que entender también por qué se mueven, y la manera rudimentaria que tienen de pensar, por así decirlo. No quiero decir, por supuesto, que piensen en el mismo sentido en el que pensamos nosotros, pero sí de la manera en que piensa una de esas aspiradoras robot, o quizá como el juguete de un niño. ¿Alguna vez ha oído usted el término «diáspora»?
Uno de los marineros levantó la mano y dijo:
—Yo soy judío. He leído sobre ese tema.
—Bueno, pues entonces se imaginará usted muy bien a dónde quiero llegar. A lo largo de mis viajes por áreas infestadas de no muertos, he descubierto las prioridades por las que se rigen sus movimientos. La influencia número uno en la migración de no muertos es el sonido. La número dos son los estímulos visuales procedentes de criaturas que identifican como vivas. Yo creo que, si no hubiera sonido, se dispersarían siguiendo un patrón semejante al de las ondas sobre el agua: hacia afuera, en todas direcciones.
El capitán parecía un estudiante en el aula de una facultad. De repente, había sentido interés por lo que le explicaban.
—¿Me está diciendo que todos los no muertos se han dirigido a la costa?
—Dado que Oahu es una masa de tierra relativamente pequeña, con una población por kilómetro cuadrado relativamente grande, pienso que lo que hemos visto en la costa septentrional no es ninguna anomalía. Apuesto a que, si navegáramos en torno a la isla, encontraríamos criaturas en todas las playas accesibles. Se han dispersado hasta donde han podido. Puede que algunos grupos se hayan quedado en el interior de la isla pero, por lo que hemos visto, es probable que la mayoría de los no muertos se encuentre en el litoral. Lo extraño es que no entren en fase de hibernación, como muchos otros que he encontrado, pero puede ser que el rumor de las olas los mantenga en movimiento.
—De acuerdo, comandante. Suponiendo que sus hipótesis sean correctas, ¿qué nos aconseja de cara a la incursión?
Kil respondió sin apenas vacilar.
—Si nuestra Fuerza de Operaciones Especiales lograra traspasar ese cinturón de no muertos, cabe la posibilidad de que los encuentre en densidad decreciente a medida que se aproxime al centro de la isla. Si es que no llaman demasiado la atención durante el camino, por supuesto.
—Empieza usted a ganarse por derecho propio un puesto en nuestro submarino. Hasta ahora lo único que hacía era ocupar espacio de literas y beberse nuestro café.
Los tripulantes que se hallaban en la sala de controles se rieron por lo bajo ante el humor del capitán.
—Sí, señor. He empezado a ganarme mi calificación para tripular un submarino. Creo que ya me habré merecido los delfines antes de que regresemos a los Estados Unidos continentales.
El capitán estuvo a punto de escupir el café que tenía en la boca.
—¡De eso ni hablar!
Kil se imaginaba que las respetuosas burlas que intercambiaba con el capitán elevarían la moral de la tripulación. El submarino no tenía oficial ejecutivo y el viejo estaba desbordado porque tenía que restallar el látigo y, al mismo tiempo, estar pendiente de la salud y el bienestar de sus hombres.
—Contramaestre, ordena que el equipo del Scan Eagle prepare el instrumental y se disponga para el lanzamiento del vehículo no tripulado mañana a la hora del alba. Vamos a echar una ojeada.
—Sí, mi capitán.
Kil echó otra mirada por el periscopio y lo enfocó. No le cabía ninguna duda: la costa septentrional estaba abarrotada de criaturas que formaban una densa barrera de muerte. Le recordó a cuando era niño y jugaba a la cuerda humana.
«A la de tres, que pasen los vivos», se imaginó que dirían las criaturas con voz rasposa y muerta mientras él las veía dar vueltas por la playa.