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Fuerza Expedicionaria Fénix.

Un equipo de operaciones especiales constituido por cuatro hombres viajaba sentado en la parte posterior del C-130, a 6700 metros de altitud, por los cielos del sureste de Texas. Los hombres contemplaban la luz que parpadeaba cerca de la portezuela de carga y tiraban de las correas del paracaídas con el deseo de que dejara de parpadear. Sorbían oxígeno puro mediante el sistema O2 del ingenio volador con el objetivo de eliminar el nitrógeno de la sangre y tal vez evitar una hipoxia que podía ser mortal. Faltaban cinco minutos.

Los hombres tenían experiencia en saltar de aeroplanos, pero no sentían ningún deseo de hacerlo durante una noche fría y oscura, a 6700 metros sobre una zona infestada, sin apoyo terrestre ni aéreo. No lograban convencerse de que fuese una buena idea, ni de que mereciera la pena el esfuerzo. Las extremidades les temblaban a todos ellos con tal violencia que a duras penas lograban enganchar el cable estático. No era por el salto; era por lo que pudiese ocurrirles después de que sus pies, rodillas, culos, espaldas y finalmente sus hombros absorbieran el impacto del descenso a siete metros por segundo cuando llegaran al suelo. Muchos de sus compañeros habían realizado saltos esenciales del mismo tipo en busca de materiales o de información que se consideraba crucial para la supervivencia de la población civil y las infraestructuras estadounidenses que aún existían. Algunos de los paracaidistas iban a por objetos tales como fórmulas de insulina, manuales y maquinaria; a otros los enviaban a grandes tiendas especializadas en material tecnológico en busca de herramientas manuales alimentadas con baterías de litio. Algunos se dirigían a campos abandonados. Los había que se posaban en tejados de edificios en zonas con gran densidad de infectados. Muchos se arrojaban a los brazos de los muertos o se rompían una pierna al llegar al suelo y se veían obligados a tragarse cápsulas de veneno de fabricación casera, píldoras que no siempre lograban el efecto deseado.

De acuerdo con las cámaras aéreas de infrarrojos, muchos de ellos seguían con vida cuando las criaturas los encontraban, aunque aturdidos y entorpecidos por el veneno. Qué ironía… Todos los paracaidistas llevaban su propio paracaídas y se confeccionaban sus propias cápsulas. A veces era mejor no pensar en ello.

El resto de los operativos le llamaba Doc. Un año antes había tenido que tragar arena y balas de 7,62 mm en las montañas de Afganistán en busca de presas muy valiosas. Antes de que se ordenara el regreso de todas las tropas. Sólo el 35% de las fuerzas militares desplegadas por el globo logró volver al continente antes de que todo enloqueciera. Doc y Billy Boy, amigo suyo desde hacía tiempo y compañero en la fuerza de operaciones especiales SEAL, fueron los últimos en abandonar las provincias del sur de Afganistán. Pasaron por un infierno para abrirse paso hasta el mar de Omán, desde donde pudieron regresar a Estados Unidos a bordo del Pecos, un navío para transporte de suministros que aguardaba frente a la costa. Tuvieron que nadar mucho.

Doc se mecía, sentado sobre una red de carga, cerca de Billy Boy y de la cortina del baño del C-130. Llevaba puestos unos auriculares de color verde claro marca David Clark y escuchaba la charla del piloto.

El piloto abrió el micro y habló con el copiloto.

—Esos tíos sí que tienen huevos. Van a saltar a oscuras sobre la mierda de abajo.

—Yo no me presentaría voluntario ni borracho para esa mierda. Qué coño, si pilotar esta tumba volante ya es peligroso. ¿Cuántos hemos perdido durante los últimos tres meses? ¿Cuatro? ¿Cinco?

—Siete.

—Mierda. ¿Siete? Nunca hemos logrado rescatar a la tripulación de los artefactos caídos. Me pregunto si alguno de esos pobres diablos aún estará en tierra luchando por sobrevivir.

—Eso espero.

—Yo también lo espero, tío.

Doc interrumpió la charla:

—¿Podríais hacerme un control de posición inercial?

El sistema de comunicaciones interno de la cabina de los pilotos crepitó.

—Te quedan dos minutos, Doc.

—Entendido. Ya podéis volver a la base, muchachos, nos vemos luego.

Como no disponían de personal suficiente, los cuatro miembros de la Fuerza de Operaciones Especiales tendrían que saltar al vacío sin la asistencia de un instructor. Mientras cada uno de los cuatro inspeccionaba los paracaídas de los otros tres, Doc activó la rampa de carga y el gélido aire que se encontraba a altura mediana entró en tromba en la bodega.

Tras una ojeada al reloj, Doc miró directamente a Billy Boy, momentos antes de que la luz que brillaba en lo alto dejara de parpadear. El aire estaba enrarecido y frío cuando Billy Boy se arrojó desde la portezuela al cielo abierto de Texas. Los otros dos miembros de la Fuerza Expedicionaria Fénix, Hawse y Disco, saltaron a continuación. Hawse se había unido al equipo después de escapar del Distrito de Columbia en circunstancias particularmente difíciles. Disco, un operativo Delta, era el fichaje más reciente. Lo habían asignado a su nueva unidad después que Doc perdiera a un hombre en las zonas altamente radiactivas de Nueva Orleans.

Doc vio a Hawse desaparecer por la puerta y abrió el micrófono para hablar con la cabina de pilotaje.

—El último saldrá dentro de diez segundos.

Se despojó de los auriculares y regresó a la portezuela, su portal y ascensor de ida hasta el infierno. Contempló el paisaje que se encontraba kilómetros más abajo, divisó indicios seguros de que había habido incendios, pero no atisbó rastro alguno de la red eléctrica; estaba oscuro. Al saltar de la portezuela de carga y precipitarse en la noche, pensó en las imparables oleadas de espantosas criaturas que habría abajo. El paracaídas de Doc se desplegó y le obligó a concentrarse.

Buscó con la mano el micrófono que llevaba en la garganta y gritó para hacerse oír, a pesar del viento.

—¿Billy?

—Te escucho, Doc.

—¿Disco?

—Aquí estoy, jefe.

—¿Hawse?

—Aquí, joder.

Doc gruñó al micro.

—Muy bien, todo el mundo a las dos noventa con los anteojos puestos y los proyectores de infrarrojos a punto. Tratemos de encontrarnos.

Doc distinguía la curvatura de la tierra a través de los anteojos de visión nocturna. Aún se encontraba a más de tres mil metros de altitud y, al descender, sentía el sutil inicio de la hipoxia. En circunstancias normales, no habrían saltado a tanta altura sin botella de oxígeno. Pero ése era un lujo del pasado. Doc tenía la esperanza de que el poquito de oxígeno que su equipo había aspirado dentro del avión antes del salto de Gran Altitud / Gran Abertura les permitiera evitar, al menos en parte, los efectos secundarios.

Mientras echaba una mirada a la brújula que llevaba en la muñeca, Doc descubrió un débil centelleo algo más abajo, y luego otro en una posición distinta.

—Veo dos señales luminosas…, ¿estáis todos haciendo señales?

—Disco hace señales.

—Billy hace señales.

Doc resopló y dijo con desdén:

—Coño, Hawse, ¿qué problema tienes?

—Esto… Yo… es que no encuentro el aparato.

—¿Por lo menos te has traído la brújula, gilipollas?

—Sí, estoy en las dos noventa. Voy a encender dos veces seguidas la linterna. Si os quemo, sabréis que he sido yo.

—Qué simpático eres, Hawse.

—Ya me imaginaba que te gustaría.

Doc exploró el campo visual y consultó el altímetro. Cinco mil quinientos metros.

—Ya te he visto, Hawse. Apaga la linterna…, nos estás jodiendo por los anteojos.

—Vale, tío… ¿A qué altitud estás? —le preguntó Hawse a Doc.

—A unos cinco mil doscientos. ¿Por qué?

—Yo estoy a cinco mil trescientos.

—Vete a tomar por culo, Hawse.

Los hombres prosiguieron con el descenso en paracaídas. La temperatura empezaba a subir a un ritmo de dos grados centígrados por cada trescientos metros. A cuatro mil quinientos de altitud, Doc les ordenó que se examinaran en busca de síntomas de hipoxia.

—Buscad señales de hipoxia.

—Aquí Disco, sin problemas.

—Aquí Billy, sin problemas.

—Aquí Hawse, sin problemas.

—Estupendo, muchachos. Nos quedan unos doce minutos hasta que toquemos tierra. Los de Inteligencia dicen que el enjambre se ha desplazado un trecho hacia el oeste, en dirección a los restos de San Antonio. Eso no quiere decir que vayamos a posarnos en un hotel de la costa tropical. Podéis apostar a que esas garras muertas tratarán de pellizcaros el culo antes de que podáis abriros el arnés del paracaídas. Preparaos. Quiero las M-4 con el cargador a punto, sin obstrucciones, el silenciador en su sitio y el láser activado.

Los hombres no lo dijeron, pero tocaron tierra paralizados por el miedo, temerosos de que se materializara la peor de las posibilidades.

«¿Y si llegamos a tierra en medio de un enjambre? En su mismo centro, rodeados por no muertos hasta un kilómetro de distancia en todas las direcciones».

No había entrenamiento ni experiencia de combate que pudiera haberlos preparado para semejante situación.

Cuando las suelas de sus botas llegaron a tres mil metros de altura, Doc retransmitió de nuevo:

—Control de hipoxia.

—Aquí Disco, sigo despierto.

—Aquí Billy, sin problemas.

—Aquí Hawse, tengo frío.

—Repite, Hawse.

Hawse dijo con lentitud:

—Tengo crío, quiero decir, frío.

Doc empezó a hacerle las preguntas médicas estándar.

—Hawse, nos quedan ocho minutos hasta tocar tierra. Empieza a decirme el alfabeto empezando por el final.

Hawse le respondió con la voz pastosa.

—Pero tío…

—Empieza —le insistió Doc.

—Rrrecibido. Zeta, y griega, uve doble, uve… joder, tío, lo siento mucho, no me sale.

—Tienes hipoxia, Hawse. Estamos a menos de tres mil metros. Tienes que recobrarte antes de que lleguemos a tierra. Disco, Billy, id por Hawse tan pronto como os hayáis sacado los paracaídas.

Disco respondió al instante.

—Se hará.

Billy murmuró:

—Estoy en ello. Espera, ¿cómo vamos a saber dónde se encuentra? Hawse se ha olvidado el aparato.

Doc le respondió:

—Tienes razón. Hawse, enciende el láser infrarrojo. Será la única manera de que te encontremos. Cuando estés en tierra, empieza a hacer señales en todas las direcciones tan pronto como te libres del arnés.

No hubo respuesta.

—¡Joder, Hawse, di algo! —gritó Doc.

Una voz pastosa y débil murmuró:

—Rreshibiiddo.

Mil quinientos metros.

—Control de hipoxia.

—Disco, estupendo.

—Billy, sin problemas.

Doc, nervioso, dijo por radio:

—Será mejor que estemos pendientes de Hawse. Nos hallamos a menos de mil quinientos y ya les huelo. ¡Cuatro minutos!

Disco y Billy retransmitieron al unísono:

—¡Recibido!

Forzaron la vista en busca de indicios de que las criaturas pudieran infestar la zona en la que iban a tocar tierra. Aún no habían descendido lo suficiente como para poder ver el suelo con precisión mediante sus instrumentos ópticos.

Los anteojos les proporcionaban tan sólo una falsa percepción de profundidad. Las normas eran: mantén la mirada fija en el horizonte, con las rodillas ligeramente dobladas, no trates de adelantarte al impacto. Variaciones de estas normas se repetían en el subconsciente mientras bajaban los últimos treinta metros. La fetidez de las criaturas se les hizo casi abrumadora cuando cayeron a plomo en el corazón del páramo de los no muertos.

Disco fue el primero de los operativos que llegó a tierra. Se recobró al instante, miró a su alrededor en busca de amenazas y abrió el arnés del paracaídas. Todos ellos se imaginaban que Hawse debía de estar inconsciente, o aturdido por la hipoxia. Hawse no paraba de tocarles los huevos a los otros miembros del equipo, pero los demás le respetaban. Había logrado escapar entero de Washington D. C. Lo más importante de todo: a nadie le gustaba la idea de perder a un hombre cuando el equipo entero tenía cuatro. Y todavía menos en un momento como aquel.

Mientras Disco se ajustaba el intensificador de los anteojos, Billy Boy llegó a tierra, siete metros a su izquierda, con una palabrota y el sonido suave del golpe. Doc hizo impacto diez segundos más tarde. Se reagruparon en torno a Disco y miraron en derredor, en busca del láser infrarrojo de Hawse. No vieron nada, hasta que el destello de una carabina con silenciador los atrajo hacia una loma.

Hawse se había desmayado en algún punto a menos de trescientos metros, y no se había enterado de que iba a posarse sobre una gran picea. El paracaídas se le había enredado en una rama y se había oído un fuerte chasquido. Se quedó colgado durante unos minutos, aturdido, hasta que la criatura empezó a roerle la punta de acero de la bota izquierda. Las dos manos huesudas del cadáver le agarraban el pie. La carabina colgaba en un ángulo incómodo, por lo que Hawse tuvo que disparar con el brazo más débil. La primera vez estuvo a punto de abrirse un orificio en el pie pero a la tercera le hizo estallar el cerebro a la criatura, y los sesos se desparramaron por el suelo como si se vaciara una bolsa de hojas húmedas.

Hawse activó el láser infrarrojo y apuntó con él en una y otra dirección. Al cabo de un minuto, se dio cuenta de que el auricular se la había salido de lugar durante el descenso. Tras palparse en busca del cable enrollado, volvió a colocárselo en el oído.

Doc retransmitía.

—Estoy viendo el láser de Hawse. Parece que está en una colina. Nos desplegamos a lo largo de veinte metros. Iré al frente con Disco. Billy, tú te pones a las seis.

Disco confirmó verbalmente la orden.

Billy replicó por radio tan sólo con «seis».

La brevedad en las comunicaciones era la norma en el mundo de los no muertos. Hawse no intervendría en la conversación, a menos que fuera absolutamente necesario. Los hombres oían el crujido de la maleza que les indicaba que no estaban solos. Cubrieron rápidamente los cincuenta metros que les separaban del lugar donde Hawse había quedado colgado de la picea.

La radio de Doc crepitó con la voz de Billy Boy.

—Tango siete y nueve, treinta metros, fuerza cinco.

Había cinco no muertos treinta metros más allá del árbol.

Doc dio la orden.

—Mátalos, Billy.

El sonido de la carabina con silenciador de Billy al vomitar plomo a corta distancia fue como un bálsamo para sus oídos.

—Tangos eliminados —informó Billy.

Al llegar a lo alto de la loma, vieron a Hawse colgado del árbol, esforzándose por mantener las piernas recogidas contra el pecho.

Doc meneó la cabeza y dijo:

—¿Qué coño te ocurre, Hawse?

—Me he desmayado mientras bajaba, tío, y al despertar me he encontrado con que esa cosa me daba mordiscos en las botas —dijo Hawse, e hizo un gesto en dirección al cadáver—. ¿Qué quieres de mí?

—Córtale los cables, Disco —ordenó Doc.

—Será un placer.

Disco trepó por el árbol hasta una altura suficiente para cortarle los cables y Hawse se cayó ruidosamente al suelo. Aterrizó a apenas unos metros del cadáver.

—¡Disco, gilipollas! ¡Podría haber aterrizado sobre la cara de esa criatura! ¡Deja de hacer el subnormal!

—No te ha pasado nada. No hace falta que seas tan borde.

—Estás en inferioridad numérica, Disco —bromeó Doc.

—Ya me lo imagino, pero de todos modos un Delta vale lo mismo que tres «ranas» —replicó Disco con sarcasmo, y además se lo creía.

—Bueno, basta de hacer el ganso, vamos por los paracaídas y examinaremos el terreno para saber a qué distancia estamos —ordenó Doc.

Tres confirmaciones se oyeron al unísono en los auriculares.

Billy sacó el mapa y la brújula. Marcó en el mapa el punto donde habían saltado y anotó el viento con el que habían descendido, guiándose por la dirección del humo que brotaba de los lugares donde no se habían extinguido los incendios. Refinó y precisó su posición mediante la observación de los accidentes del terreno, y a continuación todos los demás expresaron su acuerdo.

—Doc, vamos a tener que arrastrarnos cinco kilómetros en dirección norte-noroeste para poder ubicar de manera aproximada las puertas de acceso —dijo Billy.

—Mejor de lo que había esperado.

Recogieron los paracaídas, los metieron cada uno en una gran bolsa de basura que formaba parte de su equipo y marcaron en los mapas el lugar donde los dejaban. Los paracaídas les vendrían bien más adelante, pero no valía la pena meterlos en las mochilas y tener que cargar con el peso extra. El tiempo era esencial. En aquellos parajes habría sido muy peligroso que los sorprendiesen en pleno día.