En alguna parte del Círculo Polar Ártico.
—¡Ve más despacio! —gritó Crusow.
—¿Qué coño pasa ahora? Estamos a treinta metros en el aire sobre un témpano afilado. No quiero ir más despacio. ¡Quiero llegar al final de esta cuerda! —Bret se hacía oír pese al viento que les azotaba en la oscuridad.
—Tómatelo con calma, vas demasiado rápido. Si te rompes la pierna, o el brazo, los perros tendrán que izarte hasta lo alto del precipicio, y lo harán a la velocidad que les parezca a ellos, no la que te convenga a ti.
Los hombres bajaron un poco más. La nieve se desviaba de su curso en remolinos horizontales que se acercaban a la pared helada. Las anclas se hundían más y más en la nieve a medida que ellos, de espaldas, se adentraban en el abismo. Llevaban barras de luz química sujetas a los tobillos por medio del material elástico que llevaban cosido en los pantalones térmicos. No querían arriesgarse todavía a encender las linternas que llevaban en la frente, porque las baterías disponibles en la Base Cuatro estaban cada vez más bajas y no tenían posibilidades de recargarlas.
Crusow pensó en la pieza de madera que llevaba en la mochila y en que estaba tan oscuro que quizá la necesitarían para poder ver. Trataba de estar pendiente de pequeños detalles como ése, pero lo que de verdad ocupaba sus pensamientos eran los muertos de abajo. Los contaba mentalmente. Pensó que debían de ser diez, tal vez quince, la mayoría de ellos con sobrepeso… Habría un par que superaban los ciento treinta kilos. La grasa era energía de verdad, y si se manejaba bien, con los aditivos químicos apropiados, cabía la posibilidad de convertir las calorías alimenticias en combustible líquido. Pensó en el aspecto que podían tener, y en lo que podían…
—¡Mira por dónde vas! —le chilló Bret. Crusow había chocado con él durante su breve momento de ensoñación con los muertos. «Concéntrate, Crusow», se repetía a sí mismo.
Descendieron lentamente a lo largo de otros treinta metros. Sin embargo, ninguno de los dos estaba seguro de que aquella fuese la verdadera profundidad; tan sólo sabían que las cuerdas medían más que el barranco… Al menos, eso era lo que Franky les había dicho al bajar en rápel por la pared que se encontraba al otro lado de la base. La otra pared era más alta.
En ese momento, Crusow y Bret se acercaban al lugar donde Franky había hallado reposo eterno, al pie del barranco. Crusow recordaba esa noche. Uno de los investigadores. —Crusow creía recordar que su nombre era Charles— había muerto por complicaciones de una diabetes mientras dormía y se había levantado hambriento. Le había rajado la garganta a Franky y luego habían caído ambos bajo los golpes a la cabeza de un hacha de hielo, y habían ido a parar al fondo del abismo.
—¿Cuánto piensas que nos queda? —preguntó Bret.
—Debía de haber unos sesenta metros y pico desde arriba hasta el fondo. Creo que ya estamos a punto de llegar.
En el mismo momento en el que Crusow terminaba la frase, sus pies tocaron el principio del fondo. La superficie de hielo no era ya vertical, sino que se alejaba de la pared del precipicio en un ángulo cada vez más cerrado. El ángulo se cerró cada vez más, hasta que los dos hombres pudieron caminar por una pendiente empinada pero transitable.
—He encontrado uno —dijo Crusow.
—¿Dónde?
—Le has puesto los pies encima del pecho.
—¡Mierda! —exclamó Bret. Saltó a un lado y estuvo a punto de rodar cuesta abajo.
El perfil de lo que en otro tiempo había sido un hombre yacía medio enterrado en el hielo, y su rostro brillaba con un fulgor verdoso, ya que reflejaba la luz química de Bret. Era Franky. Su cuerpo había quedado desfigurado y roto por culpa de la caída, y el corte que Crusow le había abierto en la cabeza con el hacha se le veía con toda claridad sobre la frente.
—Todavía lo siento, Franky —dijo Crusow, en voz lo bastante fuerte como para que Bret le oyera.
—¿Qué es lo que sientes? Esa criatura ya no era humana cuando tú la mataste.
—Quizá tengas razón, y quizá no, pero, de todas maneras, lo siento.
Ambos callaron y miraron a Franky, por unos instantes, hasta que Bret puso fin al silencio.
—¿A cuántos de ellos vamos a subir, Crusow?
—A todos. Voy a empezar a cavar para sacar a Franky del hielo, y tú irás más abajo en busca de los demás.
—Recibido —dijo Bret, y desapareció en la oscuridad, pendiente abajo.
Crusow examinó sus propios guantes para asegurarse de que los cordeles estuvieran bien atados. No quería que le quedara piel al descubierto mientras manejaba el hacha. Aunque se esforzaba por no mirar el cadáver de Franky, tenía los ojos puestos en su boca abierta y llena de hielo rojizo. Reprimió una risa al pensar en Han Solo congelado en carbonita. Los antebrazos de Franky sobresalían por delante, perpendiculares al cuerpo, como si se hubieran helado durante un forcejeo. Crusow empezó a separar cuidadosamente el hielo adherido al cadáver. Trabajó en ello durante varios minutos, erró en ocasiones, hizo saltar astillas de carne helada sobre el polvo blanco en torno a la pálida esfera verde. A Crusow no le faltaba estómago, pero la idea de cortar la carne muerta de Franky le mareó lo suficiente como para obligarlo a tomarse un respiro. Se sacó la radio del bolsillo del uniforme, donde la llevaba atada a un ojal para que no corriera peligro de caerse. La sostuvo en un ángulo forzado y la encendió con los dientes.
—Mark, estamos aquí abajo, tío. Bret está en el fondo, y yo unos cinco metros más arriba, y estoy arrancándole el hielo a Franky.
—¿A Franky? Qué duro, tío. ¿Y cómo lo has…?
—No me preguntes, tío. De verdad, no me preguntes.
—De acuerdo, está bien. Kung está con los perros y yo en la cornisa, encima de vosotros. Los perros ya tienen todos los arreos y nosotros también estamos a punto. Creo que no deberíamos tratar de izar más de dos o tres cadáveres a la vez.
—Sí, yo pienso lo mismo. Parece que vamos a pasar un par de horas aquí abajo. El termómetro dice que estamos a cincuenta y cinco bajo cero. Hace mucho calor para esta época del año. —Crusow creyó oír las risas de Mark en lo alto de la cornisa—. Dentro de un momento, voy a hacer señales con la linterna que llevo en la frente y tú marcarás el lugar en la cornisa, para que no dejéis caer las cuerdas encima de nosotros. Al precipitarse desde tanta altura, nos podrían hacer daño.
—De acuerdo, Crusow, no las arrojaremos mientras tú no nos lo digas.
—Muy bien, os llamo en seguida. Corto.
Un doble clic en el transmisor le dio a entender que Mark había entendido el plan. Crusow llamó a Bret.
—Bret, ¿dónde estás?, ¿has encontrado alguno?
Una voz débil cortó el viento.
—Sí, he encontrado a tres. Estoy cortando el hielo. Qué mierda es esto.
—Lo sé. Vamos a apilarlos a todos en un solo lugar. Ten cuidado de no acercarte a sus bocas, ni a nada que esté afilado —le gritó Crusow a Bret, que estaba más abajo.
—No me agobies, tío, eres el señor Perogrullo.
«Qué capullo», pensó Crusow.
Al cabo de unos minutos más, Crusow asestó un golpe con el hacha y desalojó la última pieza de hielo que retenía a Franky. El cadáver resbaló colina abajo durante dos o tres segundos, y entonces se estrelló ruidosamente contra un obstáculo.
—¡Joder, Crusow! Ha ido de poco.
—Lo siento, ¿dónde está?
—Se ha estrellado contra mi montón —respondió Bret con voz airada.
—Bueno, pues ya está bien. ¿Cuántos tenemos apilados ya?
—Cuatro, si contamos a éste —dijo Bret, como si tuviera alguna importancia el que hubiera acumulado más cadáveres que Crusow—. Escucha, tengo cada vez más frío. Vamos a pasarnos un buen rato aquí, y ya tenemos cuerpos suficientes para pedir que nos lancen las cuerdas y atarlos. ¿Por qué no sacamos esa leña que he visto antes que llevabas en la mochila y nos calentamos un poco?
—Yo quería conservarla hasta que nos hiciera falta de verdad, pero está bien, ahora bajo.
Crusow bajó otros cinco metros, hasta un lugar donde la pendiente se volvía tan moderada que ya no necesitó el arnés. Soltó el mosquetón y anduvo hacia el fulgor de la luz química de Bret.
—Voy a encender la linterna un momento.
Crusow colocó el filtro rojo sobre la lente de la linterna y activó el LED. Vio los cadáveres semidesnudos amontonados sobre la nieve, como si las criaturas se hubieran congelado mientras jugaban al Twister. «Maldita sea, esto es repulsivo», pensó Crusow mientras dejaba la mochila sobre la nieve.
Colocó la madera sobre el hielo. Crusow movió los cadáveres en busca de algo que le sirviera como soporte para la hoguera. No quería que la madera se hundiese en el hielo y se apagara. Uno de los cadáveres que había en el montón llevaba puestas unas zapatillas. No le reconoció el rostro, que probablemente había quedado aplastado por la caída. Despojó al cadáver de sus zapatillas y las colocó debajo de la madera. Crusow logró que el fuego ardiera en seguida, a pesar de la nieve y del viento que les azotaban. La luz brillante de la pequeña hoguera cambiaba de forma ante sus ojos sin cesar.
Crusow se volvió hacia Bret.
—Bueno, pues entonces cavamos, los amontonamos aquí, hacemos turnos para descansar… ¿Te parece bien?
—No hay nada de todo esto que me parezca bien —dijo Bret, mientras se ponía en pie e iniciaba la búsqueda de nuevos cadáveres.
Crusow aprovechó el tiempo para quedarse en pie junto a la hoguera y calentarse las extremidades. La temperatura lo habría matado al cabo de unas pocas horas, por mucho traje aislante que pudiera llevar. El calor se le habría escapado poco a poco del cuerpo y, al cabo de un rato, la temperatura habría bajado a menos de treinta y cinco grados, a niveles hipotérmicos, y le habría causado temblores, confusión, fatiga y, al final, la muerte.
La radio crepitó.
—Crusow, ¿tardaréis mucho en tener a punto la primera carga? Me parece que veo un fuego ahí abajo.
Crusow se sacó la radio del bolsillo.
—Sí, Mark. Nos estábamos helando. Hemos tenido que encender fuego. Ata una barra de luz química al extremo de cada una de las cuerdas y déjalas caer. Le diré a Bret que estáis a punto de arrojarlas. Dame treinta segundos antes de soltarlas.
—De acuerdo, voy a esperar.
Volvió a guardarse la radio en el bolsillo y gritó:
—Bret, ya vienen las cuerdas. Acércate a la hoguera para que no te den.
No hubo respuesta.
—Bret, ¿estás ahí?
Débilmente, apenas audible en el viento, Crusow oyó la voz de Bret.
—Estoy bien, soltad la cuerda. Volveré a la hoguera dentro de un minuto. Ya casi tengo a otro.
Crusow miró arriba, a tiempo para ver aparecer los tres bastones luminosos que descendían hacia él. Se estrellaron contra la nieve, cerca del lugar donde había desenterrado a Franky, y resbalaron por la pendiente hasta unos cinco metros a su izquierda.
Crusow abrió la radio y dijo:
—Ya las veo. Ahora mismo agarro el tramo de cuerda que ha quedado sobre el suelo y ato los cadáveres.
—Vale, tío, pero, como es la primera vez, hagamos la prueba con tres cadáveres que no pesen mucho. No elijas a los pesados, ¿vale?
—No te preocupes, colega. Tres cadáveres congelados, marchando en diez minutos.
Mark era un hombre amante de los perros y por eso le había pedido a Crusow que la primera carga fuese ligera. No quería que los perros se hicieran daño al tirar del peso.
Crusow blandió el hacha, la hundió en el hielo y trepó por la pendiente hasta llegar a las cuerdas. Agarró los cabos de las cuerdas y descendió con ellos. Regresó al montón y ató los tres cuerpos pasándoles una bolina bajo los brazos, con cuidado para evitar las bocas, aunque tuvieran el cerebro destruido. Sentía el calor del fuego y se alegraba de haber pensado en traer la madera. Cuando terminaba de atar los cuerpos, regresó Bret, arrastrando un cadáver sobre el hielo con la hoja del hacha.
—Mark, ¿estás ahí?
—Sí, estoy aquí. Kung está en el trineo. ¿Todo a punto?
—Sí, hemos atado a tres cadáveres. Adelante, subidlos.
—De acuerdo, diles adiós.
—Eres muy gracioso, Mark.
—Lo intento.
Al cabo de cinco segundos, Crusow y Bret oyeron que las cuerdas se tensaban y rozaban la pared del barranco. Los cuerpos iniciaron su ascensión por la pared desnuda y se perdieron de vista. Los cadáveres parecían moverse al extremo de las cuerdas, como si una gigantesca araña hubiese arrojado redes gigantescas y arrastrara los cuerpos hacia sus patas largas y finas.
—Ahora me toca calentarme a mí. Si llego a pasarme otros quince minutos tirando de esos sacos de huesos, me habría muerto de congelación.
Crusow asintió y se apartó de la comodidad y seguridad que le brindaba aquella pequeña aunque cálida hoguera. A pesar de la radiante energía del fuego, las áreas circundantes se mantenían gélidas. Con todo, la llama ayudaba a evitar la muerte por frío propia del Ártico. En cuando se hubo alejado de Bret y de la hoguera, Crusow sintió un descenso súbito en la temperatura, como para recordarle dónde estaba. Extrajo el hacha de hielo de su funda y la agarró fuertemente con una de sus manos enguantadas. Por unos momentos, se adentró en la oscuridad y no vio nada. Volvió el rostro para mirar al fuego —ya tan sólo un punto de luz—, y llegó a la conclusión de que lo mejor sería encender la linterna que llevaba en la frente y buscar más cuerpos. Se había alejado de la pared del precipicio; el hielo dejaba paso a la nieve. Se preguntó si le convendría volver a ponerse las raquetas que había dejado atadas a la mochila. Ésta se encontraba junto a la hoguera. Unos metros más allá, la nieve era mucho más profunda. Estaba muy lejos del barranco y de la hoguera. «Ha llegado el momento de volver atrás; me he apartado demasiado», pensó.
Se volvió y se echó a andar de nuevo hacia la hoguera, y tropezó con una pierna y cayó sobre la nieve. Se quedó allí durante un rato y perdió el sentido del tiempo.
Miró hacia arriba y atisbó un resquicio entre las nubes. La grandeza de la Vía Láctea se asomó por un instante al cielo nublado, resplandeciente y majestuosa.
Por fin, el frío sacó a Crusow de su estado meditativo. Se sentó en el suelo. Se dio cuenta de que aún llevaba encendida la linterna de la frente, y se valió de ella para contemplar la extremidad con la que había tropezado. Empezó el laborioso trabajo de extraer el cadáver del hielo. Crusow golpeó una y otra vez con el hacha hasta que la criatura semidesnuda quedó libre. Colocó el hacha en la axila del cadáver, se ató la cuerda de paracaídas en torno a la muñeca e inició el camino de regreso a la hoguera, arrastrando tras de sí aquella desdichada masa de músculo, grasa y hueso. La luz se volvió más grande a medida que avanzaba con penas y esfuerzos al improvisado campamento.
«¿Cuánto hace que me he marchado?», se preguntaba.
El cuerpo era pesado, y la fina cuerda de paracaídas le hería en la muñeca, a pesar del grueso abrigo que le protegía del frío. Estaba a unos cuarenta y cinco metros cuando vio el brillo de las barras de luz química. Crusow no estaba seguro de si Mark habría bajado de nuevo las cuerdas, o si el fulgor procedía del bastón luminoso de Bret.
Llamó a Bret para que lo ayudase con el pesado cadáver.
El viento aullaba.
«No me oye».
Crusow tendría que arrastrarlo un poco más allá. El cuerpo era pesado, debía de llegar a los ciento diez kilos. Cuando le faltaban unos treinta y cinco metros para llegar, vio a Bret, que seguía de pie cerca de la hoguera. Parecía que sostuviera en pie a una de las criaturas, como para ver en qué estado se encontraba. Cuando estaba a veinte metros, Crusow llamó de nuevo. Esta vez, Bret reaccionó.
—Bret, este cabronazo pesa una tonelada. Suelta eso y ayúdame a arrastrarlo hasta el montón.
Bret se volvió lentamente para encararse con Crusow. La helada criatura tendría que haberse caído al suelo, pero no se cayó…, siguió erguida. Crusow dio un paso hacia atrás y puso la linterna en máxima luminosidad. La garganta y el rostro de Bret estaban desgarrados de arriba a abajo y la nuez le colgaba a un lado. Los ojos de Bret, que aún no habían quedado blancuzcos como consecuencia de la muerte, se clavaron en Crusow y su cuerpo no muerto avanzó.
Crusow reaccionó, se sacó de un tirón el guante de la mano izquierda y empuñó el machete Bowie. Con el Bowie en la mano izquierda y el hacha para hielo en la derecha, avanzó contra la criatura que había sido Bret. El frío desgarrador le hirió la mano izquierda al sujetar la gélida empuñadura de cuerno del Bowie. Al mismo tiempo que empleaba el largo cuchillo para mantener a la criatura a distancia, golpeó con el hacha cual magnífico dios del trueno. La clavó hasta el fondo en el hombro izquierdo de la criatura y la sangre fresca se derramó sobre el hielo. La criatura no sintió nada y trató de agarrar a Crusow con la diestra, pero no lo consiguió; aún llevaba puestos los guantes polares. Crusow arrancó el arma del hombro de la criatura y lo intentó de nuevo. En esta ocasión, blandió el hacha como una guadaña. El metal se hundió en la sien y desconectó al instante, y para siempre, las sinapsis que hubieran podido mantenerse activas en el cerebro de Bret.
La criatura se desplomó y arrastró tras de sí el hacha que seguía clavada en su cuerpo y con ella, también a Crusow. La cara de éste se estrelló contra la nieve y la visión le quedó borrosa. La mano izquierda se le había quedado helada mientras sujetaba el machete Bowie. Y entonces, vio que la otra criatura avanzaba hacia él. Como el hacha seguía clavada en la sien de Bret, Crusow tendría que enfrentarse al atacante con el machete. No tenía tiempo para sacarse el guante y cambiar de mano. Crusow se incorporó al instante y atacó, hirió y apartó de la hoguera a la terrible criatura.
En cuanto se le aclaró la visión, encontró indicios de lo que había sucedido. El cerebro de la criatura estaba intacto, obviamente, y el fuego, al calentarla, había descongelado las extremidades que llevaban tanto tiempo muertas. Mientras paraba los golpes de la espectral criatura, vio que en la cabeza de esta no había marcas; tan sólo un pequeño agujero de bala en el pecho daba testimonio de su primera muerte. «Debió de ser al principio, cuando aún no entendíamos bien cómo funcionaban», pensó Crusow.
La criatura medio congelada se arrojó contra él. Iba casi desnuda: tan sólo llevaba puestos unos calzoncillos ajustados. Crusow le clavó el machete en el pecho y lo hundió lo suficiente como para encontrar la carne de dentro que seguía congelada. El Bowie estaba muy afilado. Su padre se lo había regalado hacía veinte años, al cumplir quince.
«Un cuchillo romo es mucho más peligroso para su dueño que uno muy bien afilado», recordaba que le había dicho su padre, una y otra vez, a lo largo de los años.
Con la mano izquierda entumecida, clavó el arma en el ojo de la desnuda criatura. Ésta gimoteó, a modo de protesta, mientras Crusow le clavaba el machete hasta el fondo y le fracturaba el hueso de la órbita, presionando con fuerza contra la parte de atrás del cráneo. La luz se apagó. El asesino de Bret cayó al suelo y arrastró consigo el arma de Crusow.
Aunque no quedaran enemigos no muertos ocultos en la oscuridad, Crusow empezó a sentir pánico. Necesitaba, al menos, el machete para protegerse. Llevó a cabo un frenético intento de recobrar el Bowie: apoyó la bota sobre la cabeza de la criatura para sujetarla mientras arrancaba el arma. Limpió la hoja lo mejor que pudo: la frotó contra la criatura antes de volver a guardar el regalo de su padre en la vaina de cuero donde solía llevarlo.
Así se apaciguaron por un tiempo su ansiedad y su sensación de impotencia. Se sentó sobre la nieve y se desentumeció la mano izquierda al calor de la parpadeante hoguera. Tendría que atar con las cuerdas otras dos cargas de cadáveres antes de que los perros lo izasen a él y pudiera regresar a la Base Cuatro.
Como Bret había muerto, Crusow pensó en despojar su cadáver de todo lo que llevara encima y dejarlo allí, al fondo del precipicio. No tenía estómago para descuartizar a Bret y emplear su grasa para producir combustible, ni pensaba que nadie más pudiera hacerlo.
Se sacó torpemente la radio del bolsillo y pulsó el botón de transmisión, al tiempo que miraba al cielo, hacia lo alto del barranco.
—Mark, ha habido un problema.
No recibió ninguna respuesta.
Crusow volvió a sentir miedo. Empezó a imaginarse lo que podía haber sucedido con la primera carga de criaturas que Mark y Kung habían subido hasta arriba. Si no lo sujetaban con una cuerda, trepar por la pared de hielo sería un suicidio. «¿Y si sus cerebros no habían quedado totalmente destruidos, como había ocurrido con la criatura que le había rajado la cara a Bret? ¿Y si…?».
La radio crepitó.
—Mark al habla. ¿Qué os ocurre? ¿Estáis bien?
—No, tío, no estoy bien para nada. Bret ha muerto. Una de esas criaturas congeladas que había aquí abajo lo ha matado. Yo he tenido que rematarlo.
Mark pulsó el botón para responder, pero tardó unos segundos en decir nada.
—Ah… ¿Pero cómo…? Lo siento. ¿Y tú estás bien, tío? A ti no te habrán mordido, ¿verdad?
Crusow le gritó la respuesta:
—¡No! Vamos a subir más cadáveres. Os lo explicaré a todos cuando esté arriba. Pero acabemos con esto. Voy a desnudar a Bret, lo meteré todo dentro de su mochila y así podréis izar su equipo junto con otros dos cuerpos. La temperatura baja y sólo podré aguantar una hora aquí abajo, o poco más. Con eso tendríamos tiempo para otras dos cargas, sin contarme a mí mismo.
—Está bien, hablaré por radio con Larry y le diré que nos tenga a punto té y sopa caliente. Él también lo va a necesitar; no mejora. Escucha, ya sé que no es el momento para hablarte de esto, después de lo que le ha ocurrido a Bret, pero es que el portaaviones nos ha llamado para pedir que los ayudemos.
—No sé si podremos ayudarles en nada. Ya lo hablaremos cuando esté arriba. Otra cosa… —dijo Crusow.
—¿De qué se trata?
—No acerques esos cuerpos al calor, salvo en los casos en los que no te quepa absolutamente ninguna duda de que están muertos del todo, ¿me has entendido?
—Sí, ya te entiendo. No te preocupes, iré sobre seguro.
Crusow siguió su propio plan y examinó todos los cuerpos que estaban en el fondo para comprobar que tuviesen heridas en la cabeza antes de mandárselos a Mark. A fin de eliminar todo peligro, les fue clavando a cada uno el machete en la cabeza, con todas sus fuerzas, y con ello se descargó también de su cólera. Aún estaba muy alterado, y las manos se pusieron a temblarle casi sin control mientras ataba los cuerpos y el equipo de Bret con las cuerdas. Se lo haría pasar con media docena de raciones de whisky. A Bret no le habría importado.
Un día antes de llegar al paraíso.
Mañana por la noche avistaremos Oahu. Me cuesta creer que haya llevado este diario desde que todo empezó. A veces releo las primeras páginas, porque en esas páginas se encuentran restos e indicios de cómo era antes el mundo. A veces tengo que recordarme a mí mismo cómo fue el mundo, para, por lo menos, poder conservar algo. La mayoría de personas lo encontrarían estúpido.
Saien y yo hemos llegado a la conclusión de que el submarino nos gusta más cuando está sumergido. Las malditas olas lo golpean con fuerza y nos balancean de un lado para otro como si navegáramos en kayak y nos encontráramos con un huracán. Uno de los miembros de la tripulación me ha contado que los submarinos no se diseñaban para navegar por la superficie, que su forma no les permite mantenerse estables cuando salen al aire libre. Emergemos tan sólo cuando tenemos que transmitir en onda corta, y eso es cada día, en ocasiones dos veces en un día.
He pasado algún tiempo en la sala de radios y en algunos casos he logrado comunicarme con la nave insignia y con John. Ayer me dijo que había una base en alguna zona del Ártico que podría hacer de repetidor. Dentro de poco me pasará una lista de frecuencias y un horario.
Llevamos a bordo una dotación de aeronaves no tripuladas Scan Eagle, y las vamos a lanzar mañana para que efectúen un reconocimiento de la isla antes de que el destacamento baje a tierra; esto es, en el caso de que los técnicos hayan logrado poner a punto todo el equipo necesario para su lanzamiento y recuperación. Si juntáramos todas las veces que he estado en la sala de los SEAL, sumarían una hora, y todavía no sé ni siquiera cómo se llaman. Tampoco es que me importe mucho. Van a la suya, acuden al gimnasio y se divierten por su cuenta, como si fueran miembros de una fraternidad estudiantil. Parece que miren con desprecio a Saien y ni siquiera adviertan mi presencia. Seguro que, en su opinión, no soy más que uno de tantos oficiales que se entremeten en sus asuntos. No puedo decir que les envidie por su misión de poner pie en Oahu. Creo que el plan consiste en patrullar por el litoral de la isla y detener el submarino frente a la costa septentrional. Desde ese punto, el equipo se adentrará por la carretera 99 hasta el aeródromo militar de Wheeler, e irá desde allí hasta las instalaciones de Kunia, tomará el control de estas, activará sus sistemas y llevará hasta allí a nuestro experto antes de regresar al submarino. Las operaciones en la costa de Oahu nos llevarán dos días, y luego zarparemos en dirección oeste, hacia las aguas de China.
Máximo dominadas: 8.
Flexiones de brazos: 68.
2,5 km en la cinta ergométrica: 11:15.