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Las amistades no se forjaban ya por medio de las redes sociales; no nacían en iglesias, ni en fiestas, ni durante horas alegres. Para mantenerse en contacto en el reino de los no muertos, había que regresar a los primeros tiempos de la radio. Un puñado de familias aún sobrevivía: los pocos que habían tenido la clarividencia de prepararse para una calamidad. Por desgracia, nadie había previsto que pudiera darse una situación como aquella. La mayoría había temido ataques terroristas, o un derrumbe financiero… Esto último había sido un motivo generalizado de histeria antes de que los muertos empezaran a caminar. Europa y el Próximo Oriente habían ardido con los disturbios; las calles de España, Francia, Irlanda, e incluso Gran Bretaña se habían llenado de cordones policiales y coches incendiados antes de que los no muertos las tomaran.

Los supervivientes se acurrucaban en silencio en las casas que habían protegido con tablones, o en los refugios subterráneos y escondrijos de Idaho, y de otras regiones a donde no había llegado la radiactividad. Sintonizaban las radios de onda corta con cualquier frecuencia que todavía transportara señales…, cualquier sonido o estática modulada que pudiese aliviar el constante terror al que estaban sometidos. En esto consistía la nueva normalidad.

La mayoría de los escasos habitantes de Estados Unidos que seguían con vida no disfrutaba de la seguridad que proporcionaba vivir a bordo de un portaaviones o de un silo estratégico de misiles nucleares. Moraban en buhardillas, antiguos centros de FEMA —la agencia de la administración estadounidense para la gestión de emergencias—, prisiones, zonas valladas en torno a antenas rurales de telefonía, pequeñas islas costeras, y hasta embarcaciones. Incluso los había que probaban suerte en vagones de tren abandonados y terraplenes, en los confines de lo que en otro tiempo había sido la civilización. Empleaban walkie-talkies, frecuencias de radio local y aparatos de radioaficionado para contactar los unos con los otros, con quien fuese.

De vez en cuando, lo conseguían, ni que fuera tan sólo por un instante fugaz. A veces, el sonido que se oía en el receptor era el de la madera que se astillaba, o gritos, o el disparo de una escopeta solitaria. Las últimas redes sociales se apagaban, nodo a nodo.

A bordo del George Washington.

A John ya se le consideraba formalmente oficial de comunicaciones del George Washington y estaba autorizado a acceder a todos los sistemas de comunicaciones de la embarcación. Contaba con un pequeño contingente de civiles y de soldados de menor rango para mantener en funcionamiento los escasos recursos de los que disponían. Su función básica consistía en mantener contacto constante con la Fuerza Expedicionaria Clepsidra, que tenía que llegar a las costas de Hawaii al cabo de cinco días. Su función secundaria era mantener las comunicaciones por satélite con la Fuerza Expedicionaria Fénix, instalada en el Hotel 23.

Le habían informado de que los objetivos principales de la Fuerza Expedicionaria Fénix consistían en poner bajo control las bombas nucleares que quedaban y tratar de recuperar una parte de los paquetes de equipamiento arrojados por Remoto Seis. Aparte de sus deberes como oficial de comunicaciones del portaaviones, John tenía que cargar con el apodo de «jefe de sección» que le habían adjudicado los supervivientes del Hotel 23, un título al que trataba de quitar importancia en público, pero que en secreto le encantaba.

John hacía sus rondas a diario y visitaba a Tara, Laura, Jan, Will, Dean, Danny, los marines y otros con los que había entablado amistad durante el tiempo que había pasado en el Hotel 23. Annabelle, su hembra de galgo italiano, aún vivía feliz y satisfecha a su lado cuando Laura no la tomaba prestada. No se le habían erizado los pelos del pescuezo desde que la habían evacuado en helicóptero, presa en el agónico abrazo de la pequeña Laura. La niña le había dicho a John que tenía «taaaaaanto miedo de que "Annie" se le escapara de entre las manos»… Así era como la llamaba Laura. A veces le resultaba incómodo llevarla a hacer sus necesidades y tener que recorrer todo el camino hasta el hangar, donde un miembro de la tripulación amante de los animales echaba tierra sobre un espacio disponible para todos los que viajaban a bordo. Annabelle no era el único cánido a bordo del portaaviones. Unos pocos perros del ejército habían encontrado un nuevo hogar en el Washington y trataban a Annabelle como a uno de los suyos, porque se daban cuenta de quién era en realidad el enemigo común. Cualquiera de los no muertos del continente habría agarrado a los perros y los habría reducido a pulpa si se le presentaba la oportunidad.

John no se encargaba de pocas tareas, pero pensó que aún le quedarían energías para más. Uno de los militares, el suboficial Shure, era especialmente bueno como operador de radio. Había tenido bastante suerte en sus contactos con la Base Cuatro del Ártico. En el último mensaje le habían informado de sus problemas con el combustible y de sus planes para solucionarlos. Así, empezó a circular por la sala de radios el rumor de que los supervivientes de la base en el Ártico se habían planteado seriamente refinar biocombustible con el cuerpo de los no muertos que ellos mismos habían liquidado y arrojado por un barranco donde las temperaturas de finales de primavera y del otoño habían de dejarlos atrapados en bloques de hielo. John había estado presente durante la recepción del mensaje y sabía que no se trataba de un rumor. El almirante le había solicitado que mantuviera esa información en la confidencialidad; no quería que se hablara de que los amigos del Ártico actuaban como carniceros enloquecidos. Recordaba demasiado a lo que les había contado Kil al regresar después del accidente con el helicóptero; había topado con una banda de caníbales que se alimentaban de los no muertos hasta el extremo de asar su carne putrefacta (y que de algún modo neutralizaban el factor que hacía que los muertos se levantaran).

El enlace de radio en onda corta entre el Washington y el Virginia / Fuerza Expedicionaria Clepsidra se estaba volviendo muy inestable. Las comunicaciones por satélite del portaaviones funcionaban bien, pero muchos de los satélites necesarios para hacer rebotar la señal en dirección al área del golfo de México se habían quemado al reentrar, porque la National Reconnaissance Office había dejado de encargarse de su mantenimiento y de la corrección de su rumbo, y muchos se habían apartado de su órbita. Los que seguían en órbita funcionaban mediante códigos de acceso que nadie tenía, y nadie sabía cómo conseguirlos. El principal recurso que podían emplear tanto el ejército como el resto de los supervivientes era la onda corta.

John convocó de improviso una reunión en la sala de radios. En realidad, habría tenido que hacerlo mucho antes. Asistieron todos los militares especialistas en comunicaciones, así como los radioaficionados civiles que se habían presentado voluntarios por sus conocimientos en onda corta.

El propósito de la reunión era sencillo: consolidar y mejorar el plan de comunicaciones. John enrolló la pantalla del proyector y dejó al descubierto la pizarra plástica, y empezó a apuntar en ella todos los circuitos prioritarios y el estado de cada uno de ellos.

«Circuitos en mantenimiento activo, por orden de precedencia:

»Circuito de voz seguro en alta frecuencia con la Fuerza Expedicionaria.

Clepsidra: Funcionamiento parcial.

»Circuito de teletipo seguro en alta frecuencia con la base de Nevada.

(Desconocido): Pleno funcionamiento.

»Circuito seguro de transmisión de ráfagas de datos por satélite con la.

Fuerza Expedicionaria Fénix: Pleno funcionamiento.

»Circuito de voz no seguro en alta frecuencia con la Base Cuatro en el.

Ártico: Funcionamiento parcial».

—Bueno, como veis en la pizarra, tenemos problemas por resolver —empezó a decir—. El circuito que consideramos de máxima prioridad está en funcionamiento parcial. Hace un buen rato que no logramos contactar con la Fuerza Expedicionaria Clepsidra. Vamos a tener que encontrar una solución para este problema. ¿Alguien tiene alguna idea?

Uno de los radioaficionados que se encontraban al fondo de la habitación habló:

—Podríamos buscar un repetidor.

—No es una mala idea, en absoluto —dijo John, y se volvió de nuevo hacia la pizarra.

Tomó el rotulador negro y dibujó un mapamundi sin escala, marcó los lugares donde operaban las diferentes fuerzas expedicionarias y situó de manera aproximada el resto de las instalaciones.

—La Fuerza Expedicionaria Fénix no puede ser. No tienen aparatos de alta frecuencia en funcionamiento. Emplean un discreto transmisor-receptor de ráfagas de datos por satélite con una configuración de portátil para enviar el texto a esa terminal. —Señaló con la mano a un rincón, donde un operador controlaba la sala de chat de mIRC de dos entidades—. Además, Fénix no puede transmitir durante el día, y en cualquier caso está sometida a severas restricciones en lo que concierne a las transmisiones de radio. No se comunicarán si no es absolutamente necesario. No sé muy bien cuál es la situación en Nevada. Sus circuitos están directamente conectados a una CryptoBox KG84C del SSES de este portaaviones. Sólo nos llaman para que comprobemos el estado de los cables UTP y reciclemos códigos de encriptación para sus circuitos. Ni los unos ni los otros nos servirían como repetidor. Así pues, nos queda una única opción viable: la Base Cuatro. He estado escuchando el espectro de onda corta y nuestras posibilidades son limitadas. Raramente recibimos onda corta que proceda del continente. Tan sólo ondas rebotadas en la troposfera y repeticiones de noticias antiguas que se retransmiten una y otra vez de manera automática, presumiblemente desde aparatos alimentados con energía solar.

El radioaficionado habló de nuevo:

—Podríamos ajustar nuestras frecuencias de acuerdo con las estaciones. Emplear las frecuencias más altas durante el día y las más bajas durante la noche. La vieja norma de subir la frecuencia con el sol. Quizá así tuviéramos más suerte.

—Ahora sí que estamos llegando a algún sitio —respondió John—. Tracemos un plan sólido sobre el papel, y luego, dentro de unas horas, cuando tenga lugar el siguiente contacto programado con la Base Cuatro, les enviaremos la petición. Esperemos que les quede personal suficiente para retransmitir nuestros mensajes. Hay que tener en mente que esa base está a oscuras, y que lo va a estar durante un tiempo. No estoy seguro de que esa circunstancia no afecte a las frecuencias.

El suboficial Shure, el más perspicaz entre los militares a las órdenes de John, levantó la mano.

—Sí, ¿qué es lo que has pensado?

—Bueno, ahora mismo empleamos las CryptoBox KYV-5 para retransmisión segura de voz con Clepsidra. ¿Esa base del Ártico nos merece suficiente confianza como para canalizar información confidencial para Clepsidra en onda corta y, a su vez, enviarnos la que les manden ellos?

—Tendremos que volver a los métodos de la vieja escuela y servirnos de codificación sobre papel y claves de un solo uso —dijo John.

—Ya nadie recuerda cómo se hacía eso, jefe. El último operador de radio de verdad que aún sabía hacerlo debió de jubilarse de la armada hará unos veinte años. Ahora somos todos unos genios de las tecnologías de la información.

—Vamos a tener que volver a aprender todo lo que habíamos olvidado en el terreno de las telecomunicaciones y olvidar aquello que considerábamos más avanzado, porque ahora ha quedado obsoleto. Todos vosotros tenéis vuestras órdenes…, poneos manos a la obra.

La pequeña multitud se dispersó, salvo los que tenían a su cargo un puesto de seguimiento de radio. Mientras los demás salían, John tuvo un tiempo para meditar. Al regresar al centro de control de tecnología con el que estaban conectados todos los circuitos, pensó para sí: «Somos nosotros quienes proporcionamos la encriptación a SSES, ¿verdad que no puede resultarme muy difícil?». La teoría que daba vueltas por su cabeza no era nada compleja. En cuestión de minutos, se le había ocurrido cómo podía acceder al circuito que llegaba al SSES desde las instalaciones todavía activas en Nevada. Haría un empalme con el circuito encriptado y lo conectaría, a la vez, con el SSES y con el dispositivo extra de encriptación KG-84C que tenía y que empleaba los mismos códigos que el SSES. Esos códigos habían salido de su propio departamento.

No se lo diría nadie, porque, en el nivel en el que se encontraba, la pena por intrusión en las redes habría sido rápida y severa. Lo racionalizó diciéndose que no lo hacía para satisfacer una curiosidad infantil. Lo hacía por Kil.