Ártico.
Diciembre. Afuera caía un implacable bombardeo de nieve y de hielo. Crusow abrió la pesada escotilla por la que se emergía a la inclemente atmósfera. La nieve no les impedía totalmente la visión, pero faltaba poco. No importaba, sería igual o peor durante el resto del año y los inicios del siguiente, hasta que llegase la primavera. Si trataban de aguardar a que hubiese buenas condiciones, morirían por el hambre y la congelación. Hacía mucho que había empezado la larga noche; probablemente les quedaban unos noventa días de penumbra hasta que el sol retomara su trayecto habitual.
Bret salió detrás de Crusow. Kung y Mark empezarían a preparar a los perros para que tirasen de los cadáveres congelados que se encontraban en el fondo del barranco. Crusow y Bret iban a necesitar por lo menos una hora para llegar hasta el fondo y sujetar los cadáveres con cuerdas. Crusow había dejado el rifle en la habitación y llevaba tan sólo el machete Bowie y el hacha colgados de la cintura. Al no tener piezas móviles, no le fallarían a cincuenta grados bajo cero. Todos los cadáveres del barranco estaban atrapados en bloques de hielo sólidos. Quizá los osos polares hubieran tratado de devorarlos.
Crusow dio media vuelta sobre las raquetas para la nieve y miró a Bret cara a cara.
—¿Estás preparado para esto? Va a ser terrible. Espero que hayas desayunado bien.
—Vete a tomar por culo, Crusow. Ahora no estoy de humor para tus…
—Lo mismo te digo, cabronazo, que tengas un buen día.
Crusow no logró sacar a Bret de sus casillas. Llevaban cuerdas y arneses de rápel en las mochilas. Crusow cargaba también con algo de agua e incluso comida para conservar la energía. Con el frío que hacía y la necesidad de moverse cargados de pesadas pieles, quemarían cientos de calorías por hora. Por prudencia, había traído también una pieza de madera comprimida para emplearla como leña si fallaba algo y tenían que esperar a Mark y a Kung.
Llegaron al borde del barranco; Crusow se preguntó por qué lo llamaban así, y no precipicio. Se agachó en su estrecho margen y miró hacia abajo, al tiempo que iluminaba en varias direcciones con la linterna que llevaba sujeta a la frente. Tenía visibilidad hasta diez metros más abajo… Habría que hacer la mayor parte del descenso a ciegas.
—Yo me sentiría más seguro si efectuáramos el descenso con las cuerdas atadas al Sno-Cat, en vez de emplear anclas de hielo y descender en moulinette —le dijo Bret a Crusow, con cierta preocupación en la voz.
—Sería una excelente idea si no nos quedara tan poco combustible. Necesitaríamos un litro de diésel para que el Sno-Cat arrancara, se calentara y se acercara al borde del barranco. Además, no sabemos si este hielo tendrá mucha estabilidad. Podríamos encontrarnos con que nos precipitamos en el abismo seguidos por el Cat.
Dicho esto, empezaron a dar martillazos sobre las anclas de la moulinette para dejarlas bien clavadas en el hielo compacto. Emplearon tres anclas para cada una de las cuerdas, clavadas en sitios distintos. El objetivo era reducir las posibilidades de que una de ellas se soltara. Una vez todas las anclas estuvieron en su sitio, Crusow y Bret arrojaron las cuerdas al fondo del barranco. Oyeron el golpeteo contra la pared. Lo tuvieron difícil para sacar los arneses de las mochilas, porque los guantes que les protegían de las temperaturas del Ártico también les reducían la movilidad. Era como tratar de abrir una puerta con los codos. El viento empezó a soplar con fuerza mientras se ponían los arneses. Cada uno de ellos revisó el arnés del otro para asegurarse de que estuviera en condiciones para el descenso. Crusow se quitó las raquetas y se las ató a la mochila con un cordel. Entonces sacó unas suelas con pinchos afilados para la nieve y se las montó en las botas, y las hundió en un saliente de hielo para ver si habían quedado bien puestas.
Crusow sacó la radio Motorola que llevaba en el abrigo y buscó el botón para transmitir.
—Mark, Bret y yo estamos a punto para iniciar el descenso. Probablemente vamos a necesitar treinta minutos o más para llegar al fondo y prepararlo todo, cambio.
Crusow estaba acostumbrado a la radio de alta frecuencia y se sorprendió a sí mismo finalizando la transmisión con un «cambio», cuando con el «bip» automático le habría bastado.
Mark le respondió desde su propia radio.
—Recibido. Kung y yo estamos en el trineo con los perros y los vamos preparando. Arrojaremos las otras cuerdas en cuanto vosotros lo digáis. Nuestro cabo estará atado a los perros, y el vuestro a… ya sabéis a qué. No creo que tengamos que subirlos con las mismas cuerdas que acabáis de sujetar.
—¿Por qué no? Así ya las tendríamos abajo.
—Porque los perros podrían debilitar los puntos de anclaje y la fricción sobre el hielo podría desgastar las cuerdas. Si eso sucediera, la expedición terminaría mal.
—Tienes razón, gracias. Bueno, vamos a bajar. Dentro de poco os digo algo.
Mark hizo dos clics en el botón de transmisión para confirmar.
Crusow no ponía en peligro su propia vida porque sí; la situación se había degradado hasta la desesperación extrema. Si no lograban extraer suficiente grasa corporal de los cadáveres que se hallaban en el fondo del abismo, no llegarían jamás a la zona de hielo delgado. En aquel mundo gélido y hostil, el combustible era más valioso que el agua.
Crusow se palpó los costados para asegurarse de que las herramientas hubieran quedado bien sujetas. Aun cuando llevara puestos unos guantes demasiado gruesos para sentir su textura, sabía que el machete Bowie de mango de cuerno y treinta centímetros de hoja estaba a salvo en la vaina de cuero de la cadera, y eso le hacía sentirse algo mejor. Aquel arma le había resuelto sus problemas cada vez que la había necesitado.
—¿Estás preparado, Bret?
—Sí, estoy preparado.
—Vamos allá.
Se asomaron al barranco, soltaron cuerda e iniciaron el descenso al Barranco de las Almas Tranquilas, uno de los muchos cementerios del hombre.