Sureste de Texas.
—Billy, ¿eso es lo que a mí me parece que es?
—¿Qué?
Doc activó el láser y apuntó unos pocos cientos de metros más allá, al campo.
—Eso.
—Parece como si alguien hubiera venido hace poco con un arado y hubiese empezado a tirar. Los dispositivos de visión nocturna no me permiten verlo bien.
—De acuerdo con el mapa, ése es el lugar donde tendría que estar el equipamiento. Vamos allá. No te alejes de mí.
—Recibido.
Los dos hombres saltaron sobre la cerca y avanzaron de cuclillas en dirección a la tierra donde se había abierto un surco. El viento cambió de dirección y sintieron el fétido olor del enjambre que se hallaba en la lejanía.
—Joder, qué mal huele este sitio, no nos lo discutiría nadie —dijo Doc con voz queda—. Un centenar de metros. Parece que la carga tocó tierra allí y que después alguien la arrastró por el paracaídas. Veamos a dónde llega ese rastro.
—Te sigo… pero separémonos unos metros, ¿de acuerdo? —dijo Billy.
—Está bien, separémonos, pero no lo suficiente como para perdernos de vista, y mírame cada pocos segundos. Yo haré lo mismo.
—A mí me parece bien. Vamos.
—Vamos.
Siguieron la pista marcada en tierra a lo largo de cuatrocientos metros hasta que llegaron a una loma baja. Al acercarse, oyeron un sonido como de ropa que se agita en un tendedero con la brisa veraniega. Miraron desde lo alto de la loma y vieron su objetivo. Una carretilla envuelta en plástico, puesta de lado, con un paracaídas desgarrado que ondeaba en línea recta como si hubiera sido la cola de un cometa enloquecido.
El sonido de la tela tendría que haber atraído a las criaturas durante los días y semanas que habían pasado desde que la carga se posó allí. Había unas dos docenas al pie de la loma, hibernando, a la espera de una criatura viva que activase sus primitivos circuitos. Doc lo sabía por la manera como estaban plantados, cual centinelas de piedra. Habían llegado en busca de comida y se habían visto obligados a quedarse quietos para no consumir su desconocida fuente de energía. Aquel era un misterio desconcertante. Doc sospechaba que derivaban energía de algo que no era la comida, cada vez más escasa, que cazaban y consumían.
—¿Cómo quieres que hagamos esto, Billy?
—Bueno, podríamos quedarnos aquí y matarlos de uno en uno, siguiendo un cierto orden para evitar que se despierten. Yo empezaré por el grupo del este, tú por el del oeste, y nos encontraremos en el centro. Si tenemos suerte, nos los cargaremos a todos sin que lleguen a oír un sonido más fuerte que el aleteo del paracaídas. A esta distancia, los silenciadores tendrían que ser suficientes. Incluso podríamos retroceder unos pasos, si fuera necesario. Estamos tan lejos que el punto de mira y el punto de impacto tendrían que ser idénticos. Apúntales a la frente, de todos modos.
Doc sabía que Billy chuleaba con su punto de mira.
—De acuerdo, me gusta —dijo Doc en tono de aprobación—. Está oscuro, no nos van a ver, pero nosotros sí los veremos a ellos. Yo pienso que tendríamos que empezar.
—Espero la orden.
—Yo por el oeste, tú por el este. Empieza después que yo.
—Recibido.
Doc contempló la punta de la carabina a través de la mira y vio el reflejo de la luz de luna en el silenciador. Manipuló la amplificación de imagen para ver mejor el objetivo. Desde luego, en la noche parecían terribles gárgolas. Siempre le había parecido que mientras estaban en ese estado se mecían levemente, pero no estaba seguro. Nadie se quedaba cerca de ellos durante el tiempo suficiente para comprobar la teoría.
«Tomar aire hasta el fondo, soltarlo poco a poco, con los dos ojos abiertos, matar».
«Bam».
En cuanto Doc se hubo cargado a su primera criatura, Billy Boy le imitó. Billy tenía en la mira a su primer objetivo y tan sólo esperaba a oír el disparo silenciado de Doc para derribar a su propio monstruo.
Los cartuchos golpeaban los cráneos putrefactos emitiendo un golpe sordo tras otro. Dispararon lenta y pausadamente. Un Mississippi, disparo, dos Mississippis, disparo. El plan funcionaba; las criaturas no salían de su hibernación. Ya sólo quedaban seis cuando Doc volvió a disparar. Al tirar del gatillo, Doc notó al instante que algo había cambiado. Se oyó un extraño eco, como si hubiese disparado contra una señal de tráfico o un coche. Doc había oído hablar de aquello, pero no lo había visto nunca. Algunas de las criaturas albergaban placas de metal que les habían implantado para solucionarles lesiones previas antes de que el mundo se transformara en un infierno. La criatura se desplomó en el suelo. Doc se valió de la amplificación de la mira para verla mejor. El monstruo volvía a ponerse en pie.
Doc siguió disparando contra sus blancos. Otro disparo.
La criatura estaba de nuevo en pie y se había irritado mucho. Empezó a gritar, a gimotear, a llamar a los otros. Se movía con rapidez, reaccionaba a los sonidos, incluso a los disparos silenciados de sus carabinas. Se puso a avanzar hacia ellos por la loma.
—Sigue con los tuyos, Doc. Yo seguiré metiéndole plomo en el cuerpo a ése.
—¡Muy bien, Billy, manos a la obra! ¡Ése es rápido!
La criatura seguía caminando loma arriba a una velocidad asombrosa. Doc tenía razón…, era más rápido que los demás. Billy disparaba sin cesar contra la criatura y erraba la mayor parte de los disparos.
—¡Tengo que recargar!
—Yo te cubro, hazlo —dijo Doc.
Billy sacó el cargador vacío y buscó el nuevo que llevaba a la espalda. En situaciones de mucho estrés, Billy actuaba siempre bien, porque se decía a sí mismo lo que tenía que hacer, de acuerdo con su entrenamiento.
—Presionar, tirar, recámara, disparar —susurró con fuerza, al mismo tiempo que hacía lo que estaba pensando.
Después de presionar el cargador para que entrara en su sitio, tiró de él para ver si había quedado bien encajado. Cargó un cartucho en la recámara de la M-4 y tiró del gatillo. El disparo tuvo como efecto que el cráneo de titanio rodara colina abajo y se quedara inmóvil en una pose torpe y trágica.
—Por los pelos —dijo Doc—. Si llegas a esperar unos segundos más, esa criatura habría llegado hasta aquí y habría venido a divertirse con nosotros y a contarnos chistes.
—Sí, ya… Qué raro…, no estoy acostumbrado a verlos tan agresivos.
—Yo tampoco. Será mejor que nos quedemos aquí, en lo alto, y esperemos un par de minutos. Puede que allí abajo haya más. No quiero encontrarme con una mordedura en el tobillo, ¿sabes lo que quiero decir? —propuso Doc.
—Sí, lo sé.
Aguardaron. Los minutos pasaron poco a poco, sin que hubiera movimiento. Siempre ocurría lo mismo después de un encuentro con ellos. El hombre no estaba concebido para que viese caminar a los muertos. El hombre tampoco estaba concebido para combatirlos. En aquellos días el estrés postraumático era una enfermedad que padecía todo el mundo, igual que el resfriado común. Desde el niño de dos años que había visto a su propia madre devorada por su padre justo antes de que vinieran los SWAT a rescatarlo, hasta el viejo que había encerrado a su mujer en el sótano porque no tenía estómago para acabar con ella… Todos ellos lo sufrían, si es que lograban hacer acopio de coraje suficiente para seguir con vida.
—Parece que podemos bajar sin problema —le dijo Billy a Doc.
—Sí, bajemos. Nos quedan treinta minutos hasta la hora de iniciar el regreso al Hotel 23, si es que queremos llegar antes de que salga el sol.
Mientras descendían por la loma, Billy preguntó:
—¿Qué piensas que ocurriría si no lográramos llegar antes del alba?
—Pienso que nos localizarían y que se nos vendría encima una cabeza nuclear de doscientos treinta kilogramos. Es evidente que no somos bienvenidos en el Hotel 23.
—No entiendo por qué ese grupo quiere arrojar un artefacto nuclear sobre el portaaviones.
—Yo no tengo ni idea, Billy, pero sí sé que durante el día nos pueden hacer daño. Y no agobies a Disco y a Hawse, pero no estoy seguro de que no puedan lanzarnos la bomba durante la noche.
—Sí, yo también lo había pensado, pero no quería decirlo.
El montón de cadáveres que había al final era una visión horrenda, y algunos de ellos aún se retorcían. Los dos hombres tuvieron buen cuidado de no acercarse mucho…; una bala en el cerebro no garantizaba siempre que la amenaza hubiera desaparecido. A veces el reflejo de morder se mantenía incluso después de haber sufrido el trauma en el cerebro. Lo que fuera que hacía que los muertos se levantaran no se rendía fácilmente; había que tener precauciones extremas incluso con las cabezas cortadas.
Doc sacó el machete y seccionó las cuerdas que aún sujetaban el paracaídas a la carga. El tejido aleteó en la oscuridad, al capricho de los vientos nocturnos. Mientras se arrastraba sobre la loma, con las cuerdas colgando cual tentáculos urticantes, Doc se imaginó que veía una medusa.
Había unas letras blancas pintadas por fuera sobre el envoltorio de plástico que contenía la carga, pero los elementos y el paso del tiempo las habían vuelto ilegibles. El paquete había quedado puesto de lado sobre una cuña de tierra y piedras. Doc desgarró el envoltorio con el machete y las cajas, hechas de un material duro y negro, se desparramaron por el suelo.
—Billy, cubre el perímetro mientras las examino.
—Ahora mismo.
Doc fue abriendo las cajas de una en una, con cuidado, como si temiera encontrar trampas-bomba en su interior. Al mismo tiempo que las abría, escuchaba, por si se oían los tiros silenciados de la carabina de Billy Boy. Todo estaba en silencio.
La primera de las cajas contenía una arma que Doc encontró curiosa, marcada con un rótulo que decía «control de enjambres». Los folletos de instrucciones estaban escritos de manera sencilla y recordaban las ilustraciones acompañadas por textos que explican el manejo del cinturón de seguridad en un avión de pasajeros. El arma resultaba difícil de llevar y requería que el usuario, literalmente, se vistiera con ella: una de las ilustraciones representaba a un hombre con el arma sujeta a algo que parecía un arnés.
Las otras cajas que Doc inspeccionó contenían los compuestos químicos necesarios para alimentar el arma. De acuerdo con la documentación, había que ensamblar dos botellas. Se suponía que el arma, al funcionar, proyectaría un chorro de espuma hasta una distancia de quince metros. Los dos compuestos, una vez mezclados y expuestos al aire y a la espuma, se endurecerían en un par de segundos. Doc leyó una nota de advertencia que acompañaba a la documentación:
«ADVERTENCIA: EL COMPUESTO DE ESPUMA SE ENDURECERÁ.
HASTA ADQUIRIR UNA CONSISTENCIA COMPARABLE A LA.
DEL FIBROCEMENTO CURADO O LA RESINA DE FIBRA.
EXTREMEN LAS PRECAUCIONES AL APUNTAR.
ESTE PROYECTOR DE ESPUMA ES LETAL».
Al proseguir con el estudio de las instrucciones, Doc encontró una sección en la que se explicaban los posibles empleos del arma.
—Inmovilización temporal e inmediata de grupos numerosos.
—Inmovilización de vehículos en movimiento y de blindaje pesado.
—Cierre de puertas y de otros puntos de acceso.
—Unión química entre materiales cualesquiera.
Doc estimó que el equipamiento debía de pesar un total de treinta y cinco kilogramos. En aquel paquete no había nada más. Doc llamó a Billy para discutir con él los costes y beneficios de acarrear aquella carga extra hasta el Hotel 23.
Después de examinar los folletos que acompañaban al arma, Billy comentó:
—Mira, tío, si esta cosa puede hacer lo que dice aquí, yo mismo cargo con ella. Nuestras M-4 están bien para disparar durante las misiones, y para la eliminación de enemigos y demás, pero una arma como ésta podría ayudarnos en situaciones como la que acabamos de vivir en el paso elevado. A mí no me importaría nada tener una manguera que dispara cemento instantáneo a voluntad, ¿y a ti?
—Claro que no. Nos repartiremos el equipamiento y lo llevaremos de vuelta. Pero tendremos que salir a probarlo otra noche. Falta poco para que amanezca.
Después de colocar en las mochilas todo el material que habían conseguido, iniciaron el camino de regreso al Hotel 23. Doc marcó una X en el mapa para indicar dónde habían encontrado la carga y así la eliminó de la lista. Al llegar de nuevo a lo alto de la loma, Doc se detuvo por unos instantes.
¿Lo que oía era el sonido de un motor en la lejanía?
Estaba a punto de preguntarle a Billy si también lo había oído, pero el viento cambió y el sonido se desvaneció como un pensamiento fugaz.