Un portaaviones de Estados Unidos, uno de los últimos símbolos del moribundo poderío militar estadounidense. Había otros, pero llevaban meses anclados lejos de la costa. Los habían abandonado. Se habían reservado incluso uno de los portaaviones para emplearlo como central nuclear flotante. Proporcionaba gigavatios de electricidad a bases insulares cada vez más maltrechas y a algunos aeródromos situados en franjas costeras remotas. En otro tiempo se había llamado Enterprise, y ahora se le conocía como Reactor Naval Posición Tres. Un pequeño contingente de ingenieros eléctricos era todo lo que quedaba de su antigua tripulación de cinco mil marineros. No todas aquellas gigantescas embarcaciones se encontraban en paradero conocido. Un puñado de gigantes de acero se había quedado en ultramar cuando las alarmas sonaron y la sociedad entera se vino abajo. El Ronald Reagan se hallaba en el fondo del mar y la mayoría de su tripulación estaba no muerta, y aún flotaba por los oscuros compartimentos de los pecios. Al principio hubo reproches que volaron de un lado para otro cual yunques de herrero… mientras hubo hombres vivos que pudieran arrojarlos. Circulaban cables confidenciales en los que se decía que el Ronald Reagan se había ido a pique como consecuencia de los ataques simultáneos de varios submarinos diésel norcoreanos en los días inmediatamente posteriores a la aparición de la anomalía. Nadie lo sabía con certeza. El George H. W. Bush había sido avistado por última vez, difunto, en aguas próximas a Hawaii. Observadores presenciales que se hallaban en un destructor estadounidense cercano informaron de que su cubierta estaba plagada de criaturas no muertas. Se había transformado en un mausoleo flotante y lo sería hasta que una ola desconsiderada o un tifón de gran magnitud lo mandara a los brazos de Poseidón.
Una parte de las tripulaciones de los portaaviones restantes se había salvado y se había refugiado en el George Washington. Este último seguía activo en el golfo de México. La diáspora de los militares estadounidenses perduraba.
* * *
Las veinte mil toneladas del George Washington surcaban las aguas del golfo y patrullaban a diez millas de la infestada costa panameña. El gobierno en funciones aún perduraba, y sus órdenes principales eran claras y concisas. «Recuperar al Paciente Cero a toda costa».
El almirante Goettleman, comandante de la Fuerza Expedicionaria Clepsidra y jefe de Operaciones Navales en funciones, estaba sentado en su camarote y veía el circuito de televisión por cable del portaaviones mientras desayunaba. Hacía una semana que pasaban una y otra vez una película titulada El final de la cuenta atrás. Tendría que llamar a alguien para comentárselo, o quizá mejor dejarlo correr. «Quizá la tripulación disfruta con esa historia de un portaaviones que viaja atrás en el tiempo y tiene la oportunidad de cambiar la historia». Una fuerte llamada en la puerta anunció la presencia de Joe Maurer, investigador de la CIA y asistente de Goettleman desde el inicio del desastre.
—Buenos días, almirante —dijo Joe con alegría, aunque también con cierta insinceridad.
—Buenos días, Joe. ¿Nuestros muchachos han logrado llegar al Virginia? —preguntó el almirante Goettleman al tiempo que masticaba el último bocado de huevo en polvo.
—No tardarán en estar allí, señor. La central de radio informa de que están sobrevolando el Pacífico y se guían por la señal del Virginia.
—Yo no sería almirante si no me preocupara por el tiempo que hace. ¿El helicóptero ha comunicado algún tipo de problema?
—No, señor, la mar está en calma, no hay turbulencias. Me imagino que hoy hemos tenido suerte.
—Tendríamos que poder ahorrar suerte para otro día. Falta mucho para que Clepsidra se ponga en marcha. Estoy muy preocupado por cómo pueda salirnos esto. Aunque te lo haya preguntado cien veces, ¿qué te parece a ti? Quiero que me digas la verdad y no las cuatro chorradas de turno.
—Almirante, lo primero que tendrán que hacer es llegar hasta allí. En caso de que sobrevivan al viaje hasta Pearl, a la operación Kunia en Hawaii y al largo trayecto hasta las aguas territoriales chinas, todavía les faltará lo peor. El mundo entero se ha quedado sin luz y no hemos tenido noticias de ninguna de las Regiones Militares Chinas desde el pasado invierno. Todo el país está a oscuras. No tenemos operadores de radio de alta frecuencia que controlen esa franja. Puede que hayan tratado de comunicarse con nosotros en una docena de ocasiones y no nos hayamos enterado. Nos faltan intérpretes de la lengua china. Si nuestra gente captara una retransmisión, quizá contaríamos con cinco hombres a bordo capaces de descifrarla. Demos por hecho que nuestro equipo logrará atravesar el Pacífico hasta Bohai y que entrará en el río. Y luego ¿qué? Usted sabe muy bien lo mal que está todo en los Estados Unidos continentales. Hace un año, debíamos de contar una población de trescientos veinte millones. Las operaciones cinéticas realizadas hasta este momento han acabado con algunas de las criaturas, pero no se puede decir que las armas nucleares contribuyeran a la causa.
Al oír el comentario de Joe, el almirante Goettleman retrocedió en el tiempo por unos instantes hasta el día en el que se había decidido arrojar bombas nucleares sobre los centros de población. En aquel momento, él mismo había estado de acuerdo. Había oído desde el puente de su nave los vítores que lanzaba la tripulación mientras las bolas de fuego nocturno iluminaban los cielos y sacudían las ciudades a las que estaban destinadas. También había aplaudido y gritado, qué diablos. Los gigantescos hongos eran muy distintos de los de las viejas filmaciones de pruebas nucleares. Todos los colores del arco iris recorrían el pilar que sostenía la enorme seta. Un gran rayo azul refulgía y centelleaba a través de la pared vertical de escombros, polvo y restos humanos.
—¿Qué tal anda nuestra investigación sobre los especímenes de Nueva Orleans? —preguntó Goettleman.
—Bueno, señor, ya ha leído lo que ocurrió en el navío Reliance. Hemos captado, por medio de inteligencia de señales, datos con buenas geolocalizaciones de cientos de retransmisiones de radio procedentes de Nueva Orleans y de otras ciudades que puedo listarle y que también sufrieron bombardeo nuclear. Las retransmisiones se produjeron después de que tuvieran lugar las detonaciones. De acuerdo con toda la información que hemos podido conseguir, esos cabrones, en número moderado, son casi imparables. Funciones cognitivas más elevadas, agilidad, velocidad… No son sus mordiscos y arañazos lo único que mata…, es la radiación de esos ingenios nucleares de elevada potencia que ahora se desprende de los cadáveres. Los especímenes Carretera y Centro no son diferentes.
—No había perdido la esperanza de que me dieras buenas noticias, ¿sabes? —dijo Goettleman, casi con tristeza.
—Aún contamos con propulsión, agua fresca y algo de comida, señor.
El almirante se obligó a sonreír.
—Supongo que ya es algo.
Joe tomó un trago y tosió, y dijo:
—Los hombres de ese helicóptero que está a punto de llegar al submarino ni siquiera saben lo que tienen que buscar.
—Pronto lo van a saber. El oficial de inteligencia del Virginia les pondrá en antecedentes.
—Señor, sé que lo hemos discutido ya, pero mi postura no ha cambiado. Si se lo contamos todo, podemos encontrarnos con que el asunto se complique en algún nivel. Tal vez consideren que no merece la pena recobrar al Paciente, si es que consiguen localizarlo. Tal vez les parezca que se trata de un derroche de tiempo y de recursos.
—Joe, puede que el Paciente Cero sea la clave que nos permita salir de este embrollo. Estoy dispuesto a sacrificar un submarino de millones y millones de dólares y a todos los hombres que viajen en él si con eso tenemos una oportunidad… Y además, también tenemos que pensar en la tecnología.
Joe se acercó a la barra y se sirvió otro dedo de bebida.
—Hace setenta años que disponemos de esa tecnología y no hemos dado grandes saltos adelante salvo, quizá, el estado sólido, una cierta invisibilidad, una levitación magnética primitiva y láseres. Tardamos décadas en reproducirla con nuestras imitaciones, que eran ridículas y demasiado grandes. Además, ¿de qué nos va a servir la tecnología contra siete mil millones de depredadores andantes?
—Todos esos argumentos son muy convincentes, pero ¿qué alternativa tenemos?
—Podríamos reunir a todos los supervivientes y trasladarnos a una isla, almirante. Fortificarla y vivir el resto de nuestras vidas en un lugar donde, al menos, correríamos menos peligro que aquí.
—¿Que abandonemos EE. UU? ¿Que los dejemos en manos de esas criaturas?
—Señor, con el debido respeto, en el continente no queda nada salvo millones de criaturas de ésas. Muchas de ellas han recibido tanta radiactividad que no pueden descomponerse. Aun cuando ninguna de ellas se hubiera expuesto a la radiación, los expertos calculan que podrían caminar durante otros diez años, o más, y serían una amenaza durante un tiempo todavía más largo. No tenemos ni idea de cuánto tiempo van a durar. Hay quien dice que treinta años o más.
El almirante parecía mirar a la pared a través del cuerpo de Joe. Parecía haber entrado en trance y se repetía a sí mismo:
—Treinta años. Treinta años, Dios mío.
Joe prosiguió:
—A menos que lancemos un asalto coordinado en pinza contra ambas costas y acabemos con ellos, con la colaboración de todos los hombres, mujeres y niños capaces de luchar, no regresaremos a los Estados Unidos continentales en un futuro previsible, tal vez jamás. Eso es lo que hay. Nos enfrentamos a una plaga que no sólo contamina a los muertos, sino también a los vivos. Todos nosotros estamos contagiados. Los únicos humanos que no son portadores de la anomalía son esos pobres diablos de la estación espacial internacional. Hace semanas que la estación no nos envía ráfagas de datos.
Los ojos del almirante se apartaron de Joe para contemplar un rincón iluminado del camarote en el que había una pintura muy antigua del general George Washington colgada en un lugar visible en el mamparo.
—¿Qué habría hecho el general Washington?
—Probablemente habría defendido Mount Vernon con tajos, disparos, explosiones e insultos. A puñetazos, si hubiera sido necesario.
—Exacto, muchacho. Exacto.