A bordo del Virginia, Océano Pacífico, 03.00 h. (Tiempo medio de Greenwich).
Kil no lograba dormir. El Virginia había padecido las inclemencias del tiempo, aparentemente desde que habían llegado a las aguas del Pacífico y habían dejado atrás las costas de Panamá. Seguían sumergidos, sin ver la luz del sol ni poder recibir transmisiones por radio.
Su reloj de muñeca marcaba el tiempo medio de Greenwich y Kil había olvidado la correspondencia entre esa medida y el lugar donde podía encontrarse el sol en ese momento. Se deslizó desde la litera y sus pies encajaron perfectamente en las zapatillas de la ducha. Agarró el neceser y se marchó por el pasillo, y se dio un golpe en el hombro con uno de los miles de tubos y cajas de cables que sobresalían del mamparo. Así fue como llegó un poco más despierto a la ducha. El Virginia tenía menos de la mitad de espacio transitable que el portaaviones, y en la mayoría de sus áreas no podían andar dos personas codo con codo.
En el momento de llegar ya estaba despierto del todo. Reconoció a varios de los miembros de la tripulación, soldados en su mayoría. Se dirigieron a él como «comandante» y se ofrecieron a dejarlo entrar primero. Kil declinó y se resistió al impulso de decirles que no había sido más que teniente hasta su reciente, extraña e instantánea promoción. Se cepilló los dientes al mismo tiempo que avanzaba hacia la ducha por delante de los lavaderos. Como se había formado a sus espaldas una larga cola de marineros que terminaban la guardia e iban a ducharse, se untó el cabello con jabón antes de entrar, a fin de ahorrar tiempo.
Una ducha de película habría sido motivo suficiente para convertirle en objeto de odio y descontento en cualquier submarino. Les quedaba mucha agua limpia (la purificaban a bordo), pero el Virginia estaba tripulado al 105% en el momento en el que Kil, Saien y el equipo de operaciones especiales subieron a bordo. En tanto que oficial, Kil pensó que sería mejor subrayar su propia austeridad y discreción hasta que tuviese claro cómo funcionaba la vida a bordo.
De todos modos, faltaba poco para que le llegase el turno a Kil. Moviéndose con ligereza, colgó el neceser en el gancho de la puerta y entró en la ducha. El agua estaba caliente…: mejor que la ducha caliente al cincuenta por ciento que había tenido en el Hotel 23. Cantó mentalmente el himno norteamericano; al llegar al verso que dice «hogar de los valientes», pensó que ya era el momento de agarrar la toalla.
Al salir de las duchas, Kil se fijó en que uno de los marineros no se había puesto sandalias de goma y pensó para sus adentros: «será guarro»; Kil habría preferido hacer lucha libre con un no muerto antes que entrar descalzo en las duchas de un submarino de la armada estadounidense. Bueno, casi.
Al regresar al camarote, tuvo buen cuidado de no despertar a Saien. Éste aún roncaba y hablaba tan sólo en sueños. Se puso el mono, la gorra de visera y el cinturón con la pistola y se dirigió a la cantina. El comedor de los oficiales había cerrado por la necesidad de concentrar recursos. Para bien o para mal, los oficiales y los soldados rasos comían juntos.
Descolgó su taza de café del gancho en la pared. Se alegró de ver que empezaba a formarse un poso respetable en el fondo del recipiente. Como todo el mundo se encargaba de sus propios platos, no había peligro de que nadie le lavara la taza por error. Muchos de los oficiales se burlaban de él, pero Kil era más antiguo en el ejército y le gustaba que la taza estuviera recubierta por dentro con una costra de café antiguo. Así se conservaba el sabor. El café del submarino necesitaba toda la ayuda posible: se servía en cantidades escasas y sabía a agua de fregadero.
Le pidió un huevo en polvo y una tortilla de queso al muchacho que trabajaba al otro lado de la parrilla. Mientras la tortilla se hacía, se sirvió copos de avena en un cuenco desportillado. Desde su primer desayuno a bordo se había dado cuenta de que había bichitos cocidos entre los copos de avena, pero había llegado a la conclusión de que lo mejor sería tratar de no verlos. Se quedó sentado en la mesa, a solas, viendo el canal de televisión del submarino. La serie que pasaban en la pantalla que colgaba sobre el comedor era La fuga de Logan. Kil se acordaba de haberla visto hacía años y se rió con el robot reluciente que iba de un lado a otro por la pantalla al estilo de los años setenta.
El capitán Larsen, oficial al mando del Virginia, entró en el comedor con la bandeja de comida en el mismo momento en el que Kil se llevaba a la boca una cucharada de huevo en polvo y empezaba a masticar.
—¿Le importa si me siento con usted? —preguntó el capitán.
—No, señor —respondió Kil en un intento por hablar y comer al mismo tiempo—. ¿Cómo anda todo, patrón? ¿Hay alguna novedad?
—Sabe usted muy bien que no debería llamarme patrón… Esto no es un barco mercante —dijo el capitán con una sonrisa—. Pero le voy a responder a su pregunta: el submarino aún se encuentra en perfectas condiciones para llevar a cabo su misión y falta solamente una semana para avistar Diamond Head desde la escotilla de la torreta. El único punto negativo del que tengo que informarle es que nuestras comunicaciones con el portaaviones se interrumpen sin cesar. Sólo podemos informarles de nuestra situación cuando las caprichosas ondas de alta frecuencia de nuestras radios se deciden por rebotar en la dirección apropiada.
Kil pensó durante un momento antes de preguntarle:
—¿Cuál va a ser nuestro objetivo principal en Hawaii? He oído rumores entre la tripulación de que vamos en busca de suministros, pero parece una empresa muy arriesgada.
—Venga, explíqueme usted por qué lo piensa —dijo el capitán.
Aunque de mala gana, Kil se lo explicó.
—Bueno, pues, para empezar, se trata de islas. Oahu y muy especialmente Honolulu estaban muy pobladas cuando los muertos empezaron a levantarse y, como son islas, las criaturas no habrán tenido manera de marcharse de allí. Sería muy arriesgado tratar de conseguir suministros con un número tan grande de criaturas de esas apelotonadas en los lugares donde deberíamos trabajar. Además, he oído lo que decían los cocineros en el pasillo. Si se establecen las raciones adecuadas, el Virginia tiene provisiones para seis meses; más que suficientes para llegar a China y regresar a Panamá, o a cualquier puerto a donde queramos dirigirnos.
El capitán asintió con la cabeza y dijo:
—Muy bien. Aunque en otro tiempo estas cuestiones se habrían clasificado como de alto secreto, me imagino que no correremos grandes riesgos de seguridad si las comentamos en la mesa. Conseguir suministros es uno de nuestros objetivos, pero no el prioritario. Lo que necesitamos son medios para evaluar la situación mientras navegamos hacia el oeste desde Hawaii. Necesitamos indicaciones y advertencias. No tenemos ni idea de quién ni de qué ha sobrevivido. Podría muy bien haber una flota de barcos de guerra chinos operando en las aguas costeras. Si se diera el caso, no sabríamos cuál es la política que siguen y, si no pudiéramos estudiar sus intenciones antes de encontrarnos con ellos, nos hallaríamos en seria desventaja.
—¿Y qué tiene que ver Hawaii con eso? —preguntó Kil.
—Usted tendría que saberlo. Es usted quien en otros tiempos trabajó en inteligencia de señales desde el aire.
Al oír esta última frase, Kil se dio cuenta de lo que quería decir.
—¿Kunia?
—Sí, lo ha entendido usted. Llevamos a bordo a un intérprete de chino que tal vez sea la única persona viva que ha trabajado en las instalaciones del Centro Regional para Operaciones de Seguridad de Kunia. Nuestro agente estuvo destinado allí hace dos años y conoce los sistemas. Proporcionará apoyo logístico a la Fuerza Expedicionaria Clepsidra una vez hayamos despejado las instalaciones de la cueva.
—¿Y cómo vamos a despejarlas? Debe de haber unas ochocientas mil criaturas en esa isla, y apuesto a que la situación en las instalaciones subterráneas no será distinta.
El capitán se tomó un largo trago de café y dijo:
—De acuerdo con las últimas estimaciones de Inteligencia, Oahu tiene una población muy escasa, quizá doscientos mil en la isla entera.
Kil le replicó con escepticismo:
—¿De dónde ha salido exactamente ese número? No trabajo en el censo y ya sé que este desastre tuvo lugar en enero, y por lo tanto era temporada baja, pero de todas maneras me parece muy poco.
Larsen se arrellanó en la silla y se sacó un mapa del bolsillo de la camisa.
—Entonces, ¿no se lo había contado? Échele una mirada a esto.
Kil desplegó el plano y halló la respuesta a su pregunta.
Al tiempo que le tomaba el plano de la mano, el capitán dijo:
—Como puede usted ver, una arma nuclear estratégica terminó para siempre con la temporada turística en Oahu.
En ese momento, Kil perdió las ganas de acabarse los huevos en polvo.