No pasó mucho tiempo hasta que Tara y Laura descubrieron cómo llegar a la enfermería y ver a Jan. Laura echaba de menos a su madre y quería saber por qué siempre estaba abajo con los enfermos. En el mismo momento de ver a Laura, Jan se quitó la bata de laboratorio y los guantes manchados de sangre, se sacó la mascarilla de la cara, agarró a Laura y la abrazó con fuerza.
—Lo siento, niña, mamá tiene que quedarse aquí. Es importante.
—Te echo de menos, mamá. ¿No podrías dejar esto? Siempre estás fuera.
—Lo sé, cariño. Es que mamá está buscando una manera de detener a los malos. Mamá está cansada de los monstruos y quiere que desaparezcan.
—Yo también quiero que desaparezcan —dijo Laura con el ceño fruncido.
Jan gruñó al dejar a Laura en el suelo (estaba cada vez más grande) y le preguntó a Tara cómo llevaba la ausencia de Kil.
—Estoy bien —respondió Tara—. Si quieres que te diga la verdad, el cuidar a Laura hace que no piense tanto en él. Ayudo a Dean con las clases de los niños y eso me tiene ocupada durante el día. ¿Sabías que Dean ya tiene casi cien alumnos? Trabaja prácticamente a tiempo completo.
—Sí, no te lo vas a creer, pero ayer Dean bajó a la enfermería después de clase y nos ayudó a poner orden. No tengo ni idea de dónde puede sacar las energías necesarias para dar clase a los niños durante todo el día y venir luego aquí para trabajar como voluntaria.
Tara se rió y, sin aviso previo, estalló en lágrimas.
Jan la reconfortó.
—No va a pasar nada, Kil volverá, te lo prometo.
—No es sólo eso, Jan. Hay otra cosa.
—Bueno, cariño, ¿te apetece contármelo?
—Estoy embarazada —exclamó Tara, y nuevas lágrimas empezaron a descenderle por las mejillas.
—Dios mío —dijo Jan con los ojos desorbitados.
—¡Yujú! —Laura salió de debajo de la mesa de laboratorio.
Danny odiaba a los monstruos. Todos los adultos lo veían de manera muy distinta que él. Toda su familia, excepto su abuela, había muerto a manos de los monstruos. Así los llamaba su amiga Laura. Danny tenía más años y sabía que no eran monstruos de verdad, pero no le importaba. Actuaban como si fueran monstruos y perseguían a las personas como si fueran monstruos y se las comían como si fueran monstruos. Los adultos los trataban como si hubieran sido serpientes o arañas. Los evitaban, y los hacían pedazos y les disparaban sólo cuando era necesario. Para Danny, en cambio, era una cuestión personal. Danny sabía que habría muerto de no ser por su abuela Dean. La abuela había volado con él tan lejos como había podido.
Danny había quedado atrapado en lo alto de una torre cisterna. Kil los había encontrado allí, hacía meses, en un momento en el que Danny meaba desde lo alto de la torre sobre las cabezas de los monstruos. Recordaba que habían tenido un problema con la hélice antes de subir a la torre. Su abuela tuvo que aterrizar para poner combustible en el depósito del avión. Casi habían agotado el que llevaban cuando aterrizaron en el aeródromo. Creía recordar que en el último momento el motor había funcionado a trompicones. Los monstruos habían estado a punto de capturarlos, y entonces la abuela había tenido la idea de cortarlos por la mitad como verduras con el avión. «Se cargó a un buen puñado», pensaba Danny. Los monstruos habían destrozado el avión y Danny y su abuela habían tenido que refugiarse en la torre cisterna, exiliados y sin la seguridad de estar en el aire.
Entonces Kil vino a salvarlos.
Danny ya no tenía escuela aquel día y le habían dado permiso para pasearse por su cuenta hasta la hora de la cena, siempre que no abandonara el tercer nivel, no subiese a las pasarelas ni se interpusiera en el camino de los demás. A Danny siempre le había encantado esconderse y escuchar lo que decía la gente que pasaba. Pensó que le vendría bien practicar un poco. No había espiado a los adultos desde antes de que sus padres se transformaran en monstruos. Ya no sufría mucho por ello, excepto cuando lo recordaba durante demasiado rato. Nadie, aparte de él mismo, sabía cuán dura era la abuela. Lo había salvado y había destrozado a los monstruos. Nunca había oído que la abuela se lo hubiera contado a nadie, y por eso él mismo tampoco lo contaba. Era dura, «quizá más dura que Kil», pensaba.
Danny se encontraba en una de las áreas menos frecuentadas del tercer nivel; vio que el número pintado en la pared era el 250. Al oír a alguien que tropezaba con una de las compuertas de seguridad, Danny se escondió al lado de una taquilla con material de prevención de incendios, detrás de una escotilla abierta.
Al acercarse los sonidos, oyó que uno de los hombres decía:
—¿Durante cuánto tiempo vamos a llevar a bordo a esas cosas? Me dan escalofríos, joder.
—Estoy de acuerdo contigo. Yo preferiría que las echáramos por la borda lo antes posible. No vamos a sacar nada de ellas. No tenemos el equipamiento necesario. El almirante quiere retenerlas hasta que…
Tan pronto como hubieron dejado atrás el escondrijo de Danny, las voces se perdieron en la distancia. Durante un momento, el niño pensó en ir tras ellos, pero luego recapacitó y se marchó por el mismo pasillo por el que habían venido los hombres.
La poca estatura tiene sus ventajas; esconderse es mucho más fácil. Danny le había enseñado a Laura todos los secretos que hay que conocer para ocultarse como un muchacho. Después de que Danny la descubriera varias docenas de veces cuando jugaban al escondite, la niña había aprendido algunos trucos de niño.
Danny le había dicho:
—Ele, tienes que buscar lugares menos fáciles. Te he encontrado en un par de segundos.
Laura le ponía mala cara y se volvía y empezaba a contar hasta treinta, más rápido de lo que habría sido justo. Estaba harta de tener que hacer siempre ese papel. Danny se ocultaba como un ninja y a Laura le costaba mucho encontrarlo, salvo cuando el muchacho quería elevarle la autoestima.
Danny acababa de oír una curiosa conversación entre dos hombres que le había parecido que eran soldados (no sabía la diferencia entre soldados y marineros) en la que se había dicho que llevaban cosas a bordo. No había podido escucharlos más porque los hombres habían seguido adelante por el pasillo. Danny no se había acercado tanto a la popa como entonces.
«Esas cosas… a bordo… me dan escalofríos… por la borda…». La conversación entre los dos hombres se repetía una y otra vez en su mente. Danny aún no sabía lo que significaba arrojar algo «por la borda», y se imaginó que se trataría de lanzarlos al aire con un avión, o algo parecido. Se lo preguntaría a su profesora de inglés en la clase siguiente. «Es la mejor», pensó para sus adentros. Siguió avanzando en dirección a la popa, buscando escondrijos, saltando cada vez que oía el eco de unas pisadas.
Ya casi había llegado al final cuando le llegó el momento de tomar una decisión…: bajar por la escalerilla o regresar a su camarote. Danny ni siquiera lo pensó. Rápida y silenciosamente, bajó por la escalerilla. Era un lugar oscuro y desconocido, y olía raro. Al llegar al último peldaño, el olor a esterilizante se intensificó. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, reconoció las luces de color rojo que a veces se encendían de noche en los pasillos de los dormitorios.
Vio que más adelante había una sala de ventilación. Sus ojos jóvenes y sanos alcanzaron a leer el rótulo de la escotilla de entrada. Al lado de la sala de ventilación había otra puerta con un cartel de «acceso restringido». Y junto a dicha puerta un pequeño panel de botones donde había visto que los soldados introducían códigos. No en ése exactamente, sino en otro igual que había en el lugar donde trabajaba John, en las radios. El corazón se le aceleró a medida que se acercaba… Tan sólo le quedaba una compuerta de seguridad hasta llegar a la puerta.
A medio salto, oyó el sonido metálico del pomo de la puerta desde el otro lado. Rápidamente, abrió la escotilla de la sala de ventilación y se metió debajo del circulador de aire; no tuvo tiempo para volver a cerrar.
El moho acumulado bajo el circulador había alcanzado un grosor de medio centímetro; la rápida transición entre el olor de hospital y el hedor del moho le revolvió el estómago, aunque sólo fuera levemente. La luz del pasillo se coló en la sala de ventilación, pero la silueta de unas piernas se interpuso. Desde el lugar donde se encontraba, tan sólo alcanzó a ver la silueta de unas botas.
—¿Han pasado los de mantenimiento?
—No, pero durante estas últimas horas hemos navegado por aguas bravías. Seguramente la escotilla se ha abierto cuando el barco cabeceaba.
La escotilla se cerró de golpe y Danny quedó atrapado en la oscuridad; las voces se alejaron poco a poco, igual que antes. Encerrada en la negrura del frío acero, la mente de Danny se hundió en zonas igualmente negras de su imaginación. Pensó en los monstruos y, por un segundo, se imaginó que quizá estuviesen con él en aquel lugar oscuro. Se colocó en posición fetal y se retorció de miedo sobre el suelo húmedo y mohoso, hasta que estuvo seguro de que no había nadie cerca.
Su miedo se desvaneció después de que sus sentidos le dijeran que no había amenazas inmediatas. Se quedó tumbado, a la escucha de todos los sonidos del barco, sonidos que había empezado a clasificar durante el tiempo que llevaba a bordo. Había alguien más arriba que arrastraba cadenas sobre la cubierta, y luego una válvula se abrió a lo lejos, y el sonido del vapor que escapaba ahogó el de las cadenas. Este duelo de sonidos prosiguió durante unos instantes, hasta casi hipnotizar a Danny… y luego se hizo el silencio. El miedo que le había agitado regresó cuando el sonido de algo familiar, definido y terrible llegó a sus oídos por el respiradero.
Levantó los ojos y se metió por el respiradero. Sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. El respiradero conectaba con la pared, y luego con el espacio adyacente, el área restringida. Danny era un muchacho de imaginación desbocada, eso era indiscutible, pero no le cabía ninguna duda de que había oído aquel sonido. El cabello que se le erizaba en la nuca lo confirmó.