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Los mandos militares acudieron por la mañana a la sala de reuniones del almirante Goettleman para que éste les pusiera al día. Como el portaaviones funcionaba con una tripulación mínima, los oficiales superiores cabían todos juntos en el pequeño auditorio, un lugar que normalmente habría estado reservado para reuniones formales. El almirante mantenía la tradición de informar exhaustivamente por las mañanas de la situación de la flota o, mejor dicho, de lo que quedaba de ella.

John se sentó en la última fila. Tenía en las manos una nueva bitácora militar de color verde editada hacía poco tiempo. Era una adición reciente a las reuniones matutinas. No asistía por voluntad propia; se le consideraba esencial para las operaciones. Si el almirante necesitaba información sobre el estado de los sistemas de comunicaciones del portaaviones, había que dársela sin excusas. Durante el breve período de tiempo que llevaba a bordo, John había llegado a dominar muchas de las complejas redes informáticas y sistemas de radio, así como los enlaces y nodos entre los unos y los otros.

En sus notas había información confidencial acerca de frecuencias, sintonización y diagramas de circuitos. Como los técnicos de la última generación, en su mayoría, no dominaban ya la teoría de la radio, tenía que ser John quien transmitiera sus conocimientos en el departamento de comunicaciones del portaaviones. Los circuitos de comunicaciones por satélite estaban reservados para el enlace con fuerzas expedicionarias y no se podían emplear en retransmisiones de menor prioridad entre barco y barco.

John estudiaba sus notas, sentado en la última fila desde la que podía contemplar todo el auditorio. Trazó un diagrama con los dedos y pensó para sí mismo: «¿Un circuito Romeo? ¿O…?».

Alguien, enfrente de todos ellos, les gritó:

—¡Atención…, todo el mundo firmes!

Todo el mundo se puso en pie, incluido John. Había aprendido esta peculiar costumbre del ejército pocos días antes, en su primera reunión matutina.

El almirante Goettleman anduvo con pasos marciales hasta el asiento que le correspondía, enfrente del auditorio. En la sala había tan sólo un puñado de civiles, aparte del propio John. Joe Maurer, uno de los que pudo reconocer, se sentaba a un lado del almirante.

—Buenos días —dijo el almirante Goettleman.

La sala murmuró:

—Buenos días, almirante.

El almirante miró de reojo al hombre que ocupaba en ese momento la posición de capitán de guardia y le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que procediera.

—Almirante, jefe del Estado Mayor, oficiales, tripulantes, les doy los buenos días. Esta mañana les informamos de que el George Washington prevé un desplazamiento hasta cien millas al norte de Panamá y una posterior navegación hasta un punto situado todavía más al norte, y más cercano a la costa de Texas, con el fin de brindar apoyo a la Fuerza Expedicionaria Fénix.