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Algún lugar en el Círculo Polar Ártico —Base Cuatro.

70 grados bajo cero. Suficientes para congelarle la cara a un hombre en cuestión de segundos. La Base de Investigación Cuatro de Estados Unidos todavía albergaba vida, aunque ésta se hallara a merced de la tecnología y de bidones de combustible diésel de doscientos litros. Había pasado casi un año desde que los muertos quebrantaron las leyes de la naturaleza y la física conocidas hasta entonces. Los supervivientes que quedaban en la base afrontaban su segundo invierno sin haber recibido ni siquiera suministros. La mayoría de los cuarenta y cinco miembros del equipo había abandonado el puesto durante la primavera anterior, con el propósito de recorrer ciento sesenta kilómetros en dirección al sur, hasta la zona de hielo delgado más cercana, donde pensaban que podrían encontrar algunos reductos de civilización. No volvieron a ver a la mayoría de ellos. Unos pocos regresaron a la base, quizá por instinto, o por hábito. Tenían el mismo aspecto que todos los demás: ojos blancos como la leche y cubiertos de escarcha, las cabezas heladas y gachas, hambriento.

La Base Cuatro siguió la caída de la civilización al ritmo de las noticias que les llegaban por radio de alta frecuencia. Tan al norte, la alta frecuencia era el único medio de comunicación medianamente fiable. Los teléfonos por satélite habían funcionado durante los primeros meses después de la anomalía, pero terminaron por enmudecer, junto con el resto de la tecnología dependiente de una infraestructura compleja y frágil.

Los brutales e implacables inviernos del Ártico tenían una sola ventaja: las voraces criaturas abundaban mucho menos que en las tierras que se encontraban fuera del gran círculo helado. Al principio, los muertos les parecían un problema lejano, algo de lo que habían oído hablar por onda corta, o habían contemplado con horror mediante la televisión por satélite. Aún no eran motivo de preocupación en la Base Cuatro.

Al llegar la primavera después del inicio de la anomalía, uno de los investigadores murió por complicaciones de una diabetes. El equipo cada vez más reducido se dio cuenta en seguida de que había llegado la anomalía; había atacado su refugio de clima controlado. Tuvieron que improvisar un hacha de hielo y clavársela en la cabeza a la criatura para dejarla fuera de combate, pero no antes de que ésta se cobrara otra vida. Lanzaron los cadáveres a un barranco de setenta y cinco metros de altura cercano a la base. Era allí donde todavía arrojaban a todos los muertos. Muchos cuerpos, rotos y helados, yacían en el fondo de lo que los supervivientes llamaban el Barranco de las Almas Tranquilas.

Más al sur, en el mundo real, los seres humanos luchaban y morían contra las suertes del destino. Más al norte, dentro del Círculo Polar Ártico, los supervivientes combatían contra las bajas temperaturas corporales y la oscuridad constante. Llevaban semanas sin ver el dorado fulgor del sol y algunos de ellos pensaban en silencio que no volverían a verlo. Racionaban el aceite de la calefacción y el combustible como si se hubiera tratado de agua a bordo de una balsa perdida en el Pacífico. Todos ellos sabían que podían darse por muertos si no abandonaban en un máximo de sesenta días aquella roca helada. Para entonces habría llegado el enero, lo más gélido del invierno. Ningún avión (si es que quedaba alguno) se arriesgaría a volar hasta allí, ni habría nadie capaz de ir a pie hasta el sur. Tenían perros y trineos, pero tampoco les habrían servido de nada. Estaban demasiado al norte.

Crusow Ramsay era el jefe no oficial de la Base Cuatro…, el líder de los pocos supervivientes que habían quedado. No era el mayor ni el que tenía más experiencia, pero sí el más respetado. Crusow tenía un nombre que sonaba raro, más antiguo que los típicos nombres de los años cincuenta, como Dick y Florence; también su abuelo se había llamado así. Hacía treinta y cinco años, su padre le había pasado el nombre sin apenas discusión. Tenía sus raíces en una larga dinastía de robustos inmigrantes escoceses, machos alfa que se habían abierto un camino en la vida.

La espartana manera con que su padre le demostraba su afecto había hecho de Crusow un hombre duro, más duro que la mayoría. Su padre había sido siempre indulgente con las chicas, pero nunca con Crusow. Sus hermanas habían tenido dinero cada vez que lo habían necesitado, coches gratis, mensualidades, pero Crusow, no. Había tenido que trabajar para él en el aserradero desde los diecisiete años.

Como necesitaba dinero para su mujer embarazada, Crusow se presentó a una entrevista para un trabajo que lo llevó hasta el lugar donde se encontraba entonces, en el frío abrazo del Ártico. Los tiempos de crisis no le habían dejado otra opción. Le dijeron que, si conseguía el trabajo, tendría que ir tan sólo durante cinco meses al año. Los enigmáticos requisitos que se necesitaban para obtenerlo le intrigaron.

«Ingeniero mecánico con tres años de experiencia en el manejo de máquinas / experiencia con motores diésel. Se requiere obtención previa de habilitación de seguridad SSBI…».

La Base Cuatro tenía sus secretos. La mayor parte de las tareas de investigación por las que había sido necesario establecer una base en el Ártico habían terminado hacía varias décadas. Oficialmente, la Base Cuatro tenía como objeto estudiar la propagación de las ondas electromagnéticas en la zona del Polo Norte. Crusow no formaba parte de los equipos de investigación y, antes de que el mundo se fuera al diablo, no le importaba un pepino lo que pudieran buscar bajo el hielo. Con todo, no podía dejar de extrañarse cada vez que tomaban provisiones para tres días, informaban al (ahora difunto) comandante de la base acerca de lugar donde se dirigían y luego desaparecían en la nieve con los perros.

Lo que se contaba a los trabajadores de la base era que salían en busca de rocas marcianas. Los expertos decían que Marte había sufrido el bombardeo de incontables meteoritos hacía siglos y milenios, y que las rocas que se habían desprendido habían acabado en la Tierra, habían entrado en la atmósfera y habían aterrizado por alguna parte del Ártico.

Crusow no tuvo nunca noticia de que el equipo hubiera regresado con algo interesante. Lo que hacían siempre era guardar el instrumental, limpiar e informar al jefe. La misma historia, una y otra vez. Crusow no llegó a tener trato cercano con los investigadores; los cambiaban cada vez que el avión militar hacía su vuelo rutinario a la base.

En realidad, lo que pudieran buscar los equipos de investigación en el hielo había dejado de importar.

Incluso antes de la anomalía, Crusow había pensado que el mundo se hallaba cerca del desastre. La economía estaba al borde del colapso; el desempleo había llegado al quince por ciento. El precio del oro se aproximaba a los sesenta y cinco dólares el gramo, y en las noticias se hablaba de países enteros que se hundían. La tarea que se le había asignado en el Ártico era sencilla. Si lograba sobrevivir a uno, tal vez a dos inviernos, quizá podría pagarse la mudanza al Oeste y criar allí a su familia, libre de la corrupción de la sociedad, de la decadencia y del desastre.

Crusow contemplaba las estrellas, una de las pocas distracciones que se permitía desde que se había terminado el mundo. Había perdido todo lo que se podía perder con aquella sacrílega plaga. Su esposa, su hijo que no llegó a nacer, su hogar… Todo.

Lo único que le quedaba y que tenía algún valor para él se hallaba en su cinturón, o cruzado sobre su espalda: un buen machete Bowie con empuñadura de cuerno, una pistola Smith & Wesson M & P de 9 mm y una carabina M-4 bien conservada. Las propiedades no tenían ya ningún valor, porque el mundo que se hallaba más al sur pertenecía a quienquiera que pudiese sobrevivir a sus desafíos. ¿Un reloj Rolex? Sí, al alcance de todo el que estuviera dispuesto a que lo infectaran al arrastrarse por un centro comercial. ¿Lingotes de oro? Fort Knox estaba plagado de criaturas, pero, si alguien lograba hacer estallar la cámara acorazada, podría llevarse todos los lingotes de oro rellenos de tungsteno que le apeteciesen. Nadie trataría de detenerlo. ¿Dinero? Quien tuviera billetes, podía emplearlos para encender una hoguera o para conservarlos en la cartera y fingir que aún existía el mundo normal. Es muy difícil fingir cuando los muertos caminan y tratan de devorarte, y esto último era muy habitual en el lejano sur, en el mundo de verdad.

Crusow hacía cuanto le era posible por no volverse loco. Leía libros, escribía cartas a personas que probablemente habían muerto y, a veces, rezaba. El frío consumía poco a poco la energía de la base, energía que no se podría reemplazar. La Base Cuatro era una estrella moribunda que no tardaría en quedarse helada y totalmente vacía. El alma de Crusow estaba ya próxima al cero absoluto, y se acercaba todavía más a éste cada vez que pensaba en ella.

Hacía unos meses, había tenido noticias de su mujer mediante el teléfono por satélite. En aquel momento, el mundo entero se había sumido ya en la anarquía. Los supervivientes de la Base Cuatro seguían las noticias y escuchaban la radio de alta frecuencia. El caos más absoluto se había apoderado de las ondas. Primero, los disturbios se adueñaron de las ciudades más grandes. Las gentes se movían entre las masas de no muertos, robaban televisores y tabletas, se los llevaban a casas que ya no tenían electricidad.

En circunstancias normales, se confiaba el número de teléfono por satélite de la Base Cuatro a cónyuges y allegados por si se producía una emergencia familiar. Los supervivientes se turnaban junto al teléfono como parte de su rotación en las tareas del centro de operaciones.

Después de que el mundo se fuera a la mierda, los supervivientes aún montaban guardia junto al teléfono, como si hubiesen querido mantener una apariencia de normalidad, pero las llamadas eran extremadamente raras. La red telefónica estadounidense funcionó tan sólo de manera esporádica durante los días que siguieron a la Nochevieja y al levantar de los no muertos. Era una medianoche de febrero cuando el compañero de habitación y mejor amigo de Crusow, Mark, recibió la frenética llamada.

—Hola, soy Trisha, tengo que hablar con Crusow.

—Trish, por Dios bendito, ¿los teléfonos de ahí aún funcionan?

—¡Joder, Mark, que no tengo tiempo! ¡Están a la puerta y la casa está ardiendo!

—Vale, vale, voy corriendo a buscarle…, no cuelgues.

Para cuando Crusow logró llegar a la sala de radio, lo único que se oía eran los alaridos de Trisha, que resonaban al otro extremo de la línea, y al otro extremo del mundo. La estaban descuartizando. Crusow se desplomó al oír por última vez la voz de su mujer. Se quedó echado durante largo rato, después de que el fuego interrumpiera la conexión y dejara tan sólo un tono monótono en el auricular. Crusow no se movió durante horas. Deseó la muerte, tuvo la esperanza de que el dolor desgarrador de la pena se lo llevara. No fue así.