1 de noviembre.
Panamá —Fuerza Expedicionaria Clepsidra.
Caos. Total y absoluto. La escena que se divisaba en tierra recordaba a la de una región que acaba de sufrir un huracán de la categoría 5 o un bombardeo aéreo. Las numerosas instalaciones del canal que habían sobrevivido al capricho de los elementos exhibían las señales progresivas del deterioro y el abandono. La jungla había empezado a adueñarse de las regiones del canal y había iniciado el largo envite por borrar toda prueba de que el hombre hubiera logrado separar los continentes hacía cien años.
Figuras sin alma iban de un lado para otro, buscaban, reaccionaban a las señales de sinapsis muertas.
Un cadáver, vestido tan sólo con una camisa de trabajo de mecánico, arrastraba los pies por el lugar. El mecánico había hallado la muerte frente al cañón del rifle de un soldado panameño cuando el toque de queda a escala nacional todavía estaba en vigor. Se había transformado en aquella cosa poco después de que el corazón perforado se detuviera y la temperatura corporal empezara a descender y se pusiera en marcha el misterio que hacía que los muertos se levantaran. La anomalía, como se la solía llamar, se había difundido con rapidez por el sistema nervioso del mecánico y había alterado zonas cruciales de su anatomía sensorial. Había arraigado y se había replicado en el cerebro, pero sólo en las secciones donde se desarrollaban los instintos primarios, y se había almacenado por medio del ADN y de señales electroquímicas procedentes de largos milenios de evolución. Al avanzar por su camino de autorréplica e infección, la anomalía se había detenido brevemente en el canal auditivo. Una vez allí, había alterado la estructura física de los huesecillos del oído interno y le había mejorado el sentido del oído. Los ojos eran la última parada. Al cabo de unas pocas horas de reanimación, la anomalía había concluido la réplica y sustitución de ciertas estructuras celulares en el interior del ojo y así le había proporcionado una rudimentaria sensibilidad térmica de corto alcance, con lo que compensaba el sentido de la visión degradado por la muerte.
La criatura que había sido un mecánico se detuvo y ladeó la cabeza. Oía un sonido lejano, un sonido familiar. Durante un nanosegundo, sus oídos lo reconocieron; luego el nanosegundo pasó y la criatura olvidó. El sonido creció en intensidad, enardeció a la criatura, le provocó salivación. Un fluido gris y traslúcido le chorreaba del mentón y se le derramaba sobre la pierna descarnada y casi esquelética. El mecánico dio un paso corto en dirección al sonido; los tendones que tenía abiertos en la parte de arriba del pie se flexionaban y tiraban de los huesecillos al caminar. La criatura sintió que el sonido cada vez más intenso no era natural, que no eran los ruidos del viento ni de la lluvia incesante, de los que solía hacer caso omiso. El caminar de la criatura se aceleró al acercarse a una pequeña y frondosa arboleda de la selva. Cuando el mecánico se adentró en el follaje, una serpiente se asomó, atacó la carne muerta y dejó dos pequeños orificios en el músculo casi desaparecido de la pantorrilla. La criatura no prestó ninguna atención y siguió adelante con andares trabajosos, casi llevándose por delante el follaje. De pronto, cuando la criatura entró en el claro, el coro de las almas malditas estalló desde todas las direcciones.
Doscientos mil no muertos que se habían quedado en la misma orilla del canal de Panamá donde se encontraba el mecánico bramaron al cielo. Un helicóptero militar de color gris los sobrevoló a cien nudos en dirección sureste, por la ruta del canal. El mecánico reaccionó instintivamente al sonido del motor y levantó la mano, como si hubiera pretendido cazar al vuelo la gigantesca ave y comérsela cruda. Frenético a causa del hambre, siguió al pájaro de alas giratorias, con los ojos puestos en la máquina voladora. Diez pasos más adelante, la criatura se cayó a las aguas del canal.
El trazado sinuoso del canal no estaba ya repleto de aguas fangosas y parduzcas ni de barcos. Los cadáveres hinchados cegaban la ruta marina antaño tan transitada. Algunos de aquellos cuerpos repulsivos aún se movían. Ni el calor y la humedad de Panamá ni las aguas infestadas de larvas de mosquito los habían descompuesto por completo. Las incontables hordas que se encontraban en una de las orillas del canal les rugían y gimoteaban a sus dobles del otro lado como en un enfrentamiento entre clanes que se prolongaba de uno a otro océano.
Antes de la anomalía, el mundo prestaba toda su atención al índice Dow Jones, a las tasas de paro falsificadas por el gobierno, a los precios corrientes del oro, a los tipos de cambio de divisas y a la crisis mundial de la deuda. Los pocos que habían sobrevivido rezaban por volver a un Dow Jones de 1000 y a un 80% de desempleo; por lo menos habría sido algo.
La situación se había degradado a un ritmo exponencial desde que se tuvo constancia de la primera manifestación de la anomalía en China. En los inicios de la crisis, los elementos supervivientes del Ejecutivo estadounidense había tomado la decisión de lanzar bombas nucleares sobre las principales ciudades del continente, en un intento de «frenar, impedir o degradar la capacidad de los no muertos para eliminar a la población superviviente de Estados Unidos». Detonaciones nucleares a gran escala devastaron las ciudades. Muchas de las criaturas se desintegraron al instante, pero el resultado final fue catastrófico. Los muertos que se hallaban fuera de las zonas relativamente pequeñas afectadas por las explosiones absorbieron tal cantidad de partículas alfa, beta y gamma que la radiactividad exterminó las bacterias que habrían provocado la descomposición de la carne muerta. Como consecuencia, las criaturas iban a conservarse durante un período de tiempo que los científicos estimaban en décadas.
Sin embargo, quedaban unos pocos supervivientes humanos dispersos y aún existía un mando militar. En ese mismo momento se había dado inicio a una operación para aclarar la cadena de sucesos que había llevado a la humanidad hasta el borde de la extinción, y tal vez más allá.
A puerta cerrada, se discutía la posibilidad de crear una arma de destrucción masiva que pudiera ser eficaz contra las criaturas, porque no quedaban en el planeta municiones suficientes para exterminarlas con armas de mano, ni tampoco personas capaces de tirar del gatillo. A puerta todavía más cerrada, se hablaba de otros asuntos más siniestros.
El piloto del helicóptero profirió un grito de respuesta a los pasajeros. Tenía uno de los carrillos lleno de tabaco de mascar.
—¡Tres cero kilómetros hasta posarnos sobre el Virginia!
Hacía varios meses que el sistema de comunicaciones internas del helicóptero no funcionaba como tenía que funcionar. Ya sólo servía para que el piloto y el copiloto pudieran hablar dentro de la cabina.
El piloto debía de tener sesenta y pico años según se deducía de su cabello gris, patas de gallo muy pronunciadas y gorra de béisbol de Air America vieja y estropeada. El hombre que ocupaba el asiento del copiloto no formaba parte de la tripulación del helicóptero, sino que era uno de los miembros del equipo que figuraba en la bitácora como «Fuerza Expedicionaria Clepsidra».
Los pilotos habían llegado a escasear durante los últimos meses. La mayoría de ellos había desaparecido en el curso de misiones de reconocimiento. Los pocos aviones militares que aún volaban estaban hechos con millares de complejas piezas móviles, todas las cuales exigían inspección y mantenimiento rigurosos porque, si no, las máquinas se habrían transformado al cabo de poco tiempo en dardos para el césped muy caros. El viejo piloto parecía disfrutar de la compañía que tenía a su derecha: alguien que moriría a su lado si la situación se complicaba, lo cual era frecuente.
El acompañante estaba tenso y muy pendiente de cuanto le rodeaba. Llevaba puesto un arnés demasiado estrecho para su cuerpo, tenía la mano apoyada sobre el pestillo de la portezuela y observaba con nerviosismo los instrumentos del helicóptero. Se arriesgó a echar una mirada a tierra: volaban bajo y a mucha velocidad. Una ilusión óptica hacía que pareciera que el helicóptero se hallaba a la misma altitud que ambas orillas. Las criaturas chillaban y se debatían estrepitosamente cuando se caían al agua, incapaces de competir con el ensordecedor estruendo de la máquina. El acompañante cubría los huecos sin dificultad, aunque también sin quererlo, y se imaginaba las canciones de los muertos que se oirían abajo. El estrés postraumático crónico que sufría a causa de los acontecimientos de los últimos años se abría paso en su conciencia. Instintivamente, se dio un manotazo en el muslo en busca de la carabina, preparándose para estrellarse de nuevo.
El piloto se dio cuenta y gritó al micrófono:
—He oído lo que te sucedió. Tu helicóptero se estrelló en mal lugar.
El acompañante activó su propio micrófono.
—Sí, fue algo de ese estilo.
El piloto gruñó.
—Acabas de hablar por radio. Si quieres hablar sólo conmigo, tienes que poner el interruptor hacia abajo, y hacia arriba para hablar con el resto del mundo.
—Ah, lo siento.
—No te preocupes; dudo mucho que te haya oído nadie. Tan sólo esas criaturas. Ahora mismo, un montón de compañeros pilotos rondan por ahí abajo. Estas incursiones se vuelven cada vez más peligrosas. Los pajaritos se caen al suelo, no tenemos piezas de recambio… ¿A qué te dedicabas antes? —gritó el viejo al micrófono, para imponerse el rumor de las turbinas que no gozaban de un buen mantenimiento.
—Soy oficial del ejército.
—¿De qué cuerpo?
El acompañante guardó unos momentos de silencio y luego dijo:
—De la armada. Soy tenient… hum… comandante.
El piloto, al oírle, se rió.
—¿Cuál de los dos, muchacho? Los tenientes están muy por debajo de los comandantes.
—Es una historia larga y aburrida.
—Eso último lo dudo, muchacho. ¿Qué especialidad tenías dentro de la armada?
—Aviación.
—Diablos, ¿quieres pilotar tú durante el resto del trayecto?
—No, gracias. Digamos que no soy un as del helicóptero.
El piloto soltó una risilla.
—Antes de que tú nacieras, cuando pilotaba aviones de alas pequeñas y fijas sobre Laos, yo tampoco sabía manejar una máquina como ésta.
El acompañante miró a tierra, a las masas de no muertos, y murmuró:
—No sabía que hubiéramos volado sobre Laos.
El viejo sonrió y le dijo:
—Es que no volamos sobre Laos. Pero ¿cómo crees tú que los francotiradores del Programa Fénix se acercaban lo bastante como para tener trato personal con los oficiales del ejército norvietnamita? ¿Crees que recorrían a pie los doscientos kilómetros de jungla cargados con el fusil de cerrojo? Joder… ¡Tío, si crees que Fénix sólo se utilizó en Vietnam, te vendo un chalé en la costa de Panamá!
Los dos hombres rieron con carcajadas que se hicieron oír pese al rítmico estruendo de las palas de rotor que giraban sobre las cabezas de ambos. El acompañante metió la mano dentro de la mochila y sacó un chicle que había rescatado de un paquete de comida preparada del ejército y le ofreció la mitad al piloto.
—No, gracias, es muy malo para la dentadura postiza, y además me he quedado sin Fixodent. Pero ¿quién es ése que te acompaña?
El acompañante le miró con el ceño fruncido.
—No te cuentan nada, ¿verdad? El tío con pinta de árabe es amigo mío. Los demás son del Comando de Operaciones Especiales, o, mejor dicho, de lo que queda de él.
—Del Comando de Operaciones Especiales, ¿eh?
—Sí, hay «ranas» y gente de ese tipo. No sé si puedo decirte mucho más y, a decir verdad, yo mismo no estoy muy bien informado.
—Entiendo, no quieres contárselo al abuelo.
—No, no es eso, es que…
—Lo decía en broma, no te preocupes. Yo también tuve que guardar un par de secretos en su día.
Aún pasaron unos pocos minutos bajo el estruendo del rotor hasta que el piloto señaló al horizonte con su dedo arrugado y dijo:
—Eso de ahí es el Pacífico. Las coordenadas del Virginia están en esa tarjeta que llevo en la pernera. ¿Podrías introducirlas en los inerciales?
—Desde luego.
En cuanto las coordenadas estuvieron introducidas, el piloto alteró su rumbo unos pocos grados a estribor y se mantuvo en línea recta.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—El amigo de ahí dentro me llama Kilroy, Kil para acortar. ¿Y tú?
—Sam. Un placer conocerte, aunque puede que ésta sea la primera y la última vez.
—Oye, Sam, eres una hacha animando a la gente.
Sam levantó la mano, dio unos golpecitos sobre la pantalla del indicador de arriba, y dijo:
—Ya conoces los riesgos, Kilroy. No tengo ni idea de adónde irás con tu submarino negro. Pero, dondequiera que vayas, puedes apostar a que será igual de peligroso que todo eso que vemos ahí abajo. Ya no quedan zonas seguras.