VI

… Rápido, hay que sacarlos de la celda, coño, rápido, que los traigan aquí, joé, Tachuela, me dejó con la boca espantá el Calzones, que los traigan aquí, gritaba, y a mí ni me miraban, a la mierda Malamadre, hala, tos corriendo a traer a los etarras, pero qué hace, me preguntaste, ¿recuerdas, Tachuela?, qué coño quiere hacer, y los sacaron a empujones, como no comprendían na, alguno les dio patás, por cabrones, decían, ¡pero si no habían hecho na los joputas!, y Calzones, aquí, aquí, los quiero aquí, y los muertos allí solos, Tachuela, nadie se acordó de ellos, allí tiraos, así, que se les vea la cara, pedía el Calzones, y levantó la mano, ¿lo ven?, decía, y miraba el tío pa la paré, y yo me preguntaba si se había vuelto reloco el Juan, ¿lo ven?, repetía, y yo, vamos a ver, Calzones, coño, pero qué mierda estás haciendo, y él, déjame, Malamadre, aquí está el Rubio, y lo señalaba, y yo miraba pa la paré y no veía na de na, solo la rejilla del aire acondicionao, y tú, Tachuela, con la boca abierta, que te hubiese entrao una legión de moscas sin que te enteraras, tío, y el Releches, qué pasa, preguntaba, to rojo, el cabrón, por la sangre y la hostia que le di, que como te cagues otra vez en Malamadre te enteras, rata de cloaca, le dije, y que vienen, que vienen, gritaban desde el fondo de la galería, y unos corrían pa allí con los hierros y las pipas caseras y otros pa el otro lao, los etarras acojonaos con los pinchos en los cuellos, tranquilos, gritaba el Calzones, to bien, y miraba pa la paré, y yo a la gente y la gente decía que to bien y tú también, Tachuela, ¿qué no?, sí, tú también, que te vi, y yo pensé que to el mundo se había vuelto loco, coño con el Juan, cómo le funcionaba el coco…

—Tranquilos, ¡eh!

A mi alrededor se ha hecho un silencio sepulcral. Todos me miran. Cesan las carreras de aquí para allá y no se oye nada desde la zona de seguridad. La situación está dominada. Malamadre quiere una explicación.

—Mira, Calzones, que estoy de mu mala hostia.

—Tranquilo, Malamadre.

—Ni tranqui ni na, qué coño has hecho.

—Evitar que entre la pasma y contemos los muertos de dos en dos.

—¿Por el pincho del Dumbo? No me joas.

—Porque tenemos dos muertos en medio de la galería y ellos no sabían quiénes eran; piensa, coño. Te lo dije, ¿o no?

—Y ¿pa qué mirabas pa la paré?

—Observa allí, en el aire acondicionado, ¿ves la lente?

—A ver…, sí.

—Ya saben que no le hemos hecho nada a los vascos, que los muertos son nuestros.

—Pero joíste el plan, cojones.

—¿Qué era más importante, piensa, que sepan que los teníamos separados o que están vivos? Si quieres, tapa ahora las rejillas y vuelves a cambiarlos, coño.

—Yo estoy al mando del motín, Calzones, no me gusta que me joan.

—Ni yo quiero mandar, para nada, Malamadre, pero tú me dijiste que los vascos eran mi responsabilidad, ¿o no?, pues he hecho lo que había que hacer, ¿o preferías que ahora esto fuese el mostrador de mármol de una carnicería?

—Tiene razón el Calzones —tercia Tachuela—. Me jode tenerlo que decir, Malamadre, pero tiene razón.

No esperaba esto de Tachuela. Le ha echado dos cojones. Malamadre me mira y por una vez no sé interpretar su mirada. Acaso nunca vi el desconcierto en sus ojos.

—Vale, pero la próxima me preguntas, y ten cuidao conmigo, mucho cuidao, Calzones.

—¿Quién se ocupa ahora de estos?

—Tú, sigue tú, na ha cambiao.

Gerardo Niebla se paró en el uno. Utrilla juraba que él oyó «ce…», pero creo que ha visto demasiadas películas de acción. Se detuvo en el uno. «Negativo, negativo», repitió. Y todos respiramos. «Los etarras están bien, señor ministro», certificó por el teléfono. «Pásame con Malamadre», ordenó.

—Mejor aplazamos la reunión unas horas… Afirmativo, lo mandamos…

Malamadre se había mostrado de acuerdo. Lo vimos por el monitor. Dijo «mierda, sí, mejor», y colgó no sin antes pedir un médico, «aquí hay uno agujereado que aún respira». Vimos por el monitor cómo los rehenes volvían a estar agrupados en la 191 y a los internos alrededor de los dos cuerpos inertes que solo podíamos observar parcialmente. El médico certificó que habían muerto después de auxiliar al herido, al que sacaron dos internos en una camilla. Volvieron luego para retirar los cadáveres, pero los reclusos ya no regresaron al módulo 5. «Uno, con la cara desfigurada y dos heridas mortales, un puntazo en la garganta y una puñalada en el corazón; el otro murió desangrado, le he contado veintitantos orificios, y seguro que se me pasaron algunos», informó el doctor Méndez a instancias de Niebla. Le pregunté si Legionario se salvaría y se encogió de hombros. «Vete a saber, Armando, ha perdido mucha sangre y tiene afectados varios órganos, seguro, pero estos tipos son como rocas». Se salvó, quedó maltrecho, pero volvió al centro meses después con el mismo aire marcial que le había visto en los últimos cuatro años. No tardaron en dar la noticia por las radios. Las televisiones también abrieron los informativos con la muerte de los dos internos y la tensión que se respiraba dentro y fuera del centro penitenciario. «Lo que era un simple motín de presos en solicitud de mejoras se ha convertido en un problema de envergadura», sintetizó un analista.

—Cada minuto que pasa, mejor para ellos.

Niebla lo musitó mientras se dejaba caer en un sillón y encendía un pequeño cigarro puro.

—Dicen que negociarán tres, pero serán más, muchos más, ahora tienen tras de sí a mucha gente.

Todos asentimos. Al otro lado del ventanal, una bandada de pájaros cruzaba el páramo. El que iba en cabeza jugaba con los otros y de vez en vez variaba el rumbo. Me pregunté dónde los llevaría. Imaginé a Malamadre volando sin que cazador alguno fuera capaz de alcanzarlo.

… Luego lo pensé, Tachuela, y estaba bien la cosa, correcto, me dije, pero me jodió, me jodió mucho entonces que el Calzones se hiciera el listo, yo era el jefe y nadie me miraba siquiera, to el mundo le hizo caso, como si mandara él, y no era eso, joé, que yo daba las órdenes, y tú también la cagaste, me duele tener que decirlo, Malamadre, pero tie razón, coño, pudiste haberme apoyao, aunque después no hubiese pasao na, pero no, y él supo entonces que me había ganao un pulso, que se lo vi en los ojos, y en los del Pinchamierda y del Nevao y del Costra, de tos, pero había que ser listo, Tachuela, te lo dije más tarde, la cabeza, usar la cabeza, pues eso, que tengamos la fiesta en paz, Juan, no ha pasao na, vale que hicieras eso así, vale, pero el que mando soy yo, que sí, coño, Malamadre, que sí, si yo no quiero mandar, tú eres el jefe, mi jefe, cojones, pero yo sabía que no iba a haber sitio para los dos, Tachuela, que ya son muchos años, que cuando el ciervo con más cuernas berrea ya saben toas las hembras quién se las va a follar, que a los otros no se les atiesa la picha, pero, a ver, Malamadre, ¿tú te crees que yo me voy a atrever a desobedecer al jefe?, me preguntaba, y ¿sabes lo que le dije?, pues no sé, Calzones, tú ties cerebro y yo también, pero yo además tengo cojones y o lo ponemos to junto o aquí unos van a chuparte la polla a ti y otros a mí y no es bueno eso, Calzones, no es bueno, que no, coño, me decía, que nadie le va a chupar la polla a nadie, que a quien tenemos que ganar es al gobierno, coño, mejorar la vida de la gente de aquí, que tenemos que hablar, y cambió de tema el mu joío, que digo yo que tenemos que hacer la lista de lo que pediremos a los de arriba, a ver, ¿dónde hay un boli, Malamadre?, y yo, que sí, vamos a pedir, escribe tú, primero que se cambie la fíes, y qué coño es eso, me preguntó, ¿te acuerdas?, tú ya estabas allí, tú eres un preso fíes, coño, y yo, y el Tachuela, le dije, carne de tortura, joé, régimen cerrao, departamento especial, que lo dice la ley de la pasma, los más puteaos del mundo, pues eso, que na de joé porque somos peligrosos, pero si aquí somos santos desde el 98, me cago en mi madre, régimen ordinario, eso, queremos régimen ordinario, más horas de patio, que solo nos dan una hora, coño, y poder salir y hacer cosas, no to el día en la celda, sin tele, sin un puto armario donde meter las cosas porque o tienes puesta la ropa o se la han llevao a la lavandería, que no me miren las cartas que me escribe el Poeta, que no registren a la gente en pelota cuando vienen a verte, que qué coño de una tía una vez al mes si pueden ser dos, y te quitan la visita, joé, porque la potestá o no sé qué coño del director, el joputa ese de Cuenca, que le sacaba las tripas y se las ponía como las casas colgás, el mu cabrón, que no nos torturen, eso, derechos humanos, ponlo, Calzones, que suena bien, los derechos humanos, y la tele en la jaula, coño, si la tienen en el régimen ordinario ese, por qué los de primer grado no, cojones, peligroso por los cristales y los alambres de dentro, dicen, los mu mamones, mala follá tienen tos, y mejor comía, Calzones, que lo que has tomao hoy es de hotel de cinco estrellas, coño, de la comía que les dan a los del módulo 3, que aquí tos los días hay baile de gusanos y de mierda, mira a la gente, leche, ni un gordo, peor que los nazis esos, coño, y ni un paso atrás, ¿eh, Calzones?, o se cambia o a pudrirnos, ni un paso atrás…

El Ministerio del Interior mandó un negociador. Había estado desde el primer momento en contacto con Niebla y era un experto en casos con rehenes. «Ernesto Almansa, encantado». Nos tendió la mano. Era un tipo maduro, enjuto y con unos ojos muy vivos que enmarcaba con gafas de esas redondas, de intelectual los llaman. Quería saber quiénes eran los que se iban a sentar con él en la mesa de negociaciones. Lo pusimos en antecedentes.

—Usted, Armando, infórmele usted —me pidió Utrilla.

—De Juan poco que decir —comenté—, es de los nuestros y solo una fatalidad lo ha puesto ahí. Estoy convencido de que lo ayudará si logra entenderse con él por medio de claves. Me pareció un tío inteligente, un chaval listo, pero una hora no da para mucho, ¿me entiende? Está preocupado por su mujer, a la que no podemos localizar desde que se escapó del hotel en el que la custodiaba una funcionaria del Ministerio.

Almansa asintió.

—¿Y el cabecilla? —agregó.

—Malamadre, Vicente Tenorio Parla, cuarenta y dos años, natural de Jaén, hijo de madre soltera. Lleva casi la mitad de su vida en la cárcel y seis años aquí. Con dieciocho mató a un director de banco que se entendía con su madre. Cumplió ocho años de condena y salió con la condicional. Diez años después liquidó a una pareja de italianos en Lloret de Mar, presuntos narcotraficantes. Él nunca lo ha reconocido. Es violento, pendenciero, domina al resto. Vehemente, pero sabe conservar la frialdad cuando las circunstancias lo precisan. Algunos lo tachan de bravucón, pero si le avisa de que lo va a rajar, apúrese porque lo hará. Lo obedecen a ciegas, le tienen miedo. Las celdas de aislamiento, en las que ha estado frecuentemente, no hacen mella en él.

—¿Y el Poeta? —pregunta Almansa.

—No sabemos mucho de él, entró aquí hace solo ocho meses. Bernardo Tapias de Lorenzo, cuarenta y cinco años, condenado a diecinueve años de cárcel por asesinar a su socio en la pequeña empresa que regentaban en Palencia. Tranquilo, moderado, escribe mucho, incluso le han publicado un libro de poesía, de ahí su mote. Ladino, algo pedante. No se mete en líos. La Junta de Tratamiento ha solicitado para él el traslado a un régimen ordinario. No creo que le represente problemas.

—¿Han puesto condiciones sobre el negociador? —le preguntó a Niebla.

—Nada, solo que tienes que entrar en pelotas —respondió el geo con una sonrisa.

—Me lo suponía, así que traje la indumentaria de footing. ¿Me podéis grabar lo que hablemos?

—Lo intentaremos, pero no prometo nada. Procura que la reunión sea cerca de la rejilla esta…, ven…, mírala…, la del aire acondicionado.

—De acuerdo, vamos a esperar a que llamen.

Y el tío, se lo puedo asegurar a todos ustedes, se sentó de lo más tranquilo a leer un libro.

Veo que confían en mí. No es intuición, es certeza. Saben que de este lío no salen solo con dos cojones, sino con cabeza. Lo he visto en sus ojos cuando me ha escupido Malamadre eso de «¿qué coño has hecho?». Algunos contuvieron la respiración por mí. «Pues lo que había que hacer». Lo suelto y veo el sí en sus labios, en los de todos ellos, no lo pronuncian, pero llega a mis oídos. «Lo que había que hacer». Quiere negociar un imposible, le van a dar carrete, seguro, y cuando estén los vascos a salvo, lo meten en la nevera y se lleva de lunes a viernes allí, sin nada, un año sin ver a una mujer, ni la tele, sin cartas y sin patio. Lo van a joder vivo. Tengo ganas de que acabe todo esto. Van a tener que darme un mes de vacaciones sin haber empezado a trabajar. Y aquí no lo hago, seguro, que cualquiera se cruza con Malamadre o con cualquiera de estos. A ver dónde me destinan ahora. Si lo hago bien, lo mismo me dan a elegir. «Diga, señor Oliver, ¿qué destino desea?», al Caribe, les voy a contestar, quince días con Elena, debajo de las palmeras, haciendo el amor en una playa desierta hasta quedar varados, exhaustos, en la arena. «¿No te gustaría hacer el amor en la orilla del mar, sintiendo las olas en nuestras partes, Juan?», me lo preguntó un día ante el escaparate de una agencia de viajes. Íbamos a ir en tren a Gerona, a la boda de un primo, y ella mirando las palmeras y la arena blanca de las Islas Vírgenes, y nosotros a Gerona. Armando no la habrá podido localizar, o a lo mejor no quieren que hable, puede ponerse nerviosa y si lo traicionan los nervios Malamadre me mete el pincho hasta el alma. Mejor que no llame si está nerviosa. Pero ¿y si está enferma? El niño, puede que se haya mareado si le han dicho lo que pasa. Es muy miedosa, pero también tiene los ovarios bien puestos, mucho, como aquel día con su padre. «Me caso con Juan y si le gusta, padre, bien, y, si no, pues me quedo sin padre», con un par. «Un chico de campo», me llamó despectivamente mi suegro. Como si él fuese alguien. Dos duros hizo vendiendo tractores y se cree el dueño del pueblo. «Ni una peseta, ¡eh!, Elena, ni una peseta de los padres, vivimos de lo que ganemos y santas pascuas», y ella: «Que sí, bobo, aunque tenga que lavar la ropa con mistol, ni una peseta les pedimos a los padres».

—Fuera hay follón.

—¿Fuera?

—En la calle.

—¿Quién lo dice, Apache?

—Los colegas del 3. Por cierto…

—¿Qué?

—En el apunte de entrada no pone ni por qué estás aquí ni hasta cuándo: raro, ¿no?

—Díselo a Malamadre.

—A lo mejor lo hago, pero será después de ponerme las pinturas de guerra.

—Los indios de ahora ya no se pintan.

—Cuídate la cabellera.

Multipliquen trescientos internos por mujer, hijos, tíos, suegros, abuelos, primos, y les saldrá una multitud. Eso es lo que había a las puertas del centro penitenciario, una multitud, y no paraba de crecer porque seguían llegando y llegando, no se imaginan cómo. Los vimos primero a través de las cámaras exteriores del recinto y después en los informativos de la televisión. «Crece la tensión en Sevilla 2», afirmaban los titulares. Estaba previsto. Los antidisturbios habían creado una zona de seguridad, dispuesto vallas, y todo parecía controlado, aunque los ánimos estaban exaltados y se escuchaban gritos y consignas a coro. La Asociación Pro Derechos de los Presos está bien organizada. Incluso recibí Navidades atrás una felicitación de ellos que me hizo sonreír. «Nunca se sabe del lado en que estarás mañana», rezaba, y en la foto, un interno diciendo adiós con un pañuelo y un funcionario llorando entre rejas. No se habían hecho públicos los nombres de los dos reclusos muertos en la pelea y los familiares requerían información sobre sus parientes. Primero colapsaron la centralita y después decidieron apostarse ante la cárcel. «De akí no nos mobemos estamo kon bosotros, kolegas», rezaba un cartel sostenido por alguien que por su pinta debió de ser no hace mucho huésped del Gobierno. Ya vivimos esas escenas en la revuelta del 98. Incluso hubo funcionarios que tuvieron que cambiar de coche porque alguien apuntó sus matrículas y los familiares de los internos dieron algún susto, ¿entienden?, que ni siquiera fuera del trabajo podemos estar tranquilos.

—Cambia de canal —reclamó Fermín—, me avisan de que la televisión local retransmite en directo.

—Ya estamos como los americanos, solo nos falta alguien vendiendo palomitas de maíz.

Ahí estaban las imágenes. «La primera vez que se retransmite en directo un hecho de estas características en Andalucía», voceaba la locutora.

—Vaya polvo que tiene, ¿eh, Germán?

¿Saben?, me despisté un momento, solo un momento, pero me alertó Germán.

—Ven, coño, Armando.

—¿Qué pasa?

—La he visto.

—¿A quién, joder?

—Estaba ahí, un poco más a la derecha.

—¿Te quieres explicar?

—La chica esa, Elena, sí, Elena, la mujer de Juan.