V

La conducción del aire acondicionado es demasiado estrecha para permitir que por ella se introduzca una persona. Los que la habían diseñado no pensaron tanto en que alguien de fuera quisiera meterse por ella como en que algún listo de dentro la usara para tomar el aire, ya me entienden. «No vale tampoco un vehículo teledirigido —dijo el director que había confesado Niebla, porque en las uniones de los tramos había pequeños rebordes—. Y sin cámaras y micrófonos es como si dejaran a los geos ciegos y sordos», enfatizó. Yo miré a Fermín. Fue una mirada con mensaje: «Tanta técnica de James Bond y ahora no saben cómo saltarse un reborde». A todos nos sorprendió su vozarrón cuando exclamó: «¡El transportador marciano!».

—Pero ¿qué coño dices, Fermín?

—Los abuelos le han echado este año a mi niño un transportador marciano.

—¿Y qué?

—Pues que el transportador ese tiene tracción en las cuatro ruedas y se pueden elevar las cuatro por separado y en las ruedas tiene como garfios. Un reborde se lo sube como se salta un saltamontes una hormiga, ¡pero, coño, si pasa por encima de un plátano, que se lo he visto yo al Angelito!

Hora y pico después, tras manipular los técnicos el transportador para dotarlo de un receptor de señal más potente, las primeras imágenes y sonidos de la galería 5 empezaban a recibirse. Nos lo confirmó el director, que había vuelto del puesto de mando tras acompañar a Fermín. «Cuando se lo cuente al niño no se lo va a creer», decía regocijado. Había cierta euforia en la zona de seguridad. «Ahora no saben que los vemos y que los oímos. Niebla dice que es mejor que taparan las cámaras, eso les hará sentirse seguros y confiados», nos contó el director. Malamadre aún no había decidido cambiar a los etarras de celda. Allí seguían en la puerta de la 191 Pinchamierda y dos más, custodiando la entrada. «¿Todo en orden?», le habían oído preguntar a Tachuela, y los de la puerta asintieron. Según el director fue cómico, porque casi se cuadraron ante Tachuela para decir que sí.

… Pa cuando ellos nos vieron ya les habíamos hecho nosotros el trile, Tachuela, ¿te acuerdas?, se lo dije al Calzones, ahora le hacemos el trile a la pasma, Calzones, ca joputa de esos en una celda, dos con pinchos con ellos, sin nadie en la puerta, y en la 191, Calzones, tres tíos, ¡eh!, como si dentro estuviera el tesoro del Banco de España, no te joe, Calzones, la Patri me decía que mi polla era un tesoro, que me tenía que haber metió a puto, que hubiera ganao millones, tú te figuras, vaya descojone, yo follándome tías y encima pagao, a veinte talegos el polvo, tío, y puedo echar cuatro, ¡eh!, de una tacá, tío, que me lo decía la Patri, que me vas a escocer, para ya, joío, y yo dale que te pego, estaba buena la Patri; pues tres tíos guardando la puerta, como si allí hubiera un tesoro y dentro na de na, metemos comía y de to y la echamos debajo de los jergones, pa que la pasma pique si le da por entrar, y si entra, pues na, aire, y los cuellos rebanaos en las otras celdas, a que está bien pensao, Calzones, le dije, y me respondió que sí, que a él no se le había ocurrío, ¿sabes, Tachuela?, es que estaba preocupao por su chochito, que me lo dijo, oye, ¿y si les pedimos que nos traigan unas gachís y hacemos una fiesta?, dije, era de cachondeo, pero el Calzones se lo tomó en serio, no me joas, Malamadre, me dijo, trescientos tíos queriendo follar, pero ¿esto es un motín serio o una fiesta de despedida de solteros salíos, Malamadre?, y yo y tú nos tronchábamos, ¿verdá, Tachuela?, na más de pensar la que se liaba, un puticlú en el 5, a paquete de pitillos el polvo, pa fumar toa la vía, un estanco, eso, un estanco hubiésemos puesto, Tachuela, qué descojone, y nos reímos, seguro que la pasma se reía también pensando en la 191, pero quiá, ya le habíamos dao el cambiazo, bolita por aquí, bolita por allí, y cuando te señalan el cubilete, na, la bolita de papel de plata debajo de la uña, así le trinqué a dos japoneses veinte mil duros un día, Tachuela, qué gilipollas, pero estuvo bien pensá la cosa, ¿verdá?

Escapar no puedo, no al menos hasta que empecemos a negociar. Se me está ocurriendo algo, pero mejor madurarlo, que si doy un paso en falso me sacan con los pies por delante. He visto un reflejo en el aire acondicionado. Parece una lente. Ya nos ven. Tengo que señalarles dónde están los vascos. Algo se me ocurrirá. Este Malamadre es listo. Y está bien informado. Me ha dejado de piedra. «¿Sabes, Calzones?, si me llegan a decir que había calzoncillos en el almacén te hubiese rajado de arriba abajo, pero no, se habían acabado», y me da una palmada en la espalda. Al menos hay gente inteligente ahí fuera. Si Malamadre controla hasta los calzoncillos puede controlarlo todo, absolutamente todo. Llama Niebla. Habla con Malamadre y este le adelanta que dentro de media hora una comisión de los internos se reunirá con quien ellos decidan. «Nosotros seremos tres, yo, el Calzones y el Poeta, y de ustedes uno, y que entre en pelotas». Niebla argumenta que mejor se celebra la reunión en la zona de seguridad, que no nos pasará nada, que da su palabra, pero Malamadre dice que ni hablar, «Tu palabra es una mierda, media hora tienes, eso o nada». Niebla responde que vale, que a lo mejor necesitan un poco más de tiempo, y Malamadre le escupe que de tiempo él está «sobrado, y más que voy a estar si me obligas a ensartar a los rehenes, cabrón». Me pregunta que cómo ha estado y le respondo que bien. «Firme y bien, sin provocar», añado. Y veo en su sonrisa un matiz hasta entonces desconocido.

—¿Por qué me miras así, coño?

—Nada, una tontería.

—Dilo, cojones.

—No sé, te he visto una sonrisa distinta.

—Eres un buen tipo, colega, pero lo mismo no conoces a Malamadre, nadie me conoce, ni la Patri me conoció.

—Acaso no dejaste que lo hiciera.

—Mira, capullo, métetelo en esa cabecita, en mi vía solo hay que tener una cara, y esta es la que tengo; si no, estás perdío.

Baja la cabeza y me da la espalda. Tachuela me mira con el ceño fruncido y hace un gesto de que me vigila. Lo dice desde abajo, que le saco tres cuartas. Y eso hace que sienta un escalofrío, como si tuviera cogidas mis partes con garras de buitre. Es curioso, ni con Malamadre ni con Releches me pasa eso. Solo con Tachuela. Tengo que tener cuidado con él. Malamadre no se ha dado cuenta, pero es también de los que piensan. ¿Qué es ese alboroto? La gente corre hacia el final de la galería, rumbo al módulo 4. De la 177 y de la 193 han salido a ver qué pasa. Ahí están dos de los vascos. Me acerco y les aseguro que no ocurre nada, ojalá me hayan visto hacerlo a través de las cámaras, lo entenderán si lo han observado. Voy a acercarme también a la 217. «Tranquilos, no pasa nada. Ni tocarlo, ¡eh!», los dos tipos dicen que sí, pero uno le ha puesto el pincho en el cuello al Rubio. «Ten cuidado, que te la tendrás que ver con Malamadre si haces una tontería», le repito. Separa un poco el pincho. Pero el Rubio está demacrado. Sabe que estos tipos no titubean cuando llega la hora. Oigo la voz de Tachuela llamando a Malamadre. Si lo han visto, alguien habrá caído en que me he acercado a tres celdas, no a todas, solo a tres. Si se deciden a entrar, que sepan adónde tienen que ir para evitar la masacre. Veo correr a Malamadre. Tachuela lo espera allí, al final de la galería, haciendo aspavientos. Será mejor que vaya. «Calzones piensa», le oigo decir. Mejor que si pienso sepa sobre lo que tengo que pensar.

Algo no iba bien, nada bien. Lo dedujimos de las carreras de los geos, que se iban agrupando en la zona de acceso al módulo 5. Yo realizaba gestiones para tratar de localizar a Elena. La llamada de la funcionaria desde el hotel me había intranquilizado, porque esa chica, en el estado emocional en el que se encontraba, podía hacer cualquier tontería. Me ayudaba Fermín.

—Ya tengo los teléfonos de Santander, Armando, ¿qué hago?

—Llama, pero con discreción, Fermín. A ver si la chica ha contactado con ellos, si tenía algo que hacer hoy, sin darle importancia.

—Vale, ¿has llamado a la policía?

—Eso voy a hacer, pero no será fácil encontrarla. Hay muchas chicas rubias hermosas en la calle. Me temo que tendremos que esperar a que se deje ver.

José Utrilla colgó el teléfono y me urgió: «Armando, el geo nos quiere ver de inmediato». En el puesto de mando de la «Operación Malamadre» reinaba cierto caos. Gerardo Niebla y uno de sus ayudantes miraban un monitor y daban órdenes a través de los micrófonos pegados a los labios. «Agrúpense», «grupo de asalto preparado en la línea», «el oso sigue en la cueva». No entendía casi nada, pero estaba claro que se había acabado la espera. Algo estaba pasando que obligaba a los geos a intervenir.

—¿Las celdas pueden atrancarse desde dentro?

La pregunta de Niebla rebotó en Utrilla y en mí. Fue el jefe el que contestó.

—No creo.

Niebla hizo un gesto. Nos acercamos a la televisión y, créanme, pegamos un respingo. En el módulo 5 todos corrían. Lo hacían a cara descubierta, sin las capuchas que malamente habían fabricado por orden de Malamadre.

—¿Qué creen?

—¿Ordenó actuar a sus hombres?

—No.

—No entiendo, entonces.

No, yo no entendía lo que pasaba. Niebla pidió que se enfocara la 191. Uno de los que estaban en la puerta entró en la celda y volvió a salir. Preguntaban a los que volvían del módulo 4, pero era tal la algarabía que no distinguíamos palabra alguna, aunque sí los rostros crispados de los reclusos. Vimos a Malamadre salir corriendo. Allí estaba también Juan. Se había quitado la capucha y pasaba por delante de la 191. Ni un gesto.

—Síguelo —ordenó Niebla.

Pero justo a la altura de la 215 la cámara se paró. No podía bascular más.

—Puede que no todos los etarras estén en la 191, pudieron sacar a alguno mientras no los veíamos y trasladarlo al 4.

Niebla tomó el teléfono directo que comunicaba con el Ministerio.

—Sí, señor ministro…, no sabemos…, creo que corren peligro…, estamos listos.

Acabó de hablar, se ajustó de nuevo el micrófono y avisó a todos: «Alerta verde, alerta verde».

Pero ¿qué coño está pasando? Hay sangre por las paredes y en el suelo. «¡Dejadme pasar, cojones!», grito, pero la gente no se aparta. Hacen un corro y jalean. «Dale, dale», chillan. No veo a Malamadre. A Tachuela sí, tiene los brazos en aspas y contiene a dos tipos con el rostro congestionado. Por los etarras no hay que temer, pero ¿y si los polis se han atrevido a entrar?, ¿y si han cogido a alguno? Tengo que llegar a la primera línea. Lo hago a codazos. «Pedazos de mierda, abriros, coño», vuelvo a gritar. Esto me recuerda la mili, cuando llegaba el correo al campamento y todos queríamos ser los primeros en recibir las cartas. «Querido Juan: Espero que a la presente estés bien…». Elena siempre ha sido muy clásica escribiendo. «Qué formal eres, coño», le reprocho muchas veces. «Es que estoy acostumbrada a los patrones de carta de la secretaría, Juan, no te enfades», y me hace un mohín. Al jefe le hacía tilín, menos mal que dejó ese trabajo. «Ese tío se quiere acostar contigo», le advertí. Siempre le han gustado mis celos, le hacen sentirse importante para mí. Pero yo sé que le miraba las piernas y el culo y que quería que fuese con él a los viajes «por si tengo que redactar alguna carta, Elena, entiéndalo». Pero ella siempre le respondía que no: «Búsquese a otra si necesita una acompañante», y yo me la comía a besos. Jo, cuántas ganas de verte tengo, mi amor. Ahí está Malamadre.

—Tranqui, Calzones, no pasa na.

En el suelo hay dos tíos bañados en sangre y no pasa nada. Otro más allá está inerte. Su rostro es como un molde de cera roja.

—Ajuste de cuentas, na importante.

—¿Está muerto aquel?

—Más que mi bisabuelo, Calzones, hiede ya.

—Y esos ¿quiénes son?

—Dumbo, del 4, y el Legionario, del 5, uno vende mierda y el otro la compra, ¿te suena de algo?

—Sí.

—Como a tu hermano, Calzones, pero en bestia, le dieron solo polvo talco.

Legionario se levanta, da dos pasos y vuelve a caer. Tiene por torso un colador. Dumbo permanece en el suelo, en un charco de sangre, inmóvil. Al primero que cayó se lo han llevado hacia el 5.

—Y ese, Malamadre, ¿quién era?

—El pincho del Dumbo, coño, el Legionario le hizo la estética.

… La hostia, Tachuela, lo dijo el Calzones como el que no quiere la cosa, joputa, es que tenía cerebro, Malamadre, el pincho del Dumbo tiene el mismo pelo que el etarra rubio y se lo han llevao dándole leches al bulto, si la pasma cree que es uno de ellos la joemos, ni negociación ni na, dijo, y yo dije joé, pues es verdá, ¿te acuerdas, Tachuela?, no corrías tú na, tos detrás del fiambre, tranqui, quietos, pero na, que lo llevaban como si lo fueran a tirar al río y no había manera de que pararan, coño, me cago en mi madre, joputas, que joéis to, gritaba, pero na, ni Malamadre ni San Pedro, coño, los tíos estaban como locos, ¿verdá, Tachuela?, y así hasta el 5, joé, echando el bofe por la boca, pero na, y encima el Releches que sale de la 217 y coge también al fiambre y se pone perdío de sangre, el joputa del Releches, que quién coño le mandó dejar su puesto, no lo vuelvas a hacer que te comen como pitraco mañana los gusanos, so cabrón, y cómo me miró el Releches, ¿eh?, hasta que le di la hostia, cabronazo, tú a pinchar cuando yo te lo diga, solo pinchar, no te cagues más en Malamadre, le dije, y bajó los ojos, ¿recuerdas, Tachuela?, en realidad era un cobarde, pegao a mí siempre, pero incapaz de ser hombre, perro faldero el joputa, vaya cómo nos la jugó…

A la altura de la 215 dejaron el cuerpo. Gerardo Niebla se tiró sobre el televisor. «Centra y aumenta, coño». Aquello que yacía sobre el suelo era un fardo rojo al que solo se le distinguía el pelo rubio.

—Ahí está ese, ¿cómo se llama?

—Releches.

—Entró en la 191 con los vascos.

—Sí, él los custodiaba.

—Mirad su camisa y sus pantalones ensangrentados.

—Pero ¿el que está en el suelo es el Chema Ibarrondo ese?

—¿Qué creéis?

—No sé.

Nadie lo sabía. El corte de pelo parecía el mismo.

—Ponme el vídeo.

Gerardo Niebla quería volver a visionar la escena de Malamadre presentando a los rehenes.

—Ahí está. Para la imagen. ¿Os parece? Tiene las zapatillas blancas, igual que este, ¿verdad?

Utrilla le dijo que sí. Yo maticé, por si acaso:

—Muchos llevan zapatillas blancas.

—¿Todas son Adidas?

—No sé, Niebla, no sé.

Volvió a colgarse del teléfono. «Un muerto o muy malherido… Tenemos la duda, señor ministro, pero pudiera ser», afirmó.

Cuando regresó, los pies de otro cuerpo exangüe aparecían en un margen del televisor. No era fácil mantenerse tranquilo en esas circunstancias, pero les hubiese sorprendido la frialdad de Niebla y de sus ayudantes.

—Vamos allá, dijo.

Y todos comprendimos que desde el Ministerio le habían dado carta blanca para actuar.

«Grupo de asalto en la línea. Preparados», ordenó con firmeza.

Me alegré de no estar en la zona de seguridad en ese momento. Germán, Fermín y los compañeros debían de estar pasándolo mal. Si algo fallaba y los internos alcanzaban aquel enclave, algo improbable, pero posible, no me hubiese gustado estar en su pellejo. No pongan esa cara, en un mundo como este hay que ser egoísta, pensar en uno mismo, porque no tratamos con personas normales, sino con asesinos, auténticos animales. Han hecho estudios, seguro que los conocen, lo llevan en los genes, no pueden ser de otra manera porque tienen la mala leche incrustada en las células, en todas y cada una de ellas, y son millones.

—Preparados —repitió Niebla—. Confirmen.

Ahora aparecía tenso. Me recordó al anterior jefe de servicios, Sanjuán, en la revuelta del 98. Era un poco encorvado, pero aquel día cualquiera diría que se había puesto una vara de acero por columna.

—Cuenta atrás. Al cero, dentro. Tres, dos, uno…