IV

«Mikel Belasategui, alias Hernani, cuarenta y un años, natural de Hernani. Cumple treinta años de prisión por el asesinato el 13 de enero de 1996 del magistrado del Supremo Félix Montero Levián. Era el responsable del talde Donosti, desarticulado por la policía en octubre de 1997.

»Txema Ibarrondo, alias El Rubio, veinticinco años, natural de Beasaín. Fue condenado en la primavera de 1993 a ciento doce años de cárcel al ser encontrado culpable de la muerte de tres guardias civiles en Biescas, provincia de Huesca, en 1991. La bomba que hizo saltar por los aires el Land Rover hirió también a cuatro civiles, dos de los cuales tienen secuelas graves que los mantienen en silla de ruedas.

»Patxi Iragui, alias Musus, diecinueve años, condenado el pasado día 22 de abril a ocho años de cárcel tras ser identificado como el autor del lanzamiento de un cóctel molotov que causó quemaduras en un cuarenta por ciento del cuerpo al ertzaina Andoni Lacruz Mengíbar, durante los actos vandálicos que tuvieron lugar en la Semana Grande de Zarautz de 2000.

»Estas son las identidades de los tres reclusos vascos pertenecientes a ETA que han sido tomados como rehenes por presos comunes en el establecimiento penitenciario Sevilla 2, según han confirmado a Telecinco fuentes del Ministerio de Justicia. La prisión se encuentra acordonada por policías antidisturbios y no han trascendido las reivindicaciones de los internos».

Alguien del Ministerio debió de filtrar la noticia a la prensa. De la prisión nadie, estén seguros, que todas las comunicaciones estaban interceptadas por la policía. Fue apenas una hora después de que Malamadre, acompañado de Releches, Tachuela y Juan, hiciera una entrada triunfal en el módulo 5, aclamado por el resto de los internos. Los vimos a través del circuito cerrado de televisión. Los tres chicos vascos iban delante, con las manos atadas a la espalda con trozos de sábana. A empujones los colocó Releches en el centro de la galería, mirando a las cámaras. Los rehenes conservaban la compostura, no así los extras, que saltaban, se llevaban las manos a sus partes y hacían otros gestos obscenos. Malamadre se adelantó. Con ademán teatral fue contando a los rehenes, ya me entienden, uno…, dos…, tres, tomándose su tiempo, recreándose, «Es que es de letras», ironizó Germán; al final se pasó el índice por el cuello, y eso no necesita traducción, ¿verdad? Ya sabíamos el as que se guardaba Malamadre en la manga. «Tres ases», corrigió Fermín. «Sí, tres, me gustaría ver la cara de Robocop ahora, daría la extra de verano», mascullé, porque ese tipo se creía que esto iba a ser un plisplás y yo barruntaba, que lo conozco muy bien, son ya muchos años, que Malamadre no se iba a lanzar a la aventura sin tener cogido por los huevos, y perdonen la expresión, al enemigo. A mí no me dolía, pero a buen seguro que alguno, allá en las alturas, tenía en ese momento el rostro contraído por el dolor.

… Ni puto caso, Tachuela, ni puto caso nos habían hecho hasta entonces, y, en cinco minutos, dos móviles para que hablásemos con el Niebla, que se los metan ahora por el culo, ¿recuerdas?, eso dije, a ver esos móviles de mierda, no contestamos, que-yo-di-ré-cuán-do-te-ha-blo-ca-brón, le grité, abriendo mucho la boca, Tachuela, pa que me vieran los colmillos, allí ante la cámara, como el Prat, oye, y el Niebla venga a llamar, y le pusimos, ¿te acuerdas?, qué descojone, música de salsa a los móviles, y la gente bailaba, Releches les enseñaba el culo, moviéndolo como una mulata cubana, toavía tiene buen culo el Releches, ¿eh, Tachuela?, lástima que esté contaminao, que si no lo hubiese cogío bien el día de la tía estirá, qué buen coño tenía la tía, Tachuela, pero hay que echar cabeza, os dije, si ellos quieren hablar, nosotros no, lo primero es lo primero, ¿verdá?, así que el Calzones está a cargo de estos, y Releches puso mala cara y le dije pero, so cabrón, tú no piensas, el Calzones sí piensa, él piensa y tú le das de hostias a estos tíos si se nos ponen farrucos o entra la pasma, pero lo primero, Tachuela, era pensar, porque dos, tres botes de humo y tos a la mierda, así que los metemos en una celda, que se vea en cuál por la tele, oye, dos tíos dentro con ellos y tres fuera, y si hay humo, les cortáis los pescuezos como si fueran pollos, después tapamos las cámaras y los cambiamos de celda, pero siempre dos dentro con pinchos y tres fuera, que a ver si tienen cojones, os dije, ¿verdá?, y Releches me decía al oído pero, Malamadre, el Juan este es nuevo, mierda, ¿y si nos sale pájara?, y yo, que no, que el Calzones era un tío duro, había matao a uno por ponerle los cuernos, seguro, se lo pregunté, ¿sabes?, pero eso fue después, lo primero era no hablar, darle por culo a la pasma y el día a los trincones de arriba, que vaya si tenemos rehenes, pero ¿tú has visto, Tachuela, que se haga un motín sin rehenes?, pues tres, de allá arriba, de los que os joen a bombazos y a pum en las nucas, joputas, de los de los derechos humanos, que nosotros ni derechos ni na, no te joe, Tachuela, los matan y les dan derechos, pues toma, a ver qué hacéis para no cagar grillos mañana, les dije, ¿recuerdas?, mirando a la cámara, como un actor, si-se-os-o-cu-rre-en-trar-os-que-dáis-sin-e-ta-rras-ni-po-llas-en-vi-na-gre, y se me subían las pelotas de la risa, Tachuela, de ver la cara de la pasma y de pronunciar las eses, pendiente de lo que les decía, como un actor, oye, que me lo dijo el Releches después, cuando to acabó…

Releches me mira de reojo, pero este no hinca nada cuando clava la mirada. «Venga, a tus órdenes», me dice burlón. «Mételos dentro de la 191, quédate con ellos, que alguien te acompañe, yo estaré fuera. Ya oíste a Malamadre, dos dentro con pinchos y tres fuera». Maldita la gracia que le hace obedecerme, pero si nombro a Malamadre la sonrisa se le hiela. Me ha dicho Tachuela que si la cago me corta los huevos, y sé que lo haría. Lo sé por lo que me contó Malamadre cuando íbamos camino del módulo 4: «Se cargó a tres vecinos, Calzones, a tres, le habían dado cuatro hostias a su niña porque les rayó el coche recién estrenado, y él cogió la escopeta de cazar conejos y mató a los tres, al padre en la puerta, a la madre en la cocina y al niño mientras veía Buggs Bunny, fíjate, el conejo, la casualidad, a los tres, por pegarle cuatro hostias a la cría». El rubio, Txema, no me ha podido enseñar otra vez la serpiente enroscada al hacha que lleva tatuada en el hombro. Me puse a su izquierda y en el hombro izquierdo nada más tiene la huella de una vacuna. Lástima que no fuera contra la maldad. No estaría aquí. Ni yo tampoco. No habría cárceles. «No sé por qué hay tanta gente mala», dijo una vez Elena mientras leía el periódico. Y yo le miro el escote, tiene unos pechos bonitos Elena. Redonditos, de los que caben en una mano, como a mí me gustan. Debe de estar hartándose de llorar, espero que no sufra el crío, si le pasa algo al bebé soy capaz de matar a Malamadre y al padre de Malamadre, si lo conoce, que no creo. «¿Por qué hay tanta gente mala?», me preguntó, y yo le levanté la cara sujetándola por la barbilla y la besé en los labios, «Besas como Dios», la piropeé, y me cogió la mano y se la metió por el escote. Tiene las tetitas firmes y duras. Yo acordándome de los pechos de Elena, que se me está poniendo dura nada más de pensarlo, con lo que tengo aquí. «Y ya sabes, Releches, ni tocar a los rehenes, ¡eh!, solo si entra la pasma y cuando yo te lo ordene, que si hay errores el que lo va a pagar soy yo con Malamadre». No me responde. Pero intuye que soy duro de roer. Estoy aquí porque he matado a un tío, les conté. Él porque mató a dos. No tiene muchas luces, pero sabe que el que mata a uno puede cargarse a doscientos.

—La cosa se va a poner calentita.

—¿Tú crees que entrará la policía?

—Mira, me importa un carajo lo que haga, Calzones, llevo dieciocho años de mis cuarenta y dos de puta vida en la cárcel, y me quedan muchos más, yo lo único que quiero son más horas de patio, mejor comía, una tía abierta de patas ca quince días y una tele en la jaula, y si no hay eso, que nos den a tos por culo, pero ¿merece la pena vivir peor que los animales?

—La vida siempre merece vivirse, Malamadre.

—Por eso se la quitaste a aquel tipo, ¿no?, no te joe, anda, ocúpate de lo tuyo y ponte la capucha de mierda que nos han hecho, que no quiero que nos reconozcan los gatitos de los tejaos.

Fue ver a los rehenes y acabarse las idas y venidas de los geos por los pasillos en la zona de seguridad. El director se pasó por allí, traía la cara demudada. «Todo se ha paralizado, órdenes del Ministerio, hay que negociar». Nos miró como queriendo que le diéramos respuestas. No las teníamos, nadie las tenía.

—Utrilla, ¿quién firmó la orden de traslado al módulo 4 de los etarras?

—Usted, director.

—No lo recuerdo, Utrilla.

—Pregúntele a su secretaria, si quiere puedo ir por el papel, lo tengo en mi despacho.

—No hace falta. Firmo tantos papeles todos los días, coño.

—¿Problemas, jefe?

—Ahora me ha llamado el subsecretario, Armando. Que cómo ha podido pasar eso, preguntaba.

—¿Y usted qué le ha contestado, don Ramón?

—Que pasó, coño, qué quieres que le contestara; de esta paso a ocuparme del calabozo del cuartel de la legión en Melilla.

—Ya será para menos, no se preocupe.

—¿Tú crees que Malamadre los mata si intentan entrar los geos?

—Mejor que no entren, jefe.

Nos contó que Gerardo Niebla no había movido un músculo mientras veía la escena de la llegada de Malamadre con los rehenes al módulo 5. Tomaba apuntes y susurró un «cabrón» cuando Malamadre se acercó a la cámara para gritar que hablaría cuando a él le diese la gana. Pidió un plano de la galería tras observar la celda en que Juan y Releches metían a los vascos y estuvo discutiendo en voz baja con su ayudante un esbozo de la estrategia para atacar si fuera preciso. «No haremos nada, el ministro quiere conducir personalmente la operación», comentó al fin, y, según el director, lo miró de no muy buena manera, igual que cuando los internos taparon las cámaras de seguridad y dejaron a oscuras los monitores. Solo una, escondida entre los tubos fluorescentes, transmitía imágenes y, desde su ojo de pez, nos devolvía una escena futurista en la que todo aparecía deformado. No hubiesen necesitado ponerse las capuchas, nadie era capaz de identificar a tipo alguno en aquellas imágenes. En el hormiguero habían desaparecido las hormigas reina y ahora todas parecían obreras. Contábamos, pensé, con un Malamadre, y ahora tenemos trescientos.

… Y yo poniendo orden, Pinchamierda, coge tú el pincho del Releches, métete dentro y dile a él que se ponga en la puerta, anda, y tú, Calzones, vente a comer conmigo; tú estabas con nosotros, ¿te acuerdas, Tachuela?, no sé por qué, tío, pero el Juan era de fiar pa mí, cómo nos engañó el joío, y yo le pedía consejo, no te joe, le pedía consejo a uno de ellos, pero se le veía cerebro, lo tenía, Tachuela, y pensé que nos vendría bien alguien con cerebro; a ver, dime, Calzones, tú cómo montarías la mierda esta, le pregunté, yo te veía un poquillo desconfiao, Tachuela, pero creía que eran celos, como los de la Patri el día que me encontró follando con la Manuela en su cama, malnacío, hijoputa, decía, y me pegaba, tú no sabes cómo pega la Patri, Tachuela, con los puños cerraos, y a mí me daba la risa, si solo es un polvo, mujer, descojonao, y ella venga a pegarme, hasta que me harté, coño, ven aquí, y ¿sabes qué, Tachuela?, que tú sólo has hecho eso pagando, joputa, pero yo con arte, que me tiré a la Patri y a la Manuela allí mismo, a las dos les di gusto, y cómo eres Vicente, decía la Manuela, y la Patri la llamaba puta, pero le acariciaba las tetas; pues eso, te vi cara de celos, como a la Patri, pero sólo eras desconfiao, ahora lo sé, y no me digas, tenía cerebro el Juan, hay que negociar, Malamadre, no darles motivo pa que ataquen, que con estos rehenes no les interesa, negociar, que se mojen desde arriba y que salga en los periódicos, sin violencia, que esos chicos no tienen culpa de na, Malamadre, el problema de ellos no es con nosotros, sino con la sociedá, qué bien hablaba el Juan, ¡eh, Tachuela!, no me lo puedes negar, el mu cabrón tenía labia, que hasta tú decías que sí, que lo que no pue ser es que cuando termine esto estemos peor, razonaba el tío, coño, si se lo dije al Releches, él piensa, coño, tú das hostias, pues me pareció bien y a ti también, Tachuela, una comisión, tres personas, y ellos el que quieran, siempre en nuestro terreno, dijo, pero garantizándole la inmunidá, que yo no sabía qué era eso, pero lo explicó, que no les demos de hostias y que puea regresar siempre a la zona de seguridá haya o no acuerdo, es fundamental, dijo, y le dije que sí, ¿te acuerdas?, yo, tú y el Poeta, esa es la comisión, que el Poeta también sabe hablar, vosotros habláis y yo largo un cabrón voy a rajarlos a tos pa acojonarlos si se ponen mariconas, eso hacemos, vamos, se lo decimos por el móvil, Calzones, y él no, na de llamar nosotros, ya llamarán ellos, dame un móvil a mí, me dijo el mu cabrón, no sabía na, Tachuela, y se lo di, es que tenía confianza en ese joputa, me cayó bien y me engañó, pocos me han engañao en mi vía, Tachuela, pero el Juan tenía cerebro…

Me ha dado el móvil. Tengo que pensar cómo puedo utilizarlo. Están conectados los dos, lo que yo hable lo va a escuchar Malamadre. Quiero preguntar por Elena. Un tipo con pinta de indio, Apache me dice Malamadre que lo llaman, le ha cuchicheado algo al oído. Malamadre me mira y sonríe. Comemos lo que nos ha pasado desde la zona de seguridad uno con camiseta y calzonas. «Nada de uniforme», había ordenado Malamadre. Ya me he ganado su confianza, pero Tachuela desconfía y Releches más aún. Le he dicho que hay que negociar, no usar la violencia, ser buenos chicos. Recomendarle eso a esta gentuza es como echarle azúcar a un membrillo con la ambición de que nos salga mermelada, pero veo que traga, que me busca porque necesita sensatez a su alrededor. Mi madre también confiaba en mí. «Juan, habla por favor con tu hermano, anda, dile las cosas como son». Y yo le decía: «Miguel, hombre, por qué no sientas la cabeza de una vez. Si no quieres estudiar, pues trabaja, y si no lo quieres hacer en el campo, en lo que sea; pero no estés todo el día puteando a los padres», y Miguel me pasaba una pastilla de chocolate y me escupía que me dejara de sermones, que los viejos estaban insoportables y que él quería libertad. No sabe Miguel lo que es la libertad, bueno, ahora sí, en Argentina me dijo que estaba, pero no la que no valoras cuando estás en la calle. Es duro esto, tiene que ser muy duro, por muy malo que se sea, como Malamadre o el Releches, siempre la misma gente, siempre con un ojo atento a la mano escondida del que se cruza contigo. Malamadre no quiere hablar más de estrategias, quiere saber por qué estoy aquí, «Te pusieron los cuernos y mataste al cabrón, ¿verdad que sí, Calzones?». Le he dicho que no, que yo por cuernos no hubiese matado a nadie. No tenía pensada la historia, así que me la invento de corrido. Un tipo que comerciaba con droga, un hermano enganchado a la heroína, una dosis adulterada que a punto está de llevarlo al otro barrio y cuatro puñaladas en la barriga al camello. «Eso fue le que pasó, Malamadre, nada de cuernos». Le ha sorprendido, se había montado una historia y no le ha gustado esta, pero asiente. Me llama por mi nombre. «Yo también vendí mierda, Juan, pero sin adulterar, ¡eh!, de la buena, pero es que no tenía un duro y tres críos para alimentar, ¿comprendes? Nadie se murió con mi mierda, te lo juro, era de buena calidad». Me sorprende que dé explicaciones. No imaginaba a Malamadre excusándose. Hay algo en él que enternece, como una personalidad infantil que permaneciera debajo de la costra impenetrable que la vida le ha ido formando. Tachuela no, Tachuela me mira y se limpia las uñas con un pincho, Tachuela es todo él una costra. Nadie mata a tres personas por unas guantadas a su hija, eso solo lo hace un animal.

—¿Tienes mujer, Juan?

—Sí, Malamadre, se llama Elena.

—¿Aónde está?

—Se vino a Sevilla conmigo. Debe de estar preocupada con las noticias de la televisión.

—Pues llámala, joé.

—No tenemos aún teléfono, se iba a comprar un móvil.

—Anda, habla con los mierdas esos y que te pongan con ella, y dile, cómo se llama, ah, sí, Elena, dile a la Elena que me busque un coñito y que sea tierno.

Me han advertido que solo con darle al ok sale el número de los que están al frente de la negociación. Se ha puesto Gerardo Niebla. «Soy Juan Oliver, ¿quién eres? ¿Niebla? ¿El responsable? Contigo no tengo nada que hablar de momento —le digo—, pásame al cabrón ese de Armando». Insiste el poli, quiere que les demos las reivindicaciones y en clave trata de que les revele cuántos custodian a los vas cos. Malamadre está escuchando. «Poli de mierda, dale el teléfono al Canas y tú ve a hacerte pajas», vomita Malamadre. Armando se pone al teléfono. «Mira, hijo de puta, antes de que termine esto te voy a devolver el puñetazo que me pegaste en la cara, cabronazo, pero ahora quiero hablar con mi mujer, así que buscadla». «Lo intentaremos», contesta. Debe de estar sonriéndose. Tiene una hermosa sonrisa Armando. «No lo intentes, Canas de los cojones, consíguelo, y dile al nublado ese que esta es la primera condición, que hasta que el Calzones no hable con su chochito no hay nada que hacer, ¿vale, tío?».

—Gracias, Malamadre.

—De na, Juan, ¿sabes?, a mí nadie me espera fuera, nadie.

No se lo pude avisar. Sabía que la conversación la estaba escuchando Malamadre y si se lo cuento, ¿entienden?, era como tirarlo en una fosa y echarle la primera paletada de tierra. La llamada me la habían pasado una hora antes de la centralita. «Don Armando, pregunta por usted la señorita Blanca Artigas». No caí hasta que me puse al teléfono; entonces, sin necesidad de que se identificara, supe de quién se trataba. No podía ser otra. «Elena se ha escapado del hotel en el que estábamos, no sé adónde ha ido». Pero yo no podía decírselo a Juan.