III

—Soy Gerardo Niebla, capitán de los geos. Desde ahora tomamos el control de la situación.

El centro de mando, tal como está previsto en estos casos, se instaló en una sala de reuniones aneja al despacho del director. Fue él el que me pidió que me incorporase, «usted también, Armando», porque lo que me falta de rango, ¿saben ustedes?, me sobra de conocimiento de la prisión. No éramos muchos allí. Un representante de Instituciones Penitenciarias recién llegado del Ministerio y cargado de planos, el director, José Utrilla, yo y aquel tipo que ahora aparecía por la puerta vestido de Robocop, «soy Gerardo Niebla», con una voz que evocaba de inmediato el Apocalipsis. Llegaron también técnicos de comunicaciones para conectar monitores al circuito cerrado de televisión, instalar media docena de teléfonos, ordenadores personales con acceso a los bancos de datos del Ministerio de Justicia y de Interior, y un gran panel blanco en el que el geo, después de que le sintetizáramos la situación, escribió, con grafía preciosista, casi de monje del medievo: «Operación Malamadre». Me dije, ¿saben?, «ya tenemos nombrecito, solo falta que no lo hagamos más famoso de lo que es».

—¿Juan Oliver tiene familia?

Todos nos miramos. Yo recordaba vagamente que cuando estábamos en la sala de guardia Juan se había referido a su mujer, «de tres meses está», afirmó; José Utrilla reconoció no acordarse del estado civil que figuraba en el expediente y fue a buscarlo.

—No conviene que hable. A todos los efectos es un recluso. Le pondríamos la soga al cuello sí alguien de fuera supiera que es un funcionario y lo filtrara a la prensa.

El geo sabía de lo que hablaba. Utrilla volvió con el expediente.

—Casado con Elena Vázquez Guardiola. Sin hijos. Natural de Unquera, provincia de Santander. Hay un teléfono, pero es el de Santander. No facilitó el móvil. Llamaremos por si acaso. ¿Te dijo dónde vivía aquí, Armando?

No le dio tiempo. A nadie le dio tiempo de nada esa mañana, ¿entienden?

Se lo ha creído. Presiento que va a considerarme uno de los suyos. Incluso cuando me miró con fiereza al referirse a los rehenes. Pero ¿por qué lo hizo así? Quería acojonarme, pero le he mantenido la mirada. «A los ojos, Juan, a los ojos», me obligué. Estos tipos si les miras a los ojos no sospechan. Nada de desviar la mirada. Hielan esos ojos verdes de Malamadre. Se parecen a los de Elena, pero les falta toda su dulzura. Me enamoré de ellos nada más verlos. «¿Tú eres de aquí?», le pregunté. Y se echó a reír. Me dio corte. Todos los de la barra de la discoteca me miraron. Y ella seguía riéndose. Qué bobo fui. Hasta que reparé en su camiseta no supe de qué se reía. «I love Laredo». Tonto, lo ponía en su camiseta y yo preguntándole si era del pueblo. «Sí, sí, soy de aquí, pero ¿cómo lo has averiguado?», y se mondaba de la risa y yo allí rojo como un tomate de la huerta. «Anda, ¿me invitas a una copa?», y la invité, claro, y aquella noche naufragué en aquellos ojos verdes como mar de esperanza. ¿Le habrán contado ya lo que está pasando aquí? Jo, que no se asuste. «Juan, cuando vuelvas nos tomaremos una tarta para celebrar el cumplemeses del crío, tres meses ya, Juan», y le pasé la mano por la barriga, todavía planita. Lo va a pasar mal sola. Armando cuidará de ella, seguro, la llevará a su casa con su esposa. Bueno, no sé, no me dijo si estaba casado. Seguro que sí lo está, es un buen hombre Armando, y los buenos hombres tienen buenas mujeres a su lado. Me hace una seña Malamadre, ¿qué querrá ahora este tipo? La cuchillada en el cuello debió de ponerlo cerca del otro barrio. La cicatriz es larga y la herida tuvo que ser profunda. Será mejor que vaya. Si pudiera comunicarme con la zona de seguridad podría diseñar un plan para escapar, pero no sé cómo. «En caso de revuelta dejamos los módulos aislados», dijo Armando. Aislado.

—¿Qué quieres, Malamadre?

—Ven conmigo; y tú, Tachuela, acércate a la zona de seguridá y diles que queremos móviles para comunicarnos con ellos. Ahora vuelvo.

—¿Adónde vamos?

—Tú te callas y ven, Doshuevos.

—Me llamo Juan.

—Nadie se llama Juan en el trullo, serás Doshuevos.

—Mejor Calzones, Malamadre.

—Sí, Pincho, eso es, el joputa del Calzones. Anda, Calzones, ven conmigo, que hay que empezar a trabajar.

… Lo sabía, Tachuela, sabía que la íbamos a armar, os lo dije, alguno hay mejor que el Putavieja o el Canas, mucho mejor, ¿eh, Tachuela?, la cara que se le debió de quedar al gilipollas ese que mandaba la pasma, seguro que pensaba que aquello duraba dos minutos, pías, pías, tres botes de humo, dos hostias y a la nevera, dijeron, seguro, pero se la metimos bien, me dio la idea el Quitamoños en la barbería, Tachuela, que vaya cómo viven los hijoputas, Malamadre, mejor que Dios, dijo, y yo, serán cabrones, porque en la trena siempre hubo también clases, de primera y de regional, como decía Bailarín, lo mismo que en la calle, coño, mi madre de regional, a mi madre se la follaba el director del banco en que limpiaba; ese tío toavía era de segunda, pero habría llegao a primera, Tachuela, si no le meto el pincho en el costao aquel día, cabrón de mierda, me has matao, me dijo con los ojos saltándole de los agujeros, toma, mamón, dame el dinero, y esta por follarte a mi madre, la mu guarra, Tachuela, por dos vestíos y una pulsera, nosotros sin comer, coño, y por dos vestíos se abría de patas; aquel día estaba abierta de patas y le dije al tío dame el dinero o no lo necesitas más, esto no es lo que parece, vaya capullo, qué me importaba que se follara a mi madre, se la tiraba medio barrio, Tachuela, hasta tu primo se la tiró, dame el dinero, castrao, y sigue follándotela, le dije, te lo conté, ¿verdá?; pues igual, el poli estaba en primera y nosotros en regional, y les ganamos por goleá, sin rehenes no nos duran dos bofetones, debí de decirle a la gente de las corbatas, y una mierda, quién coño se creía que éramos, sin rehenes, pero ¿cómo coño íbamos a hacer un motín sin rehenes?, eso no se le ocurre ni al Releches, el Releches le dio una patá en la boca al director del banco, cuando decía ¡ay, ay, mis hijos!, pa que no digas más ay, con la puntera metálica, en toa la boca, Tachuela, sin dientes lo dejó, total, para qué los quería si ya estaba listo y sin papeles, pues porque se follaba a mi madre el hijoputa, le dije a la pasma cuando me trincó, y le quería cobrar los polvos al mu cabrón, qué coño, yo soy como el chulo, si folla que pague y si no tiene dinero, que pague el banco, coño, que se la follaba en el banco, oye, encima de la mesa del apoderao, que la suya no quería que se manchara el mu cabrón, pues el poli se creía que le iba a salir redonda la cosa, entramos, tres botes de humo y tos con el culo abierto, ¿no te joe?, no conocían a Malamadre, entrar, entrar, que jugamos a la pelota con las cabezas de los rehenes y mañana juegan con las vuestras en venganza, cabrones, les grité, ¿recuerdas, Tachuela?, acojonaos se quedaron, y lo pusieron de puta madre en la tele, ¿eh?, me lo decía Releches, pero lo de los rehenes fue la repera y lo pensé yo solo, fue en la barbería, sí, me dio la idea el Quitamoños…

Las cámaras del circuito cerrado nos permitían hacer un seguimiento exhaustivo de los amotinados. La sala donde estábamos se llenó de policías, mirando los monitores, hablando por teléfono, buscando cosas en los ordenadores, y Gerardo Niebla dando órdenes. Los antidisturbios rodearon la prisión, alerta azul, había dicho Niebla, que nos pidió a José Utrilla y a mí que nos marchásemos de la sala, pero no de la prisión. «Les ruego que estén localizables, en la zona de seguridad, por favor, necesitaremos su ayuda». No hubo manera de localizar a la mujer de Juan hasta bien entrada la tarde. El teléfono de Santander estaba dado de baja. La Guardia Civil localizó al padre de Juan en la aldea en que vivía, pero tampoco sabía la dirección ni si tenía teléfono en Sevilla, aún no se los había comunicado. Lo mismo lo sabía la madre de Elena, que vivía en Laredo. Quisieron saber qué pasaba, pero le dijimos a la Guardia Civil que no comentara nada, solo que se tenía que incorporar dos días después y que lo queríamos avisar. Mandamos buscar a Elena. «Si no le importa, Armando, atiéndala usted, no me gusta dar malas noticias, y yo ni siquiera conocía al chaval», me rogó José Utrilla. Preciosa la chica. Rubia, alta, con unos maravillosos ojos verdes y una dulzura extraordinaria en el rostro. «¿Qué le ha pasado a Juan, por Dios?». «Tranquila —le dije—. No le pasa nada grave. Ahora ya no. Está bien. ¿Quieres un café?». Lloraba. «Necesito hablar con él», reclamaba ansiosa, y yo le tomé la mano, «imposible, mi niña, sería demasiado peligroso para él, y tú no querrás ponerlo en un aprieto, ¿verdad? Juan ya es para ellos de los suyos, no corre peligro. Si fracasa la negociación, los geos lo rescatarán sin problemas, son una banda de desalmados, pero no tienen armas. Tranquila, que sabemos lo que hacemos». Una asistenta social se la llevó. Del Ministerio de Justicia llamaron: «Va para allá una funcionaria, recogerá a la esposa y la trasladará a un hotel. Se quedará con ella hasta que todo finalice». «Para que no hable con la prensa ni con nadie», afirmó después Gerardo Niebla, cuando nos pidió que le explicásemos los planos de los módulos 5 y 4.

—¿Por qué no podemos ver lo que está pasando en el módulo 4?

—Se estropeó el sistema hace tres días. Avisamos, pero contestaron que no había repuestos.

—Mierda, necesitamos poner cámaras allí, y micrófonos. ¿Lo podemos hacer a través del aire acondicionado?

—Supongo, tendrán que comprobarlo.

—¿Qué internos hay allí?

—Delincuentes poco peligrosos, de los que no salen en los periódicos. Los peces gordos están en el 3.

A Malamadre lo saludan todos con respeto. Con miedo. «Vente conmigo, Calzones, vamos a trabajar», me dice. Pincho va detrás. No me fío de él. Juega con el estilete como si fuese una extensión de su mano. ¿Cuánta carne no habrá perforado este tipo? A Malamadre le basta un gesto, una palabra: «¡Ojo!», para hacerse respetar mientras caminamos. Hemos dejado atrás la galería y la zona de servicios, y se ve el patio, ahora vacío, a través del ventanal, y policías en los tejados, apuntando con sus armas automáticas. «Pincho, necesitamos capuchas, que no nos puedan identificar esos cabrones de los tejados, ocúpate». En la frontera del módulo 4 hay varios tipos fornidos con barras de hierro. «Nadie ha salido de las celdas, Malamadre, orden de Malamadre, les dijimos, hasta que nos digas qué hacemos», dice uno con un dragón tatuado por brazo. Lo despacha con un gesto, un «espérate» que parece como si insuflara aire en este tipo malencarado que me recorre ahora de arriba abajo con la mirada mientras se frota el pecho peludo con la barra de hierro. «¿Quién está con ellos, Pincho?», pregunta volviéndose Malamadre. «Pelusa y su gente, están controlados». «¿Quiénes están controlados?». Se lo pregunto y se ríe, se ríe a carcajadas, dándose golpes en los muslos. «Calzones, no entiendes nada, ¿verdad?». La galería del módulo 4 no se parece a la que hemos dejado atrás. Allí había bullicio, en esta el silencio sobrecoge. Silencio blando, muy blando, en el que la voz de Malamadre se hunde como si estuviera hecho de manteca.

—¿Cómo están, Pelusa?

—¿Cómo van a estar, Malamadre?, acojonados.

—¿Cuántos son?

—Tres.

—¿Qué les has dicho?

—Que esperaran la llegada de la autoridad, como el Tejero.

—Yo no soy Tejero, joputa, ni me compares con los del tricornio, coño. Calzones, ¿no querías saber quiénes eran los rehenes?

—¿Quiénes son?

—Ahora lo vas a ver. Abre la puerta, Pelusa.

Salieron del módulo 5 y se dirigieron al 4. Les perdimos la pista cuando entraron en él. «No sé lo que está tramando Malamadre, Fermín, pero no me gusta nada». A Elena se la había llevado la funcionaría. En la enfermería le dieron una caja de sedantes. «Dos pastillas cada ocho horas», le recetó el médico. Se fue llorando. No podía entender que lo hubiéramos dejado solo en la celda. Se lo expliqué todo: «No podíamos hacer nada, no se podía mover, Elena, compréndelo, nos hubiesen cogido a todos», y replicó furiosa, casi histérica: «¡Vaya compañeros tiene, ni compañeros ni nada, sois una pandilla de cobardes! Él no os hubiese dejado tirados, Juan no es así, nunca dejó abandonado a nadie». No, Elena, lo que no somos es suicidas, iba a decirle, pero callé, a veces es mejor callar, ¿entienden?, porque no valen razones cuando se teme por alguien que se ama. La noticia del motín había llegado a las radios. Nos lo sopló Germán: «Fuera ya hay periodistas y fotógrafos, y alguna cámara de televisión». «No tardarán en llegar los familiares», pensé, por eso los antidisturbios acordonaron la zona y no dejaban pasar a nadie. Donde estábamos había mucha actividad. Geos que iban y venían presurosos, armados hasta los dientes. «Esto va a tardar muy poco en desencadenarse», estaba seguro, ustedes mismos lo hubiesen interpretado así, porque se los veía tensos, ¿saben?

—Sin rehenes están perdidos, Fermín.

—Me extraña que Malamadre no tenga rehenes, jefe.

—Eso es lo que me desconcierta. Pero en el módulo 4 no hay nadie importante.

—No, los hay en el 3, pero en el 4 no. Por cierto, ¿han empezado ya las obras en el módulo 3?

—¿Qué obras, Fermín?

—Recuerde, iban a reforzar la seguridad de cuatro celdas.

—¿Y adónde iban a trasladar a los internos de esas celdas?

—No lo sé.

—Pregúntalo.

Lo preguntó y, qué quieren que les diga, hubiese preferido no escuchar la respuesta. Estaba previsto que se iniciaran las obras ese mismo día, hubo que suspenderlas, claro, pero la noche anterior ya se habían trasladado seis reclusos. Al módulo 4. Ya saben quiénes fueron tres de ellos. Malamadre sí tenía rehenes y maldita la gracia que hizo en el Ministerio cuando se supieron sus identidades. Hasta el ministro llamó al director y le preguntó cómo podía haber ocurrido eso. «Eso» estaba en la portada de todos los informativos de radio y televisión en la edición de la noche.

… No te joe, Tachuela, lo que me dijo el niñato más joven, el cabrón, cuidao con lo que haces que sabemos aónde está tu familia, un cojón sabían, si no lo sé ni yo, la Patri se lió con un gitano portugués, la mu puta, Tachuela, y se fue con los niños, cinco años ya sin verlos, como la coja la rajo empezando por su coño, lo juro por mis cojones, sin mis niños, cinco años, y el niñato ese que sabía aónde vivía mi familia, métete la lengua en el culo, so mierda, le dije, ¿te acuerdas?, o a lo mejor te la meto yo y te coso la boca con alambre, cobarde de mierda, que nunca habéis tenío cajones, las manos en alto cuando la pasma os descubrió, que lo sé yo, yo nunca puse las manos en alto, qué coño en alto, joé, la pipa en la mano y si me quieren detener que vengan, coño, a Malamadre o lo cogen por sorpresa, que me cogieron por sorpresa, Tachuela, o muere con los cojones bien puestos, no como tú, cagao, que eres un cagao, le dije, y a partir de ahora más giñao vas a estar, cuando te presente al Releches, aquí un amigo, Releches, cuídalo bien, le dije, no te rías, Tachuela, que sé lo que piensas, lo que dijo Releches, ¿verdá que sí?, mira, niño, que yo no necesito armas, yo mato con mi polla, tío, con el nabo, jajajá, Tachuela, qué arte, y el tío pegaba el culo a la pared y la cara del Juan, ¿tú viste la cara del Juan?, qué te parece, Calzones, anda, dime, le pregunté, y Juan decía, mu fuerte, Malamadre, mu fuerte, eso fuera no va a gustar na, pues claro que no va a gustar, qué coño, cabrones, pero cómo iba a hacer un motín sin rehenes, y tenían que ser de los que escuecen, que lo había leído un día en el periódico, se aceptan las condiciones que pusieron para abandonar la huelga de hambre, coño, que se lo escupí al Quitamoños, Tachuela, nosotros hacemos la huelga de hambre y nos dejan morir, joputas, somos peores que las ratas pa ellos, pero a los tipos esos lo que quieran, pues os joímos vivos, coño, que dejen de comer si quieren, menos esfuerzo para los sepultureros, le dije, niñato de mierda, que aquí no está la ley de la pasma, gilipollas, sino la ley de Malamadre, y te metes en el culo la lengua, así que no me joas con lo de mi familia, ¿vale, tío?, cinco años ya sin ver a los críos, Tachuela, a la Patri la rajo na más que la vea, y al gitano portugués, mi amigo decía que era, joputa, y se la estaba tirando ya, seguro, la Patri estaba buena, ¿verdá, Tachuela?, qué tetas y qué bien follaba, carajo…

Los tres están sentados en el camastro. Pelusa se encarga de que se estén quietos, «prohibido moverse». El más joven está muy tenso. Me recuerda a mi hermano Miguel. Parece poca cosa, como él, pero tiene orgullo y no se deja avasallar. Papá lo quería meter en vereda y nunca pudo. Hasta que se fue. Casi dos años ya. «Oye, Juan, que soy Miguel. Estoy bien. Me vine a Argentina», me dijo por teléfono aquel día, un par de meses después de irse, una semana antes de su cumpleaños. Veintiún años cumplía. Me recuerda a Miguel este chico. Los otros parecen más serenos, pero a él, sentado casi en el borde del jergón, se le ve vehemente, tratando a duras penas de contenerse. «Métete la lengua en el culo, mierda», le dice Malamadre, aparte de otras groserías, y veo cómo se le tensan los músculos, cómo susurra algo que no logro entender. Solo lo han comprendido sus compañeros. Una mueca que aspira a sonrisa surge en los labios de uno de ellos. Es el más alto y corpulento. Lleva un pendiente en la oreja, igual que Malamadre. Somos siete en la celda y el ambiente se está volviendo irrespirable. No sé aún qué importancia tienen estos tipos para Malamadre. Parecen atracadores de gasolineras, a lo más alguna navaja en la garganta de la víctima, nada que pueda detener a la policía. Muy poca cosa. «Con vosotros vamos a ganar tiempo, ¿sabéis, cabrones?, no os vamos a hacer nada si no nos obligáis, pero sois nuestros presos, es decir, que estáis dos veces condenados, ¿vale?, haced lo que se os diga, chitón la boca y no me vengáis con la mierda de los derechos humanos que en el trullo ni hay derechos ni somos humanos, mierda somos todos». Asisten impávidos al discurso de Malamadre. Solo el rubio, que ahora se ha levantado, se atreve a hablar. «Queremos que nos garanti…». No le da tiempo a más. Pincho lo coge por el hombro y lo obliga a sentarse. «Solo cuando te pregunten, cabrón; mientras, ya te lo ha dicho Malamadre, chitón». Se vienen con nosotros. Así lo ha ordenado Malamadre. No se fía de tenerlos al final del módulo 4, «muy cerca del 3 —afirma—. Tú te ocuparás de ellos, Calzones, tuya es la responsabilidad». Como me ve poca sangre pone a Releches de lugarteniente. Trato de excusarme pero no me deja. Solo ha tenido que mirarme para dejar claro que no admitirá que se le contradiga. Si me viera Elena (ya lo sabrá, seguro), alucinaría. Entré de funcionario, luego me convertí en recluso y ahora soy la mano derecha del hijo de puta más sanguinario de la cárcel. «Tú sirves para mandar —me lisonjea Elena a menudo—, solo que siempre has preferido obedecer, pero tú algún día darás las órdenes». Cosas de la vida. Ahora voy a mandar, pero en la cloaca del mundo, una especie de jefe de las ratas. Me gustaría estar ahora con ella, en el sofá, viendo alguna película y acariciando su barriga. «Ha dado una patada», le diría. «Tonto, todavía no da patadas, serán las tripas», y su risa llenaría la habitación y como casi siempre acabaríamos haciendo el amor, allí, sí, en la alfombra que nos trajimos del pueblo, la que está junto a la chimenea, sintiendo arder nuestros sexos.

—¿Quiénes son estos tipos, Malamadre?

—¿Toavía no lo has adivinao, Calzones?

—Parecen carne de cárcel, como yo mismo, nada importante.

—Fuera no pensarán igual, seguro que no.

—Pero ¿qué tienen de especial, coño?

Malamadre le pide al rubio que se quite la camiseta. Allá en el hombro, un hombro ancho y duro, el tatuaje parece cobrar vida con las contracciones de la tensión.

—¿Qué piensas, Calzones?

—Muy fuerte esto, mucho, Malamadre, esto no va a gustar nada ahí fuera, seguro.

—Y tanto, cabroncete, ya te lo dije, mejor que el Armando, el Putavieja o el Miura.

—¿Y ahora?

—Vamos a enseñarles nuestras cartas a la pasma.

—Solo tenemos un trío, ¿lo vamos a jugar al descubierto?

—Apuesta fuerte que ganamos, coño, Calzones, que se ve que nunca jugaste al póquer de la cárcel, aquí nadie va de farol si antes no le ha visto las cartas al otro, y yo ya se las he quincao, no tienen na, a partir de ahora solo miedo, ¿o no, Calzones?

Pelusa abre la puerta y les manda salir. Al llegar a mi altura, el rubio me acerca el hombro tatuado a la cara y en voz muy baja me dice: «Ten cuidado con su veneno». Más vale que lo tenga. No me gustan las serpientes.