Diez

—¡DOOLITTLE, AYÚDAME!

—Cálmate —gritó Doolittle por su micro—, te tengo a la vista —el girante astrónomo estaba al fin a la vista.

Requirió otro chorro del paquete de propulsión. No se estaba acercando tan rápido como le hubiera gustado, pero alcanzaría a Talby con suficiente tiempo para volver a la nave. Naturalmente que así lo haría. Talby había simplemente empezado la marcha antes que él, eso era todo.

—Relájate. Talby…, ya voy.

Pinback miró a Boiler.

—¿Qué debería hacer yo? ¿Cómo la descolgamos?

—Tú eres el hablador; haz algo; ¡dile algo…, cualquier cosa!

Pinback hizo sonar los dedos, y habló dubitativamente.

—¡Uf!, déjalo ya, bomba.

—En el principio —entonó la bomba— había la oscuridad, y la oscuridad estaba sin forma y vacía.

Boiler se quitó los auriculares lentamente, mirando a los ceros. No habló.

—Ah, ¿hola bomba? —musitó Pinback.

—¿De qué demonios está hablando? —masculló Boiler.

Pinback sacudió la cabeza inciertamente.

—No sé, hombre… No sé.

—Y en la oscuridad —siguió la bomba inexorablemente— estaba yo. Y yo me puse de cara a la oscuridad. Yo vi que estaba solo, y esto no era bueno. Y yo me determiné a cambiar esto.

Pinback se quitó los auriculares, como lo había hecho Boiler, y levantó los ojos a los ceros, y su mente corrió adelante, delante de lo inevitable.

—Oh, Dios mío —gimió. Y la bomba dijo:

—¡Hágase la luz!

Afortunadamente, Doolittle estaba de espaldas al repentino e increíblemente intenso fulgor de luz que surgió detrás de él. Era todavía lo suficiente brillante para cegarle.

La onda expansiva de la explosión, escupiendo aire y moléculas en todas direcciones, le envió volteando y retorciéndose locamente, y envolvió el universo en un caleidoscopio de colores chillantes y vertiginosas formas. Doolittle gritó dentro de su casco.

El eco de su aullido le volvió. No, no, no un eco. Era Talby, en algún lugar, gritando también. Luego el grito desapareció y sólo extraños ruidos sonaban en el altavoz de su traje.

Todavía daba vueltas, pero su visión estaba volviendo. Pestañeó las manchas de sus ojos y se las arregló para controlarse otra vez. Un par de toques en el paquete de propulsión y se puso derecho, encarándose con el universo en posición de firmes.

—Doolittle —sintió una inestable vibración dentro de su casco—. Doolittle… ¿dónde estás? —era Talby. Tenía que ser Talby. Se encontró a sí mismo dando vueltas todavía ligeramente, pero no trató de corregirlo.

—Estoy aquí —replicó, parte de él todavía sin funcionar, desconocedor de la incongruencia de sus palabras—, y estoy dando vueltas.

Formas irregulares empezaron a moverse en su vista, de la misma forma y volteando en el universo. Trozos y pedazos de plásticos, y metal, y cerámica. Trozos y pedazos de su nave, el Dark Star. Quizá trozos y pedazos de sus amigos Boiler y Pinback, también: pero no le importaba mucho pensar en eso ahora.

Era improbable. De todos los componentes del Dark Star, seguramente el más débil era la carne humana.

Mejor concentrarse en encontrar a Talby. Se volvió y se torció dentro del traje, pero no pudo localizar la mancha de color del traje del astrónomo. No se hallaba en la sección del cielo donde había estado antes.

Por supuesto, recordó Doolittle, él ya no estaba en la sección de cielo donde había estado anteriormente. La destrucción del Dark Star había cambiado totalmente la configuración de este rincón de la galaxia.

—No le puedo ver ya, Talby. ¿Te puedes localizar a ti mismo? ¿Me puedes ver?

—No —sintió la voz tan cerca que le sorprendió—. Me estoy alejando del planeta, creo, ¿y tú?

—Me parece que estoy cayendo hacia él —le dijo Doolittle después de una rápida comprobación de su noción relativa al coloreado globo que veía bajo él.

—¿Qué pasó, Doolittle? —ahora una débil crepitación empezó a apreciarse en las palabras de Talby. Debían estar separándose muy deprisa.

Se asombró de lo calmadamente que respondió, cuan fácil las palabras salieron.

—Después de todo, la bomba debe haber explotado dentro de la nave.

—¿Qué? ¿Dices que la nave estalló?

Pero Doolittle no repitió. Miró abajo y a la derecha. La nave debería haber estado allí. No estaba. No estaba en ningún lugar, nunca más lo estaría.

—Curioso —murmuró, hablando en voz alta—, pensé que tenía a la maldita bomba convencida. Me pregunto qué sería lo que fue mal.

—¡Doolittle!

Él pestañeó.

—Sí. Talby, la nave voló. La última bomba detonó dentro.

—¿Boiler y Pinback?

—Estaban a bordo cuando pasó, Talby. Están muertos. Están muertos y la nave también.

Hubo una considerable pausa antes de que el astrónomo replicase tranquilamente:

—Entonces nosotros estamos muertos también.

—Sí —tuvo un pensamiento—. Quizá podamos mantener nuestra compañía. Al menos sigue hablando —probó los controles de su paquete de propulsión. Nada pasó.

—¡Hey, mi paquete de propulsión está roto! Vaya, hombre… cuando los santos te dan la espalda.

Otro gran pedazo de los desechos vino rodando lentamente hacia él, girando sólo ligeramente. Creyendo que era otro pedazo de la corteza roto, apenas le dirigió una mirada. Luego lo observó según se acercaba y lo reconoció.

Se estaba moviendo pasándole ligeramente por encima, allí fuera, en el abierto espacio. Una forma blonda con un hombre helado en el centro. Helado en hielo químico que con la frialdad del espacio haría que no se derritiese.

—¡Hey, parece el brincador! —dijo.

—¿Qué es eso? —preguntó Talby.

—El saltador. Ha salido de la nave en una pieza. El comandante Powell lo hizo.

El bloque siguió navegando pasando a Doolittle; éste creyó oír —era su imaginación, naturalmente— un gemido increíblemente débil y confuso según se perdía en la oscuridad.

—Hombres, hombres… ¿Qué pasó, hombres?

Imaginación. A menos que el casi muerto comandante hubiera desarrollado insospechadas habilidades en su estado de helada suspensión. Siguió con la vista el casi transparente bloque hasta que se desvaneció completamente en el campo de estrellas.

¿Qué podría hacer alguna mente extraña inteligente exploradora con el saltador? Para él que se quedaría helado, completamente, hasta que se precipitara en un sol o cayera bajo el campo de gravedad de algún planeta.

Sí, el saltador siempre tuvo suerte.

Ahora eso no tenía mucho sentido…, pero no se estaba él sintiendo muy racional ahora mismo. Ponderó sus opciones.

Podía esperar hasta que el suministro de aire se acabara. Rápidamente, en un soplo, él se ahogaría en el vacío. O si lo ajustaba un poco, midiendo las últimas migajas, podía caer en un apacible y sin dolor sueño, del que nunca despertaría.

La primera opción era decididamente menos apetecible, pero, sorprendentemente, la forma más fácil, y no le atraía mucho tampoco. Había algo que echaba de menos: una cierta nobleza de muerte que Doolittle súbitamente sintió, que él, como complemento del Dark Star, merecía.

No te apresures, Doolittle, le dijo una pequeña voz. Después de todo, cuando la única cosa que le quedaba en su vida era el decidir de qué manera morir, valía la pena alguna consideración seria, valía la pena hacerlo bien.

Pero la única otra posibilidad que él podía pensar era romper el precinto de su traje y dejar que la falta de aire del espacio entrara. Eso sería más rápido que dejar que el aire se acabara, pero probablemente casi tan doloroso.

Pero si pudiera quitarse el casco podría tener unos cuantos segundos de consciencia. Unos segundos expuesto al elemental espacio, que ningún hombre había experimentado. Sería un logro final, un escalofrío.

Había sido parte de ese espacio hacía ahora veinte años, y sería bonito morir como parte de él también, con todas las barreras desaparecidas entre los dos.

Pero… estaba el dolor.

Siendo más joven Doolittle casi se había ahogado con el hueso de un pavo. El recuerdo de esa espantosa experiencia le acompañó toda su vida. El pensamiento de ahogarse otra vez, y no poder hacer nada por ello era una emoción imposible de vencer. No, el quitarse el casco quedó desechado. Seguramente seguiría la forma tranquila, colocando el flujo de aire al mínimo y dejar que cayese en un tranquilo sueño.

Pero espera un minuto. ¿Y Talby qué? ¿Qué era lo que Talby iba a hacer? Debían discutirlo. Al menos podían morir como un equipo.

Miró detrás de él otra vez. Sí, la explosión le había definitivamente arrojado en una caída en curva y se estaba acercando al planeta bajo él.

El color rojizo era más pronunciado ahora, como un Marte superintenso. Echó de menos el marrón y el azul y se vio sorprendido con las lágrimas que se le estaban formando en sus ojos. Él pensaba que sólo se tenían esas emociones bajo control. Y todas las veces debido a un ataque de nostalgia…

Esto era ridículo. Cuando dejase entrar el aire exterior, el frío helaría las lágrimas en sus mejillas. Ésa no era forma de morir. Había un pequeño y vital aparato en el casco que posibilitaba a un hombre rascarse la cara. Lo uso para restregarse las lágrimas.

—Estoy yendo derecho hacia el mayor continente —dijo, como si no hubiera habido interrupción en su conversación. Esto apartó de su mente los pensamientos lacrimosos, al menos durante unos minutos—. Sí, recuerdo los informes preliminares. Bien, es una atmósfera bastante sustancial. No respirable, pero buena y espesa.

—Cuando caigas —comentó Talby—, deberías empezar a arder —y añadió, más reverentemente—: Qué herniosa forma de morir, como una estrella fugaz.

¡Doolittle no había pensado ni siquiera en eso! Se irguió algo, tanto como le fuera posible a un hombre que iba a morir.

—Sí, eso sería bonito —su cuerpo se reduciría a sus básicos componentes, esmerado y limpio. Ceniza a la ceniza, polvo al polvo. No habría un esqueleto girando sórdidamente en el espacio del que un sardónico cosmos se mofase.

Y entonces le vino a él, que ni siquiera estaba pensando sobre ello, simplemente dejando sus pensamientos flotar, y allí estaba, mostrando en letras mayúsculas dentro de su cerebro.

—¡Hey, Talby! ¡Talby!

—¿Qué es ello? ¿Qué pasa, Doolittle?

La cara de Doolittle se ensanchó, sonrisa rabelaisiana:

—Adivina, Talby… ¡recuerdo mi nombre! ¡Recuerdo mi primer nombre!

—Eso es grandioso, Doolittle. Ojalá pudiera yo recordar el mío. Parece que siempre he sido Talby. Tienes… tienes suerte. Doolittle.

Eso era, él tenía suerte. Iba a morir con suerte.

—Eh, Doolittle.

—¿Sí, Talby?

—¿Cuál es? ¿Cuál es tu primer nombre?

—Edward. Edward Vincent. Edward Vincent Doolittle —suspiró y se sintió completamente feliz—. ¿No es fenomenal?

—Es un nombre precioso, Doolittle… Ed. —Estuvieron callados largo rato, varias horas, de hecho. Doolittle fue durmiéndose poco a poco. El sonido de grandes y distantes olas estaba en sus oídos, el grito de curiosas gaviotas arriba, sorprendido de estar durmiendo sobre la barriga en la cálida arena, cuando la voz de Talby salió por el altavoz y le despertó.

—Doolittle, me estoy moviendo rápidamente. Doolittle, y… hay algo más aquí conmigo. Está detrás de mí, todavía distante, pero acercándose rápidamente. Algo que brilla —otra pausa; y más tarde, esto—: Son muchas cosas reunidas. Doolittle. No puedo describirlo… un resplandor, radiación, luz interna… ¡Pero cómo brillan, Doolittle! ¡Creo que podían ser los Phoenix, Doolittle!

Doolittle se despertó y masculló:

—¿Phoenix? —trató de volverse, pero no conseguía localizar el resplandor que Talby estaba describiendo.

Eso era extraño. Pensó que había cubierto todas las secciones del cielo: pero no había ninguna masa de resplandecientes «cosas» en el exterior. De acuerdo con la descripción de Talby, deberían haber dominado los cielos, si es que estaban realmente allí, eso es.

Sólo que no parecía importarle ahora. Nada parecía importarle. Edward Vincent Doolittle… ¡qué melódico! Melódico no. ¡Sinfónico! Lo oyó en su órgano: tocó variaciones sobre ello: amontonó fuga sobre fuga: hizo scherzos de Edwards y adagios de Vincents, y grandiosos, fortísimos Doolittles.

¿Qué es lo que hay en un nombre? Todo. ¿Qué es un nombre sino una medida de sílabas?

Si Talby vio su Phoenix, bien, se alegraba por Talby. También le molestó que él no pudiera verlos todavía. Le había molestado siempre que Talby pareciera ser capaz de ver tantas cosas que nadie más podía ver.

Pero le gustaba el astrónomo a pesar de eso. La voy de Talby cortó sus pensamientos.

—¡Es…, tiene que ser, Doolittle! ¡El Phoenix!

—Eso está bien —concedió Doolittle alentadoramente. Quería que Talby viese su Phoenix. ¿Y quién era el para decir que no estaba allí, traído… especialmente para Talby por sus amigas las estrellas?

Talby los vio, de acuerdo. Las bebió. Eran tan brillantes que la intensidad debería haber herido sus ojos, pero de alguna manera no fue así. Parecía haber un modelo, una forma asteroidal.

Pero eso era totalmente imposible. ¿No eran ellos puramente un fenómeno natural? ¿No eran ellos así?

Y aun así parecía, según iba flotando él más cerca, que el modelo tomaba un perfil definido, formando claramente planes establecidos y conexiones aquí, lados y paredes allí, todos brillando juntos en un cónclave barroco astronómico de gravedad, y luz, y color, y… algo más.

Trató de concentrarse sobre el más cercano elemento del Phoenix, pero aquí la luz era suficientemente fuerte para derrotarle. Aun cuando estaba seguro de que le había echado una mirada, y que el objeto en el centro de esa increíblemente intensa luminaria era algo más que una mera roca.

¿Qué más podía ser lo que él no pudiese poner un nombre? ¿O era simplemente que en los últimos estadios de la vida él veía lo que quería ver en vez de lo que realmente era? Un peculiar cosquilleo corrió a lo largo de sus nervios y sintió una pulsación en su sien. Se sintió como un hombre temblando en el abismo de una gran revelación.

—Me… dirijo a ellos —musitó por sus auriculares—. Me dirijo hacia ellos, Doolittle.

Tenía que ser juicioso y cerrar los ojos, él lo sabía. La radiación que seguramente debía salir de los Phoenix quemaría sin ninguna duda sus retinas para siempre, a pesar de la gran protección de la placa facial de su casco.

Pero ¿qué importaba eso? Estaría muerto dentro de una hora de todas maneras. Y no había ningún dolor, ningún dolor en absoluto. Sólo esa sensación expectante.

Había una última cosa que él tenía que hacer.

—¿Doolittle?

—Sí, Talby —llegó la voy cada vez más lejana y distorsionada por la estática de Doolittle.

—Antes de que nos separemos demasiado y nuestras señales se vayan, sólo quiero decirte que… tú eras mi favorito. De verdad me gustas, Doolittle.

Doolittle consideró esto. Su atención estaba fija sobre el mundo bajo él.

—También me gustabas, de verdad, Talby.

Algo flotó pasando delante de su placa facial. Pestañeó, y forzó su callada mente de vuelta a una semejanza de percepción.

—¡Hey, hay más desechos de la nave pasando, Talby! —varios pedazos de la pared del pasillo flotaban perezosamente delante de él—. Aquí están, a mi lado.

—Voy hacia ellos —llegó el recesivo tono de Talby.

Y entonces el astrónomo miró abajo y vio algo que le maravilló, maravillándose también de que pudiera todavía ver. El rojo mundo parecía retirarse cada vez más rápidamente que antes.

—Hey, Doolittle. Me están llevando consigo, Doolittle. Me estoy yendo con ellas. Voy a circundar el universo. Eh, ¿qué me dices a eso?

Luego se miró el brazo. Pequeñas motas de luz como curiosos insectos danzaban alrededor de la manga, y el brillante material del traje estaba brillando cada vez más resplandecientemente, hasta que le dolió el mirarse su propio brazo.

Miró más lejos, abajo a su pierna derecha, y vio que estaba empezando a brillar como un firmamento en miniatura de lámparas incandescentes. Y algo, algo le estaba pasando a su cuerpo. Algo sin dolor y extraño, un cambio extraño y hermoso.

—Estoy con ellos ahora. Doolittle —le llamó—. Volveré por aquí algún día —luego el cambio fue completo, y cayó en el abismo de la revelación, y lo supo.

—Doolittle, es maravilloso… Antes de que sea demasiado tarde, quiero decírtelo. Sé lo que son los Phoenix ahora, Doolittle, y quiero decirte… que es…

Edward Vincent Doolittle observó los fragmentos del Dark Star que le pasaban como un desfile, volteando lentamente.

¿Qué había dicho Talby allí al final, antes que las señales de sus radios se desvanecieran para siempre? No recordaba.

Pero había sido algo bueno, él sabía eso. Pobre Talby, pobre grande, ido con suerte Talby. Fuera de las cenizas del Dark Star, al menos uno había renacido.

Y él, él tenía su nombre otra vez. Ojeó los despojos y su mirada se fijó sobre uno en particular, una pieza especial. Y quizá algo más.

Una lenta sonrisa empezó a cruzar su cara. Una rápida mirada en el panel de instrumentos en miniatura dentro de la placa facial mostró la presión fuera: ligera, pero aumentando poco a poco. Él estaba en los bordes exteriores de la atmósfera y cayendo rápidamente.

Sería muy pronto, pero todavía podía tener tiempo.

—Talby —llamó, desconocedor de que el astrónomo estaba completamente fuera de alcance. Aun si hubiera estado dentro de su alcance, el presente Talby no podría haberle oído. Pero él, no obstante llamó—: ¡Hey. Talby!

La escalera pasaría muy cerca, la escalera metálica que una vez le condujera de un nivel a otro del Dark Star. Pasaría demasiado lejos…, no. Se extendió y puso una mano sobre ella, la atrajo hacia sí.

Una larga sección de la escalera de la nave, derecha y no rota, se mantuvo estable según ambos se dirigían al planeta juntos.

—¡Tengo un montón de hojalata, Talby, y… creo que me he inventado una manera!

Él hubiera estado sentado en el agua por horas ahora. Horas. Era por la tarde y nublado y el viento empezaba a ponerse malo de verdad. Pero los turistas hacía tiempo que se habían ido, e incluso los regulares se habían llevado sus tableros, los habían atado a sus coches y lo habían llamado un día.

Pero el último minuto antes de la caída del sol la bola roja se había deslizado bajo las nubes y ahora explotaba sobre las montañas en un último y caluroso reventón de afecto.

Él sabía que estaba allí fuera. Tenía que ser paciente, eso era todo, y encontrar los vastos espacios abiertos en sus propios términos. Aun así te podían jugar en falso todo el día, todo el mes, todo el año, eternamente… Pero finalmente, si eras paciente y jugabas limpio con ellos y esperabas tu ocasión, ellos cederían.

Y entonces lo vio —lo sintió más bien—. Un rizo sobre el horizonte viniendo hacia él rápidamente y fuerte, y vio que había hecho bien en esperar, esperar mientras los otros renunciaban y se iban.

Había tenido razón al salir afuera lejos, más lejos que cualquiera de ellos, más lejos de donde las olas rompían, y luego estaba encorvándose como la espalda de una ballena gris, deslizándose fuera del océano hacia él, alargándose desde el punto hasta el final de la tierra. Era un poco más ancha en la cresta ahora, como si se levantara por detrás de él, pero no iba a romperse tempranamente. Iba a ser una buena ola, una gran ola.

Una ola perfecta.

Se puso de rodillas sobre el tablero y se dobló hacia delante, y entonces, justo en el momento preciso, se agarró furiosamente al agua. Estaba en tan buena posición que tuvo que impulsarse sólo una vez. Entonces se sintió a sí mismo levantado hacia arriba, en la palma de un gran verde-gris-negro Dios.

Arriba y entonces se puso de pie, las rodillas dobladas, brazos extendidos para el equilibrio, deslizándose por la cresta, oyendo la tronadora pared detrás de él, oyendo el chillido del aire según el rizo —grande como un túnel submarino, eso era— le llevaba y le colocaba bajo la rugiente espuma.

Se abrazó a sí mismo fuertemente contra ello pura que el viento soplando de esa caverna no le tirase del tablero, de pie a pesar del hecho de que le gritase y despedazase, una fricción generando un calor que él casi pudo sentir a través de su mojado vestido. Un carboneo, furioso calor que surgía según doblaba sus rodillas y se deslizaba por la atmósfera.

Empezando a brillar…, viendo la escalera empezando a brillar bajo sus pies y su traje también, en lugar del agua tornándose de un rojo cereza, y la ola de aire estaba sobre él, sofocándole, rompiéndole. Pero no le derribó, aun cuando vio que no iba a conseguirlo, no iba a salir del rizo.

Y finalmente, cuando su placa facial se resquebrajó por el calor, su sonrisa no lo hizo porque la ola estaba levantándole hacia arriba, hacia el cielo azul, hacia el planeta, arriba y abajo sobre la oscuridad moteada de estrellas.

Barrido…