SE DESLIZÓ HACIA LA PUERTA. La sala de música era una sección subdividida de la cámara común de recreo, vallada para su propio uso. Cerrando la puerta iras él, se volvió mirando reverentemente al órgano.
Usando casi todos los trozos de madera formados con anterioridad y todo lo que él pudiese generar a partir del aparato fabricador de cristal, había hecho el instrumento enteramente a mano en la tienda de artes manuales y aficiones de la nave.
A partir de lo que él pudo crear de eso, y de material canibalizado de varios instrumentos musicales —provistos por los sesudos psicometristas—. Había producido algo que parecía una mezcla entre algo como una carretilla de mano de vendedor de especias, un piano vertical y el telar de una tejedora.
Docenas de botellas y campanas y pedazos de madera estaba suspendidas de un alto mueble de madera, una especie de estantería. Todos estaban conectados por una disparatada telaraña de cuerdas y alambres a un teclado central.
Sentado mansamente en la silla, tomó un mazo y probó varias botellas para ver el sonido. Las primeras estaban bien, pero finalmente golpeó una que devolvió un inconsistente gong hueco. Esa misma maldita jarra de medio litro, que no estaba nunca afinada.
Un jarro de agua estaba a un lado. La mitad del agua se había evaporado desde la última vez que él estuvo aquí tocando. ¿Había pasado tanto tiempo? Ah, bien, nada se había perdido. El agua era reciclada constantemente por la nave, de la respiración normal, excreción y jugos estancados.
Cogiendo el mazo, golpeó el medio litro otra vez, echó un poco más de agua y lo golpeó de nuevo. Más agua, otro golpecito, y una última pizca de agua lo pondría a tono.
Algún día acabaría el órgano y lo afinaría convenientemente. Algún día. Afinar un órgano era, después de todo, una tarea considerable. Pero ahora estaba tan listo como él podía. Levantó sus manos dramáticamente sobre el teclado, las bajó.
Aquí, en el aislado rincón del Dark Star, era el único lugar donde él creaba; el único lugar donde podía y deseaba producir y no destruir; el único sitio que le hacía recordar su hogar. Éste era su templo, su equivalente a la cúpula de Talby, las paredes llenas de fotos de Boiler, los tebeos de Pinback.
Probablemente era todo agua. La azul corriente agua —bajo él, sobre él, detrás de él—. La amistosa y familiar agua levantándole, arriba, arriba, y luego deslizándose abajo por el verde frontal de cristal. Siempre la azul-azul-verde agua.
Sus manos se movían libremente sobre las teclas soltando el final de la fluida tocata de Widor «Concierto Sexto de Órgano», una pieza de música a la vez tan ligera y poderosa como el más profundo oleaje de los océanos. Se levantaba alrededor de él, sumergiendo la pequeña estancia en sonido y luego en humedad absoluta y deslizante.
Tocó más alto, más rápido ahora, conduciendo la estructura frugal a su espumosa coda —el edificio musical a un crescendo, una vibración amontonándose sobre otra con el pisar continuo sobre los pedales de los bajos—. Sus dedos de los pies apretaban y se hicieron uno con el suave y bien encerado pedal según él se deslizaba por el frente del tirante, suave vestido de vinilo y agitado crescendo que moría lentamente detrás de él… Pestañeó.
La música había sido hecha. La carrera había acabado. Se hallaba renacido, refrescado, limpio y entero otra vez. Uno con el universo.
Dudó, tocó una tecla torpemente colocada. En algún lugar dentro de la débil confusión un mazo o un destornillador se movían para golpear una jarra parcialmente llena con agua. Hizo un sordo, sólo vagamente sonido musical.
Se sonrió. Ante los otros nunca había sonreído, pero pudo sonreírse a sí mismo aquí. No importaba que el órgano tocase otras notas diferentes a las que él había oído. Había tocado la partitura totalmente correcta, las teclas —las cuidadosamente enceradas, pulidas a mano, delicadamente manipuladas teclas— y los sonidos habían sido correctos para él. Se puso, de pie y miró el órgano con placer.
Un poco del agua se había evaporado. Eso era todo. Simplemente un poco de agua.
Dejó la habitación.
¿Por qué no podían los otros comprender? Pinback, Boiler, y aun Powell. Aun Powell no había entendido nunca que él llamase órgano a lo que él veía como una colección de astillas y desechos.
Ésta era la forma de pensar de Doolittle, lo que le hizo sentirse un poco mejor, un poco más sabio que los otros. Pero ¿y sobre Talby? Frunció el ceño. Oh, Talby tampoco entendía el órgano del teniente. Su secreto estaba seguro.
¿Dónde estaba la cabeza de Talby ahora, de hecho? Doolittle miró su reloj. Probablemente arriba en la cúpula, como siempre. Doolittle giró sobre sus talones, dirigiéndose abruptamente hacia la sala de preparación de comida en lugar de volver a sus compartimentos convertidos en salas de estar.
Una vez allí marcó un desayuno mayor. No para él; para Talby. Se lo llevaría arriba al astrónomo, a Talby en su serena contemplación de los cielos, y trataría de compartir sus ideas acerca del órgano con él. De toda la tripulación, el astrónomo podía ser quien entendiese.
Hubo una corta pausa, luego nada. La computadora de comidas parecía negarse a descargar ni un simple desayuno a esta hora. Doolittle pulsó el mando de activar-petición repetidamente, hasta que la máquina descargó finalmente la comida ordenada. Luego se dirigió hacia la cúpula de observación por el pasillo de acceso.
Dudó en su camino hacia arriba. A Talby podía no gustarle ser molestado, y Doolittle pensó en abortar esta pequeña expedición, pero no lo hizo. Talby no podía gustar de compañía, pero aun así tenía que comer.
Poniendo su cabeza a través de la entreabierta portezuela, llamó suavemente:
—¿Talby?
Hubo un sonido de zumbido, y la silla giró rápidamente. Talby estaba mirando abajo hacia él, con expresión neutral.
—Aquí tienes algo de desayuno.
Le entregó la pequeña bandeja de metal al astrónomo. Talby la tomó, no dijo nada; pero hubo otro zumbido en la silla del astrónomo y ésta se deslizó hacia atrás, haciendo sitio a Doolittle en el confinado espacio de la cúpula. Era la forma de Talby de darle la bienvenida.
Había una pequeña cuña sobresaliente en la parte más lejana de la escotilla y Doolittle se apretó sobre ésta, sus pies cubriendo las dos partes de la abertura. Como un manantial, la luz inundaba la pequeña estancia desde el corredor abajo, iluminando ambas caras por debajo. Daba a Doolittle un aspecto saturnino, mientras Talby, sentado más allá, aparecía rodeado de sombras sangrientas.
El teniente miró cuidadosamente fuera de la cúpula. El universo giraba alrededor de ellos. No, no, eso era una frase de libro; y no era apropiada.
El universo estaba quieto, tranquilo, con una solemnidad bastante más impresionante que cualquier lento movimiento.
Ellos se estaban moviendo, pero aun a su suprema velocidad la galaxia era demasiado vasta para que cualquier movimiento fuera visto a simple vista. Hiperespacio era diferente, un confortante borrón. No se tenía miedo de no poder delinearlo.
Pero aquí arriba, con todo dispuesto, claro e inflexible… Doolittle no gustaba de subir a la cúpula por mucho tiempo. Por un rato era impresionante, pero después de mucho tiempo empezaba a oprimir a un hombre con su sola insignificancia. Pinback y Boiler no podían aguantarlo ni siquiera por un rato.
Aun un rato era demasiado, y demasiado tiempo era…
—Para eso, Doolittle. No es sano.
Era diferente allí en la Tierra. Podía recordar que entonces le gustaba. El universo había parecido un lugar amistoso aquellas noches, un suntuoso tapiz de soles y nebulosas trenzados como un justo fondo para la blanquiazul joya que era la Tierra vista desde la Luna.
Pero la Tierra no estaba sobre sus hombros aquí. En su posición presente era una punzada distante de luz que solamente la computadora de la nave podía identificar.
Oh, y Talby, naturalmente. Escondió su sonrisa. De la misma forma que clamaba ser capaz de identificar soles a simple vista, el astrónomo persistía en clamar ser capaz de poder señalar el Sol de entre el cielo. Eso era imposible, considerando todos los cambios de rumbo que habían hecho en los perdidos e idos años.
Pero si fuera interrogado, Talby señalaría sin dudar algún punto en el cielo, y diría: «¿Sol? Ahí está. Pero ¿por qué lo quieres saber? No es una estrella muy importante», y volvería a su solemne estudio de los cielos circundantes.
Doolittle no sabía exactamente por qué estar durante un momento en la cúpula le molestaba. No debería ser así. Ésa era una cosa de la que no tenía que mentir —él no había mostrado síntomas de miedo espacial—. Miedo de los grandes espacios abiertos entre las estrellas.
No, la grandeza de la galaxia no le producía terror. Aunque los psicólogos le habían dicho que no había pasado años flotando en un pequeño triángulo metálico lejos de la vista de la Tierra, en estos años ni siquiera pudo echar una mirada a su propio sol. Un viaje como éste traía a casa a un hombre como algo del espacio que los psicometristas no podían ni siquiera aproximadamente saber.
Eso no era complicado. No. El espacio era grande, el hombre era pequeño, y no se podía vivir en tan larga, o tal grandeza asumiría sus propias proporciones y llegar a la mente y aplastarla. Pero Talby reflexionó, parecía haber barrido tal problema. Él iba a dar la vuelta a algunas teorías cuando volviese a casa, si alguna vez podían arrancarlo de su cúpula. Talby se crecía en el vacío.
Doolittle le odiaba por eso.
Talby se había quitado sus auriculares y estaba retirando el papel protector de su desayuno. Haciendo una pelota con el fino metal, lo tiró con normal desinterés por la abierta compuerta. Doolittle siguió su senda hasta que desapareció de la vista; luego volvió su mirada de vuelta al astrónomo, que estaba empezando a chupar un tubo de concentrado de huevos.
—Tú sabes, Talby, que deberías bajar y comer tus comidas con el resto de los compañeros. O al menos bajar a dormir. Pasas demasiado tiempo aquí arriba.
Unas mil veces por lo menos le había repetido similares manifiestos de idénticos contenidos al astrónomo. Y por milésima vez, Talby, tan imperturbable como siempre, volvió a dar la misma respuesta, después de tragar un bocado de comida.
—¿Por qué? Me gusta estar aquí arriba. No molesto a ninguno de vosotros, ¿verdad? Deberíais estar contentos de la intimidad extra.
—Tenemos mucha intimidad, Talby. Tenemos toda una nave que está casi vacía ahora, en la que poder esconderse de unos y otros —hizo una pausa; luego siguió con actitud diferente—: Solías bajar y comer con nosotros. ¿No se hace solitario el estar aquí solo tanto tiempo? Quiero decir, intimidad es una cosa, Talby, pero…
Dejó de hablar cuando el astrónomo acabó sus huevos. «Los acabó rápidamente —pensó Doolittle—, con prisa de acabar el mal hecho aprovisionamiento de su cuerpo». Eso no era natural. El tiempo de la comida era uno de los pocos lazos que quedaban de los hábitos terrenales. Talby abrió un tubo de sustitutivo de pan.
—No me gusta bajar desde que el comandante Powell murió —dijo—. Me siento demasiado encerrado allí abajo.
—Sí —murmuró Doolittle inútilmente. ¿Qué podía decir él a eso?—. Aun así, deberías pasar más tiempo abajo. Ya sabes, saber algo más de la nave.
—¿Yo? —respondió Talby, oyéndole y no oyéndole—. ¿Para qué quiero yo mirar la nave? Ya sé cómo es. No es para eso para lo que yo vine a esta misión, Doolittle —se reclinó y miró afuera con esa peculiar sagaz mirada que Doolittle ahora conoció instantáneamente—. Aquí arriba puedo mirar cosas, Doolittle. Me encanta observar cosas. Sólo mirar a los sistemas solares y meteoros nómadas, agregados gaseosos y distantes galaxias. Sabes, apuesto a que yo he visto más estrellas que cualquier ser humano vivo, Doolittle. Y tú nunca sabes lo que puede pasar dando vueltas para decir hola en supervelocidad o hipervelocidad. Algunas de ellas te sorprenderían. Doolittle.
—Sí —murmuró Doolittle otra vez. Talby le estaba poniendo más nervioso estos días—. Pero tendrás mucho tiempo para eso más tarde. Quiero decir, piensa en ello de esta manera: hemos estado en el espacio veinte años y nosotros sólo hemos envejecido tres años físicamente, así es que habrá mucho tiempo para eso más tarde. ¿Verdad, Talby? ¿Talby?
—¿De veras vamos a la región de Veil Nébula? —dijo el astrónomo en un murmullo.
—Naturalmente —insistió Doolittle—. Quiero decir que yo di las órdenes y supervisé la corrección del rumbo, ¿verdad? Está programado, ¿verdad?
—Tú sabes, Doolittle —dijo Talby tranquilamente—, que si vamos a la región de la Veil podemos actualmente encontrarnos con una cosa extraña y llena de belleza: los asteroides Phoenix. Deberían estar pasando por allí ahora, si las predicciones son correctas.
—Oh, asteroides Phoenix —la ceja de Doolittle se arrugó. Le pareció que ése era un nombre que él debería saber, un nombre que él había oído antes.
No era que hubiese mentido también en los cursos de astronomía. Era simplemente que él no había prestado mucha atención a cualquier cosa que no fuera navegación y trazado de mapas.
—¿Asteroides Phoenix? —confesó finalmente—. No creo haber oído hablar de ellos.
Talby le dirigió una mirada que Doolittle no fue capaz de interpretar. Enfado. Satisfacción. Piedad.
—Son un cuerpo de asteroides —al menos eso es lo que las mejores suposiciones creen que son— que están corriendo en una órbita definida, pero tan grande que durante años nadie pudo calcularla. Fueron detectados justo después del desarrollo del primer telescopio lunar. No viajan en línea recta como la mayoría de las agrupaciones de asteroides, ni pertenecen a ningún sistema solar; pero tienen una órbita real. Una vez cada doce punto tres millones de años dan la vuelta a nuestro universo. Pasan por nuestra galaxia por la región del Sol sólo una vez, y volverán en poco menos de doce punto tres trillones de años desde ahora. Pero la Tierra no estará en ningún lugar para entonces. El universo puede que no esté en ningún lugar. Pero los Phoenix estarán.
—Loco… ¿Cómo puede nadie calcular una órbita como ésa? —murmuró Doolittle, pero luego se sintió estúpido por preguntar por qué; obviamente, alguien había calculado eso.
—No sé, Doolittle. No soy una computadora, pero ha sido hecho. En cuanto a los propios Phoenix, no sabemos mucho de ellos. Su composición es solamente una suposición. Un grupo asteroidal parece tan lógico como cualquier cosa por algo que desafía tantas leyes como se hacen —se inclinó sobre el respaldo de su silla y miró hacia afuera—. Los asteroides Phoenix… Son algo diferente, Doolittle; algo tan diferente que nosotros no podemos ni siquiera asignarles una explicación. Por ejemplo, para los telescopios sobre la Luna, para poder captarlos tienen que tener su propia fuente de luz interna. Doolittle, y una increíblemente intensa. Ellos resplandecen. Cambian de espectros constantemente, los colores sobre el diagrama fluyen como el vino. Nadie sabe cómo o por qué. Propiamente, un objeto astronómico tan pequeño debería ser invisible a nosotros a tan gran distancia. No sería posible detectarlos desde la Tierra en absoluto, y mucho menos distinguir algo de color. Pero sí se puede, Doolittle, sí se puede.
Doolittle simplemente miró a Talby, pensando. Le pareció que debería recordar algo tan espectacular como los asteroides Phoenix, a pesar de su indiferente aproximación a algunos cursos. ¿Eran reales… o eran otra invención de la imaginación demasiado activa todo el tiempo de Talby, el producto de demasiada estimulación de un inexorable universo observado demasiado tiempo?
—Resplandecen —estaba murmurando Talby según miraba fuera de la cúpula—. Simplemente brillan según se deslizan por un gran círculo alrededor del universo entero. Los asteroides Phoenix.
Doolittle consideró lo que Talby había dicho durante mucho tiempo, mientras ningún hombre dijo nada. Los únicos sonidos eran ocasionales gruñidos de la nave y eructos mecánicos llegando hasta arriba por la escotilla abierta.
Finalmente. Doolittle miró hacia arriba, las manos cruzadas enfrente de él, y le dijo a Talby:
—¿Sabes lo que pienso, Talby? Siempre estás hablando sobre ti mismo, y Boiler y Pinback no dejan de pensar en los viejos tiempos; pero yo soy igual. Aun aquí arriba… —y miró a los cielos encima de su cabeza— es más fácil hablar, creo yo. ¿Sabes lo que pienso?
El astrónomo no respondió, pero miró hacia él expectantemente. Empujado por esto, Doolittle siguió hablando, sus manos retorciéndose.
—Es curioso… De alguna manera yo me siento en diversos sitios en la nave, tratando de tener mucho tiempo para mí mismo. No puedo hablar a los otros, realmente. Nunca fui muy bueno para hablar con nadie del programa. No sé por qué. Me molesta, Talby. No tenía ningún problema con nadie en la Tierra. Era positivamente gregario allí en casa.
—Todos hemos cambiado, Doolittle —dijo Talby con voz sepulcral.
—Sí, supongo… De cualquier forma, con tiempo para mí mismo, puedo pensar en aquello…, en la casa de Malibú. ¿Sabes dónde está Malibú, Talby? —el astrónomo sacudió la cabeza. Mera geografía terrenal tenía poco interés para él. Sus intereses cartográficos eran de alcance cósmico—. Es una pequeña ciudad al norte de la megalópolis de Los Ángeles. Una ciudad costera. Viví allí antes de ser incluido en el programa. Y solía hacer surf todo el tiempo, Talby. Solía ser un gran surfer —hizo una pausa y miró al silencioso astrónomo—. ¿Qué hora crees que es ahora en casa, Talby, en los Estados Unidos?
Talby miró fuera de la cúpula.
—En Los Ángeles serían sobre las ocho cero cinco por la mañana.
—Sí, seguro. —Doolittle trató de esconder su sonrisa—. Pero ¿qué época del año?
Talby sacudió la cabeza.
—Apostaría que es primavera —musitó Doolittle, su sonrisa ensanchándose—. Las olas en Malibú y Zuma —ésa es una playa al norte de Malibú, Talby— son tan fantásticas en la primavera. Puedo recordar bajando corriendo hacia la playa en esos amaneceres en primavera con mi traje mojado, mi tablero bajo el brazo y la niebla punzando mi cara… —se detuvo. Talby realmente no estaba escuchando. Observaba las estrellas otra vez. Pero era bueno hablar con alguien más sobre ello—: Las olas estarían ahora levantándote…, altas y cristalinas. —Doolittle podía haber estado describiendo a una mujer ahora, y en cierto modo así era—. Golpearías ese agua, te aplastarías contra ella, y antes de que pudieras despertarte estarías sobre ella y montado encima perfectamente todo el camino, perfecto.
—Perfecto. —Talby le hizo el eco, mirando hacia él de repente.
Después de todo, quizá una parte de él había estado escuchando.
—Tú sabes —continuó el teniente tristemente—, supongo, que echo de menos a las olas y mi tablero más que otra cosa.
Talby sonrió:
—Cuéntame más sobre ello, Doolittle.
—¿De verdad quieres oírlo?
Talby asintió, y Doolittle le contó sobre las olas…