De acuerdo con vuestro deseo he de hablaros hoy sobre «la ciencia como vocación». Tenemos los economistas una cierta pedantería peculiar, dentro de la que quisiera mantenerme, y que consiste en arrancar siempre de las relaciones externas. En la cuestión que hoy nos ocupa habríamos de arrancar, pues, de la siguiente pregunta: ¿Cómo se presenta hoy la ciencia como profesión, en el sentido más material del término? Desde el punto de vista práctico esta pregunta equivale esencialmente a esta otra: ¿Cuál es hoy la situación de un graduado que está resuelto a consagrarse profesionalmente a la ciencia dentro de la Universidad? Para comprender en qué consiste la peculiaridad alemana al respecto parece conveniente proceder por vía de comparación y recordar cuál es esta situación en aquel país que más difiere del nuestro en lo relativo a estas cuestiones, es decir, en los Estados Unidos.
Como es sabido, entre nosotros la carrera de un joven que quiera consagrarse a la profesión científica comienza normalmente por la función de Prioatdozent, Después de haberse puesto al habla con el titular de la especialidad y haber obtenido su consentimiento, se califica para ello presentando una obra original y sometiéndose a examen en una Universidad determinada, en la cual, sin salario y sin más retribución que la que resulta de la matrícula de los estudiantes, puede profesar cursos cuyo objeto fija él mismo dentro de los límites de su venia legendi.
En América la carrera académica comienza normalmente, de forma totalmente distinta, con el nombramiento de «assistant» . De manera análoga a lo que sucede entre nosotros en los grandes Institutos de las Facultades de Medicina y de Ciencias, en los que sólo una pequeña parte de los asistentes, y frecuentemente muy tarde, pretende la habilitación como «Prioatdozent», Esta diferencia significa en la práctica que entre nosotros la carrera científica está edificada en definitiva sobre supuestos plutocráticos, pues es sumamente arriesgado para un científico joven sin bienes de fortuna personal exponerse a los azares de la profesión académica. Al menos durante un cierto número de años tiene que estar en situación de sostenerse con sus propios medios, sin tener la certeza de que más tarde podrá conseguir un puesto que le permita vivir. En los Estados Unidos, por el contrario, impera el sistema burocrático. El muchacho recibe desde el comienzo un salario, aunque, desde luego, éste es bajo, ya que su cuantía apenas corresponde, la mayoría de las veces, a lo que percibe un obrero medianamente cualificado. En todo caso comienza con una posición aparentemente sólida, puesto que recibe un sueldo fijo. Como sucede con nuestros asistentes, la regla es, sin embargo, la de que puede ser destituido, y tiene que esperar que se le destituirá de un modo bastante despiadado si no colma las esperanzas que en él se pusieron. Estas esperanzas consisten en que sea capaz de «llenar la sala». Esto es algo que no puede sucederle a un «Priuatdozent» alemán. Una vez nombrado no puede ya ser destituido. En realidad no tiene «derechos», pero sí la razonable expectativa de que, después de haber desempeñado durante años sus funciones, se le guarden ciertas consideraciones y se le tome en cuenta incluso para el caso (con frecuencia muy importante) en que se trate de la eventual habilitación de otros Priuatdozenten. Esta cuestión de si se debe habilitar a aquellos graduados probadamente capaces que lo soliciten o se deben tomar en consideración las «necesidades docentes» (es decir, si se debe conceder un monopolio a los «Privatdozenten» ya en funciones) constituye un penoso dilema, estrechamente conectado con esa doble faz de la profesión académica de la que enseguida hemos de ocuparnos. En la mayor parte de los casos se opta por la segunda de las dos soluciones antes mencionadas, lo cual implica, sin embargo, que el profesor ordinario interesado, por muy concienzudo que sea, prefiera a sus propios discípulos. Para decirlo todo, yo personalmente he seguido el principio de que quienes se han graduado conmigo tienen que hacer sus pruebas y habilitarse con otro profesor y en otra Universidad. El resultado de este principio ha sido, sin embargo, el de que uno de mis mejores discípulos se ha visto rechazada en otra Universidad porque nadie quería creer allí que fuera ésta la verdadera razón de que buscara en ella la habilitación.
Existe aún otra diferencia entre nuestro sistema y el americano. Entre nosotros, por lo general, el Privatdozent tiene que ocuparse menos de lo que quisiera de la explicación de clases. En principio tiene derecho a dictar clases sobre todos los temas de su especialidad, pero esto sería considerado como una inaudita falta de consideración para con los Dozenten más antiguos y generalmente es el titular quien dicta las «grandes» lecciones, en tanto que el Privatdozent se ocupa de las cuestiones secundarias. La ventaja del sistema es la de que, aunque sea, en parte, contra su voluntad, este último tiene así libertad para dedicarse al trabajo científico durante sus años de juventud.'
En América las cosas suceden, en principio, de muy otro modo. Como recibe un sueldo, es justamente durante sus primeros años de profesorado cuando más abrumado de trabajo docente se encuentra el joven científico. En un departamento de Germanística, por ejemplo, el profesor ordinario se contenta con dictar, digamos, un curso de tres horas semanales sobre Goethe, en tanto que el joven asistente se puede dar por muy satisfecho si en sus doce horas semanales de clase, además de enseñar los rudimentos de la lengua alemana, puede ocuparse de poetas de la categoría de Uhland o cosa así. Son las autoridades de la especialidad las que determinan el programa y el assistant tiene que ceñirse a él, como entre nosotros sucede con los asistentes de los institutos.
Podemos ver ahora con claridad cómo la reciente ampliación de la Universidad para acoger en su seno nuevas ramas de la ciencia se está haciendo entre nosotros siguiendo patrones americanos. Los grandes Institutos de Medicina o de Ciencias se han convertido en empresas de «capitalismo de Estado». No pueden realizar su labor sin medios de gran envergadura y con esto se produce en ellos la misma situación que en todos aquellos lugares en los que interviene la empresa capitalista: la «separación del trabajador y de los medios de producción». El trabajador, en nuestro caso el asistente, está vinculado a los medios de trabajo que el Estado pone a su disposición. En consecuencia es tan poco independiente frente al director del Instituto como el empleado de una fábrica frente al de ésta, pues el director del Instituto piensa, con entera buena fe, que éste es suyo, y actúa como si efectivamente lo fuera. Su situación es frecuentemente tan precaria como cualquier otra existencia «proletaroide», como le ocurre también al assistant de la Universidad amencana.
La vida universitaria alemana se americaniza, como se americaniza nuestra vida entera en puntos muy importantes, y estoy convencido de que esta evolución ha de afectar también con el tiempo a aquellas disciplinas en las que, como hoy sucede en gran parte con la mía, el artesano mismo es propietario de los medios de trabajo (esencialmente de la biblioteca) del mismo modo que en el. pasado era el artesano propietario de su taller. La evolución se encuentra en pleno desarrollo.
Las ventajas técnicas de esta situación son indudables, como lo son las de toda empresa capitalista y burocratizada. El nuevo «espíritu», sin embargo, está muy alejado de la vieja atmósfera histórica de las Universidades alemanas. En lo interno y ~n lo externo, existe un inmenso abismo entre el jefe de una empresa universitaria y capitalista de este género y el habitual profesor ordinario de viejo estilo. Esta diferencia afecta también a la actitud interna, aunque no quiero insistir más sobre esto. En lo interno como en lo externo, la vieja constitución de la Universidad se ha hecho ficticia. Se ha conservado, sin embargo, e incluso se ha intensificado, un elemento peculiar de la carrera académica: la cuestión de si un Priuatdozent o un asistente tendrán alguna vez oportunidad de ocupar un puesto de profesor ordinario o de director de un Instituto sigue dependiendo del azar. Ciertamente no es sólo la casualidad la que impera, pero la casualidad reina de un modo desacostumbrado. Apenas conozco otra carrera en el mundo en la que el azar juegue un papel semejante. Estoy tanto más calificado para hablar así cuanto que yo, personalmente, tengo que agradecerle a ciertas casualidades puras el haber sido nombrado muy joven profesor ordinario de una materia en la que otros colegas mayores que yo habían producido para entonces obras más importantes que la mía. En virtud de esta experiencia, creo tener una sensibilidad muy aguda para percibir el inmerecido destino de muchos para los que la casualidad ha jugado y juega en sentido contrario y que, pese a su capacidad, no llegan a ocupar el puesto que merecen por obra de este sistema de selección.
El hecho de que el azar, y no sólo la capacidad, constituya un factor determinante, no depende exclusivamente y ni siquiera principalmente de las debilidades humanas que, naturalmente, se hacen sentir en este procedimiento de selección como en cualquier otro. Sería injusto culpar a la inferioridad personal del Ministerio de las Facultades del hecho indudable de que existan muchos mediocres que ocupan puestos importantes en las Universidades. Esto es algo que depende de las leyes de la colaboración humana, que es en este caso la colaboración de varias corporaciones: la Facultad que propone y el Ministerio. Un fenómeno paralelo nos ofrece la elección papal, cuyos procedimientos podemos seguir a lo largo de los siglos y que constituye el más importante ejemplo controlable de una selección de persona. Sólo en contadas ocasiones se ha visto coronado el cardenal considerado como «favorito». Por regla general la tiara ha ido al que ocupaba el segundo o tercer lugar en el orden de preferencias. Otro tanto ocurre con los presidentes de los Estados Unidos. Sólo excepcionalmente consigue la «nornination» partidista y, después, el triunfo electoral, el candidato más notorio y famoso; una y otra van generalmente al que hace el número dos o tres. Los americanos han acuñado ya expresiones sociológicas técnicas para designar a este tipo de hombres y sería sumamente interesante buscar, a partir de estos ejemplos, las leyes de una selección operada mediante una voluntad colectiva. No vamos a ocuparnos aquí de esta cuestión, pero sí hay que observar que dichas leyes tienen también validez en lo que respecta a las corporaciones universitarias y que lo que puede ser motivo de asombro no es el hecho de que haya errores frecuentes, sino el de que, pese a todo, el número de nombramientos acertados sea tan elevado. Lo que es seguro es que son sólo los mediocres acomodaticios o los arrivistas los que tienen posibilidades de ser nombrados cuando en los nombramientos interviene, por motivos políticos, el Parlamento, como sucede en algunos países, o el monarca o un dirigente revolucionario, como sucedía antes y sigue sucediendo ahora entre nosotros.
Ningún profesor universitario recuerda con gusto las discusiones en torno a su nombramiento, que raramente son agradables, y, sin embargo, puedo asegurar que en los numerosos casos que me ha sido dado conocer, sin excepción alguna, existía la buena voluntad de decidir por motivos puramente objetivos.
Hay que ver las cosas con claridad. No son únicamente las insuficiencias de la selección operada a través de una decisión colectiva las que hacen tan sumamente azarosa la suerte de los destinos académicos. Todo joven que se crea llamado a la profesión académica debe tener conciencia clara de que la tarea que le aguarda tiene una doble vertiente. No le bastará con estar cualificado como sabio, sino que ha de estarlo también como profesor y estas dos cualidades no se implican recíprocamente ni muchísimo menos. Una persona puede ser un sabio excepcional y al mismo tiempo un profesor desastroso. Pienso en la actividad docente de hombres como Helmholtz o Ranke, que no son, desde luego, ejemplos únicos. Tal como están organizadas las cosas, nuestras Universidades, sobre todo las pequeñas, están empeñadas en una ridícula competencia por conseguir el mayor número posible de estudiantes. Quienes explotan el alquiler de habitaciones en las ciudades universitarias saludan con festejos al estudiante número mil, pero honran de preferencia con un desfile de antorchas al que hace llegar a dos mil el número total. El ingreso procedente de las matrículas se ve condicionado, hay que decirlo francamente, por el hecho de que estén ocupadas de modo «atractivo» las cátedras más próximas, pero aun prescindiendo de esto, es evidente que el número de matrículas constituye un signo de éxito susceptible de expresión cuantitativa, en tanto que la calidad científica no es cuantificable y que, frecuente y naturalmente, le sea negada a los innovadores audaces. Todo queda subordinado a esta obsesión de la infinita bondad y valor del gran número de estudiantes. Cuando se dice de alguien que es un mal profesor, este juicio equivale en la mayor parte de los casos a una sentencia de muerte académica, aunque se trate del mayor sabio del mundo. Para colmo, la cuestión de saber si alguien es buen o mal profesor es respondida en función de la asiduidad con que ese alguien se ve honrado por los señores estudiantes, y es bien conocido el hecho de que la afluencia de estudiantes a una cátedra determinada depende, en grado casi increíble, de circunstancias puramente externas, tales como son el temperamento del profesor o su timbre de voz. Una experiencia más que suficiente y una sobria reflexión me han enseñado a desconfiar profundamente de los cursos masivos, por inevitables' que sean. La democracia está bien dentro de su propio ámbito, pero la educación científica que, por tradición, hemos de procurar en las Universidades alemanas, es una cuestión de aristocracia espiritual y sobre esto no cabe engañarse. También es cierto que la exposición de los problemas científicos de tal modo que resulten comprensibles para una mente no educada, pero capaz, y ésta llegue (y esto es para nosotros lo único decisivo) a tener sobre ellos ideas propias, es quizás la más difícil de las tareas pedagógicas. No es, sin embargo, el número de oyentes el que decide sobre el éxito o el fracaso de este empeño. Y volviendo a nuestro tema, este arte de enseñar es, en todo caso, un don personal que nada tiene que ver con la calidad científica de un sabio. A diferencia de Francia no tenemos nosotros, sin embargo, una corporación de «inmortales» de la ciencia, de tal modo que, según nuestra tradición, las Universidades han de responder a la doble exigencia de la investigación y de la enseñanza. El que las capacidades para estas dos funciones distintas se den unidas en un mismo individuo es simple casualidad.
La vida académica es, por tanto, puro azar. Resulta casi imposible aceptar la responsabilidad de aconsejar al joven que viene a pedir una orientación sobre su posible habilitación. Si se trata de un judío hay que responderle naturalmente lasciate ogni speranza. Pero, en conciencia, a cualquier otro, aunque no lo sea, hay que preguntarle también: « ¿cree usted que podrá soportar sin amargarse y sin corromperse el que año tras año pase por delante de usted una mediocridad tras otra?» Por supuesto, la respuesta que se recibe es siempre la misma: «Naturalmente, yo vivo sólo para mi vocación». He de decir, no obstante, que yo al menos he conocido a muy pocas personas que puedan soportar esto sin daño para su vida interior.
Era esto lo que me parecía necesario decir sobre las condiciones exteriores de la vida académica.
Creo, sin embargo, que lo que ustedes esperaban de mí era algo distinto; que les hablase de la vocación íntima del hombre de ciencia, En la actualidad la situación interior de la vocación científica está condicionada, en primer lugar, por el hecho de que la ciencia ha entrado en un estadio de especialización antes desconocido y en el que se va a mantener para siempre. Todos los trabajos que rozan con otras disciplinas, como los que ocasionalmente hacemos y como los que los sociólogos tienen que hacer una y otra vez, se llevan a cabo con la resignada conciencia de que tal vez se están proporcionando al especíalísta cuestiones útiles en las que él no caería fácilmente desde su propia situación, pero que el trabajo propio, como tal, ha de quedar inevitablemente muy incompleto. Sólo mediante una estricta especialización puede tener el trabajador científico ese sentimiento de plen\wd, que seguramente no se produce más de una vez a lo largo de una vida, y que le permite decir: «aquí he construido algo que durará». En nuestro tiempo la obra realmente importante y definitiva es siempre obra de especialistas. Quien no es capaz de ponerse, por decirlo así, unas anteojeras y persuadirse a sí mismo de que la salvación de su alma depende de que pueda comprobar esta conjetura y no otra alguna, en este preciso pasaje de este manuscrito, está poco hecho para la ciencia. Jamás experimentará en sí mismo lo que podríamos llamar la «vivencia» de la ciencia. Sin esta extraña embriaguez, ridícula para todos los que la ven desde fuera, sin esta pasión, sin este sentimiento de que «tuvieron que pasar milenios antes de que yo apareciera y milenios aguardaron en silencio a que yo comprobase esta hipótesis», no se tiene vocación para la ciencia y es preferible dedicarse a algo distinto. Nada tiene valor para el hombre con pasión.
Sucede, sin embargo, que por mucha, auténtica y profunda que sea esta pasión no es posible forzar con ella el resultado. No es más que una condición previa de lo que sí es decisivo, de la «inspiración». En los círculos juveniles está hoy muy extendida la idea de que la ciencia se ha convertido en una operación de cálculo que se lleva a efecto en los laboratorios o en los archivos estadísticos con el frío entendimiento, y no con toda el «alma», en algo que se produce como «en una fábrica». Frente a esta creencia hay que señalar, por de pronto, que parte de un conocimiento erróneo de lo que ocurre en una fábrica y de lo que ocurre en un laboratorio. Para llegar a producir algo valioso en uno u otro lugar es necesario que al hombre se le ocurra algo, aquello precisamente que es adecuado. Esta ocurrencia, sin embargo, no puede ser forzada y no tiene nada de frío cálculo. Por supuesto que también el frío cálculo es una condición previa. Ningún sociólogo, por ejemplo, puede lamentar el tener que dedicarse durante meses, y quizás en su vejez, a realizar operaciones perfectamente triviales. Se paga caro el intento de descargarse de esta tarea con la ayuda de medios mecánicos, si es que realmente quiere sacarse algo de ella, aunque lo que se saca sea con frecuencia muy poca cosa. Pero si no se le «ocurre» algo concreto sobre la dirección de su cálculo y, mientras éste se está efectuando, sobre el alcance de sus posibles resultados, ni siquiera esta poca cosa se conseguirá. Sólo sobre el terreno de un duro trabajo surge normalmente la ocurrencia, aunque se den algunas excepciones a esta regla general. La ocurrencia de un aficionado puede tener el mismo o mayor alcance científico que la de un especialista, y a aficionados tenemos que agradecerles muchos de nuestros mejores planteamientos y conocimientos. El aficionado sólo se distingue del especialista (como Helmholtz decía de Robert Mayer) porque le falta la firme seguridad del método de trabajo y, en consecuencia, no está la mayor parte de las veces en situación de apreciar y controlar o, incluso, de llevar a cabo la ocurrencia. La ocurrencia no puede sustituir al trabajo, como éste a su vez no puede ni sustituir ni forzar a la ocurrencia, como no puede hacerlo tampoco la pasión. Trabajo y pasión sí pueden, en cambio, provocarla, sobre todo cuando van unidos, pero ella viene cuando quiere y no cuando queremos nosotros. De hecho es perfectamente cierto que las mejores cosas se le ocurren a uno mientras fuma un cigarro en el sofá, como le sucedía a Ihering, o quizás, como de sí mismo dice Helmholtz con precisión de físico, mientras pasea por caminos en leve cuesta, o en cualquier otro momento. En todo caso surge cuando menos se la espera y mientras uno pena y se afana en la mesa de trabajo. Claro es que jamás surgiría si uno no tuviera tras sí esas horas de penar en la mesa de trabajo y esa preocupación constante por las cuestiones abiertas. Sea como fuere, el trabajador científico tiene que tomar también en cuenta este azar, común a todo trabajo científico, de que la inspiración puede venir o no venir. Se puede ser un destacado trabajador y no haber tenido jamás una ocurrencia valiosa. Lo que sí constituye un error grave es creer que esto ocurre sólo en la ciencia y que, por ejemplo, las cosas suceden de modo distinto en un laboratorio que en un negocio. Un comerciante o un gran industrial sin «fantasía comercial», es decir, sin ocurrencias, sin ocurrencias geniales, no pasará nunca de ser, en el mejor de los casos, dependiente o empleado técnico, y jamás estructurará nuevas organizaciones. No es, en modo alguno, cierto que la inspiración juegue mayor papel en la ciencia que en la solución de los problemas prácticos que se plantean a un empresario moderno, aunque la soberbia de los científicos no lo crea así. Así como tampoco, en contra de lo que suele creerse, es su papel menor en la ciencia que en el arte. Es una idea infantil la de que un matemático puede llegar a un resultado científicamente valioso trabajando sobre su mesa con una regla de cálculo o cualquier otro medio mecánico o máquina de calcular. Es evidente, por supuesto, que tanto por su sentido como por los resultados a los que apunta, la fantasía matemática de un Weierstrass está orientada de modo muy distinto a la de un artista y que una y otra son cualitativamente diferentes. Pero no difieren en cuanto procesos psicológicos. Ambas son embriaguez (en el sentido de la «manía» platónica) e «inspiración».
El que alguien tenga inspiraciones científicas es cosa que depende de un destino que se nos esconde y, además, de ciertos «dones». Sobre la base de esta verdad indudable se ha originado una actitud, muy extendida, sobre todo, y por razones bien comprensibles entre la juventud, con la que se rinde a ciertos ídolos un culto del que encontramos muestras en todas las esquinas y en todos los periódicos. Estos ídolos son la «personalidad» y la «vivencia». Ambos están estrechamente conectados y predomina la idea de que es la segunda la que contribuye a formar la primera, a cuya esencia pertenece. La gente se atormenta por «acumular vivencias», puesto que eso es lo que se espera de una personalidad y si no lo consigue tiene que comportarse, al menos, como si hubiese recibido ese don. Antes esa «vivencia» se llamaba en alemán «sensación», y se tenía, me parece, una idea más correcta de lo que es y lo que significa la «personalidad».
Distinguidos oyentes: En el campo de la ciencia sólo tiene «personalidad» quien está pura y simplemente al servicio de la causa. Y no es sólo en el terreno científico en donde sucede así. No conocemos ningún gran artista que haya hecho otra cosa que servir a su arte y sólo a él. Incluso en una personalidad como la de Goethe, el arte ha resultado perjudicado por la libertad que el artista se tomó de querer hacer de su propia «vida» una obra de arte. Quizás se ponga en duda esta afirmación, pero, en todo caso, hay que ser un Goethe para poder permitirse tal libertad, y nadie me negará que hasta un hombre de esa categoría, de los que sólo aparecen una vez cada mil años, tiene que pagar un precio por ella. Lo mismo sucede en lo que respecta a la política, de la que no hemos de tratar hoy.
En el terreno científico es absolutamente seguro que carece de «personalidad» quien se presenta en escena como «empresario» de la causa a la que debería servir, intenta legitimarse mediante su «vivencia» y continuamente se pregunta: « ¿cómo podría yo demostrar que soy algo más que un simple especialista?, ¿cómo hacer para decir algo que en su forma o en su fondo nadie haya dicho antes que yo?» Es esta una actitud muy generalizada que indefectiblemente empequeñece y que rebaja a aquel que tal pregunta se hace, mientras que, por el contrario, la entrega a una causa y sólo a ella eleva a quien así obra hasta la altura y dignidad de la causa misma. También en este punto ocurre lo mismo al científico y al artista.
Pero pese a la existencia de estas condiciones previas comunes tanto a nuestro trabajo como al trabajo artístico, el trabajo científico está sometido a un destino que lo distingue profundamente de aquél. El trabajo científico, en efecto, está inmerso en la corriente del progreso, mientras que en el terreno del arte, por el contrarío, no cabe hablar de progreso en este sentido. No es cierto que la obra de arte de una época que dispone de nuevos medios técnicos o de conocimientos más profundos sobre las leyes de la perspectiva esté, sólo por esto, por encima de otra obra producida en una época en la que ni existían estos medios ni se conocían esas leyes, con tal, naturalmente, de que esta última sea material y formalmente justa, es decir, con tal de que haya elegido y tratado su objeto como era posible hacerlo artísticamente careciendo de esos medios y de esas leyes. Una obra de arte que sea realmente «acabada» no será nunca superada ni envejecerá jamás. El individuo podrá apreciar de manera distinta la importancia que para él, personalmente, tiene esa obra, pero nadie podrá decir nunca de una obra que esté realmente «lograda» en sentido artístico, que ha sido «superada» por otra que también lo esté. En la ciencia, por el contrario, todos sabemos que lo que hemos producido habrá quedado anticuado dentro de diez o de veinte o de cincuenta años. Ese es el destino y el sentido del trabajo científico y al que éste, a diferencia de todos los demás elementos de la cultura, que están sujetos a la misma ley, está sometido y entregado. 'todo «logro» científico implica nuevas «cuestiones» y ha de ser superado y ha de envejecer. Todo el que quiera dedicarse a la ciencia tiene que contar con esto. Ciertamente existen trabajos científicos que pueden guardar su importancia de modo duradero como «instrumentos de gozo» a causa de su calidad artística o como medios de preparación para el trabajo. En todo caso, hay que repetir que el ser superados necesariamente no es sólo el destino de todos nosotros, sino también la finalidad propia de nuestra tarea común. No podemos trabajar sin la esperanza de que otros han de llegar más allá que nosotros, en un progreso que, en pnnclplO, no tiene fin. Llegamos así al problema del sentido de la ciencia.
No es fácil de entender, en efecto, que algo que está sometido a tal ley tenga en sí mismo sentido y sea en sí mismo comprensible. ¿Por qué ocuparse de algo que, en realidad, no tiene ni puede tener nunca fin? Una primera respuesta es la de que eso se hace con una finalidad práctica o, en términos más amplios, técnica: para poder orientar nuestro comportamiento práctico en función de las expectativas que la experiencia científica nos ofrece. Esta respuesta es correcta, pero sólo tiene sentido para el hombre práctico. ¿Cuál es, sin embargo, la actitud íntima del hombre de ciencia respecto de su profesión? En el caso, naturalmente, de que se ocupe de ello. Afirma que cultiva la ciencia «por sí misma» y no porque otros consigan con ella éxitos técnicos o económicos, o puedan alimentarse, vestirse, alumbrarse o gobernarse mejor. ¿Pero en qué sentido cree él que tiene que entregarse a crear algo destinado indefectiblemente a envejecer, sumergirse en esta empresa dividida en parcelas especializadas y carente de término final? La respuesta a esta cuestión exige algunas consideraciones de orden general.
El progreso científico constituye una parte, la más importante, de ese proceso de intelectualización al que, desde hace milenios, estamos sometidos y frente al cual, por lo demás, se adopta hoy frecuentemente una actitud extraordinariamente negativa.
Tratemos de ver claramente, por de pronto, qué es lo que significa desde el punto de vista práctico esta racionalización intelectualista operada a través de la ciencia y de la técnica científicamente orientada. ¿Significa, quizás, que hoy cada uno de los que estamos en esta sala tiene un conocimiento de sus propias condiciones de vida más claro que el que de las suyas tenía un indio o un hotentote? Difícilmente será eso verdad. A no ser que se trate de un físico, quien viaja en tranvía no tendrá seguramente ni idea de cómo y por qué aquello se mueve. Además, tampoco necesita saberlo. Le basta con poder «contar» con el comportamiento del tranvía y orientar así su propia conducta, pero. no sabe cómo hacer tranvías que funcionen. El salvaje sabe muchísimo más acerca de sus propios instrumentos. Si se trata de gastar dinero, podría apostar a que, aunque se encuentren en esta sala algunos economistas, obtendríamos tantas respuestas distintas como sujetos interrogados si se nos ocurriera preguntar por qué con una misma cantidad de dinero podemos comprar, según las ocasiones, cantidades muy distintas de la misma cosa. El salvaje, por el contrario, sabe muy bien cómo conseguir su alimento cotidiano y cuáles son las instituciones que le ayudan para eso. La intelectualización y racionalización crecientes no significan, pues, un creciente conocimiento general de las condiciones generales de nuestra vida. Su significado es muy distinto; significan que se sabe o se cree que en cualquier momento en que se quiera se puede llegar a saber que, por tanto, no existen en torno a nuestra vida poderes ocultos e imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión. Esto quiere decir simplemente que se ha excluido lo mágico del mundo. A diferencia del salvaje, para quien tales poderes existen, nosotros no tenemos que recurrir ya a medios mágicos para controlar los espíritus o moverlos a piedad. Esto es cosa que se logra mercer a los medios técnicos y a la previsión. Tal es, esencialmente, el significado de la intelectualización.
Ahora bien, cabe preguntarse si todo este proceso de desmagificación, prolongado durante milenios en la cultura occidental, si todo este «progreso» en el que la ciencia se inserta como elemento integrante y fuerza propulsora, tiene algún sentido que trascienda de lo puramente práctico y técnico. Este problema está planteado de manera ejemplar en la obra de León Tolstoi, quien llega a él por un camino peculiar. Su meditación se va centrando cada vez más en una sola cuestión, la de si la muerte constituye o no un fenómeno con sentido. Su respuestaes que para el hombre culto la muerte no tiene sentido. La vida individual civilizada, instalada en el «progreso», en lo infinito, es incapaz, según su propio sentido, de término alguno. Siempre hay un Progreso más allá de lo ya conseguido, y ningún mortal puede llegar a las cimas situadas en el infinito. Abraham o cualquier campesino de los viejos tiempos moría «viejo y saciado de vivir» porque estaba dentro del círculo orgánico de la vida; porque, de acuerdo con su sentido inmanente, su vida le había ya dado al término de sus días cuanto la vida podía ofrecer; porque no quedaba ante él I ningún enigma que quisiera descifrar y podía así sentirse «satisfecho». Por el contrario, un hombre civilizado, inmerso en un mundo que constantemente se enriquece con nuevos saberes, ideas y problemas, puede sentirse «cansado de vivir», pero no «saciado». Nunca habrá podido captar más que una porción mínima de lo que la vida del espíritu continuamente alumbra, que será, además, algo provisional, jamás definitivo. La muerte resulta así para él un hecho sin sentido. Y como la muerte carece de sentido, no lo tiene tampoco la cultura en cuanto tal, que es justamente la que con su insensata «progresividad» priva de sentido a la muerte. En todas sus novelas tardías se repite esta nota fundamental del arte de Tolstoi.
¿Qué pensar de todo esto? ¿Tiene el «progreso» en cuanto tal un sentido cognoscible que vaya más allá de lo puramente técnico, de tal modo que su servicio constituye una vocación significativa? Es imprescindible plantear esta cuestión. El problema ya no es así sólo el de la vocación del científico, el del significado que la ciencia tiene para quien a ella se entrega. Se trata ya de otra cosa, de determinar qué es la vocación científica dentro de la vida toda de la humanidad y cuál es su valor.
Es increíble la diferencia que en este punto existe entre el pasado y el presente. Recuerden ustedes el maravilloso cuadro que se nos describe al comienzo del Libro Séptimo de la República de Platón: Un grupo de hombres se encuentran encadenados en una caverna, con los rostros dirigidos a la pared del fondo y volviendo las espaldas a la luz, de tal modo que sólo pueden ver las sombras que danzan en la pared y tratar de averiguar la relación que entre ellas existe. Uno de ellos logra, al fin, romper las cadenas, se vuelve y mira hacia el sol. Cegado, se mueve a tientas y cuenta balbuciente lo que ve. Los demás le llaman loco, pero, poco a poco, el liberado aprende a ver en la luz y asume entonces la tarea de descender hasta donde sus compañeros quedaron para librarlos de sus cadenas y conducirlos a ella. Este es el filósofo y la luz del sol es la verdad de la ciencia, que no busca apariencias y sombras, sino el verdadero ser.
¿Quién tiene hoy una actitud semejante frente a la ciencia? El sentimiento hoy predominante, especialmente entre la juventud, es más bien el contrario. Las construcciones intelectuales de la ciencia son hoy para los jóvenes un reino ultraterreno de artificiosas abstracciones que tratan de aferrar en su pálidas manos la sangre y la savia de la vida real sin conseguirlo jamás. Es aquí, en la vida, en lo que para Platón no era sino un juego de sombras en la pared, en donde late la verdadera realidad. Todo lo demás no son sino fantasmas vacíos desviados de la realidad. ¿Cómo pudo llegar a producirse este cambio? El apasionado entusiasmo de Platón en la República se explica, en último término, por el descubrimiento reciente de uno de los mayores instrumentos del conocimiento científico, del concepto. Fue Sócrates quien descubrió su alcance, aunque no sea él el único descubridor del concepto. Ya en la India pueden encontrarse elementos lógicos muy semejantes a los de Aristóteles. En ningún sitio fuera de Grecia se tiene, sin embargo, conciencia de su importancia. Fue allí en donde por vez primera fue visto como un instrumento utilizable, merced al cual puede colocarse a cualquier persona en el torno de la lógica y no permitirle escapar de él a menos que confiese, o bien que no sabe nada, o bien que ésta y no otra alguna es la verdad eterna que, a diferencia de las acciones e impulsós de los hombres ciegos, no ha de pasar jamás. Esta fue la inaudita vivencia de los discípulos de Sócrates. De ella parecía necesariamente deducirse que una vez que se hubiese encontrado el concepto de lo bello, de lo bueno, de la bravura, del alma o de cualquier otra cosa, también podría encontrarse su verdadero ser, quedando así abierto el camino que permitiría enseñar y aprender cuál es el modo justo de comportarse en la vida y, sobre todo, de comportarse como ciudadano. Para el heleno, cuyo pensamiento es radicalmente político, todo depende, en efecto, de esta última cuestión decisiva, cuya investigación constituye el sentido más hondo de la ciencia.
Junto a este descubrimiento del espíritu helénico aparece, como fruto del Renacimiento, el segundo gran instrumento del trabajo científico: el experimento racional como medio de una experiencia controlada y digna de confianza, sin la cual no sería posible la ciencia empírica actual. También ya antes de esta época se había experimentado. Se habían efectuado, por ejemplo, experimentos psicológicos en la India al servicio de la técnica ascética del yoga, y experimentos matemáticos tanto en Grecia como en la Europa medieval, allí con finalidades de técnica militar y aquí para la explotación de minas. La elevación del experimento como tal a principio de la investigación es, sin embargo, obra del Renacimiento. Los pioneros de esta nueva senda son los primeros grandes artistas modernos, Leonardo y sus pares, pero sobre todo y muy caracterizadamente los músicos experimentales del siglo XVI, con su clavicordio de pruebas. De ellos la experimentación pasó a la ciencia, especialmente por obra de Galileo, a la teoría, a través de Bacon, y más tarde a cada una de las disciplinas científicas singulares en las Universidades del Continente, sobre todo las italianas y las holandesas.
¿Qué significado tenía la ciencia para estos hombres situados en las fronteras de la modernidad? Para los artistas experimentales del tipo de Leonardo y de los innovadores musicales, la ciencia significaba el camino hacia el arte verdadero, que para ellos era también el de la verdadera naturaleza. Había que elevar el arte a la categoría de la ciencia y esto significaba sobre todo que, por su rango social y el sentido de su vida, el artista tenía que ser equiparado con el doctor. Esta es la ambición que yace en el fondo del Tratado de la Pintura de Leonardo ¿Podríamos decir hoy que la ciencia es el «camino hacia la naturaleza»? Esto sonaría como una blasfemia en los oídos de la juventud. Hoy se trata más bien de lo contrario, de liberarse del intelectualismo científico para volver hacia nuestra propia naturaleza y, a través de ella, hacia la naturaleza en general. ¿El camino que lleva al arte pleno? Esta afirmación ni siquiera requiere crítica. Pero es que en el momento del hacimiento de las ciencias exactas de la naturaleza todavía se esperaba más de ellas. Si recuerdan la frase de Swammerdam (aquí, en la anatomía de un piojo, les traigo una prueba de la Providencia divina»), verán ustedes que el trabajo científico, indirectamente influenciado por el protestantismo y el puritanismo, se consideraba a sí mismo en aquel tiempo como el camino hacia Dios. Es esta una actitud que no comparten ya los filósofos de su tiempo, con sus conceptos y deducciones. Toda la teología pietista de esa época, especialmente Spener, sabía ya que no era posible encontrar a Dios por ese camino, que era el seguido durante la Edad Media. Dios está escondido, sus caminos no son. nuestros caminos ni sus pensamientos los nuestros. En las ciencias exactas de la naturaleza, sin embargo, en donde sus obras podían captarse físicamente, se esperaba poder hallar las huellas de sus propósitos respecto del mundo. ¿Qué es lo que hoy sucede? Excepto alguno de esos niños grandes que frecuentemente se mueven en el mundo de las ciencias naturales, ¿quién cree todavíahoy que los conocimientos astronómicos, biológicos, físicos o químicos pueden enseñarnos algo sobre el sentido del mundo o siquiera sobre el camino por el que pueden hallarse indicios de ese sentido, en el supuesto de que exista? Si tales conocimientos tienen algún efecto es más bien el de secar de raíz la fe en que existe algo que pueda ser llamado «sentido» del mundo. ¿La ciencia camino hacia Dios? ¿Camino hacia Dios ese poder específicamente ajeno a la divinidad? Que se lo confiese o no, nadie puede tener hoy dudas en el fondo de su ser de que la ciencia es ajena a la idea de Días. La emancipación respecto del racionalismo y el intelectualismo de la ciencia constituye la premisa fundamental para vivir en comunidad con lo divino. Esta expresión u otra sensiblemente análoga es uno de los enunciados fundamentales que brota del sentimiento de nuestra juventud religiosa o de aquella parte de nuestra juventud que aspira a tener una vivencia religiosa. Lo que le interesa no es, por lo demás, la vivencia religiosa, sino la vivencia en general. Lo que sí es extraño es el camino que para ello se toma y que consiste, en definitiva, en elevar a la conciencia y colocar bajo la lupa de la razón lo único que hasta ahora no se había visto afectado por el intelectualismo, la esfera de lo irracional. Esto es lo que en la práctica está aconteciendo con el moderno romanticisco intelectual de lo irracional. El camino para liberarse del intelectualismo lleva justamente al punto opuesto de aquel que se proponían alcanzar quienes lo emprendieron.
Tras la aniquiladora crítica nietzscheana de aquellos «últimos hombres» que «habían encontrado la felicidad», puedo dejar de lado el ingenuo optimismo que festejaba en la ciencia, es decir, en la técnica científicamente fundamentada, el camino hacia la «felicidad». ¿Quién cree hoy día en eso, si se exceptúan algunos niños grandes de los que pueblan las cátedras o las salas de redacción de los periódicos?
Volvamos atrás. Dados estos supuestos y teniendo en cuenta que, como acabamos de decir, han naufragado ya todas esas ilusiones que veían en la ciencia el camino «hacia el verdadero ser», «hacia el arte verdadero», «hacia la verdadera naturaleza», «hacia el verdadero Dios», «hacia la felicidad verdadera», ¿cuáles el sentido que hoy tiene la ciencia como vocación? La respuesta más simple es la que Tolstoi ha dado con las siguientes palabras: «La ciencia carece de sentido puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir». Difícilmente podría discutirse el hecho de que, efectivamente, no responde a estas cuestiones. El problema está, sin embargo, en el sentido en que puede decirse que no ofrece «ninguna» respuesta, y en si tal vez, a falta de respuesta, la ciencia no contribuye, en cambio, a plantear adecuadamente estas cuestiones.
Hoy en día se suele hablar con frecuencia de una ciencia «sin supuestos previos». ¿Existe tal cosa? Todo depende, desde luego, del sentido que se dé a esta expresión. Todo trabajo científico tiene siempre como presupuesto la validez de la Lógica y de la Metodología, que son los fundamentos generales de nuestra orientación en el mundo. Estos supuestos no suscitan grandes problemas, al menos en lo que toca a las cuestiones que ahora nos ocupan. Sin embargo, todo trabajo científico tiene aún otro supuesto necesario, el de que el resultado que con él se intenta obtener es «importante», en el sentido de que es «digno de ser sabido». Con este supuesto vuelven evidentemente a planteársenos todos nuestros problemas, pues él no es a su vez científicamente demostrable. Sólo cabe interpretarlo de acuerdo con su sentido último y aceptarlo o rechazarlo, según cuál sea la actitud de cada uno frente a la vida.
La relación del trabajo científico con estos supuestos previos es, además, muy distinta según la estructura de las diferentes ciencias. Las ciencias naturales, como la Física, la Química o la Astronomía, presuponen como algo evidente por sí mismo que las leyes que estas ciencias logran construir acerca del acontecer cósmico son dignas de ser conocidas. Y esto no sólo porque con estos conocimientos pueden conseguirse éxitos técnicos, sino también en quien las cultiva por «vocación», «por el conocimiento mismo». Este supuesto no es en sí mismo demostrable, así como tampoco puede demostrarse que sea digno de existir el mundo que tales leyes describen, que ese mundo tenga un sentido y que tenga sentido vivir en él. Por esto las ciencias de la naturaleza no se plantean estas cuestiones. Pensemos ahora, por ejemplo, en una ciencia tan altamente desarrollada desde el punto de vista científico como es la Medicina moderna. El «presupuesto» general de la tarea médica es, expresado en sus términos más simples, el de que hay que conservar la vida como tal y hay que disminuir cuanto se pueda el sufrimiento. Se trata de un supuesto muy problemático. El médico, gracias a sus recursos, mantiene vivo al enfermo incurable aunque éste le suplique que lo libere de la vida, aunque los parientes, para quienes esa vida carece ya de valor, que quieren verla liberada del dolor o que no pueden soportar los costos que implica el mantenerla (puede tratarse, por ejemplo, de un loco paupérrimo) estén deseando consciente o inconscientemente, y no sin razón, la muerte del enfermo. Sólo el Código Penal y los supuestos sobre los que la Medicina se asienta impiden que el médico se aparte de esta línea de conducta. La Medicina no se pregunta si la vida es digna de ser vivida o cuándo lo deja de ser. Todas las ciencias de la naturaleza responden a la pregunta de qué debemos hacer si queremos dominar técnicamente la vida. Las cuestiones previas de si debemos y, en el fondo, queremos conseguir este dominio y si tal dominio tiene verdaderamente sentido son dejadas de lado o, simplemente, son respondidas afirmativamente de antemano. Pensemos ahora en una disciplina distinta, como es la Ciencia del Arte. La estética parte del hecho de que existen obras de arte y trata de averiguar en qué condiciones se produce este hecho. No se plantea, sin embargo, el problema de si el reino del arte no es, quizás, un reino de la magnificencia diabólica, un reino de este mundo que es por eso mismo, en su más profundo sentido, un reino enemigo de Dios y, en cuanto a su espíritu profundamente aristocrático, enemigo también de la fraternidad entre los hombres. Por esto la estética no se pregunta si deben existir o no obras de arte. Otro tanto ocurre con la jurisprudencia, que se limita a constatar lo que es válido según las reglas del pensamiento jurídico, en parte estrictamente lógico y en parte vinculado por unos esquemas convencionalmente construidos. Su función es la de determinar cuándo son obligatorias determinadas normas jurídicas y determinados métodos para su interpretación. No responde, en cambio, a la cuestión de si debe existir el Derecho o de si deben establecerse precisamente esas normas y no otras; sólo puede indicar que si quiere obtenerse tal fin, el medio apropiado para alcanzarlo, de acuerdo con las reglas de nuestro pensamiento jurídico, es tal o cual norma. O piensen ustedes, por último, en las ciencias históricas. Enseñan a comprender los fenómenos políticos, artísticos, literarios y sociales teniendo en cuenta las circunstancias de su aparición, pero no tienen respuesta para la cuestión de si tales fenómenos debieron o deben existir, o si vale la pena molestarse en conocerlos. Da por supuesto que existe un interés en participar, mediante este conocimiento, en la comunidad de los «hombres cultos», pero es incapaz de probar esto «científicamente» ante nadie. El hecho de tomar como supuesto la existencia de ese interés no basta para hacerlo evidente por sí mismo, cosa que, desde luego, no es en modo alguno.
Reduzcámonos ahora a las disciplinas que yo tengo más 'próximas, es decir, a la Sociología, la Historia, la Economía, la Teoría del Estado y esa especie de Filosofía de la Cultura que se propone como tarea la interpretación de todos los fenómenos de este género. Se dice, y es afirmación que yo suscribo, que la política no tiene cabida en las aulas. En primer lugar no deben hacer política los estudiantes. Yo lamentaría el hecho de que los estudiantes pacifistas de Berlín armaran un escándalo en el aula de mi antiguo colega Dietrich Schafer con la misma fuerza con que lamento el escándalo que, según parece, le han organizado los estudiantes antipacifistas al profesor Foerster, de quien tan alejado estoy, sin embargo, en cuanto a opiniones. Pero tampoco han de hacer política en las aulas los profesores, especialmente y menos que nunca cuando han de ocuparse de la política desde el punto de vista científico. Las tomas de posición política y el análisis científico de los fenómenos y de los partidos politicos son dos cosas bien distintas. Si se habla de democracia en una asamblea popular no es para hacer secreto de la propia actitud; precisamente lo moralmente obligatorio es, por el contrario, el tomar partido. Las palabras que entonces se utilizan no son instrumento de análisis científico, sino de propaganda política frente a los demás. No son rejas de arado para labrar el terreno del pensamiento contemplativo, sino espadas para acosar al enemigo, medios de lucha. Utilizar la palabra de este modo en un aula o en una conferencia sería, por el contrario, un sacrilegio. Cuando en estas ocasiones haya que referirse a la «democracia», habrá que presentar sus distintas formas, analizar su funcionamiento, señalar qué consecuencias tienen para la vida cada una de esas formas, contraponerlas a las formas no democráticas de ordenación política y tratar de que, en la medida de lo posible, el auditor se coloque en situación de poder tomar posición al respecto a partir de sus propios ideales básicos. El verdadero maestro, no obstante, se guardará muy mucho de empujar hacia una posición determinada aprovechando su labor en la cátedra, ni directamente ni a través de sugerencias, pues «el dejar que los hechos hablen por sí mismos» constituye la forma más desleal de ejercer presión sobre el auditorio.
¿Cuál es la razón de no debamos hacer esto? De antemano he de decir que algunos muy estimados colegas míos entienden que es imposible poner en práctica esta autolimitación y que aunque no lo fuera no se trataría sino de un puro capricho. Ciertamente no cabe demostrarle a nadie científicamente de antemano cuál es su deber como profesor. Lo único que se le puede exigir es que tenga la probidad intelectual necesaria para comprender que existen dos tipos de problemas perfectamente heterogéneos: de una parte la constatación de los hechos, la determinación de contenidos lógicos o matemáticos o de la estructura interna de fenómenos culturales; de la otra, la respuesta a la pregunta por el valor de la cultura y de sus contenidos concretos y, dentro de ella, de cuál debe ser el comportamiento del hombre en la comunidad cultural y en las asociaciones políticas. Si alguien pregunta que por qué no se pueden tratar en el aula los problemas de este segundo género hay que responderle que por la simple razón de que no está en las aulas el puesto del demagogo o del profeta. Para unos y otros ha sido dicho: «Id por calles y plazas y hablad allí públicamente». Es decir, vé allí en donde se te puede hacer críticas. En el aula es el profesor el que habla en tanto que los oyentes han de callar; para hacer su carrera, los estudiantes están obligados a asistir a las clases del profesor y en ellas no se le permite a nadie hacerle críticas. Me parece de una absoluta falta de responsabilidad que el profesor aproveche estas circunstancias para marcar a los estudiantes con su propias opiniones políticas, en lugar de limitarse a cumplir su misión específica, que es la de serles útil con sus conocimientos y con su experiencia científica. Por supuesto, es siempre posible que algún profesor sólo consiga a medias prescindir de sus simpatías políticas. En este caso se expondrá a las más agudas críticas de su propia conciencia. Este hecho, en definitiva, nada prueba. También son posibles los errores puramente objetivos y tampoco ellos suponen un argumento en contra del deber de buscar la verdad. Además, es también el interés científico el que me hace condenar esa actitud. Basándome en la obra de nuestros historiadores, me comprometo a ofrecer la prueba de que allí en donde un hombre de ciencia permite que se introduzcan sus propios juicios de valor deja de tener una plena comprensión del tema. Por lo demás, esta cuestión excede, con mucho, del tema que nos proponemos tratar hoy y exigiría por sí sola un largo tratamiento.
Me limitaré a preguntar que cómo es posible imponer un mismo criterio evaluativo a un católico y a un masón que asistan juntos a un curso sobre las formas de gobierno, las distintas Iglesias o la historia de las religiones. Evidentemente eso es cosa que no puede lograrse. Y, sin embargo, el profesor ha de querer y ha de intentar ser tan útil al uno como al otro con sus conocimientos y métodos. Podrían objetarme ustedes, y con razón, que un católico creyente no aceptará jamás los hechos que, sobre las circunstancias que dieron origen al Cristianismo, le exponga un profesor que no comparta sus presupuestos dogmáticos. Aunque esto sea absolutamente cierto, la diferencia subsiste y estriba en lo siguiente: La ciencia «sin supuestos previos», en el sentido de que rechaza toda vinculación religiosa, no reconoce en cuanto a ella ni el «milagro» ni la «revelación». Si los aceptase traicionaría sus propios «presupuestos», en tanto que el creyente acepta tanto el uno como la otra. Esa ciencia «sin supuestos previos» no exige de él nada menos (pero tampoco nada más) que el reconocimiento de que si se debe explicar el origen del Cristianismo sin tomar en cuenta esos factores, que para una explicación empírica no tienen valor causal, hay que explicarlo precisamente en la forma en que se intenta. Esto sí puede reconocerlo sin faltar a su fe.
¿Pero, tendrá entonces sentido la aportación de la ciencia para aquellos a quienes dejan indiferentes los hechos y para los que sólo cuenta la toma de posición en la práctica? Tal vez sí. Por de pronto nos encontramos con esto: la primera tarea de un profesor es la de enseñar a sus alumnos a aceptar los hechos incómodos; quiero decir, aquellos hechos que resultan incómodos para la corriente de opinión que los alumnos en cuestión comparten, y para todas las corrientes de opinión, incluida la mía propia, existen hechos incómodos. Creo que cuando un profesor obliga a sus oyentes a acostumbrarse a ello les está dando algo más que una simple aportación intelectual. Llegaría incluso a la inmodestia de utilizar la expresión «aportación ética», aunque pueda sonar como un término en demasía patético para calificar una evidencia tan trivial.
Hasta ahora no he hablado sino de las razones prácticas que aconsejan al profesor evitar la imposición de sus propias posturas personales a sus alumnos. Pero no son estas razones las únicas que existen. La imposibilidad de hacer una defensa «científica» de las posturas prácticas (excepto en aquellos casos en que se trata de determinar los medios mejores para alcanzar un fin dado de antemano) brota de motivos mucho más hondos. Esa defensa es ya absurda en principio porque los distintos sistemas de valores existentes libran entre sí una batalla sin solución posible. El viejo Mill, cuya filosofía no quiero por eso alabar, dice en una ocasión, y en este punto sí tiene razón, que en cuanto se sale de la pura empiria se cae en el politeísmo. La afirmación parece superficial y paradójica, pero contiene una gran verdad. Si hay algo que hoy sepamos bien es la verdad vieja y vuelta a aprender de que algo puede ser sagrado, no sólo aunque no sea bello, sino porque no lo es yen la medida en que no lo es. En el capítulo LIII del Libro de Isaias y en el Salmo XXI pueden encontrar ustedes referencias sobre ello. También sabemos que algo puede ser bello, no sólo aunque no sea bueno, sino justamente por aquello por lo que no lo es. Lo hemos vuelto a saber con Nietzsche y, además, lo hemos visto realizado en Las flores del mal, como Baudelaire tituló su libro de poemas. Por último, pertenece a la sabiduría cotidiana la verdad de que algo puede ser verdadero aunque no sea ni bello, ni sagrado, ni bueno. No obstante, éstos no son sino los casos más elementales de esa contienda que entre sí sostienen los dioses de los distintos sistemas y valores. Cómo puede pretenderse decidir científicamente entre el valor de la cultura francesa y el de la alemana es cosa que no se me alcanza. También aquí son distintos dioses los que entre sí combaten. Y para siempre. Sucede, aunque en otro sentido, lo mismo que sucedía en el mundo antiguo cuando éste no se había liberado aún de sus dioses y demonios. Así como los helenos ofrecían sacrificios primero a Afrodita, después de Apolo y, sobre todo, a los dioses de la propia ciudad, así también sucede hoy, aunque el culto se haya desmitificado y carezca de la plástica mítica, pero íntimamente verdadera, que tenía en su forma original. Sobre estos dioses y su eterna contienda decide el destino, no una «ciencia». Lo único que puede comprenderse es qué cosa sea lo divino en uno u otro orden o para un orden u otro. Aquí concluye todo lo que un profesor puede decir en la cátedra sobre el asunto, lo cual no quiere decir, por supuesto, que con eso concluya el problema vital mismo. Poderes muy otros que los de las cátedras universitarias son los que tienen aquí la palabra. ¿Quién osaría «refutar científicamente» la ética del Sermón de la Montaña, o el principio que ordena «no resistirás al mal» o la parábola que aconseja ofrecer la otra mejilla? Y, sin embargo, es claro que desde el punto de vista mundanal es una ética de la indignidad la que de esa forma se está predicado. Hay que elegir entre la dignidad religiosa que esta ética ofrece y la dignidad viril que, por el contrario, ordena «resistirás al mal, pues en otro caso serás corresponsable de su triunfo». Según la postura' básica de cada cual, uno de estos principios resultará divino y el otro diabólico, y es cada individuo el que ha de decidir quién es para él Dios y quién el demonio. Otro tanto sucede en los restantes órdenes de la vida. El grandioso racionalismo de una vida ética y metódicamente ordenada que resuena en el fondo de toda profecía religiosa destronó aquel politeísmo en favor de «el único que hace falta», pero después, enfrentado a las realidades de la vida interna y externa, se vio obligado a esos compromisos y relativizaciones que conocemos por la historia del Cristianismo. Hoy todo eso es ya «rutina» religiosa. Los numerosos dioses antiguos, desmitificados y convertidos en poderes impersonales, salen de sus tumbas, quieren dominar nuestras vidas y recomienzan entre ellos la eterna lucha. Lo que tan duro resulta para el hombre moderno, y especialmente para la generación joven, es esta rutina. Toda esa búsqueda de la «vivencia» procede de una debilidad, pues debilidad es la incapacidad para mirar de frente el rostro severo del destino de nuestro tiempo.
El destino de nuestra cultura es, sin embargo, el de volver a tomar conciencia clara de esta situación que habíamos dejado de percibir, cegados durante todo un milenio por la orientación exclusiva (o que se pretendía exclusiva) de nuestra conducta en función del pathos grandioso de la ética cristiana.
Pero basta ya de estas cuestiones que tan lejos nos llevan. A todo lo que acabamos de decir una parte de nuestra juventud contestaría diciendo: «Sí, pero, de todas formas, nosotros asistimos a clase para algo más que para escuchar análisis y verificaciones de hechos». El error en que esta actitud incurre es el de buscar en el profesor algo que éste no puede dar. Buscan en él un caudillo y no un maestro) pero sólo como maestros se nos conocede la cátedra. Se trata de dos cosas bien distintas y ustedes pueden convencerse fácilmente de esta dualidad. Permítanme que me refiera de nuevo a América porque es allí en donde con frecuencia pueden verse estas cuestiones en su más flagrante originalidad. El muchacho americano aprende infinitamente menos cosas que el nuestro. Pese a la increíble serie de exámenes a que se. ve sometido, no se ha convertido todavía en ese hombre-examen absoluto que es el estudiante alemán. En efecto, la burocratización, que exige el diploma como billete de entrada al reino de los cargos, está allí en sus comienzos. El joven americano no le tiene respeto a nada ni a nadie, a ninguna tradición ni a ningún cargo, pero sí al éxito personal de quien lo ocupa. Es esto lo que los americanos llaman «democracia». Por desgarradamente que la realidad se comporte respecto de este sentido de la palabra, el sentido es éste yeso es lo que aquí nos importa. Frente al profesor que tiene delante, el muchacho americano piensa que le está vendiendo sus conocimientos y sus métodos a cambio del dinero de su padre, exactamente del mismo modo que la verdulera le vende a su madre una col. Esto es todo. Si el profesor es además campeón de fútbol, lo aceptará como jefe en este terreno, pero si no lo es (o no es algo del mismo estilo en cualquier otro deporte), no pasará de ser maestro y a ningún joven americano se le ocurrirá querer comprarle «visiones del mundo» o reglas adecuadas para el gobierno de su vida. Es seguro que, formuladas así las cosas, nosotros las rechazaríamos. Pero de lo que se trata ahora es de determinar si en este modo de ver las cosas, que deliberadamente he exagerado un tanto, no se encierra una pizca de verdad.
Mis queridos estudiantes: ustedes acuden a nosotros demandándonos cualidades de caudillo sin pensar antes que el noventa por ciento de los profesores ni pretenden ni pueden pretender ser, no sólo campeones en el fútbol de la vida, sino tampoco «caudillos» en lo que respecta al modo de vivir. Piensen ustedes que el valor de un hombre no depende de sus cualidades de caudillo y que, en todo caso, no son las cualidades que hacen de un hombre un sabio sobresaliente y un gran profesor las mismas que se requieren en el que ha de actuar de caudillo para la orientación en la vida y especialmente en la política. Es pura casualidad que un profesor posea también esas cualidades, y resulta muy arriesgado que alguien que ocupa una cátedra se vea solicitado para ponerlas en práctica. Más arriesgado aún sería que se dejase decidir a cada profesor universitario si tiene que comportarse o no como caudillo en el aula. Los más inclinados a ello son, frecuentemente, los menos capacitados y, en todo caso, lo sean o no lo sean, su situación en la cátedra difícilmente ofrece ocasión para probarlo. El profesor que se siente llamado a ser consejero de la juventud y que goza de la confianza de ésta puede realizar su labor en el contacto personal de hombre a hombre. Y si se siente llamado a intervenir en los conflictos existentes entre las distintas concepciones del mundo y las diversas opiniones, que lo haga en la plaza pública, en donde discurre la vida, en la prensa, en reuniones, en asociaciones o en donde quiera, no en las aulas. Resulta demasiado cómodo mostrar la fortaleza de sus opiniones allí en donde los que le escuchan, que quizá piensen de otro modo, están condenados al silencio.
Ustedes preguntarán, por último: «si todo esto es así, ¿qué es lo que de realmente positivo aporta la ciencia para la "vida" práctica y personal?». Con esto nos encontramos de nuevo ante el problema de su «vocación». Por de pronto, la ciencia proporciona conocimientos sobre la técnica que, mediante la previsión, sirve para dominar la vida, tanto las cosas externas como la propia conducta de los hombres. Dirán ustedes que por ese camino nos encontramos simplemente con la verdulera del muchacho americano; esa es también mi opinión. Pero en segundo lugar, y esto ya es algo que la verdulera no hace en modo alguno, la ciencia proporciona métodos para pensar, instrumentos y disciplina para hacerlo. Tal vez me objeten ustedes todavía que aunque eso no son verduras, no pasan de ser medios para procurárse1as. Aceptado; por hoy podemos dejarlo así. Felizmente tampoco con eso concluye, sin embargo, la aportación de la ciencia y aún podemos mostrar un tercer resultado importante de la misma, la claridad. Suponiendo, naturalmente, que el profesor la posea. Si este supuesto se da, nosotros, los profesores, podemos hacer ver claramente a quienes nos escuchan que frente al problema de valor de que se trate cabe adoptar tales o tales posturas prácticas (les ruego a ustedes que, para simplificar, piensen en el ejemplo de los fenómenos sociales). Si se adopta tal postura, la experiencia científica enseña que se han de utilizar tales y tales medios para llevarla a la práctica. Si, por casualidad, esos medios son de tal índole que ustedes se sienten obligados a rechazarlos se verán forzados a elegir entre el fin y los inevitables medios. ¿Resultan o no santificados los medios por el fin? El profesor puede situarlos a ustedes ante la necesidad de esta elección, pero no puede hacer más mientras siga siendo maestro y no se convierta en demagogo. Puede decir, además, que si ustedes quieren talo cual fin han de contar con estas o aquellas consecuencias secundarías que, según nuestra experiencia, no dejarán de producirse. y de nuevo nos encontramos así en la misma situación. La verdad es que estos problemas pueden plantearse también a todos aquellos técnicos que, muy frecuentemente, tienen que decidir de acuerdo con el principio del mal menor o de lo relativamente mejor. La diferencia estriba en que a esos técnicos suele venirles ya dado de antemano lo principal; que es el fin. Esto es justamente lo que a nosotros no se nos da cuando se trata de problemas verdaderamente «últimos». Y con esto llegamos ya a la última aportación que la ciencia puede hacer en aras de la claridad, aportación que marca también sus límites: podemos y debemos decirles igualmente a nuestros alumnos que tal postura práctica deriva lógica y honradamente, según su propio sentido, de tal visión del mundo (o de tales visiones del mundo, pues puede derivar de varias), pero no de tales otras. Hablando en imágenes, podemos decir que quien se decide por esta postura está sirviendo a este dios y ofendiendo a este otro. Si se mantiene fiel a sí mismo llegará internamente a estas o aquellas consecuencias últimas y significativas. En principio al menos, esto está dentro del alcance de la ciencia y esto es lo que tratan de esclarecer las disciplinas filosóficas y los temas iniciales, esencialmente filosóficos, de las demás disciplinas concretas. Sí conocemos nuestra materia (cosa que, una vez más, hemos de dar aquí por supuesta) podemos obligar al individuo a que, por sí mismo) se dé cuenta del sentido último de sus propias acciones. O si no obligarlo, al menos podemos ayudarle a esa toma de conciencia. Me parece que esto no es ya tan poco, ni siquiera desde el punto de vista de la vida puramente personal. También ahora estoy tentado de decir que cuando un profesor logra esto está sirviendo a un poder «ético», a la obligación de crear claridad y sentimiento de la responsabilidad. Y creo que será tanto más capaz de realizar esta obra cuanto más concienzudamente evite por su parte el deseo de imponer o sugerir su propia postura personal a sus oyentes.
Por supuesto, las ideas que estoy exponiendo aquí ante ustedes derivan de un hecho fundamental, el de que la vida, en la medida en que descansa en sí misma y se comprende por sí misma, no conoce sino esa eterna lucha entre dioses. O dicho sin imágenes, la imposibilidad de unificar los distintos puntos de vista que, en último término, pueden tenerse sobre la vida y, en consecuencia, la imposibilidad de resolver la lucha entre ellos y la necesidad de optar por uno u otro. Si, siendo así las cosas, vale la pena que alguien adopte la. ciencia como «vocación», o si la ciencia tiene en sí misma una «vocación» objetivamente valiosa son, una vez más, cuestiones que exigen para su respuesta un juicio de valor y sobre las cuales nada cabe decir en el aula. La enseñanza que allí se da presupone ya una respuesta afirmativa. Yo, personalmente, respondo afirmativamente a esa cuestión con mi propio trabajo. Pero también supone una respuesta previa a la misma cuestión el punto de vista que ve en el intelectualismo el peor de los males, punto de vista que es el que sustenta nuestra juventud. O más exactamente, que es el punto de vista que nuestra juventud se imagina sustentar, pues esto es lo que efectivamente sucede en la mayor parte de los casos. A esta juventud habría que recordarle la frase que dice «Acuérdate de que el diablo es viejo y hazte viejo para comprenderlo». Esto no se refiere, naturalmente, a la edad física. Su sentido es el de que si se quiere acabar con ese demonio no hay que huir de él, como hoy con tanto gusto se hace, sino que hay que seguir primero sus caminos hasta el fin para averiguar cuáles son sus poderes y sus límites.
El hecho de que la ciencia es hoy una «vocación» que se realiza a través de la especialización al servicio de la toma de conciencia de nosotros mismos y del conocimiento de determinadas conexiones fácticas, constituye un dato de nuestra situación histórica del que no podemos olvidarnos si queremos ser fieles a nosotros mismos. La ciencia no es hoy un don de visionarios y profetas que distribuyen bendiciones y revelaciones, ni parte integrante de la meditación de sabios y filósofos sobre el sentido del mundo. Si de nuevo en este punto surge Tolstoi dentro de ustedes para preguntar que, puesto que la ciencia no lo hace, quién es el que ha de respondernos a las cuestiones de qué es lo que debemos hacer y cómo debemos orientar nuestras vidas, o dicho en el lenguaje que hoy hemos empleado aquí, quién podrá indicarnos a cuál los dioses hemos de servir, habrá que responder que sólo un profeta o un salvador. Si ese profeta no existe o si ya no se cree en su mensaje, es seguro que no conseguirán ustedes hacerlo bajar de nuevo a la tierra intentando que millares de profesores, como pequeños profetas pagados o privilegiados por el Estado, asuman en las aulas su función. Por ese medio sólo conseguirán impedir que se tome plena conciencia de la verdad fundamental de que el profeta por el que una gran parte de nuestra generación suspira no existe. Creo que ni ahora ni nunca sirve al verdadero interés íntimo de un hombre realmente religioso, de un hombre que «vibre» con la religión, el que se le vele con un sucedáneo (y un sucedáneo son todas estas profecías hechas desde la cátedra) el hecho fundamental de que nos ha tocado vivir en un tiempo que carece de profetas y está de espaldas a Dios. En mi opinión, la pureza de sus sentimientos religiosos debería llevarlo a rebelarse contra semejante engaño. Tal vez en este punto sientan ustedes la tentación de preguntar que cómo se explica entonces que exista la «Teología» y que ésta tenga pretensiones de «ciencia». No intento esquivar esta cuestión. Aunque la «Teología» y los «dogmas» no son fenómenos universales es cierto que no existen solamente en el Cristianismo. Mirando hacia atrás en el tiempo también los encontramos, y en forma muy desarrollada, en el Islam, en el maniqueísmo, en la gnosis, en el oríismo, en el parsismo, en el budismo, en las sectas hindúes, en el taoísmo, en los upanishadas y, naturalmente, en el judaísmo. Por supuesto, su desarrollo sistemático es muy distinto en cada una de estas religiones. No es, en modo alguno, una casualidad que sea el cristianismo occidental el que, no sólo ha desarrollado sistemáticamente la Teología (en oposición, por ejemplo, al contenido teológico del judaísmo), sino el que le ha dado también una importancia histórica inconmensurablemente más grande. Es el espíritu helénico el que ha producido esta obra y toda la Teología del Occidente procede de él, del mismo modo que toda la Teología oriental procede evidentemente del pensamiento hindú. Toda Teología es racionalización intelectual del contenido escatológico de la religión. Ninguna ciencia carece por entero de supuestos previos y ninguna puede demostrar su propio valor a quienes rechazan estos supuestos, pero la Teología introduce, además, para su desarrollo y su justificación, un cierto número de otros supuestos que le son específicos. Toda Teología, incluida, por ejemplo, la hindú, parte del supuesto de que el mundo ha de tener un sentido. El problema que ha de resolver es, en consecuencia, el de encontrar una forma de interpretar el mundo que haga posible pensar así. Se trata de una situación idéntica a la de la teoría kantiana del conocimiento, que parte del supuesto de que «existe una verdad científica válida» y se pregunta después por los supuestos mentales que hacen esto (significativamente) posible. O también idéntica a la situación de los estéticos modernos, que parten del supuesto explícito (como G. van Lukacs) o implícito de que «existen obras de arte»· y se preguntan después que cómo es posible que suceda esto y que tenga sentido. Las teologías no se contentan, además, con este solo supuesto (esencialmente religioso-filosófico), sino que parten aún de otro situado más allá, el de que hay que creer en determinadas «revelaciones» como hechos salvadores (es decir, como lo únicos hechos que permiten un modo de vida dotado de sentido) y que determinados estados y determinados actos poseen un carácter saeral, esto es, constituyen un modo de vida religioso o, al menos, forman parte de él. Su cuestión es, entonces, la de interpretar estos datos, forzosamente impuestos, dentro de una imagen general del mundo. Los supuestos mismos están para la Teología más allá de toda «ciencia», no constituyen un «saber», en el sentido habitual de este vocablo, sino un «tener». La Teología no puede darle fe (o el estado sacral de que en cada caso se trate) a quien carece de ella. Tampoco puede dársela ninguna otra ciencia. Por el contrario, en toda Teología «positiva» llega el creyente a un punto en el que adquiere validez la máxima agustiniana de «credo non quod, sed quia absurdum est». La capacidad para llegar hasta este virtuoso «sacrificio del intelecto» es la señal distintiva del hombre verdaderamente religioso. El hecho de que esto sea así nos pone de manifiesto que, pese a la Teología (o más bien a consecuencia de ella, pues es ella la que la pone de manifiesto), la tensión entre la esfera de los valores «científicos» y la de la salvación religiosa es totalmente insoluble.
Sólo el discípulo ante el profeta o el creyente ante su Iglesia hace este «sacrificio del intelecto». Nunca, sin embargo, ha surgido una profecía nueva (y repito deliberadamente esta imagen que puede resultar chocante para algunos) para satisfacer la necesidad que ciertos intelectuales modernos parecen sentir de amueblar, por así decir, sus almas con cosas viejas y de garantizada autenticidad. Al experimentar esta necesidad se acuerdan de que entre esas cosas viejas figuraba también la religión que ellos ya no tienen, y se construyen entonces como sustitutivo de ella una especie de capillita doméstica de juguete, amueblada con santitos de todos los países del mundo, o la sustituyen con una combinación de todas las posibles experiencias vitales, a la que atribuyen la dignidad de la santidad mística para llevarla cuanto antes al mercado literario. Todo esto es, simplemente, o charlatanería o ganas de engañarse a sí mismos. No hay, por el contrario, charlatanería, sino algo muy serio y verdadero, aunque a veces quizás equívoco, en el hecho de que algunas de esas comunidades juveniles que se han desarrollado silenciosamente durante los últimos años interpreten sus propias relaciones comunitarias y humanas como una relación religiosa, cósmica o mística. Si bien es cierto que todo acto de auténtica fraternidad puede engendrar la conciencia de que con él se añade algo imperecedero a un reino suprapersonal, me parece muy dudoso que esas interpretaciones religiosas aumenten la dignidad de las relaciones comunitarias puramente humanas. Pero en verdad esta cuestión cae ya fuera de nuestro tema.
El destino de nuestro tiempo, racionalizado e intelectualizado y, sobre todo, desmitificador del mundo, es el de que precisamente los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública y se han retirado, o bien al reino ultratetreno de la vida mística, o bien a la fraternidad de las relaciones inmediatas de los individuos entre sí. No es casualidad ni el que nuestro arte más elevado sea hoy en día un arte íntimo y nada monumental, ni el que sólo dentro de los más reducidos círculos comunitarios, en la relación de hombre a hombre, en pianissimo, aliente esa fuerza que corresponde a lo que en otro tiempo, como pneuma profético, en forma de tempestuoso fuego, atravesaba, fundiéndolas, las grandes comunidades. Cuando nos empeñamos en «hallar» por la fuerza una concepción artística monumental surgen esos lamentables esperpentos que son muchos de los monumentos de los últimos veinte años. y cuando, sin nuevas y auténticas profecías, nos obstinamos en constituir nuevas religiones se producen internamente esperpentos semejantes, cuyas consecuencias han de ser peores aún. Las profecías lanzadas desde la cátedra podrán crear sectas fanáticas, pero nunca una auténtica comunidad. A quienes no puedan soportar virilmente este destino de nuestro tiempo hay que decirles que vuelvan en silencio, llana y sencillamente, y sin la triste publicidad habitual de los renegados, al ancho y piadoso seno de las viejas Iglesias, que no habrán de ponerles dificultades. Es inevitable que de uno u otro modo tengan que hacer allí el «sacrificio del intelecto». No se lo reprocharemos si de veras lo consiguen. Tal sacrificio hecho en aras de la entrega religiosa sin condiciones es éticamente muy otra cosa que ese olvido de la simple probidad intelectual que se produce cuando alguien no tiene ánimo bastante para darse cuenta de su propia postura básica y se facilita a sí mismo esa obligación por el camino fácil de relativizarla. Para mí esa entrega tiene más valor que todas las profecías de cátedra que desconocen la verdad de que dentro de las aulas no existe ninguna virtud fuera de la simple probidad intelectual. Esa probidad nos ordena constatar que la situación de todos aquellos que hoy esperan nuevos profetas y salvadores es la misma que resuena en esa bella canción del centinela edomita, de la época del exilio, recogida en, las profecías de Isaías:
Una voz me llega de Seir, en Edom:
«Centinela, ¿cuánto durará la noche aún?»
El centinela responde:
«La mañana ha de venir, pero es noche aún
Si queréis preguntar, volved otra vez».
El pueblo a quien esto fue dicho ha preguntado y esperado durante más de dos mil años y todos conocemos su estremecedor destino. Saquemos de este ejemplo la lección de que no basta con esperar y anhelar. Hay que hacer algo más. Hay que ponerse al trabajo y responder, como hombre y como profesional, a las «exigencias de cada día». Esto es simple y sencillo si cada cual encuentra el demonio que maneja los hilos de su vida y le presta obediencia.