arias leguas al norte en el camino de Oswestry, Oliveros se detuvo al borde del camino donde un nervudo mozo de penetrante mirada estaba apacentando un rebaño de cabras en medio de un esplendoroso verdor estival que ya empezaba a granar. El niño dio un tirón a una de las largas traíllas con que sujetaba a las cabras y se dirigió a un lugar en el que la luz del atardecer iluminaba la alta hierba. Miró al jinete sin ningún temor, siendo medio galés y, por consiguiente, inmune a cualquier servilismo. Sonrió y dio amablemente las buenas tardes.
El niño era hermoso, atrevido e impávido, lo mismo que el hombre. Ambos se miraron mutuamente y apreciaron lo que vieron.
—¡Dios sea contigo! —dijo Oliveros—. ¿Cuánto rato llevas apacentando a tus bestias por aquí? ¿Has visto pasar durante este tiempo a un hombre cojo y a un hombre sano, más o menos de mi edad, pero a pie?
—Dios sea con vos, señor —contestó alegremente el chico—. Estoy aquí desde el mediodía porque me traje un poco de comida. Pero no he visto pasar a ésos que decís. He hablado con todos los que han pasado por el camino, menos con los que iban al galope.
—En tal caso, de nada me sirve correr —dijo Oliveros mientras su caballo inclinaba la cabeza sobre la hierba—. No pueden haber llegado más lejos por este camino. Mira, suponiendo que quisieran llegar cuanto antes a Gales, ¿qué camino debería seguir yo para darles alcance? Salieron de la ciudad de Shrewsbury antes que yo y he sido enviado en su busca. ¿Cómo puedo girar al oeste y rodear la ciudad?
El joven pastor acogía con los brazos abiertos cualquier conversación que le aliviara el tedio de la jornada. Reflexionó un instante sobre la cuestión y emitió su veredicto:
—Retroceded una media legua cruzando el puente de Montford y encontraréis una senda de carros que conduce al oeste, la veréis a mano derecha. Seguid un poco hacia el oeste al llegar a la primera bifurcación que encontréis. No es un camino directo, pero rodea Shrewsbury a una legua y media de distancia y sigue el lindero del bosque, cruzando todos los caminos que salen de Shrewsbury. Es posible que aún podáis alcanzar a vuestros hombres. ¡Os lo deseo de todo corazón!
—Te agradezco el deseo y también el consejo —dijo Oliveros. Después se inclinó hacia la mano que el muchacho había levantado, no para recibir limosna sino para acariciar con visible admiración y placer el pelaje del hermoso caballo zaino, y deslizó una moneda en la suave palma—. ¡Dios sea contigo! —añadió, dando media vuelta con su cabalgadura para retroceder por el camino que había seguido.
—¡Que Él os acompañe, señor! —gritó el muchacho a su espalda, mirándole hasta que un recodo del camino le hizo perder de vista al jinete y al caballo más allá de una arboleda. Las cabras se arracimaron en un apretado grupo. El anochecer era inminente y las bestias deseaban regresar a casa. Conocían la hora por la posición del sol con tanta exactitud como su pastor. El mozo tiró de las traíllas, las llamó con cariñosos silbidos y avanzó por el camino hasta llegar a la vereda que lo conduciría a casa a través de los campos.
Oliveros llegó por segunda vez al puente de Severn, una de cuyas márgenes era una escarpada pendiente cubierta de árboles mientras que la otra era un suave prado. Más allá del primer plano de campos, una tortuosa senda discurría a la derecha entre unos cuantos árboles dispersos y se dirigía más bien al sur que al oeste, pero, al cabo de una media legua, desembocaba en otro camino que la cruzaba a derecha e izquierda. Oliveros giró a la derecha de cara al sol tal como le habían indicado y, al llegar al punto en el que el camino se bifurcaba en dos, giró a la izquierda y, manteniendo a su derecha el sol poniente que ahora ya estaba a punto de desaparecer en el horizonte y brillaba a través de las ramas de los árboles en súbitos destellos cegadores, empezó a rodear poco a poco la ciudad de Shrewsbury. El camino entraba y salía de los matorrales que bordeaban el extremo norte del bosque Largo, a veces entre densas arboledas, otras veces entre brezales y maleza, otras entre islas de campos cultivados y atisbos de aldeas. Oliveros cabalgaba con los oídos alerta, dispuesto a captar el más leve sonido, deteniéndose cada vez que su laberinto cruzaba un camino que condujera al oeste de Shrewsbury y preguntando por los dos viajeros cada vez que pasaba por delante de alguna casita o atravesaba un claro. Nadie había visto pasar a la pareja. Oliveros no se desanimó. Le llevaban unas cuantas horas de ventaja, pero, si no se habían dirigido al oeste por ninguno de los caminos que él había cruzado hasta entonces, aún podían estar dentro del círculo que él estaba trazando alrededor de la ciudad. El descalzo tendría dificultades para caminar por allí y, a lo mejor, se habría visto obligado a detenerse a menudo para descansar. En el peor de los casos, aunque al final no consiguiera encontrarles, aquel sinuoso camino le conduciría por lo menos al camino real que él había tomado para dirigirse de Shrewsbury desde el sudeste y le permitiría regresar a la ciudad donde sería recibido con agrado por Hugo Berengario sin que aquel pequeño ejercicio en un hermoso atardecer le hubiera causado la menor molestia.
Fray Cadfael se apresuró a calzarse las botas y recogerse el hábito e inmediatamente eligió y ensilló al mejor caballo que pudo encontrar en los establos. No tenía muchas ocasiones para disfrutar de los placeres ya medio olvidados, aunque no pensara en eso en aquellos momentos. Le había pedido al mensajero, que ya estaría cruzando el puente para entrar en la ciudad, que avisara a Hugo, y Hugo no haría preguntas, como tampoco las había hecho el abad, reconociendo la gravedad del asunto cuya urgencia no era posible explicar por falta de tiempo.
Comunicad a Hugo Berengario —decía el mensaje— que Ciaran se dirige a la frontera galesa por el camino más corto, pero evitando los espacios más abiertos. Creo que descenderá un poco al sur hacia el camino que construyeron los romanos y que nosotros hemos sido lo bastante insensatos como para permitir que la maleza lo cubriera, pues es muy llano y conduce directamente a la frontera al norte de Caus.
Eso no era más que una conjetura y Cadfael lo sabía muy bien. Ciaran no era natural de aquella región aunque tal vez conocía un poco la frontera, si tenía parientes en la parte galesa. No obstante, llevaba tres días allí y, si tenía efectivamente el propósito de escapar, quizá había preguntado a los monjes y los huéspedes sobre los caminos más adecuados. El tiempo apremiaba y las conjeturas razonables eran imprescindibles. Cadfael eligió un camino y decidió seguirlo.
No perdió el tiempo en salir ordenadamente por la caseta de vigilancia y dar un rodeo por el camino para seguir a su presa por el oeste, sino que condujo su caballo al trote a través de los Vergeles, dejando completamente atónito a fray Jerónimo, que estaba cruzando casualmente el claustro para dirigirse al rezo de completas con diez minutos largos de adelanto. No cabía duda de que Jerónimo se habría indignado ante aquel espectáculo y se lo comunicaría inmediatamente al prior Roberto. Cadfael se olvidó de él en seguida y rodeó con su caballo el campo de guisantes todavía sin recolectar, bajó a las verdes aguas del arroyo y las cruzó para alcanzar el prado de la otra orilla. El sol ya se estaba poniendo por el oeste más allá de las copas de los árboles. Entre la media luz y la media sombra Cadfael espoleó a su montura para ganar tiempo, aprovechando que conocía aquellos caminos como la palma de la mano. Se dirigió al oeste hasta encontrar la ruta, avanzó un corto trecho a medio galope hasta el punto en que empezaba a desviarse hacia el sur y entonces siguió de nuevo hacia el oeste de cara al sol poniente. Ciaran le llevaba una buena ventaja a Mateo y no digamos a los que le habían seguido más tarde. Pero Ciaran cojeaba, estaba agobiado y tenía miedo. Era casi digno de compasión.
Una media legua más adelante, al llegar a un sendero casi invisible que él conocía, Cadfael se desvió de nuevo hacia el suroeste, adentrándose en la espesura del extremo más norteño del bosque Largo. El sendero de este bosque era muy angosto y discurría entre las ramas de los árboles centenarios en un paraje en el que no merecía la pena abrir un claro para construir una granja por estar asentado sobre un substrato rocoso, cuya dureza asomaba con frecuencia a la superficie. Aquello no era todavía terreno fronterizo, pero le andaba muy cerca pues en él se levantaban muchas formaciones rocosas que rompían el frágil suelo, cubiertas de brezales y vegetación montañosa, matorrales y algún que otro árbol y que más adelante eran sustituidas por una pródiga vida en las charcas al amparo de los añosos árboles. Algo más allá se iniciaban los oscuros y tupidos bosques de altas copas, enmarañado sotobosque, arbustos, maleza y suelo cubierto de vegetación. Eran unos bosques intactos aunque de vez en cuando se observaba alguna isla de tierras de labranza, cada una de las cuales constituía un motivo de asombro.
Cadfael llegó al antiquísimo camino que cortaba como un cuchillo su sendero de este a oeste. Pensó en los hombres que lo habían construido. Ahora, más que un camino de soldados, era una vereda muy angosta y casi enteramente cubierta de hierba, pero su curso era el mismo que cuando se construyó, recto como una lanza y perfectamente nivelado subía y bajaba de vez en cuando a merced de algún monte en lo que obstaculizaba su avance. Cadfael giró al oeste, cabalgando hacia el dorado arco de sol que todavía brillaba entre las ramas.
En el añoso bosque situado al norte y al oeste de la aldea de Hanwood los forajidos se hubieran podido ocultar sin ninguna dificultad siempre y cuando no se acercaran a los caseríos. Los lugareños solían vallar sus propiedades y agruparse para defender sus pequeños territorios. El bosque estaba hecho para el pillaje y la caza furtiva y para que hozaran los puercos, todo ello con las debidas precauciones. Los viajeros, aunque pidieran hospitalidad y ayuda en caso necesario, se las tenían que arreglar solos si se adentraban en la espesura. De hecho, la seguridad en el condado de Shrop bajo el gobierno de Hugo Berengario era equivalente a la de cualquier otro lugar de Inglaterra; la presencia de indeseables no podía durar mucho tiempo aunque algunos se ocultaban brevemente en aquellos parajes en caso de apuro.
Varios feudos menores de aquellas regiones fronterizas habían decaído por la inseguridad reinante y algunos de ellos estaban medio abandonados y con los campos sin cultivar. Hasta el mes de abril de aquel año, el castillo de Caus había estado en manos galesas, lo que había constituido una ulterior amenaza para la paz, y, desde que Hugo reclamara el castillo de nuevo, las desiertas aldeas aún no habían tenido tiempo de recuperarse. Además, en aquel verano tan agradable, vivir en el bosque no representaba ningún problema; con un poco de caza y algún que otro robo, dos o tres malhechores hubieran podido vivir durante un buen período hasta que sus hazañas del sur cayeran en el olvido y pudieran decidir adonde dirigirse hasta que fuera posible su regreso a casa.
Maese Simeón Poer, el presunto mercader de Guildford, no estaba en absoluto descontento de sus ganancias en Shrewsbury. En tres noches, que era el tiempo máximo en que estos ladronzuelos se atrevían a actuar sin despertar sospechas, habían estafado a los incautos jugadores de la ciudad de la barbacana una considerable suma de dinero, de lo que Daniel Aurifaber había pagado por el anillo; también había que contar los distintos objetos que Guillermo Hales había sustraído en los tenderetes del mercado y las monedas que los ágiles y suaves dedos de Juan Shure habían conseguido robar de las bolsas en medio de las aglomeraciones. Fue una pena que tuvieran que abandonar a Guillermo Hales a su destino durante la incursión, pero en conjunto no les había ido del todo mal pues habían escapado con tan sólo un par de magulladuras y un hombre de menos. Mala suerte para Guillermo, pero así era la vida. Cada uno de ellos sabía que eso le podía ocurrir en cualquier momento.
Habían evitado los caminos más transitados, procurando no mezclarse con los lugareños y robando de noche tras haberse asegurado de que no hubiera perros capaces de dar la alarma. Incluso disfrutaban de techo porque, en la espesura por debajo del nivel del antiguo camino, bien ocultos por la maleza, habían encontrado los restos de una cabaña, reliquia de un claro que alguien había intentado talar infructuosamente hacía mucho tiempo. Transcurridos unos días o en caso de que cambiara el tiempo, intentarían desplazarse un poco al sur para alejarse de Shrewsbury antes de dirigirse a los condados del este donde nadie les conocía.
Si de vez en cuando, pasaba algún viajero por el camino, era casi siempre un lugareño y lo dejaban en paz, sabiendo que lo echarían en falta y, en cuestión de un día, empezarían a buscarlo. Sin embargo, no le hubieran hecho ningún asco a la posibilidad de asaltar a alguno de los que se dirigieran a lejanos lugares pues nadie le echaría en falta de inmediato y, además, sería una presa más provechosa porque llevaría consigo los medios para costearse el viaje por muy modestos que éstos fueran. En aquel bosque tan espeso, un hombre podía desaparecer para siempre sin ninguna dificultad.
Aquella noche, los tres compañeros estaban cómodamente sentados a la entrada de su cabaña, con las ascuas de la hoguera todavía humeando y los dedos todavía untados con la grasa del pollo que habían robado.
El ocaso del exterior, ya era crepúsculo en aquella espesura, pero sus ojos estaban acostumbrados a la oscuridad y ellos se encontraban completamente despiertos y rebosantes de energía tras una jornada de holganza. Walter Bagot era el encargado de las tareas de vigilancia y se había ocultado a cierta distancia del angosto camino que conducía a la ciudad. Regresó a toda prisa, pero no alarmado sino más bien esperanzado.
—Se acerca uno al que podríamos asaltar fácilmente. El tipo descalzo de la abadía… aún está lejos, pero tan renco como siempre. Habrá pisado muchos pedruscos. Nadie sabrá adonde fue.
—¿Ése? —preguntó Simeón Poer, sorprendido. No seas tonto, ése lleva siempre una sombra que lo acompaña. Tendríamos que liquidarlos a los dos… si uno de ellos escapara, daría la voz de alarma.
—Ahora no lleva la sombra —replicó Bagot, soltando una risita—. Te digo que viaja solo, se ha quitado de encima al otro o, a lo mejor, se han separado por mutuo acuerdo. ¿A quién le importa lo que sea de él?
—No vale un penique —terció despectivamente Shure—. Dejadle en paz. No merece la pena que nos molestemos por sus calzones y su camisa. ¿Qué otra cosa podría llevar encima?
—¡Por supuesto que lleva! ¡Dinero, amigo mío! —dijo Bagot mientras se le encendían los ojos de codicia—. Tenlo por seguro, ése va bien forrado aunque procure disimularlo. ¡Lo sé! Me acercaba a él siempre que podía en la iglesia y llevaba una bolsa muy pesada colgada del cinto, pero no hubiera podido introducir los dedos en ella sin usar un cuchillo, y eso hubiera sido demasiado peligroso. Tiene dinero para pagarse el viaje. Espabilad, porque ahora será una presa muy fácil.
Bagot estaba seguro y los demás pensaron que no les vendría mal apoderarse de otra bolsa. Se levantaron alegremente y echando mano de sus dagas, subieron sigilosamente entre la maleza hacia el camino por encima del cual una cinta de claro cielo aún conservaba un pálido vestigio de luz. Shure y Bagot se situaron al acecho en el lado más próximo del camino y Simeón Poer lo cruzó para ocultarse detrás de unos exuberantes arbustos del otro lado, cuyas frondosas ramas eran fruto del sol que las iluminaba. En aquel paraje del bosque los árboles eran muy viejos, algunos eran enormes hayas con los troncos tan gruesos y nudosos que tres hombres con los brazos extendidos no los hubieran podido abarcar. En muchos lugares, los árboles se talaban y se abrían claros para la caza, pero el bosque Largo aún conservaba vastas extensiones de vegetación intacta. En la verde penumbra, los tres hombres sin dueño esperaban, tan inmóviles como los árboles.
Entonces lo oyeron. Unas obstinadas, firmes y penosas pisadas que agitaban la áspera hierba. En los herbosos bordes de un camino real, hubiera podido caminar con menos dolor y cubrir el doble de distancia de la que había cubierto por aquellas escabrosas sendas. Oyeron su afanosa respiración cuando todavía se encontraba a veinte metros de distancia y vieron su alta figura avanzando apoyada en un largo y nudoso bastón que habría encontrado en algún lugar entre los restos de algún árbol. Parecía apoyar el peso del cuerpo en el pie izquierdo aunque con mucho cuidado como si hubiera pisado una afilada piedra y se hubiera hecho un corte en la planta o se hubiera dislocado el tobillo. Era un espectáculo digno de compasión si hubiera habido alguien que pudiera compadecerle.
Avanzaba con el oído alerta y los pelos de punta, con un cansancio tan intenso como el de cualquiera de las pequeñas criaturas que serpeaban y se estremecían entre la maleza que le rodeaba. Caminó con temor a lo largo de todas las leguas que recorrió en compañía, y ahora que iba solo su temor era casi insuperable. Aquella huida no era en absoluto una huida.
Fue la intensidad de su temor la que lo salvó. Le dejaron pasar despacio para que Bagot pudiera situarse a su espalda y Poer y Shure pudieran hacerlo uno a cada lado. No fue su oído ni la sensibilidad de su piel lo que le hizo percibir la sigilosa presencia a su espalda, el movimiento del fresco aire nocturno y el peso de un cuerpo y un arma inclinados hacia él casi en silencio. Lanzó un apagado grito y giró en redondo, agitando el bastón a su alrededor de tal forma que el cuchillo que hubiera tenido que traspasarlo se clavó en una rama y rebanó un fragmento de corteza y leña. Bagot extendió la mano izquierda para agarrarlo por la manga o la chaqueta y volvió a atacar con la rapidez de una serpiente, pero falló el golpe porque Ciaran brincó hacia atrás y, presa de un terror indescriptible, dio media vuelta, se apartó del camino y corrió con sus lacerados pies hacia las más profundas y tupidas sombras entre los nudosos árboles. Gemía de dolor, pero corría como una liebre asustada.
¿Quién hubiera podido creerle capaz de correr de semejante forma? Sin embargo, no podría llegar muy lejos porque le fallarían las fuerzas. Los tres se lanzaron en su persecución, desplegándose un poco para cercarle cuando cayera agotado. Se reían y no tenían excesiva prisa. El rumor de sus pisadas entre los arbustos y sus irreprimibles gemidos de dolor resultaban increíblemente extraños en aquel bosque envuelto en las sombras del crepúsculo.
Las ramas y las zarzas arañaban el rostro de Ciaran, pero éste corría ciegamente, abriéndose ruidosamente paso entre la maleza y tropezando dolorosamente en el suelo recubierto de ramas muertas y en los suaves y traicioneros pozos formados por la acumulación de las hojas de muchos años. Los malhechores le seguían sin prisas, conscientes de que ya empezaba a cansarse. El ágil sastre se encontraba a su altura, pero un poco apartado, y ya estaba empezando a acercarse a él para cortarle el paso, todavía con resuello suficiente como para avisar con un silbido a sus compañeros, los cuales se estaban acercando sin ninguna prisa como perros que estuvieran rodeando una oveja perdida. Ciaran emergió a un claro abierto espontáneamente por una vieja y gigantesca haya y, con el poco aliento que le quedaba, dio una carrerilla para adentrarse en la espesura del otro lado. El crujido de las hojas secas entre las raíces lo traicionó. Perdió pie y cayó ruidosamente contra el tronco del árbol. Tuvo tiempo de incorporarse y de apoyarse contra el grueso tronco antes de que le dieran alcance.
Blandió el bastón y pidió socorro a gritos sin darse cuenta siquiera del nombre que estaba pronunciando en su apurada situación.
—¡Socorro! ¡Asesinos! ¡Mateo, Mateo, ven en mi auxilio!
No hubo ningún grito de respuesta sino un brusco rumor de ramas y algo que surgió de su escondrijo y corrió por la hierba tan repentinamente que Bagot fue empujado a un lado y cayó de rodillas. Un largo brazo asió a Ciaran para apoyarlo de nuevo contra el tronco del árbol mientras Mateo se situaba a su lado, blandiendo en la mano su daga desenvainada. Los atisbos de luz de occidente iluminaron su enfurecido rostro y arrancaron unos destellos de la hoja de la daga.
—¡No! —gritó Mateo, desafiando en voz alta a los atacantes mientras su boca se torcía en una mueca. ¡Apartad las manos! ¡Este hombre es mío!