s quedaréis con él? —preguntó Cadfael cuando el mozo se retiró sumido en su arrobamiento y sin ser consciente de la perfección de su figura, tras haberse inclinado en una profunda reverencia.
—Si su propósito persiste, sin duda. Es la prueba viviente de la gracia divina. Pero no permitiré que haga los votos precipitadamente y que más tarde tenga que lamentarlo. Ahora rebosa alegría y entusiasmo y gustosamente abrazaría el celibato y la reclusión. Si ésa es su voluntad dentro de un mes, entonces lo creeré y le aceptaré de buen grado. Pero, aun así, tendrá que hacer todo el noviciado. No permitiré que cierre la puerta hasta que esté bien seguro. Y ahora —añadió el abad, contemplando pensativamente y con el ceño fruncido la bolsa de lino depositada sobre su escritorio—, ¿qué vamos a hacer con eso? ¿Decís que estaba caída entre las dos camas y que podría pertenecer a cualquiera de los dos?
—Eso dijo el chico. Pero, padre, si recordáis bien, cuando se produjo el robo de la sortija del obispo, ambos jóvenes entregaron sus bolsas para que las examinaran. Lo que llevaba cada uno de ellos, aparte de la daga que fue debidamente entregada en la caseta de vigilancia, no puedo decirlo con certeza, pero el padre prior lo sabrá pues fue él quien examinó su contenido.
—Cierto. Pero, de momento —dijo Radulfo— creo que no tenemos ningún derecho a registrar las pertenencias de esos jóvenes y, por otra parte, de nada nos serviría averiguar a cuál de los dos pertenece la bolsa. Si el señor de Bretaña les da alcance, tal como sin duda ocurrirá, averiguaremos más detalles y es posible que incluso les convenza para que regresen. Esperaremos sus noticias. Entre tanto, dejadla aquí. Cuando sepamos algo más, tomaremos las medidas pertinentes para devolverla.
El día de los prodigios anocheció con tanta benevolencia como había amanecido, con un cielo despejado y un aire dulcemente perfumado. Todos los que se encontraban en el recinto de la abadía acudieron al rezo de vísperas, y la cena tanto en la hospedería como en el refectorio transcurrió en medio de una serena y devota atmósfera de fiesta. Las estridentes y emocionadas voces de la hora del almuerzo se habían suavizado en la grata languidez de la satisfacción.
Fray Cadfael se ausentó de las colaciones en la sala capitular y salió a los vergeles. En el camellón en el que se iniciaba la suave pendiente de los campos de guisantes, Cadfael permaneció largo rato contemplando el cielo. Al sol poniente le quedaba todavía una hora o más antes de que sus bordes desaparecieran detrás de los plumosos matorrales del otro lado del arroyo. El oeste que había reflejado la alborada al comienzo de aquel día triunfaba ahora con sus pálidos reflejos dorados sin que ninguna nube oscureciera su color o empañara su pureza. El perfume de las hierbas del huerto vallado se elevaba en unas embriagadoras oleadas de dulces y picantes especias. Un buen lugar y un día resplandeciente… ¿por qué iba un hombre a alejarse furtivamente y huir de él?
La pregunta era inútil. ¿Por qué hacen los hombres lo que hacen? ¿Por qué tenía Ciaran que someterse a aquellas penalidades? ¿Por qué profesaba piedad y devoción y, sin embargo, se había ido sin despedirse y sin dar las gracias en medio de aquel día tan venturoso? Era Mateo el que había dejado una ofrenda en dinero antes de marcharse. ¿Por qué no había conseguido Mateo convencer a su amigo de que se quedara hasta el final de aquel día? ¿Y por qué, él que resplandecía de alegría aquella mañana, tomando de la mano a Melangell, había abandonado a la muchacha por la tarde sin el menor remordimiento para proseguir su peregrinación con Ciaran como si nada hubiera ocurrido?
¿Eran dos hombres o acaso tres? ¿Ciaran, Mateo y Lucas Meverel? ¿Qué sabía Cadfael de los tres, en caso de que efectivamente fueran tres? Lucas Meverel había sido visto por última vez al sur de Newbury, dirigiéndose al norte en solitario. Fray Adán de Reading vio por primera vez a Ciaran y Mateo en Abingdon donde pasaron la noche, procedentes del sur. Si uno de ellos era Lucas Meverel, ¿dónde y por qué había recogido a su compañero?, y, por encima de todo, ¿quién era su compañero?
Para entonces Oliveros ya les habría dado alcance y habría encontrado las respuestas a algunas de aquellas preguntas. Había dicho que regresaría y no se iría de Shrewsbury sin conversar con un hombre al que recordaba como un buen amigo. Cadfael lo tuvo en cuenta y se sintió reconfortado.
No fue la necesidad de vigilar la preparación de las pociones o el burbujeo de los vinos la que le indujo a dirigirse a su cabaña, pues fray Oswin, que ahora se encontraba en la sala capitular con sus hermanos, lo había dejado todo muy bien ordenado para la noche, con el brasero bien apagado. En una caja había una mecha y un pedernal por si fuera necesario volver a encenderlo por la noche o a primera hora de la mañana. Cadfael estaba acostumbrado a retirarse en soledad para pensar mejor, y aquel día le había dado motivos más que suficientes para pensar y sentirse agradecido. ¿Qué había sido ahora de sus escrúpulos? Los milagros recaen tan a menudo sobre los que no lo merecen como sobre los que lo merecen. ¿Qué tenía de extraño que una santa se hubiera interesado por el mozo Rhun y le hubiera tendido su clemente mano? Sin embargo, el segundo acontecimiento había sido doblemente milagroso, había rebasado con creces los méritos de su indigno siervo y había sido de una sorprendente magnanimidad. ¡Devolverle a Oliveros a quien ya había renunciado en favor de Dios y del inmenso mundo, tras haberse resignado a no volverle a ver nunca más!
De pronto, la voz de Hugo, inconsciente heraldo de prodigios, había surgido de la oscuridad del coro: «¿Estáis pidiendo un segundo milagro?». Cadfael se encontraba humildemente arrodillado ante el altar de la santa, agradeciendo el primero sin pedir nada más. Pero, cuando volvió la cabeza, sus ojos contemplaron a Oliveros.
El cielo occidental estaba límpido y brillante como el oro líquido y el sol asomaba todavía por encima de las copas de los árboles cuando Cadfael abrió la puerta de su cabaña y entró en la cálida y perfumada penumbra del interior. Más tarde dijo y pensó que fue precisamente en aquel momento cuando comprendió que la inseparable relación entre Ciaran y Mateo se había torcido y trocado súbitamente en lo contrario y empezó, en algún profundo escondrijo de su mente, a desentrañar todo el caso, por más que la revelación fuera extremadamente dudosa e imperfecta. Sin embargo, no tuvo tiempo de captar y apresar la visión porque, en el momento en que sus pies pisaron el umbral, percibió un leve jadeo en un oscuro rincón de la cabaña seguido de un susurro de movimiento, como si alguna criatura silvestre hubiera escapado de su amenazada madriguera y se hubiera ocultado en aquella fortaleza, dispuesta a defenderse hasta el final.
Abrió la puerta de par en par para que el intruso comprendiera que tenía posibilidad de escapar.
—¡Calma! —dijo en voz baja—. ¿Acaso no puedo entrar en mi cabaña sin permiso? ¿Y acaso voy a entrar aquí para causarle algún daño a alguien?
Sus ojos, inmediatamente acostumbrados a la oscuridad, que sólo era tal en contraste con la claridad del exterior, recorrieron los estantes, las burbujeantes jarras de vino y los susurrantes manojos de hierbas colgados de las vigas del techo. Todo estaba empezando a adquirir forma. Estirado sobre el banco de madera adosado a la pared del otro lado, un revoltijo de faldas desordenadas se agitó lentamente y se incorporó, mostrando el oro de trigo maduro del cabello de una muchacha y el lloroso semblante de hinchados párpados de Melangell.
La joven no dijo ni una palabra, pero tampoco ocultó el rostro entre sus brazos. Eso ya lo había superado como también había superado el temor a mostrarse de aquella manera ante una silenciosa y discreta criatura en la que confiaba. Volvió a introducir los pies en sus zapatos de cuero y apoyó la espalda contra la pared de tablas de madera, echando ligeramente los hombros hacia atrás al percibir el sólido contacto. Después, lanzó un profundo suspiro que pareció arrancar de los mismísimos talones de sus pies y que la dejó completamente dócil y debilitada. Cuando Cadfael cruzó el suelo de tierra batida y se acomodó a su lado, la muchacha no se apartó.
—Bueno —dijo Cadfael, sentándose con pausados movimientos para darle tiempo a que se serenara. La escasa luz le protegía el rostro—. Mirad, querida niña, aquí no hay nadie que os pueda salvar o turbar y, por consiguiente, podéis hablar con entera libertad pues todo lo que digáis quedará entre nosotros. Nosotros dos tenemos que pedir consejo. ¿Qué es lo que vos sabéis y yo no sé?
—¿Por qué tenemos que pedir consejo? —preguntó un hilillo de voz junto a sus compactos hombros—. Él se ha ido.
—Lo que se ha ido puede volver. Los caminos tienen siempre dos direcciones, hacia aquí y hacia allá.
¿Qué estáis haciendo aquí sola cuando vuestro hermano camina erguido sobre los dos pies y tiene lo que más desea en este mundo, menos vuestra presencia?
Cadfael no la miró directamente a la cara, pero percibió el trémulo y suave movimiento que le recorrió el cuerpo y que debió de ser una sonrisa, aunque imperfecta.
—Me fui —dijo Melangell en un susurro— porque no quería estropearle la alegría. He aguantado casi todo el día. Creo que nadie ha reparado en que la mitad de mi corazón ya no estaba conmigo. A excepción tal vez de la voz —añadió más con resignación que con reproche.
—Os vi cuando regresasteis de San Gil —dijo Cadfael—, a vos y a Mateo. Entonces vuestro corazón estaba entero y el suyo también. Si ahora el vuestro está partido por la mitad, ¿creéis que el suyo no ha sufrido ninguna herida? ¡No! ¿Qué ocurrió después? ¿Qué ha sido esta espada que ha traspasado vuestro corazón y el suyo? ¡Vos lo sabéis! Podéis decírmelo. Se han ido, ya no hay nada que estropear. Pero puede que logremos salvar algo.
Melangell apoyó la frente en el hombro de Cadfael y lloró en silencio. La luz en el interior de la cabaña era cada vez más escasa, ahora que los ojos ya se habían acostumbrado. La muchacha se olvidó de ocultar su desamparado e hinchado rostro y Cadfael observó que la magulladura estaba adquiriendo un tinte violáceo. Cadfael le rodeó los hombros con su brazo y la atrajo hacia sí para darle un poco de consuelo material. El consuelo espiritual necesitaría un poco más de tiempo y reflexión.
—¿Os ha pegado?
—Yo le retuve —contestó la joven a la defensiva— y no quería soltarle.
—¿Tanta prisa tenía? ¿Tenía necesariamente que irse?
—Sí, por mucho que nos costara a él o a mí. Oh, fray Cadfael, ¿por qué? Pensé, creí que me amaba tal como yo le amo a él. ¡Pero ved cómo me ha maltratado en su cólera!
—¿Cólera? —preguntó bruscamente Cadfael, sujetándola por los hombros para estudiar su rostro con más detenimiento—. Por muy obligado que se sintiera a marcharse con su amigo, ¿por qué iba a estar enojado con vos? La pérdida era vuestra, pero vos no teníais la culpa.
—Me echó la culpa por no habérselo dicho —contestó tristemente la joven—. Pero yo hice sólo lo que Ciaran me pidió. Por su bien y por el tuyo, me dijo, sí, también por el mío, deja que me vaya, pero a él procura retenerlo a tu lado. No le digas que he recuperado el anillo, dijo, y yo me iré. Olvídame, dijo, y ayúdale a él a olvidarme. Quería que permaneciéramos juntos y fuéramos felices…
—¿Me estáis diciendo —preguntó Cadfael— que no se fueron juntos? ¿Que Ciaran se fue sin él?
—No es eso —dijo Melangell, suspirando—, lo hizo por nuestro bien, por eso se fue solo…
—¿Cuándo ocurrió? ¿Cuándo? ¿Cuándo hablasteis con él? ¿Cuándo se fue?
—Recordaréis que yo vine aquí al amanecer. Me tropecé con Ciaran a la orilla del arroyo…
La joven lanzó un hondo suspiro y refirió todo lo que podía recordar de aquel encuentro matutino mientras Cadfael la miraba consternado y el vago destello de comprensión que éste había experimentado volvía a agitarse en su mente cada vez con más claridad.
—¡Seguid! Decidme qué ocurrió después entre vos y Mateo. Hicisteis lo que os pidieron, lo sé, intentasteis atraerlo hacia vos y me imagino que él no pensó en Ciaran durante toda la mañana, creyéndole seguro en el dormitorio del que no se atrevía a salir. ¿Cuándo se enteró?
—Después del almuerzo, se le ocurrió pensar que no le había visto. Se puso muy nervioso y le buscó por todas partes… Se tropezó conmigo en el vergel.
—«Dios te ampare, Melangell» —me dijo—, ahora te las tendrás que arreglar sola, mal que me pese…
La muchacha repitió casi de memoria las palabras de aquel encuentro, tal como un niño cansado repite una lección.
—Hablé demasiado, él comprendió que yo había visto a Ciaran… y que sabía sus intenciones…
—¿Y cuándo vos le confesasteis que así era, en efecto?
—Soltó una carcajada —contestó Melangell en un desesperado susurro—. Jamás le había oído reírse hasta esta mañana y entonces su risa me pareció muy dulce. ¡Pero la carcajada que soltó después no lo era! Era amarga y feroz —la muchacha lo explicó todo, y cada palabra que pronunció fue como un nuevo trazo de la imagen invertida que Cadfael se estaba forjando en su mente.
—¡Me concede la libertad! ¡Tú debes de ser su cómplice!
Las palabras estaban tan indeleblemente grabadas en su mente que la joven supo incluso reproducir la violencia con que habían sido pronunciadas. Y qué pocas palabras fueron necesarias al final para transformarlo todo, para convertir la afectuosa atención en implacable persecución, el amor desinteresado en odio reconcentrado, la noble abnegación en huida calculada y la voluntaria mortificación de la carne en una armadura corporal que jamás debería ser abandonada.
Cadfael oyó de nuevo el brusco y penetrante grito de Ciaran, asiendo alarmado la cruz que llevaba colgada alrededor del cuello, y la voz de Mateo, diciendo en un susurro: «Y, sin embargo, se la debería quitar. ¿Cómo si no podrá librarse verdaderamente de sus dolores?».
¡En efecto, cómo! Cadfael rememoró también el momento en que les había recordado a ambos que estaban allí para asistir a los festejos en honor de una santa que podía otorgar el don de la vida… ¡incluso a un hombre ya condenado a muerte! ¡Oh, santa Winifreda, ayúdame ahora, ayúdanos a todos con un tercer milagro que supere los otros dos!
—Muchacha —dijo, tomando impetuosamente la barbilla de Melangell y levantándole el rostro—, cuidaos un ratito porque yo debo dejaros. Peinaos, poned buena cara y regresad junto a vuestros parientes en cuanto os hayáis calmado un poco y podáis soportar su mirada. Id a la iglesia, allí está todo muy tranquilo ahora. ¿Quién se extrañará de que dediquéis un tiempo más prolongado a las oraciones? Nadie se extrañará siquiera de las lágrimas pasadas si ahora podéis sonreír. Hacedlo todo lo mejor que podáis porque yo tengo que solucionar un asunto.
No podía prometerle nada, no podía ofrecerle una esperanza segura. Cadfael dio media vuelta sin decir nada más mientras la joven se lo quedaba mirando sumida en una mezcla de temor y confianza, y cruzó presuroso los vergeles y el patio para dirigirse a los aposentos del abad.
Si Radulfo se sorprendió de que Cadfael solicitara de nuevo audiencia tan pronto, no lo dio a entender sino que le recibió de inmediato y apartó a un lado el libro que estaba leyendo para prestar toda su atención a lo que el monje tuviera que decirle. Estaba claro que debía de ser algo muy urgente relacionado con el asunto que tenían entre manos.
—Padre —dijo Cadfael sin andarse con rodeos—, los acontecimientos han tomado un nuevo sesgo. El señor de Bretaña sigue un rastro equivocado. Los dos jóvenes no se fueron por el camino de Oswestry sino que cruzaron el arroyo Meole y se dirigieron al oeste para llegar a Gales por el camino más corto. Además, no se fueron juntos. Ciaran se fue por la mañana mientras su amigo participaba en la procesión, y Mateo le ha seguido por el mismo camino tan pronto como se ha enterado de su partida. Padre, hay buenas razones para pensar que, cuanto antes sean alcanzados tanto mejor será para uno de ellos y, a mi juicio, para los dos. Os ruego que me permitáis tomar un caballo y seguirlos. Mandádselo decir a Hugo Berengario en la ciudad para que nos siga por el mismo camino.
Radulfo recibió la noticia con rostro muy serio, pero sereno y preguntó sin andarse tampoco con rodeos:
—¿Cómo os habéis enterado?
—Por la joven que habló con Ciaran antes de su partida. No cabe duda de que es cierto. Otra cosa, padre, antes de que me deis vuestra venia para retirarme, os suplico que abráis esta bolsa que se han dejado y veamos si nos puede decir algo más sobre esta pareja… por lo menos, sobre uno de sus componentes.
Sin una palabra ni un instante de vacilación, Radulfo tomó la bolsa de lino, la colocó bajo la luz de las velas y la abrió. Después, sacó el contenido y lo dejó sobre el escritorio. Eran las escasas pertenencias de un pobre peregrino que apenas tenía nada y deseaba viajar ligero de equipaje.
—Vos ya sabéis a cuál de los dos pertenece esta bolsa, ¿verdad? —preguntó el abad, levantando bruscamente la mirada.
—No lo sé, pero lo adivino. En mi fuero interno, estoy seguro, pero también me puedo equivocar. ¡Dadme vuestra venia!
Cadfael extendió con rapidez las escasas pertenencias sobre el escritorio. La bolsa, muy poco abultada cuando el prior Roberto registró su contenido, estaba ahora completamente plana y vacía. El breviario encuadernado en cuero, muy usado, pero conservado como un tesoro, estaba envuelto en los pliegues de la camisa. Cuando Cadfael lo tomó, la camisa resbaló del escritorio al suelo. Cadfael abrió el libro sin agacharse a recogerla. En el interior de la tapa figuraba escrito con pulcra caligrafía de amanuense el nombre de su propietaria: «Juliana Bossard». Y, debajo, con tinta más reciente y caligrafía menos experta. Entregado a mí, Lucas Meverel, en esta Natividad de 1140. ¡Dios sea con todos nosotros!
—Eso pido yo también —dijo Cadfael, agachándose ahora para recoger la camisa.
La miró al trasluz y vio el tenue contorno de una mancha que bordeaba el hombro izquierdo. Sus ojos siguieron la línea por encima del hombro y observaron que bajaba y rodeaba la parte izquierda del tórax. Por lo demás, el lienzo de lino estaba limpio, aunque su color pardusco inicial hubiera palidecido un poco a causa de los frecuentes lavados. La tenue línea amarronada, perfectamente perfilada en el exterior y ligeramente difuminada en el interior, enmarcaba un amplio espacio que cubría toda la parte izquierda del pecho y la parte superior de la manga izquierda. La mancha había sido lavada y el borde era muy pálido, pero se podía distinguir con toda claridad mientras que las sombras de color del interior permitían adivinar la naturaleza de la mancha.
El abad Radulfo, aunque no se hubiera adentrado en el mundo con tanta profundidad como Cadfael, tenía no obstante una considerable experiencia al respecto. Examinó la notoria prueba y dijo sin alterarse:
—Eso era sangre.
—En efecto —corroboró Cadfael, doblando la camisa.
—Quienquiera que fuera el propietario de esta bolsa vino de un lugar del cual era castellana una tal Juliana Bossard —los perspicaces ojos del abad se clavaron con sombría expresión en el rostro de Cadfael—. ¿Hemos acogido en nuestra casa a un asesino?
—Eso creo —contestó Cadfael, guardando de nuevo aquellos fragmentos de vida en su modesto alojamiento. La vida de un hombre privada de toda esperanza de continuidad; hasta la última moneda había desaparecido de la bolsa—. Pero confío en que tengamos tiempo de evitar otro asesinato… si vos me dais vuestra venia.
—Tomad lo mejor que haya en el establo —se limitó a decir el abad— y yo mandaré a Hugo Berengario para que os siga, y no precisamente solo.