XI

alieron los tres juntos al claustro, lo cual ya fue memorable de por sí, pues jamás habían estado juntos anteriormente. Hugo aún no conocía las confidencias que se habían hecho mutuamente Cadfael y Oliveros una noche invernal en el priorato de Bromfield; una misteriosa turbación impedía a Oliveros recordarlas abiertamente. Los saludos que ambos se intercambiaron fueron cordiales, pero muy breves. Su reticencia fue harto elocuente y Hugo debió de comprenderlo muy bien, dispuesto a esperar una aclaración o a prescindir discretamente de ella. Para eso no había prisa. En cambio, para Lucas Meverel puede que sí la hubiera.

—Nuestro amigo, —dijo Hugo— tiene una petición que hacer en la que pretendemos recabar la ayuda de fray Dionisio, si bien nos alegraría mucho contar también con la vuestra. Busca a un joven llamado Lucas Meverel, el cual desapareció de su lugar de residencia y se sabe que viaja hacia el norte. Contadle los detalles, Oliveros.

Oliveros refirió de nuevo toda la historia y fue escuchado con suma atención.

—Me complacerá mucho hacer todo lo que pueda —contestó Cadfael— no sólo para librar a un inocente de semejante acusación sino también para que la acusación recaiga en el culpable. Sabemos del asesinato y no podemos tolerar que un hombre honrado que protegía a un honrado adversario haya sido abatido por alguien de su propio bando…

—¿Es eso cierto? —preguntó bruscamente Hugo.

—Podéis tenerlo por seguro. ¿Quién si no se hubiera opuesto a un hombre que defendía a su señora y cumplía su misión sin temor? Todos aquéllos que todavía conservaban a Esteban en su corazón aprobaron sin duda su conducta, aunque no se atrevieran a aplaudirla. En cuanto a la posibilidad de un ataque fortuito por parte de unos ladrones al acecho… ¿por qué elegir como presa a un simple clérigo que no llevaba nada de valor encima excepto lo más necesario para el viaje, estando la ciudad llena de nobles, altos eclesiásticos y mercaderes a los que merecía la pena robar? Rainaldo murió sólo porque acudió en auxilio del clérigo. No, esta infamia la cometió un partidario de la emperatriz tal como era el propio Rainaldo, aunque muy distinto de éste.

—Me parece una explicación muy razonable —convino Oliveros—. Pero mi principal preocupación ahora es encontrar a Lucas y conducirlo de nuevo a casa, si puedo.

—Aquí debe de haber hoy veinte o más jóvenes de esta edad —dijo Cadfael, rascándose pensativamente la morena y achatada nariz—, pero apuesto a que casi todos ellos se podrán eliminar de la lista porque sus compañeros los conocerán por sus nombres o por sus ocupaciones o su situación. Pueden venir peregrinos solitarios, pero son muy poco frecuentes. Los peregrinos son como los estorninos, se desplazan en bandadas. Será mejor que vayamos a ver a fray Dionisio. A estas alturas ya los tendrá clasificados a casi todos.

Fray Dionisio tenía muy buena memoria y un considerable apetito de rumores y noticias que lo convertían en el hombre mejor informado de la abadía. Cuanto más llenas estaban las salas, tanto más se complacía en averiguar todo lo que en ellas ocurría así como el nombre y ocupación de cada uno de los huéspedes. Solía llevar unos libros en los que anotaba meticulosamente los datos de todos ellos.

Lo encontraron en la angosta celda en la que guardaba sus cuentas y anotaba sus futuras necesidades, calculando con aire pensativo las provisiones que todavía le quedaban y las que iba a gastar al día siguiente. Apartó cortésmente su atención de las cuentas para escuchar a fray Cadfael y al gobernador y respondió con ejemplar prontitud cuando le rogaron que pasara por el tamiz a todos los varones de unos veinticinco años que se alojaban en la hospedería. A aquéllos que fueran de noble cuna o de cuna muy próxima a la nobleza, tuvieran instrucción, fueran morenos y de estatura media y respondieran a las escasas características que se conocían de Lucas Meverel. El número se redujo considerablemente a medida que su dedo índice recorría la lista de huéspedes. Parecía ser cierto que más de la mitad de los peregrinos eran mujeres y que casi todos los hombres tenían cuarenta y tantos y cincuenta y tantos años; entre los pocos restantes, muchos pertenecían a órdenes menores y eran o bien monjes o clérigos seculares o futuros sacerdotes. Lucas Meverel no encajaba con ninguno de ellos.

—¿Hay alguno —preguntó Hugo, examinando la escueta lista final— que haya venido solo?

Fray Dionisio ladeó su redonda, sonrosada y tonsurada cabeza y recorrió la lista con su penetrante ojo castaño muy parecido al de un petirrojo.

—Ninguno. Los jóvenes escuderos de esta edad raras veces acuden a las peregrinaciones a no ser que acompañen a un exigente señor… o una señora no menos exigente. A estos festejos estivales suelen acudir varios amigos juntos para pasar el rato antes de entregarse a más severas disciplinas. Si vinieran solos… ¿cómo podrían divertirse?

—En cualquier caso —dijo Cadfael—, hay dos que vinieron juntos aunque sin duda no para pasar el rato. Confieso que me llaman la atención. Ambos tienen la edad adecuada y cualquiera de ellos podría ser el hombre que buscamos, basándonos en lo que se sabe de él. Vos los conocéis, Dionisio… el joven que se dirige a Aberdaron y el amigo que lo acompaña. Ambos son instruidos y habrán nacido sin duda en un feudo. Además, proceden del sur, de más allá de Abingdon según fray Adán de Reading que se alojó una noche con ellos en una posada de allí.

—Ah, el viajero descalzo —dijo Dionisio, señalando con el dedo el nombre de Ciaran en la reducida lista de jóvenes— y su fiel custodio. Sí, tendrán la misma edad año más año menos, y tienen la misma complexión y color, pero sólo necesitáis uno.

—Podríamos, por lo menos, echarles un vistazo a los dos —dijo Cadfael—. Si ninguno de ellos es el que buscamos, pero proceden de aquella región, podrían haber encontrado a un viajero solitario por el camino. Aunque nosotros no tengamos autoridad para preguntarles quiénes son y de dónde vienen y cómo y por qué viajan de esta guisa, el padre abad sí la tiene. Y, si no tienen ningún motivo para ocultarse, le revelarán de buen grado lo que tal vez a nosotros no han estado tan dispuestos a decirnos.

—Podemos probar —dijo Hugo, animándose—. Por lo menos, vale la pena preguntar y, si no tienen nada que ver con el hombre al que buscamos, ni ellos ni nosotros habremos perdido más de media hora de tiempo y estoy seguro de que no nos la negarán.

—Desde luego, lo que estos dos nos han dicho no encaja demasiado con el caso —reconoció dubitativamente Cadfael— porque uno dice que está mortalmente enfermo y se dirige a Aberdaron para morir allí, y el otro está firmemente decidido a acompañarle hasta el final. Sin embargo, un joven que tuviera interés en ocultarse podría inventarse una historia con la misma facilidad con que se podría inventar un nombre. En cualquier caso, entre Abingdon y Shrewsbury, es posible que estos jóvenes se hayan tropezado con Lucas Meverel solo y con su verdadero nombre.

—Pero, si uno de esos dos es verdaderamente el hombre a quien yo busco —dijo Oliveros—, ¿quién, en nombre de Dios, es el otro?

—Nos estamos haciendo preguntas —dijo pragmáticamente Hugo— que tal vez cualquiera de esos dos nos podría contestar en un instante. Venid, le pediremos al abad Radulfo que los mande llamar y veremos qué ocurre.

No fue difícil convencer al abad de que mandara llamar a los dos mozos. Pero no lo fue tanto encontrarlos y conducirlos allí para que se explicaran. El mensajero, enviado en la esperanza de conseguir una pronta obediencia, regresó al cabo de mucho más rato del que se esperaba e informó de que no se había podido localizar a ninguno de los dos jóvenes dentro de las murallas de la abadía. Cierto que el portero no los había visto pasar por la caseta de vigilancia. Sin embargo, lo que le hizo comprender su intención de marcharse fue el hecho de que el joven Mateo, poco después del almuerzo, hubiera acudido a reclamar su daga y hubiera dejado una generosa cantidad de monedas para la casa, diciendo que él y su amigo se disponían a reanudar su viaje y deseaban agradecer la hospitalidad. ¿Y dio la impresión (fue Cadfael quien hizo la pregunta sin saber exactamente por qué), de estar tranquilo y sereno como siempre estaba, o acaso pareció trastornado, alarmado o conturbado cuando acudió a buscar su arma y pagó su cuenta y la de su amigo?

El mensajero sacudió la cabeza porque no había hecho tal pregunta en la entrada. Cuando el propio Cadfael acudió a investigar, el monje portero contestó sin la menor duda:

—Parecía sobre ascuas. Hablaba en tono mesurado y cortés como siempre, pero estaba pálido y alterado, parecía que se le hubieran puesto los pelos de punta. Pero, con lo que ha ocurrido aquí dentro donde todo el mundo camina como en un sueño desde que se obró el milagro, pensé simplemente que estaba emocionado por la noticia y que el horno aún no se había apagado.

—¿Se han ido? —preguntó Oliveros consternado cuando se enteró de las averiguaciones de Cadfael—. Empiezo a pensar que uno de esos dos que vinieron tan extrañamente emparejados y contando una historia tan increíble podría ser el hombre al que busco. Pues aunque no conozco a Lucas Meverel de vista, recientemente estuve dos o tres veces en casa de su señor y es muy posible que él se fijara en mí. ¿Y si hoy me hubiera visto llegar y se hubiera ido precipitadamente porque no quiere que le encuentren? No puede saber que he sido enviado en su busca, pero, aun así, es posible que prefiera desaparecer. Un compañero enfermo podría ser una buena excusa para explicar su peregrinación. Ojalá pudiera hablar con esos dos. ¿Cuánto rato hace que se han ido?

—No puede hacer más de una hora y media después del mediodía —contestó Cadfael—, contando a partir del momento en que Mateo fue en busca de su daga.

—¡Y a pie! —exclamó Oliveros esperanzado—. ¡Y, por si fuera poco, uno de ellos va descalzo! No será difícil alcanzarles si sabemos qué camino han tomado.

—El camino más probable es el de Oswestry para cruzar desde allí la frontera de Gales. Según fray Dionisio, ésa era la intención declarada por Ciaran.

—En tal caso, padre abad —dijo ansiosamente Oliveros—, con vuestra venia les seguiré a caballo porque no pueden haber llegado muy lejos. Sería una lástima perder esta oportunidad; aunque no sean lo que yo busco, ni ellos ni yo habremos perdido nada. Pero, con mi hombre o sin él, regresaré aquí.

—Cruzaré la ciudad con vos —dijo Hugo— y os indicaré el camino porque no conocéis esta tierra. Pero después tendré que reanudar mis tareas y ver si nuestra búsqueda de esta mañana ha cosechado algún fruto. Temo que se hayan adentrado mucho en el bosque ya que, de lo contrario, me habrían dicho algo. Nos veremos de nuevo esta noche, Oliveros. Quisiéramos teneros aquí otra noche y más tiempo, si fuera posible.

Oliveros se retiró tras haberse inclinado en reverencia ante el abad y haber dirigido una breve, pero radiante sonrisa a fray Cadfael, la cual borró por un momento la inquietud que éste sentía, como los rayos del sol cuando atraviesan las nubes.

—No me marcharé de aquí —dijo Oliveros con tranquilizadora determinación— sin antes haber hablado con vos. Pero ahora tengo que resolver este asunto, si puedo.

Se dirigieron rápidamente a los establos donde habían dejado sus caballos antes de misa. El abad Radulfo los vio alejarse con expresión pensativa.

—¿No os parece sorprendente, Cadfael, que esos dos peregrinos se hayan ido tan pronto y tan bruscamente? ¿Es posible que la llegada del señor de Bretaña los haya inducido a marcharse?

Cadfael consideró la posibilidad y sacudió la cabeza.

—No, no creo. En medio de los apretujones y la emoción de esta mañana, ¿por qué iba a llamar la atención un hombre entre tantos y, por si fuera poco, un hombre a quien no se buscaba en absoluto en esta región? Pero su partida me sorprende muchísimo. A uno de los jóvenes no le hubieran venido nada mal uno o dos días de descanso antes de lanzarse de nuevo descalzo a los caminos. En cuanto al otro… hay una moza a la que admira y desea, tanto si él es consciente de ello como si no; pasó la mañana con ella, siguiendo la procesión de santa Winifreda, y estoy seguro de que en aquellos momentos no pensaba más que en ella y en sus parientes y en la grandeza de esta jornada. La muchacha es hermana de Rhun, el mozo que ha recibido tan gran merced ante nuestros ojos. Sólo un acontecimiento muy grave le podría haber apartado de su lado tan de repente.

—¿La hermana del mozo decís? —el abad Radulfo recordó de pronto un propósito que había dejado de lado para atender la petición de Oliveros.

—Aún falta una hora o más para vísperas. Me gustaría hablar con este joven. Vos le habéis tratado la pierna, Cadfael. ¿Creéis que vuestras curas han tenido algo que ver con lo que hoy hemos presenciado? ¿O podría ser, aunque me resisto a acusar de falsedad a alguien tan joven, que hubiera simulado una dolencia más grave para, de este modo, producir este prodigio?

—No —contestó decididamente Cadfael—. No hay el menor engaño en él. En cuanto a mis pobres habilidades, tal vez hubieran podido conseguir con mucha perseverancia suavizarle un poco los agarrotamientos que le impedían el uso de la pierna y permitirle apoyar un poco en ella el peso del cuerpo… pero, enderezarle aquel pie y estirarle los tendones de la pierna… ¡jamás! El mejor médico del mundo no hubiera podido hacerlo. Padre, el día en que vino le di una poción para que le aliviara el dolor y lo ayudara a dormir. Al cabo de tres noches me la devolvió sin abrir. No veía ninguna razón para recibir la gracia de la curación, pero quería ofrecer voluntariamente su dolor porque no tenía nada más. No quería comprar el favor de la santa, sino hacerle ofrenda sin recibir nada a cambio. Curiosamente, tras haber aceptado libremente el dolor, éste le desapareció. Después de la misa, pudimos comprobar que la curación había sido completa.

—Merecía esta gracia —dijo Radulfo, complacido y emocionado—. Tengo que hablar con ese mozo. ¿Tendréis la bondad de ir en su busca, Cadfael, y de traérmelo aquí?

—De mil amores, padre —contestó Cadfael, retirándose para cumplir el encargo.

Doña Alicia estaba sentada al sol en el jardín del claustro, convertida en el centro de un parlanchín círculo de matronas. El júbilo que resplandecía en su rostro parecía calentar el aire que la envolvía, pero Rhun no estaba entre ellas. Melangell se había retirado a la sombra de la arcada, como si la luz fuera demasiado intensa para sus ojos, y mantenía el rostro inclinado sobre una camisa de lino que debía de pertenecer a su hermano y cuya costura estaba remendando. Cuando Cadfael le habló, la joven levantó tímidamente el rostro, pero en seguida volvió a inclinar la cabeza. En aquel fugaz momento, Cadfael pudo ver que el júbilo que la había hecho resplandecer como una rosa recién abierta por la mañana, había palidecido considerablemente bajo las alargadas sombras de la tarde.

¿Y eran figuraciones suyas, se preguntó Cadfael, o la muchacha tenía la mejilla izquierda ligeramente azulada a causa de una magulladura? Sin embargo, al oír mencionar a Rhun, Melangell sonrió pero más por el recuerdo de la felicidad que por su presencia.

—Dijo que estaba agotado y se fue a descansar un rato al dormitorio. Tía Weaver cree que está acostado en su cama, pero yo creo más bien que quería que lo dejaran en paz para no tener que hablar. Está harto de tener que contestar cosas que ni él mismo comprende.

—Hoy habla una lengua distinta de la que usa el resto de la humanidad —dijo Cadfael—. A lo mejor, somos nosotros los que no comprendemos y le preguntamos cosas que no tienen ningún significado para él —Cadfael le tomó suavemente la barbilla y le volvió el rostro hacia la luz, pero ella lo apartó con nervioso gesto—. ¿Os habéis lastimado? Eso es una magulladura.

—No es nada —contestó Melangell—. Yo he tenido la culpa. Estaba en el vergel, corrí demasiado y me caí. Tiene mal aspecto, pero no me duele.

La joven tenía los ojos muy serenos. No estaban enrojecidos, pero se le veían los párpados un poco hinchados. Bueno, Mateo se había ido, abandonándola para seguir a su amigo y dejándola caer desastrosamente tras la vertiginosa carrera que ambos habían emprendido por la mañana. Pero ¿cuál era la causa de la magulladura de la mejilla? Cadfael no se atrevió a hacerle más preguntas al respecto porque estaba claro que la muchacha no deseaba hablar de ello. Melangell reanudó su labor y no quiso volver a levantar los ojos.

Cadfael lanzó un suspiro y cruzó el gran patio para dirigirse a la hospedería. Incluso una jornada tan esplendorosa como aquélla tenía que estar empañada por una sombra de amarga tristeza.

En el dormitorio común de los hombres Rhun estaba sentado en su cama, gozando en silencio de su prodigiosa recuperación corporal. Se hallaba profundamente inmerso en sus pensamientos, pero advirtió inmediatamente la presencia de Cadfael y le miró con una sonrisa.

—Hermano, estaba deseando veros. Vos estabais allí. A lo mejor incluso habéis oído… ¡Mirad cómo he cambiado! —la pierna anteriormente agarrotada se estiró sin ninguna dificultad mientras el mozo apoyaba los pies en el suelo. Después, Rhun movió el tobillo y los dedos de los pies y dobló la rodilla hasta rodearse el mentón. Todo se movía sin producir dolor y con la misma suavidad que su lengua—. ¡Estoy curado! No lo pedí, ¿cómo hubiera podido atreverme a hacerlo? Recé por otras cosas, pero se me concedió esta gracia… —añadió, sumiéndose de nuevo por un instante en su arrobado sueño.

Cadfael se sentó a su lado, observando la exquisita soltura de aquellas articulaciones hasta entonces tan defectuosas e intransigentes. La belleza del mozo era ahora perfecta.

—Has rezado por Melangell —dijo dulcemente Cadfael.

—Sí. Y también por Mateo. Pensé sinceramente que… Pero, ya veis, se ha ido. Se han ido los dos juntos. ¿Por qué no he podido ofrecerle a mi hermana esta dicha? Hubiera caminado toda la vida con muletas a cambio de eso, pero no lo he conseguido.

—Nada está perdido todavía —dijo Cadfael con firmeza—. El que se va puede volver. Y, además, yo creo que tus plegarias tendrán mucha fuerza siempre y cuando ahora no vaciles en tu fe porque hasta el Cielo necesita un poco de tiempo. Incluso los milagros tienen su momento. La mitad de nuestra vida en este mundo transcurre en la espera. Conviene esperar con fe.

Rhun escuchó las palabras con una sonrisa ausente y, al término de ellas, dijo:

—Sí, por supuesto que esperaré. Porque, mirad, con las prisas uno de ellos se dejó eso al marcharse —Rhun introdujo la mano entre los catres y colocó encima de la cama una abultada, pero liviana bolsa de lino sin blanquear provista de unas resistentes correas de cuero para anudarla al cinto de su propietario.

—La encontré caída entre los catres que ellos ocupaban. No sé a quién de ellos pertenece porque las dos que llevaban eran muy parecidas. Pero uno de ellos no espera ni desea volver, ¿verdad? En cambio, puede que Mateo quiera volver y haya dejado eso como prenda, tanto si lo ha hecho de un modo deliberado como si no.

Cadfael contempló la bolsa con aire pensativo, pero el asunto era muy serio y no le correspondía a él resolverlo.

—Creo que debes entregárselo al padre abad para que lo guarde —dijo—. Me ha pedido que te venga a buscar porque quiere hablar contigo.

—¿Conmigo? —preguntó Rhun, convertido de nuevo en un rústico y sorprendido mozo—. ¿El señor abad en persona?

—Pues, claro, ¿por qué no? Eres un alma cristiana como él y puedes hablarle como a un igual.

—Tendría miedo de… —dijo el mozo, titubeando.

—No, de ninguna manera. Tú no tienes miedo de nada ni hay razón para que lo tengas.

Rhun permaneció sentado un instante con los puños apoyados sobre la manta de su catre. Después, levantó su clara mirada tan azul como el hielo y su luminoso rostro angelical y, esbozando una radiante sonrisa, dijo sin apartar los ojos de Cadfael:

—No, no hay ninguna razón.

Después, tomó la bolsa de lino y, sosteniéndose majestuosamente sobre sus largas y juveniles piernas, se encaminó hacia la puerta, seguido de Cadfael.

—Quedaos con nosotros —dijo el abad Radulfo cuando Cadfael hizo ademán de retirarse una vez cumplido su encargo—. Creo que él agradecerá vuestra presencia, además, —añadió en silencio con su austera y elocuente mirada—, puede que vuestra presencia me sirva también de testigo. Rhun os conoce. A mí todavía no me conoce, aunque confío en que a partir de ahora me conozca.

La pardusca bolsa de lino se encontraba sobre la mesa de su escritorio, tras haberle sido entregada por el mozo en el momento de entrar, en espera de que llegara el momento de examinar su posible utilidad.

—Con mucho gusto, padre —contestó Cadfael, sentándose en un escabel de un rincón para apartarse un poco de la trayectoria de aquellos dos impresionantes ojos que preguntaban y escudriñaban con igual intensidad desde el otro extremo de la pequeña sala.

Más allá de las ventanas, el jardín había estallado en una embriagadora exuberancia de flores de vistosas tonalidades estivales bajo el pálido cielo azul de la tarde, cuyo color semejaba al de los ojos de Rhun aunque careciera de su cristalino fulgor. El día de los prodigios estaba tocando lenta y esplendorosamente a su fin.

—Hijo mío —dijo Radulfo con la mayor dulzura—, has sido la vasija de la gran merced que se ha derramado sobre nosotros. Yo sé, como saben todos los que han estado presentes, lo que hemos visto y sentido. Pero quisiera saber también lo que has sentido tú. Sé que has pasado mucho tiempo sufriendo sin quejarte. Ya me imagino con qué estado de ánimo te has acercado al altar de la santa. Dime, ¿qué has sentido en aquellos momentos?

Rhun permanecía sentado con las manos entrelazadas sobre las rodillas, el rostro distante y sereno y la mirada perdida más allá de los muros de la sala. Toda su timidez había desaparecido.

—Estaba preocupado —contestó cautelosamente— porque mi hermana y mi tía Alicia deseaban muchas cosas para mí, y yo sabía que no necesitaba nada. Pero entonces sentí que ella me llamaba.

—¿Santa Winifreda ha hablado contigo? —preguntó suavemente Radulfo.

—Me llamó junto a ella —contestó Rhun sin vacilar.

—¿Con qué palabras?

—Sin palabras. ¿Qué necesidad tiene ella de palabras? Me llamó y yo fui. Me dijo, aquí hay una grada, y aquí otra y otra, ven, tú sabes que puedes. Y yo supe que podía y fui. Cuando me dijo, arrodíllate porque también puedes hacerlo, me arrodillé y pude hacerlo. Hice todo lo que ella me dijo. Y lo seguiré haciendo —dijo Rhun, sonriendo hacia la pared que tenía delante mientras sus ojos brillaban con un fulgor capaz de oscurecer el del sol.

—Hijo mío —dijo el abad, mirándole con solemne asombro y respeto—, yo lo creo. Ignoro las aptitudes que tú tienes y las cualidades que te podrán ayudar a seguir adelante en el futuro. Me alegro de que hayas recuperado la salud del cuerpo y de que tengas pureza de alma y de espíritu. Te deseo lo mejor en cualquier vocación que elijas y confío en que la virtud de tu resolución sea siempre tu guía. Si deseas algo de esta casa que te pueda ser útil cuando te vayas, puedes pedirlo.

—Padre —dijo Rhun muy serio, bajando la cegadora luz de su mirada hasta las sombras de la mortalidad y convirtiéndose de nuevo en el chiquillo que efectivamente era—, ¿tengo que irme? No sabría expresar con palabras con cuánta ternura me ha llamado la santa. Deseo permanecer a su lado hasta el fin de mis días. Ella me ha llamado y yo jamás me apartaré de ella voluntariamente.