a mañana de la fiesta el abad Radulfo se levantó mucho antes de prima y lo mismo hicieron sus monjes, todos los cuales tenían importantes tareas que hacer con vistas a la procesión. Cuando el mensajero de Hugo se presentó en los aposentos del abad, la alborada estaba todavía fresca de rocío y la radiante luz iluminaba los tejados mientras que el gran patio aún aparecía envuelto en unas sombras de color malva. Todos los árboles y arbustos de los vergeles arrojaban alargadas sombras que rayaban los planteles de flores cual si fueran gigantescas pinceladas de la dorada iluminación de un manuscrito.
El abad recibió la sortija con sorprendido placer, alegrándose de poder verse libre de un fallo que hubiera podido empañar el esplendor de la jornada.
—¿Y decís que esos cuatro malhechores eran huéspedes de nuestra casa? Nos hemos librado de ellos, pero, si van armados tal como decís, y se han ocultado en los cercanos bosques, habremos de advertir a nuestros huéspedes cuando regresen a sus casas.
—Mi señor Berengario ha enviado en estos momentos una partida de hombres para que exploren el bosque —dijo el mensajero—. No hubiéramos ganado nada persiguiéndoles en la oscuridad cuando se nos escaparon. Pero de día habrá más esperanzas de localizarlos. A uno de ellos lo tenemos a buen recaudo y puede que nos revele algo sobre los demás, de dónde viene y de qué delitos tienen que responder en otros lugares. Pero, por lo menos, ahora no podrán alterar los festejos.
—Lo agradezco profundamente. El joven Ciaran se alegrará sin duda de recuperar la sortija —añadió el abad, mirando de soslayo el breviario que tenía sobre su escritorio, mientras pensaba con el ceño levemente fruncido en las ceremonias que tendría que presidir aquel día—. ¿No veremos al señor gobernador en la misa de esta mañana?
—Sí, padre, tiene intención de asistir y vendrá con un invitado. Primero ha querido organizar la partida de caza, pero antes de la misa estarán aquí.
—¿Tiene un huésped?
—Anoche llegó un enviado de la corte de la emperatriz, padre. Un hombre de la casa de Laurence d’Angers, un tal Oliveros de Bretaña.
El nombre que no había significado nada para Hugo tampoco lo significó para Radulfo, el cual asintió, sin embargo, con la cabeza en señal de reconocimiento, al oír mencionar el nombre de su señor.
—En tal caso, tened la bondad de decirle a Hugo Berengario que él y su huésped se queden aquí después de la misa y almuercen conmigo. Me complacería mucho conocer al señor de Bretaña y oír sus noticias.
—Así se lo comunicaré, padre —dijo el mensajero, retirándose inmediatamente.
Solo en sus aposentos, el abad Radulfo contempló con aire pensativo la sortija que sostenía en la palma de la mano. La poderosa mano del obispo y legado papal constituía sin duda una gran protección para cualquier viajero tan señaladamente distinguido con su favor, dondequiera que subsistiera el orden y el respeto por la ley tanto en Inglaterra como en Gales. Sólo los que ya estaban fuera de la ley y cuya vida o libertad corrían peligro en caso de que los apresaran, hubieran sido capaces de desafiar tan poderosa sanción. Una vez finalizados los festejos, muchos huéspedes regresarían a casa. Antes de que se dispersaran debería advertirles de la posible presencia de malhechores en los bosques del oeste, hombres armados y expertos en el manejo de las dagas. Mejor sería que los peregrinos viajaran en grupos bastante compactos como para disuadir a los maleantes de un posible ataque.
Entre tanto, se alegraría de poder devolver por lo menos a un peregrino su armadura particular.
El abad hizo sonar la campanilla que tenía sobre su escritorio y, a los pocos momentos, apareció fray Vidal, respondiendo a su llamada.
—Hermano, ¿queréis buscar en la hospedería a un hombre llamado Ciaran y rogarle que venga a hablar aquí conmigo?
Fray Cadfael también se había levantado antes de prima para abrir su cabaña y encender el brasero por si más tarde tuviera que preparar tisanas para algunas arrobadas almas vencidas por la emoción, o calentar bálsamos para las criaturas más frágiles pisoteadas por la multitud. Estaba acostumbrado a los éxtasis de las almas sencillas dominadas por arrobamientos que distaban mucho de ser sencillos.
Tenía unas cuantas cosas que hacer y se alegraba de hacerlas solo. El joven Oswin tenía derecho a dormir hasta que la campana lo despertara. Muy pronto sería enviado al hospital de San Gil donde en aquellos momentos se encontraba el relicario de santa Winifreda y donde los desventurados que no podían entrar en la ciudad, a causa de sus dolencias contagiosas, eran atendidos y hallaban cobijo durante todo el tiempo que quisieran. Fray Marcos, el querido discípulo al que tanto echaba de menos Cadfael, ya no estaba allí y se había ordenado diácono con los ojos constantemente fijos en la meta del sacerdocio. Si alguna vez se volviera a mirar hacia atrás, no encontraría más que estímulo y afecto, digna cosecha de las semillas que había sembrado. Puede que Oswin no fuera como él, pero era un buen chico y atendería con honradez a todos los desventurados que pasaran por sus manos.
Cadfael bajó a la orilla del arroyo Meole que constituía el límite occidental de la abadía, allí donde los campos de guisantes descendían hacia las someras aguas estivales. Los rayos del este, arrojados como lanzas sobre los altos tejados de los edificios monásticos, traspasaban los dispersos matorrales y la herbosa ribera del otro lado. Aquellas mismas aguas, con caudal mucho más impetuoso, alimentaban los estanques de peces del monasterio, los corrales y el molino con su correspondiente alberca, y regresaban al arroyo poco antes de que éste vertiera sus aguas en el Severn. Ahora el caudal era mucho más escaso y dejaba al descubierto un archipiélago de tablazos, arenales y malas hierbas que se extendían como islas por toda su anchura. Después de este descanso, pensó Cadfael, necesitaremos mucha lluvia. Pero, de momento, que espere uno o dos días.
Cadfael dio media vuelta para subir por la pendiente. El campo de guisantes sembrado en primer lugar ya había sido recolectado y el segundo estaría listo para la cosecha cuando terminaran los festejos. En cuestión de un par de días, terminaría todo el ajetreo y tanto el horario de la casa como el ciclo de las estaciones reanudarían su imperturbable avance, dos ritmos permanentes en medio de las fortunas desesperadamente variables de la humanidad. Cadfael tomó la vereda que conducía a su cabaña y vio a Melangell, indecisa delante de la puerta cerrada.
La joven oyó a su espalda las pisadas sobre la grava y se volvió a mirar con rostro expectante. La nacarada luz matutina la favorecía, suavizando la aspereza de su vestido de lino y rodeando con sombras malva las infantiles curvas de su semblante. Se había preparado debidamente para las solemnidades del día. Su falda estaba impecablemente planchada y su cabello rubio oscuro y tan brillante como el cobre había sido trenzado y recogido hacia arriba en un apretado moño que le tiraba de la piel de las mejillas y las sienes hasta el extremo de conferir a sus cejas y a sus azules ojos de largas pestañas una misteriosa apariencia oblicua. Sin embargo, el resplandor que emanaba de ella no procedía de las caricias del sol sino de su interior. El azul de aquellos ojos era tan brillante como el de las gencianas que Cadfael había visto hacía mucho tiempo en el sur de Francia durante su viaje a Oriente. El marfil y la rosa de sus mejillas también resplandecían. Melangell estaba dominada por una profunda esperanza, felicidad y emoción anticipada.
Se inclinó ante Cadfael en una graciosa reverencia y se ruborizó sonriendo mientras le entregaba el frasquito de jarabe de adormidera que él le había dado a Rhun tres días antes. ¡Todavía sin abrir!
—Con vuestra venia, fray Cadfael, os he venido a devolver esto. Rhun espera que pueda servir para otro que lo necesite más y con tanta fuerza cuanto más haya sufrido sin ello.
Cadfael aceptó amablemente el frasquito y lo sostuvo en la mano. Era un tosco frasco con un tapón de madera y una membrana de pergamino fijada a su alrededor con hilo encerado para sellarlo. Todo intacto. El mozo ya llevaba tres noches allí y se había sometido obedientemente a las curas, pero, cuando se le había entregado un medio de alivio para que lo usara a su conveniencia, había prescindido de él y había sufrido voluntariamente, echando mano de unas secretas reservas de integridad. Dios me libre de entretenerme en eso, pensó Cadfael. Nadie que no sea un santo debe llamar a esta puerta.
—¿No estáis enojado con él? —preguntó ansiosamente la muchacha sin dejar de sonreír e incapaz de creer que alguna sombra pudiera empañar aquel día, ahora que su amor la había estrechado en sus brazos y la había besado. Porque no la ha bebido, quiero decir. No es que dudara de vos. Me lo dijo. Me dijo… ¡nunca le acabo de entender!… dijo que había llegado la hora de hacer una ofrenda y que ya la tenía preparada.
—¿Ha dormido? —pregunto Cadfael. El hecho de tener el alivio a mano, aunque no se usara, podía ser motivo de consuelo—. ¡Callad, por Dios! ¿Cómo podría estar enojado? Pero ¿ha dormido?
—Él dice que sí. Y creo que debe ser cierto porque se le ve sereno y fresco. He rezado mucho por él.
Con toda la fuerza de su dicha, la joven sentía la necesidad de derramarla sobre todos los que la rodeaban. Cadfael creía firmemente en la posibilidad de transmitir la dicha por medio del afecto.
—Habéis rezado muy bien —dijo Cadfael—. No os quepa duda de que él se ha beneficiado de vuestras oraciones. Lo guardaré para alguien que lo necesite más, tal como dice Rhun. Lo reforzará la virtud de su fe. Os veré a los dos durante el día.
La muchacha se retiró con paso ligero, echando la cabeza hacia atrás para aspirar el aire y la luz del cielo. Y Cadfael reanudó sus tareas, asegurándose de que todo estuviera a punto para aquel día tan largo y agotador.
O sea, que Rhun había alcanzado la última frontera de la fe y había caído o emergido o se había elevado a la región en la que el alma comprende que el dolor no significa nada y que estar en el interior del secreto de Dios vale más que la bienandanza y rebasa la capacidad de la lengua para poder expresarlo. Abrazar el mandato del dolor equivale a trasladarlo y derramarlo como una lluvia de bendiciones sobre otros que todavía no lo han comprendido.
¿Quién soy yo, pensó Cadfael, solo en la soledad de esta cabaña, para atreverme a pedir un signo? Si él puede soportar el dolor sin pedir nada, ¿no debería yo avergonzarme de mis dudas?
Melangell avanzó con paso de danza por el camino del herbario. A su derecha, el cielo occidental se hallaba iluminado por una claridad tan suave y difusa que la joven no pudo menos que volver el rostro para contemplarlo. Una contramarea de luz brillaba desde el oeste, subiendo por la pendiente de la ribera del arroyo y derramándose por encima de la elevación de terreno sobre el vergel. En algún apartado rincón del recinto monástico, las dos mareas se encontrarían y la luz del oeste vacilaría, palidecería y moriría ante la arremetida del este; pero allí las moles de la hospedería y de la iglesia impedían el paso de los rayos del sol naciente, dejando el campo sumido en las titubeantes sombras que preceden al amanecer.
Alguien avanzaba por el extremo más alejado del florido jardín, mirando por donde pisaba con sus pies todavía doloridos. Estaba solo. Ningún acompañante le seguía los pasos, lo cual significaba que el hechizo de la víspera todavía perduraba. Melangell estaba contemplando a Ciaran sin Mateo. Aquello ya era en sí mismo un pequeño milagro en aquel día hecho para los milagros.
La joven le vio descender por la pendiente hacia el arroyo y, cuando ya no era más que una cabeza y unos hombros recortándose contra la claridad, se volvió bruscamente para seguirle. La vereda que conducía al agua rodeaba el campo de guisantes todavía sin recolectar y bordeaba el tupido seto de arbustos situado por encima de la alberca del molino. A media pendiente, Melangell se detuvo sin atreverse a interrumpir la soledad del mozo. Ciaran había llegado a la orilla del arroyo y estaba contemplando el verde lecho punteado aquí y allá por pálidos islotes de arena y algunas rocas completamente secas a causa de tres semanas de buen tiempo. Después, miró hacia arriba y hacia abajo e incluso se introdujo en el agua que apenas le cubría los pies descalzos y que sin duda se los debió aliviar y refrescar. Y, sin embargo, ¡qué extraño que estuviera solo! Nunca hasta la víspera Melangell los había visto el uno sin el otro. Ahora, en cambio, se habían separado.
La muchacha estaba a punto de retirarse sin molestarle cuando vio lo que estaba haciendo. Sostenía algo en la mano y le estaba pasando un fino cordón para anudarlo. Cuando levantó ambas manos para atar el extremo del cordón a la cinta de la cruz que llevaba alrededor del cuello, el pequeño talismán despidió por un instante un reflejo plateado antes de que el mozo se lo guardara en el interior del cuello de la camisa, ocultándolo de la vista contra su pecho. Entonces Melangell comprendió lo que era y, presa de un sincero júbilo, emitió un pequeño sonido entrecortado. Ciaran había recuperado el anillo, el salvoconducto que le aseguraría el paso hasta el final de su viaje.
Ciaran la oyó y se volvió sobresaltado. Melangell se estremeció desconcertada y, percatándose de que había sido descubierta, bajó corriendo por la herbosa pendiente hasta llegar a su lado.
—¡Te lo han encontrado! —exclamó casi sin resuello, apresurándose a romper el silencio entre ambos y disipar la inquietud que sentía por el hecho de haberle estado espiando—. ¡Cuánto me alegro! Entonces, ¿han atrapado al ladrón?
—¡Melangell! —dijo el mozo—. ¿Tú también te has levantado temprano? Sí, ya ves, he tenido suerte y al final lo he recuperado. El señor abad me lo ha devuelto hace apenas unos minutos. Pero, no, el ladrón no ha sido apresado. Él y otros bribones han huido al bosque según parece. Pero ahora ya puedo reanudar mi camino sin temor.
Sus oscuros ojos, profundamente hundidos bajo las pobladas cejas, la miraron risueños y ella descubrió de repente que, a pesar de su dolencia, era un hombre joven y apuesto que hubiera tenido que disfrutar de la plenitud de sus facultades físicas. O bien ella lo imaginó o bien él se mantenía más erguido y parecía más alto de lo que a ella jamás le hubiera parecido; la ardiente intensidad de su rostro se había suavizado en una especie de calor más luminoso y humano, como si los primeros indicios del resplandor espiritual de aquel día le hubieran infundido una nueva esperanza.
—Melangell —dijo Ciaran con suave vehemencia—, no puedes adivinar cuánto me alegro de este encuentro. Dios te ha enviado a mí. Deseaba hablar contigo a solas. No pienses que porque yo esté condenado, no veo lo que les ocurre a las personas a las que aprecio. Tengo que suplicarte encarecidamente una cosa. ¡No le digas a Mateo que he recuperado la sortija!
—¿Acaso no lo sabe? —preguntó la joven, perpleja.
—No, no estaba conmigo cuando el abad me mandó llamar. ¡No debe saberlo! Guarda el secreto si le amas… si tienes compasión de mí, por lo menos. No se lo he dicho a nadie y tú tampoco debes decirlo. No es probable que el señor abad lo comente ¿por qué iba a hacerlo? Eso lo deja a mi discreción. Si tú y yo guardamos silencio, no será necesario que nadie se entere.
Melangell se sintió perdida. Le miró a través de un arco iris de incipientes lágrimas, compadeciéndose de sus hundidas mejillas envueltas en las sombras y del apagado brillo de sus ojos que ardían como el apacible y viviente núcleo de un incendio ya extinguido.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué se lo quieres ocultar?
—Por su bien y el tuyo… ¡y sí, también por el mío! ¿Crees que no me he dado cuenta de que te ama?… ¿y de que tú sientes lo mismo por él? ¡Sólo yo me interpongo en vuestro camino! Es amargo saberlo y desearía que no fuera así. Mi único deseo ahora es el de que tú y él seáis felices juntos. Si él me quiere con tanta fidelidad, ¿por qué no voy a quererle yo a él? ¡Tú le conoces! Sería capaz de sacrificarse y de sacrificarte a ti junto con todo lo demás para terminar lo que ha emprendido y acompañarme sano y salvo hasta Aberdaron. ¡Yo no acepto su sacrificio y no lo quiero tolerar! ¿Por qué ibais a ser los dos desgraciados sí mi único deseo es llegar con paz espiritual a mi lugar de descanso y dejar feliz a mi amigo? Ahora que está tranquilo, pensando que no me iré sin la sortija, déjale en esta inocencia, muchacha, por Dios te lo pido. Y yo me iré y os dejaré a los dos mi bendición.
Melangell temblaba como una hoja sacudida por el suave viento de sus palabras, sin estar segura ni siquiera de sus propios sentimientos.
—Entonces, ¿qué debo hacer? ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Guarda mi secreto —contestó Ciaran— y asiste con Mateo a esta sagrada procesión. Él se alegrará de ir contigo. No se sorprenderá de que yo me quede aquí a esperar la llegada de la santa. Y, mientras vosotros estéis fuera, yo me iré. Ya tengo los pies casi curados, he recuperado la sortija y podré llegar a mi refugio. No temas por mí. Procura entretenerle todo lo que puedas y, cuando se descubra mi partida, utiliza tus artes para retenerle. Es lo único que te pido.
—Pero él se enterará —dijo Melangell, consciente de todos los peligros—. El portero le dirá que te has ido en cuanto él te busque y pregunte por ti.
—No, me iré por aquí, cruzaré el arroyo y me dirigiré al oeste hacia Gales. El portero no me verá salir. Mira, el agua apenas alcanza los tobillos en esta estación. Tengo parientes en Gales, las primeras leguas no serán nada. Entre tanta gente, no le extrañará no encontrarme cuando me busque. Se pasará varias horas sin pensar en mí si tú le entretienes. Tú cuida de Mateo y yo os eximiré a ti y a él de todas vuestras inquietudes por mí. Yo saldré adelante y estaré tranquilo sabiendo que lo dejo a salvo contigo. Porque tú le amas —dijo suavemente Ciaran.
—Sí —corroboró Melangell, lanzando un profundo suspiro.
—Pues, entonces tómalo y rétenlo a tu lado con mi bendición. Puedes decirle, ¡pero mucho más adelante!, que eso es lo que yo quería —añadió Ciaran, esbozando una leve sonrisa como si recordara algo que no quisiera revelarle.
—¿De veras quieres hacer eso por él y por mí? ¿Lo dices en serio? ¿Te quieres ir solo por el bien de Mateo? ¡Qué bueno eres! —exclamó apasionadamente Melangell, tomando su mano y comprimiéndola por un instante contra su pecho. Ciaran le ofrecía la felicidad al precio de su dolor, en nombre del generoso afecto que sentía por su amigo. Tal vez no tuviera otra ocasión de darle las gracias—. Jamás olvidaré tu bondad. Toda mi vida rezaré por ti.
—No —dijo Ciaran, esbozando una triste sonrisa mientras ella le soltaba la mano—. Olvídate de mí y ayuda a Mateo a olvidarme. Es el mejor regalo que me puedes hacer. Y es mejor que no vuelvas a hablar conmigo. Ve en su busca. Es lo que tienes que hacer y yo confío en ti.
La muchacha retrocedió unos pasos, mirándole con gratitud y adoración, le hizo una extraña reverencia con la cabeza y las manos y dio media vuelta para subir por el campo hasta el vergel. Cuando llegó arriba y pisó los planteles de la rosaleda, rompió jubilosamente a correr.
Se reunieron en el gran patio en cuanto los monjes, los criados legos, los huéspedes y los habitantes de la ciudad terminaron de desayunar. Raras veces se había visto en el patio semejante gentío. Más allá de las murallas de la barbacana se escuchaba un guirigay de voces. Los miembros de los gremios de Shrewsbury el preboste, los ancianos y todos los personajes más destacados se habían congregado allí para participar en la solemne procesión que se dirigía a San Gil. La mitad del coro de los monjes, encabezada por el prior Roberto, se trasladaría en procesión hasta el lugar donde se encontraba el relicario mientras que el abad y los restantes monjes les aguardarían para acogerles con música, velas encendidas y flores cuando regresaran.
Los devotos de la ciudad y de la barbacana y los peregrinos que se encontraban dentro de las murallas podrían seguir en procesión al prior Roberto, en tanto que los lisiados y débiles podrían esperar con el abad y demostrar su devoción haciendo el esfuerzo de adelantarse un poco para recibir a la santa a su regreso.
—Me gustaría acompañarles hasta el final —dijo Melangell, arrebolada y emocionada en medio de la parlanchina multitud del patio que no cesaba de empujar y dar codazos—. No está lejos. Pero demasiado lejos para Rhun… se quedaría rezagado.
Rhun permanecía de pie a su lado en silencio con el rostro muy pálido y el cabello muy rubio, como si su habitual color de lino hubiera palidecido todavía más ante la inmensidad de aquella experiencia. Se apoyaba en sus muletas entre su hermana y dona Alicia, con sus cristalinos ojos perdidos en la distancia como si ni siquiera se percatara de la solicitud con la cual ellas lo sostenían por ambos lados. Y, sin embargo, se apresuró a contestar:
—Me gustaría acompañarlos por lo menos un poco hasta que me dejen rezagado. Pero vosotras no tenéis por qué esperarme.
—¡Como si yo te fuera a dejar! —dijo la señora Weaver, riéndose muy queda—. Tú y yo nos quedaremos juntos y seguiremos la procesión como podamos. El Cielo se dará por satisfecho con eso. Pero la chica tiene buenas piernas y puede seguir hasta el final, y rezar unas oraciones por ti a la ida y a la vuelta. Eso será tan aceptable como cualquier otra cosa.
La señora Weaver se inclinó para arreglarle al mozo el cuello de la camisa y el inmaculado jubón, y contempló con inquietud su extremada palidez, temiendo que cayera enfermo de la emoción, aunque su marfileño semblante parecía muy tranquilo y sereno, como si se hubiera trasladado en espíritu a algún lugar inaccesible para ella. Su mano tan áspera como las de todas las personas acostumbradas a tejer, le alisó el bien cepillado cabello, apartándole todos los mechones de la despejada frente.
—Corre, hija —le dijo la señora Weaver a Melangell sin apartar los ojos del chico—. Pero busca a alguien a quien conozcamos. Estoy segura de que se juntarán gentes de mal vivir… de ésos no hay quien nos libre. Ve con la señora Glover o con la viuda del boticario…
—Mateo irá con ellos —dijo Melangell, sonriendo y ruborizándose al pronunciar el nombre—. Me lo ha dicho él. Me lo encontré al salir de prima.
Era una verdad a medias. Ella le había revelado más bien que deseaba seguir la procesión hasta el final, recordando e intercediendo a cada paso por las almas de aquéllos a quienes más amaba en la tierra. Él debió de pensar con indirecta ternura que se refería a su hermano; pero ella pensaba también en aquella angustiada pareja cuya suerte sostenía delicada y temerosamente en sus manos. Incluso se atrevió a decir:
—El pobre Ciaran no podrá seguir la procesión y tendrá que esperar aquí, como Rhun. ¿No crees que nuestros pasos valdrán tanto como si los dieran ellos?
Mateo se volvió a mirar a su espalda y vaciló un instante antes de contestarle bruscamente:
—Sí, iremos tú y yo juntos. Recorreremos juntos este breve camino, creo que tengo este derecho por una vez… rezaré por Rhun a cada paso.
—Pues, entonces, corre a buscarle, muchacha —dijo doña Alicia, satisfecha—, Mateo cuidará bien de ti. Mira, ya se está formando la procesión, será mejor que te des prisa. Estaremos aquí cuando volváis.
Melangell echó a correr, alborozada. El prior Roberto ya había reunido al coro frente a la entrada, encabezado por fray Anselmo, el chantre. Detrás de ellos, se formó una cambiante y susurrante columna de peregrinos que se movía como la cola de un dragón. Era un largo y multicolor séquito constelado de flores, velas encendidas, ofrendas, cruces y estandartes. Mateo extendió una ansiosa mano para atraer a la joven a su lado.
—¿Tienes permiso? ¿Tu tía te confía a mí…?
—¿No estás preocupado por Ciaran? —no pudo por menos que preguntar Melangell con inquietud—. Hace bien en quedarse aquí porque no podría recorrer todo el trecho.
El coro de monjes entonó el salmo procesional mientras el prior Roberto iniciaba la marcha a través de la puerta abierta, seguido de los monjes de dos en dos, los notables de la ciudad y la larga columna de peregrinos que, al pasar por delante de la caseta de vigilancia, acompañó el canto de los monjes en los pasajes que le eran conocidos y giró a la derecha hacia San Gil.
Fray Cadfael seguía al prior Roberto en compañía de fray Adán de Reading. Avanzaron por el ancho camino que bordeaba la muralla de la abadía, pasaron junto al gran triángulo de hierba aplastada del recinto de la feria de caballos y volvieron a girar a la derecha entre las casas desperdigadas, los pastos y los campos agostados por el sol hasta el límite de los suburbios desde donde la achaparrada torre de la iglesia del hospital, el tejado del hospicio y la larga valla de juncos que cercaba el jardín destacaban contra el claro cielo oriental, ligeramente por encima del camino, en lo alto de una suave loma. La procesión de fieles era cada vez más larga y más vistosamente multicolor porque los habitantes de la barbacana, vestidos con sus mejores galas, habían salido de sus casas para incorporarse a ella.
En la pequeña iglesia no había espacio más que para los monjes y los dignatarios civiles de la ciudad. Los demás se congregaron junto a la entrada, estirando el cuello para poder ver lo que ocurría en el interior. Siguiendo los salmos y las plegarias casi sin mover los labios, Cadfael contempló el juego de luz de las velas sobre la filigrana de plata que adornaba el hermoso féretro de roble de santa Winifreda, elevado sobre el altar como la primera vez que lo trajeron allí desde Gwytherin, cuatro años antes. Se preguntó si su intención, al asegurarse un lugar entre los ocho monjes que portarían de nuevo el féretro a la abadía, era tan pura como él había creído. ¿Lo habría hecho como si reclamara un derecho de propiedad por el hecho de haber estado presente en su primera venida? ¿O habría querido hacerlo en humilde gesto penitencial? En fin de cuentas, ya pasaba de los sesenta y, si no recordaba mal, el féretro de roble pesaba mucho y sus afilados cantos se clavaban en el hombro, y el camino de vuelta era lo suficientemente largo como para causar toda suerte de molestias. Tal vez la santa encontrara algún medio de indicarle si aprobaba o no su proceder, ¡paralizándole repentinamente con un agudo dolor reumático!
Terminó la ceremonia y los ocho monjes elegidos, emparejados según la estatura y el paso, levantaron el relicario y se lo colocaron sobre los hombros. El prior agachó la cabeza para pasar por la pequeña puerta y emerger a la claridad de la media mañana, mientras la multitud congregada alrededor de la iglesia abría un camino para que la santa pudiera ser conducida triunfalmente a la abadía. Se volvió a formar la procesión encabezada por el prior Roberto, los monjes del coro y los portadores del féretro, flanqueados por cruces, estandartes y velas encendidas, mientras las mujeres se acercaban con guirnaldas de flores. Con paso mesurado y entre solemnes cantos de júbilo, santa Winifreda, o cualquier cosa que la representara en el interior de aquel sellado y secreto ataúd, fue conducida de nuevo a su altar de la iglesia de la abadía.
Curioso, pensó Cadfael, siguiendo cuidadosamente el paso de sus compañeros, parece más liviano de lo que yo recordaba. ¿Es posible? ¿En sólo cuatro años? Estaba familiarizado con las interesantes peculiaridades de los cuerpos vivos o muertos, porque una vez lo habían acompañado a una galería de cuevas del desierto en las que habían vivido y muerto los antiguos cristianos, y conocía los efectos que producía el aire seco en la carne, preservando el ligero y apergaminado cascarón y convirtiendo el jugo de la vida en espíritu. Lo que había en el interior del relicario descansaba suavemente sobre su hombro como una etérea mano que lo guiara. ¡No pesaba absolutamente nada!