«El bien no hace ruido, y el ruido no hace bien»
(Dr. Torras y Bagés)
Pitirim Sorokin, al estudiar el proceso de crisis de las sociedades, planteaba que las decadencias no eran irreversibles. En las civilizaciones podía producirse un proceso de catarsis y resurrección en la medida en que hubiera una minoría capaz de romper con los valores dominantes y las interpretaciones de la realidad. La psicología de los pueblos no deja de sorprendernos y allí dónde hubo sociedades y civilizaciones ricas, hoy sólo quedan ruinas; o aquellas tribus que eran consideradas bárbaras, con los siglos se convirtieron en las zonas más productivas del mundo. El peor enemigo de los pueblos es la soberbia, la relajación, creerse que todo está ganado y que no hay que esforzarse una vez alcanzados ciertos objetivos. Otro enemigo es su psicología interna, su sentimiento de deriva, la pérdida del sentido de la existencia de sus miembros. La materialización de las costumbres y valores, explicaba Sorokin, sólo puede llevar a una desintegración individualista. En fin, son muchos los síntomas que podiamos encontrar en nuestra sociedad catalana que corresponderían a la fase de desintegración social.
Muchos autores han teorizado sobre el papel y función de las elites sociales; sobre su capacidad de generar modos de vida y de proponer ideales que permitan la subsistencia de los grupos. Hubo un tiempo en que Cataluña tuvo sus élites, grandes empresarios capaces de domeñar los gobiernos de España y luchar por sus intereses; capaces de crear ideologías, como el nacionalismo para legitimar sus objetivos; capaces de liderar una sociedad entusiasmándola. El historiador catalanista Ramon d’Abadal, en un borrador de carta a Jordi Nadal, en 1965, escribía: «me siento burgués y opino que la burguesía, y no la masa, es la que tiene que salvar el espíritu. La dirección del mundo, la buena dirección, es un asunto de las minorías, de las buenas minorías». Lo malo en Cataluña es que sus élites naturales han degenerado y se han extinguido ahogadas por su propio veneno. El nacionalismo ha matado el espíritu real para sustituirlo por una falsa vitalidad. El independentismo no es una manifestación de la vitalidad del pueblo catalán, sino el canto del cisne de una sociedad intoxicada por sus propias mentiras, engaños e ilusiones. Los empresarios catalanistas de principios del siglo XX nunca se creyeron su ideología, pero lucharon a brazo partido para imponerla y nadie puede negarles que sus fortunas las habían ganado con el sudor de su frente. Hoy el independentista se lo cree, pero quiere una independencia sin esfuerzos, sin sacrificios; una independencia lograda con simpáticas y mediáticas cadenas humanas como quien juega en el «esplai parroquial», y sólo con el trabajo de cruzar la calle para ir a votar en un referéndum. Almirall, en su obra Lo Catalanisme, decía: «En Cataluña, nosotros tenemos que sudar y trabajar para que vivan diez mil zánganos en las oficinas del gobierno de Madrid». Mañana, quizá, deberemos decir: por fin conseguimos la independencia para pagar 200.000 zánganos de funcionarios que viven en Barcelona».
Gerard Brenan, en su obra El laberinto español, señalaba en el prólogo, respecto al futuro de España: La muerte por monotonía, por uniformidad, por despersonalización —si conseguimos escapar a la destrucción en otra guerra— es el destino que nos ofrece este bonito «Brave new world» (Mundo Feliz) que se caracteriza por la amalgama y el control universal. A esa muerte opondrá España una prolongada resistencia». Para que ocurriera esa resistencia, primero tendría que surgir una nueva élite, y no nos referimos a una elite económica o política, sino espiritual y cultural, capaz de reencontrar el sendero que enlaza nuestro pasado con un futuro próximo. En la crisis española y catalana de finales del siglo XVII, Sebastiano Foscarini, el embajador de Venecia en Madrid, decía: «…aunque los españoles tienen ingenio, capacidad y medios suficientes para restaurar su país, no lograrán hacerlo; y aunque enteramente capaces de salvar su Estado, no lo salvarán porque les falta voluntad de hacerlo». En estos momentos de la Historia el destino de nuestra sociedad, incluyendo Occidente pende de la voluntad de reencontrar nuestra identidad, o simplemente de dejarnos arrastrar por el torrente pre-diseñado de la globalización y sus reacciones neotribales, como los nacionalismos artificiales.
Sigue Brenan exponiendo su tesis: «Como demuestra claramente la historia, España ha existido únicamente como nación cuando se sintió bajo la influencia de alguna gran idea o impulso; tan pronto como declinaba esta idea, los átomos de la molécula se separaban y empezaban a vibrar y a chocar unos con otros. Lo vemos por primera vez en tiempo de Augusto, cuando la civilización romana sometió a las belicosas tribus iberas. Apenas acabada la conquista de la Península por los romanos cuando España hizo suya la idea de Roma, en una medida jamás lograda por la Galia, y automáticamente empezó a producir generales, emperadores, filósofos y poetas, hasta el punto de que Italia llegó a parecer una simple provincia de España».
¿Cómo puede renacer una España como la de otros tiempos? No sabemos siquiera si es lícito hacerse esta pregunta, pues podría caerse fácilmente en demagogia. Lo que tenemos por cierto es que el pasado puede ser un faro que ilumina futuros destinos, o una penumbra que nos hunda en la melancolía. El nacionalismo, al menos el catalán, padece esta tristeza espiritual. El escritor catalanista Miquel de Palol, autor de Meditacions des de Catalunya, sorprendía a propios y extraños con estas declaraciones: «Ahora que parece que una cierta mayoría percibe las razones objetivas de la secesión, hace falta atender en primer lugar a desoficializar el Himno dels Segadors. No se ha guiado ninguna comunidad ella misma con convicción ni con éxito hacia un destino importante al son de un himno con modo menor y frases musicales descendentes, propios de una marcha fúnebre. Els Segadors profundiza en el imaginario oscuro, deprimente y derrotista de Cataluña». Y tiene toda la razón. Las segregaciones o independencias pueden ser fruto de la vitalidad o de la disgregación y muerte de un cuerpo social.
Muchos nacionalistas ven la independencia como el modo de liberación que permitirá recobrar una vitalidad perdida. Pero a nosotros se nos antoja más como cuando una rama muerta se desprende de un tronco al que le falta vitalidad. El catalanismo prefiere ser un fruto ya podrido caído y separado de un árbol, en vez de una de las raíces que le proporcione vitalidad. Las raíces no se ven como las ramas pero en ellas se esconde la esencia. Descubramos este árbol que es la Hispanidad y encontremos nuestro sitio en él. Entonces podremos gritar sin rubor ni contradicción aquél ¡Visca Espanya! que daba título a un artículo de Joan Maragall, «Porque en este “Visca Espanya” —decía— caben todos los que estiman a España en espíritu y en verdad. Los únicos que no caben son aquellos que no quieren caber, los enemigos de la España verdadera». El gran poeta catalán insistía «¡El alma ibérica! ¡Qué ensueño! Pero nos lo turban castellanistas, bizkaitarras, catalanistas, portuguesistas, andalucistas, que no castellanos, ni vascos, ni catalanes, ni portugueses, ni andaluces». Cánovas del Castillo criticaba a aquellos que decían que «son españoles los que no pueden ser otra cosa». Que nunca llegue el día en el que se pueda decir «son catalanes porque no quieren ser españoles». Ese día, habrán muerto España y Cataluña. Y se cumplirá aquella sentencia de Vázquez de Mella: «Los pueblos se enlazan con la muerte el mismo día en que se divorcian de su historia».
Digresión: Dos siglos antes de nuestra era ya eran conocidos los romanos por expoliar nuestro oro y nuestras minas, aunque todavía no hemos descubierto a ningún español que esté resentido contra Italia por ello. Por el contrario, el mantra «España nos roba» es uno de los más rezados por la religión nacionalista. Tampoco hay viaje a Hispanoamérica en el que no le saquen a uno el dichoso tema del «oro que se llevaron los españoles». En cierta ocasión, al que suscribe estas líneas le acusaron del latrocinio español, precisamente visitando el Museo del Oro de Bogotá. La respuesta fue algo cínica por nuestra parte: «Si los españoles nos llevamos todo el oro, cómo es que hay tantas piezas en este museo».