«Valerosos catalans / anems tots á la campanya / á defensar nostre Deu / Lley, Patria y Rey de Espanya»
(Canción popular en la Guerra Gran, 1793-1795)
Mientras el Imperio de la Monarquía Hispánica se iba desintegrando tras tres siglos de esplendor, desgastado desde fuera y desde dentro, aún tuvo arrebatos para las últimas grandes gestas. En ellas, el pueblo catalán mostró un exacerbado espíritu patriótico y españolista. Lejos quedaban las traiciones de las élites catalanas en el siglo XVII. El siglo XVIII fue el de la integración plena en el Imperio hispánico y el XIX —en la misma medida en que iba apareciendo tímidamente el catalanismo y, con más intensidad, el laicismo revolucionario— fue el de la resistencia frente a la Revolución y la Modernidad laica. Lo que iba a ser el siglo XIX, en continuidad con la Cataluña hispana, quedó prefigurado en la Guerra Gran. El pueblo catalán manifestaría su capacidad de autoorganización, independientemente de los gobiernos masónicos de Carlos IV, y se lanzaría a luchar contra la Revolución Francesa. Esta sería la constante de la resistencia del alma catalana frente a la Modernidad, que trataba de transformarla.
La Guerra Gran (Grande), llamada también del Rosellón o de la Convención, sólo puede entenderse como la emergencia del alma catalana ante lo que consideraba un deber patrio y religioso. Para los historiadores es una guerra incomprensible, pues no se trata de una mera guerra defensiva, ni siquiera de una guerra para recuperar el Rosellón, aunque al final se convirtió en objetivo (vieja reivindicación desde el Tratado de los Pirineos). La chispa, el motor de esta Guerra, fue la ejecución, por parte de la Convención francesa dirigida por Robespierre, de Luis XVI y la Reina María Antonieta. La ejecución de los monarcas provocó profunda repulsa en toda Europa y el inicio de nuevas hostilidades. Francia declaró la Guerra a España el 7 de marzo de 1793, iniciando la invasión por Cataluña, Navarra y Vascongadas. En toda España se reclutaron voluntarios dispuestos a enfrentarse a la Convención, pero sólo en Cataluña la movilización alcanzó el carácter de un verdadero ejército popular, subvencionado por los gremios y ayuntamientos. El sentir religioso, patriótico, y los todavía presentes recuerdos de las constantes invasiones francesas llevaron a que un grito resonara en toda Cataluña: «¡A matar franceses!». Por las calles de las ciudades aparecían pasquines exigiendo la expulsión de los gabachos que residían en España (excepto, claro, los que habían huido de la Revolución Francesa) y la declaración de guerra contra los enemigos de Dios y de la Monarquía.
El gobierno español de Carlos IV, dominado por masones y afrancesados, a pesar del regicidio del primo de Carlos IV, puso todas las reticencias sobre la mesa para iniciar esta Guerra. Pero los catalanes no hicieron caso. La ofensiva principal se desarrolló en Cataluña adónde afluyeron miles de voluntarios al grito de «¡Déu, Pàtria i Rei!» Paradójicamente algún historiador catalanista ha visto en la «Guerra Gran» un precedente del catalanismo, al demostrar el pueblo su capacidad de iniciativa y capacidad organizativa. Pero si atendemos al alma catalana de aquel momento, reflejada en sus cantos populares, veremos que nada tiene que ver con el catalanismo.
Entre las muchas poesías que surgieron, recogemos un breve muestrario: «Aquells francesos malvats / son nostros majors contraris, / han comés tantas maldats / alevosas y execrables. / Valerosos catalans, / anems tots á la campanya / á defensar nostre Deu / Lley, Patria y Rey de Espanya» (Aquellos franceses malvados / son nuestros mayores contrarios / han cometido tantas maldades / alevosas y execrables. / Valerosos catalanes / vamos todos a la campaña / a defender nuestro Dios / Ley, Patria y Rey de España); Otra famosa, sonaba así: («¡Al arma, al arma, espanyols! / ¡Catalans, al arma, al arma! / Que lo frenetich francés / nos provoca y amenassa. / Privinguda en la frontera / la millor tropa de Espanya, / tothom espera impacient / la ordre de entrar á la Fransa. / No temau espanyols, no, / mallograr esta campaña, / que la fortuna constant / favorable os acompaña» (¡Al arma, al arma, españoles! / ¡Catalanes, al arma, al arma! / Que el frenético francés / nos provoca y amenaza. / Prevenida en la frontera la mejor tropa de España, / todo el mundo espera impaciente / la orden de entrar en Francia. / No temáis españoles, no, / malograr esta campaña, / que la fortuna constante / favorable os acompaña»).
En julio de 1793 se formó un cuerpo de voluntarios barceloneses bajo el lema «Por la Religión, el Rey y la Patria». El llamamiento y la respuesta se repitieron por todas las comarcas catalanas, que aportaron miles de «miqueletes» que incluso subieron desde Valencia. El Capitán General de Cataluña, el general Ricardos (aragonés), que consiguió unos 25.000 hombres, ante el primer intento de invasión francesa, contratacó invadiendo el Rosellón. Fue ocupando poblaciones derrotando al francés, culminando sus triunfos con la batalla de Truillás, dejando unas 6.000 francesas viudas. Sin embargo, Ricardos, falto de suministros, tuvo que retirarse (y aún así iba venciendo a los franceses en diferentes batallas).
El Diario de Barcelona publicó, con motivo de la toma de Bellaguarda por las tropas de Ricardos, tres sonetos, uno en catalán y dos en castellano, celebrando la victoria: «Ja del bronse tronant la força activa / rompé de Bellaguarda la alza roca; / y rendida la foch viu, que la sufoca, / la guarnició se entrega, y s’fa cautiva. / Lo Gall Francés abac la cresta altiva / de son orgull, que á tot lo mon provoca, / y devant del Lleó no bada boca, / si que fuig aturdit quant ell arriba. / Vallespir, Roselló, la França entera / del valor español lo excés admira / ja espera resistir, ja desespera, / ja brama contra el Cel pero delira; / que lo Cel es qui vol que torne a España / lo Roselló, Navarra y la Cerdeña» («Ya del bronce tronante la fuerza activa / rompió de Bellaguarda la alta roca; / y rendida al fuego vivo, que la sofoca, / la guarnición se entrega, y se hace cautiva. / El Gallo Francés abate la cresta altiva / de su orgullo, que a todo el mundo provoca, / y ante el León no dice esta boca es mía, / sino que huye aturdido cuando éste llega. / Vallespir, Rosellón, la Francia entera / del valor español el exceso admira; / ya espera resistir, ya desespera, / ya brama contra el Cielo, pero delira, / que el Cielo es quien quiere que vuelvan a España / el Rosellón, Navarra y la Cerdeña»).
En numerosas localidades del Rosellón, siglo y medio después de su separación de España, se recibió a las tropas de Ricardos al grito de «¡Viva España!», manifestando su voluntad de adherirse a la Corona española, como en Roca d’Albera, Sureda, la Menera, Costoja y Sant Llorenç de Cendans. Un testimonio publicado en La Gaceta de Madrid en abril de 1793, describía cómo fueron recibidas las tropas españolas en Sant Llorenç: «Las tropas de S.M. habían sido recibidas, particularmente en la Villa de S. Lorenzo de Cerdá, con la mayor alegría; el pueblo sobre las armas, y los sujetos distinguidos gritando viva el Rey, viva España, viva la Religión, lloraban de gozo cuando oyeron a su legítimo vicario en la Misa la oración por el Rey y por el Pontífice […]». Este magnífico inicio de la Guerra empezó a torcerse por la muerte de Ricardos en Madrid, de una neumonía, cuando iba a recabar apoyos. La falta de convicción del gobierno de Godoy y una leva obligatoria masiva del Ejército francés (que reclutó un número de tropas desproporcionadas respecto a los voluntarios catalanes) hizo el resto. En julio de 1795 Godoy firma la Paz de Basilea, según la cual las tropas galas se retiraron de España a cambio de la cesión a Francia de la parte española de la isla de Santo Domingo.
La invasión francesa de España encontró en Cataluña una situación peculiar. Por un lado una aferruzada resistencia en los pueblos, y por otro un servilismo de ciertas elites en Barcelona. Ferran Soldevila reconoce en su Historia de Cataluña que «En Francia existía aún la idea de que Cataluña se encontraba madura para una revolución». Aunque, más bien, la Cataluña popular estaba preparada para una contrarrevolución. La experiencia francesa, tras tantos siglos de combatir a España utilizando Cataluña como teatro de operaciones (hasta apoderarse definitivamente el Rosellón), fue hábilmente utilizada. Por un lado, en 1808, se acuñaron monedas en Barcelona «Ab les armes d’Aragó» (esto es, con las cuatro barras). En 1810 Napoleón ordenó al Mariscal Augereau que izara las banderas francesas y catalanas en lugar de la española. Paradójicamente, esta es la primera referencia moderna de la aparición de la bandera catalana. Las cuatro barras, también fueron utilizadas en los papeles oficiales, señoreando sobre el pecho del águila imperial napoleónica. Para colmo, el Diario de Barcelona dejó de editarse en español, para ser publicado en lengua catalana y francesa; las actas del Ayuntamiento de Barcelona empezaron a redactarse en catalán. La estrategia de asociar lo catalán a lo francés estaba clara, aunque no causó ningún efecto. Un catalanista —político e historiador—, Nicolás d’Olwer, en su Resumen de literatura catalana (1927), no tiene más remedio que reconocer una verdad que le duele en las entrañas: «Los catalanes preferían hablar en castellano sobre el despotismo vergonzoso de Fernando VII, que hablar su propia lengua amparado por el glorioso Emperador de los franceses».
Por aquellos tiempos, al catalán de siempre las cuatro barras no le causaban la más mínima emoción. En el Decreto de la Junta Superior de Cataluña, del 20 de febrero de 1809, se ordenaba un alistamiento general de los somatenes contra el francés. De esta orden se desprende la ausencia total de la bandera catalana como símbolo. Cada una de las unidades que se formaran, decía el decreto, llevaría: «una bandera con el Santo Patrono de mayor devoción que haya en los pueblos que formen la división» [ocurría lo mismo que en la defensa de Barcelona de 1714, lo cual demuestra la continuidad del alma catalana siglos después]. Como mucho, un cuerpo de almogávares fue premiado con un escudo de la Merced que portaba las cuatro barras y una cruz. Las monedas de más valor acuñadas en Cataluña por la Junta Superior, no llevaban las cuatro barras, sino el escudo de castillos y leones enmarcando las flores de lis borbónicas. Durante la Guerra carlista de los Siete Años (1833-1840), ni las tropas carlistas (defensoras de los fueros catalanes), ni las tropas mercenarias que les combatían, ni los ejércitos gubernamentales que tomaban nombre de ciudades catalanas (para mimetizarse con la población), nadie, llevaba pendones con las cuatro barras.
El historiador nacionalista Rovira y Virgili expresaba en su Historia de los movimientos nacionalistas que el catalanismo no podía emerger del pueblo catalán levantado en armas contra Napoleón. Su espíritu era demasiado reaccionario y fanáticamente religioso. El catalanismo, para él, debía ser algo moderno y laico y, por tanto —paradójicamente—, afirma que el catalanismo lo traían los soldados napoleónicos en sus mochilas. En cierta medida tiene bastante razón, pues ese pueblo catalán resistente era todo menos catalanista o modernizante. Veamos algunos de los epítetos que le dedicaron las poesías populares: «Demonio encarnado», «Aborto de Lucifer», «Primogénito del gran diablo», «Anticristo» (éste era el más suave). La Canción de Malaparte, insiste en que hay que «hacerle cruces» como a un endemoniado.
Ferran Soldevila, siempre confundido entre la Historia y sus deseos de lo que debería ser la Historia, desbarra un poco al tratar del evidente patriotismo español de los catalanes de aquella época. En su Historia de Cataluña, «rebaja» ese patriotismo y lo intenta entremezclar con un «patriotismo catalán» por aquél entonces inexistente, al menos en cuanto que precedente del nacionalismo. Nuestro historiador analiza el fenómeno con estas sorprendentes reflexiones: «el patriotismo [de aquellos catalanes] mezcla. Decimos, de patriotismo catalán y español, mezcla liada ¿Cómo separarlo del sentimiento y del sentimiento monárquico —Religión, Patria y Rey, son los que demandan este servicio— es la divisa que lleva la bandera de los almogávares fundados en 1810». Y en el colmo del cinismo, Soldevila se pregunta si esto es «¿Patriotismo español, patriotismo catalán? […] es difícil separarlos». La ceguera física puede incluso curarse, pero la del alma es casi imposible. Toda esta retahíla es para evitar afirmar que se puede ser patriota español y catalán a la vez.
Sería interminable describir las manifestaciones de españolismo de todos aquellos catalanes que lucharon por su Dios, Patria y Rey, durante la Guerra del francés. Salvo los afrancesados de Barcelona y los masones (que solían coincidir), el pueblo catalán «esclatava» (explotaba) de patriotismo español puro. De ahí que el nacionalismo catalán no suela tocar este tema. Pero dejemos que sea la musa popular la que nos muestre el sentir del pueblo. Al igual que en la Guerra Gran, fueron frecuentísimas las poesías y cantos populares, algunos épicos y otros irónicos. Recogemos algunos ejemplos, uno de ellos sobre la batalla del Bruch: Oh batalla del Bruch, la més gloriosa! / afronta de «Marengo», «Eilau» i «Jena» / intrèpidos paisans, gent valerosa, / d’Espanya glòria, de la França pena, / accepteu la corona victoriosa / que la fama vos dóna a boca plena / que la història los noms dirà ab grandesa / d’Igualada, del Bruch i de Manresa» (no traducimos porque se entiende bastante bien). Esta es una poesía anónima publicada en el Diario de Manresa, y recogida en el libro Els precursors de la Renaixença, de Josep Maria Poblet.
El barcelonés Josep Robrenyo, en Els laments de la trista ciutat de Barcelona, escribe: «Ai maleïda França¡ / Te n’has de recordar, / Del mal que has fet a Espanya / Nos la tens de pagar!». (¡Hay maldita Francia! / te has de acordar / del mal que has hecho a España / ¡Nos lo tienes que pagar!). Josep Maria Arnau en La Pubilla del Vallés, rememora su participación en la guerra con estos patrióticos versos: «Ha de saber senyoret / Si no sap més que fer el llaç / Que aquest honròs uniforme, / Símbol de la lleialtat, / Representa l’heroisme, / Representa el valor gran / Amb què els fills de Catalunya, / Defensàrem, pam a pam / La independència española / Los fueros i la llibertat» (Ha de saber señorito / si no sabe hacer más que el lazo / que este honroso uniforme / Símbolo de la lealtad / Representa el heroísmo / Representa el gran valor / Con que los hijos de Cataluña / Defenderemos palmo a palmo / la independencia española / los fueros y la libertad).
El carácter de este libro, conjunto de pequeñas reflexiones históricas que nos permiten intuir lo que fue Cataluña durante siglos, nos impide alargarnos todo lo que deseáramos en cada epígrafe, pues de cada uno podríamos escribir un capítulo entero. Recurriremos, por tanto, debido a las restricciones de espacio, a una obrita muy especial: Centinela contra franceses, de Antonio Capmany. Este catalán, diputado en las cortes de Cádiz, defensor acérrimo de la nación española, y triste testigo de la invasión francesa, decidió escribir este opúsculo como arma propagandística, ya que la edad no le permitía coger las armas. Por un lado, en el libro se queja de cómo la propaganda afrancesada y liberal ha debilitado el espíritu patrio. El reblandecimiento espiritual, está matando el alma española. Con cierta contundencia, escribe: «En otro tiempo la religión hacía obrar prodigios; el apellido de ¡Santiago! convocaba y alentaba a los guerreros; el nombre de ¡Españoles! inflamaba porque envanecía; y el recuerdo de Patria infundía deseos de salvarla al noble, al plebeyo, al clérigo y al fraile. Pero hoy, que con la inundación de libros, estilos y modas francesas se ha afeminado aquella severidad española». Capmany era consciente de que fueron más peligrosas las costumbres e ideas que venían de Francia que no sus soldados. No obstante, este prócer catalán, al final del libro, en tono de epopeya lanza una filípica al espíritu español casi en tonos apocalípticos: «Nunca entreguéis las armas al enemigo sino por la punta; nunca os dejéis coger vivos sino muertos. Nunca os espante el número de huestes enemigas ni su formidable aparato […] Cuado perecierais todos, iremos los viejos, los niños y las mujeres a enterrarnos con vosotros, y las naciones que se trasladen a esta desolada región […] leerán atónitas: Aquí yace España libre».
El relato de Capmany, a pesar del legítimo tono propagandístico, es interesante por lo acertado de sus juicios. Mientras en España muchos se levantaban en armas contra Napoleón, otras poblaciones se entregaron sin la menor resistencia, bien por aceptar sobornos, bien porque las autoridades eran afrancesadas. No es de extrañar, por tanto, que Barcelona se entregara, mientras que Gerona, Tarragona, Valls, o Vich, resistieran. En este epígrafe queremos homenajear a las mujeres catalanas que destacaron en la defensa de la Patria, aunque el comportamiento de todas las catalanas fue ejemplar por su sacrificio y entrega.
Cómo no, debemos empezar por la catalana Agustina de Aragón (1786-1857) [Agustina Saragossa y Domènech]. Es una de las figuras más relevantes de la resistencia española al francés; representa un auténtico baluarte del imaginario español en el homenaje a sus heroínas. Su popularidad a partir del episodio del Portillo fue enorme, convirtiéndose en el gran símbolo hispano. El 15 de junio de 1808, los franceses forzaron las entradas a la ciudad por la zona de Casablanca, intentando penetrar en Zaragoza entre las puertas del Carmen y del Portillo. El gran asalto del 2 de julio se centró en el Portillo, donde la batería allí dispuesta había perdido a todos sus hombres. Fue entonces cuando Agustina, tomando la mecha de las manos de un moribundo, disparó el cañón contra los atacantes, logrando su retirada. Intervino la heroína en otros episodios de los Sitios de Zaragoza, participando en la lucha por el convento de Jerusalén (y también en el Sitio de Teruel). Su azarosa vida le llevará todavía al Sitio de Tortosa, donde nuevamente fue hecha prisionera, escapándose más tarde. Cada vez hay menos gente, especialmente en Cataluña, que desconoce que Agustina era catalana; nació en Barcelona, falleciendo en Ceuta, adónde se dirigió con el último de sus maridos. La historia nos documenta su llegada a Zaragoza, a los 22 años, en plena guerra contra los invasores.
Otro caso ejemplar de heroísmo femenino fue en los Sitios de Gerona. Durante el asalto francés del 20 de junio de 1808 al baluarte de santa Clara, los defensores españoles huyeron dejando heridos y muertos. La mujeres gerundenses acudieron al lugar del desastre, para ayudar, curar y, sobre todo, dar ejemplo de valentía ante los atemorizados defensores. A partir de entonces, estas mujeres —según el estudio de José Grahit Grau— «dieron continuados ejemplos de valor, patriotismo y elevados sentimientos caritativos acudiendo voluntariamente a los lugares de mayor peligro y cuidando de suministrar víveres, refrescos y municiones a los que se levantaron en defensa de la patria, de la monarquía y de la religión, y de recoger los heridos y conducirlos a los hospitales».
Esta espontánea caridad, llevó a varias mujeres a solicitar que se organizara una compañía femenina para hacer más efectivos y organizados estos esfuerzos. Elevaron así una petición al General Álvarez de Castro. Éste recibió la idea con plena satisfacción y aceptó el proyecto que pasaría a denominarse Compañía de Santa Bárbara. Un documento del general informaba de la creación de dicho cuerpo: «Don Mariano Alvarez de Castro, Mariscal de Campo, etc. — Habiendo entendido el Excmo. Sr. Marqués de Coupigny, General del exercito de Cataluna el espíritu, valor y patriotismo de las Señoras Mugeres Gerundenses, que en todas las épocas han acreditado, y muy particularménte en los sitios que ha sufrido esta Ciudad, y en el riguroso que actualmente le ha puesto el enemigo; deseando hacer publico su heroismo y que con más acierto y bien general puedan dedicar y emplear su bizarro valor en todo aquello que pueda ser de beneficio común a la Patria, y muy particularmente de los nobles guerreros defensores de ella, y que a su tiempo tenga noticia circunstanciada S. M. del inaudito valor, y entusiasmo de las Señoras Mugeres Gerundenses para recompensar con distinciones sus méritos y servicios, sean premiadas con un distintivo honorifico, y de mérito, y de hacerlas dotar para que contraigan su alianza de matrimonio decente, y sin deshonor el menor a las familias, y eternizar los dignos nombres de tales heroínas; Ha venido S. E. con orden de 22 del actual en disponer y mandar que se forme una compañía de dos cientas Mugeres sin distinción de clases, jóvenes, robustas, y de espíritu varonil para que sean empléadas en socorro, y asistencia de los soldados, y gente armada, que en acción de guerra tuvieren la desgracia de ser heridos, llevarles en sus respectivos puestos todo quanto sea necesario de municiones de boca, y guerra a fin de que por este medio no se disminuyan las fuerzas de los guerreros que se oponen al enemigo, previniendo que se nombren a tres de dichas Señoras Mugeres para Comandantas de la expresada Compañía… Gerona 28 Junio de 1809.— Mariano Alvarez.».
Son miles las anécdotas patrióticas que podríamos contar, pero nos quedamos con una, para demostrar la valentía de esas mujeres catalanas. En la noche del 3 al 4 de noviembre de 1809, al toque de generala, Maria Marfà y Vila, esposa de un cabo de Rentas que permanecía en cama herido, se armó con el fusil y la canana de su marido y salió de casa en dirección al punto en que se percibía el tiroteo. Los artilleros del puente de San Francisco que tenían a su cargo dos cañones, sentados sobre los estribos, le dijeron que regresara a su domicilio a cuidar a su esposo. A lo que ella respondió: «Cuando se toca generala éste es —señalando el fusil que llevaba sobre el hombro— mi marido. He de vengar la sangre que le han hecho derramar estos gabachos malditos». Mientras que así se comportaban las catalanas, a miles de kilómetros, al otro lado del atlántico, los catalanes también luchaban por la hispanidad.
El Imperio español estaba llegando a su fin. El desgaste natural, la oposición de otras potencias, los malos gobiernos afrancesados, la invasión napoleónica, llevaron a que durante el siglo XIX, se fuera desmembrando lo que durante tres siglos había sido una unidad política, religiosa y espiritual. Aún en esos momentos de debacle, y ante un agotamiento generalizado de recursos, todavía muchos españoles lucharon como voluntarios por ese Imperio. Y los catalanes no fueron menos.
Es bastante desconocido el llamado Tercio de Miñones de Cataluña, denominado también Batallón de Voluntarios Urbanos Miñones de Cataluña, Tercio de Catalanes o Tercio de Miñones. Ésta fue una unidad de infantería creada con milicianos voluntarios en 1806 en Argentina. El denominador común es que todos eran voluntarios nacidos en Cataluña, residentes en Buenos Aires o Montevideo, y en la que se incluyeron también a hijos de catalanes y otros voluntarios. La formación de esta milicia fue para frenar las incipientes invasiones inglesas al Virreinato del Río de la Plata. Su primer jefe fue Jaime Nadal y Guarda, al que le sucedió Oleguer Reynals. El nombre de miñones (muchachos), como ya señalamos en capítulos anteriores, corresponde al de miqueletes, esto es, a las milicias de ciudadanos encargadas de la defensa de las poblaciones, tradicionalmente frente a ladrones y delincuentes. Con el tiempo se convirtieron en unidades que participaron en importantes conflictos durante siglos.
El Tercio se había forjado en unas reuniones secretas de catalanes pudientes, que finalmente solicitaron permiso a las autoridades españolas para crear la unidad militar. La carta que dirigieron a la autoridad competente decía así: «Muy Ilustre Cabildo Justicia y Regimiento: Los que suscribimos, naturales del Principado de Cataluña, ante Usía, con el mayor respeto decimos: Que deseosos de formar un cuerpo de voluntarios que sea útil al servicio y defensa de la Patria, para poderlo hacer y combinar en los términos más proporcionados, ocurrimos a V. S. en solicitud de que nos permita formar Lista de los individuos de que haya de componerse este cuerpo para que hecha, pueda también de consentimiento de todos, proponer á Usía, los términos y circunstancias con que, uniformados á nuestra costa, hayamos de hacer el servicio á que se nos destine, y en que por ahora solicitamos esta permisión, para oportunamente después que sepamos el número de que ciertamente se compondrá dar parte a Usía á fin de que se realice, y obtengan las aprobaciones necesarias. Buenos Ayres y Agosto diez y nueve de mil ochocientos seis. Jaime Nadal y Guarda, Jaime Laballol, Juan Larrea, Oleguer Reynals».
La solicitud fue aprobada por el Cabildo y por el Virrey Santiago de Liniers. El elevado número de voluntarios que consiguieron hizo que finalmente se posibilitara la creación de un cuerpo de artillería, Patriotas de la Unión, y uno de infantería: los Miñones. Liniers lanzó una proclama el 6 de septiembre de 1806, instando al pueblo a organizarse en cuerpos separados según su origen: «[…] Vengan, pues, los invencibles cántabros, los intrépidos catalanes, los valientes asturianos y gallegos, los temibles castellanos, andaluces y aragoneses; en una palabra, todos los que llamándose españoles se han hecho dignos de tan glorioso nombre».
El Tercio de Miñones catalanes prestó una compañía de 120 hombres (Compañía de Miñones Catalanes de Montevideo) a las fuerzas de Pascual Ruiz Huidobro, que tenía la intención de reconquistar Buenos Aires a los ingleses. Esta unidad estaba comandada por el teniente de migueletes de Tarragona, Rafael Bufarull, y el subteniente José Grau y había sido costeada en parte por el catalán Miguel Antonio Vilardebó. Los catalanes, al enterarse de la acción de los ingleses, habían escrito al gobernador de Montevideo: «Los individuos catalanes deseando liberar Buenos Aires de los pérfidos ingleses […] hemos determinado formar una compañía […] para servir de partida de Guerrillas o como vulgarmente se dice Miñones catalanes […]». Durante los combates de Buenos Aires capturaron el cuartel de la Ranchería. En el informe al Cabildo de Montevideo sobre esta acción se puede leer: «[…] los Migueletes con sus Comandantes Don Rafael Bofarull y Don José Grau […] cayeron como un torbellino sobre los Ingleses que custodiaban el Parque y los atropellaron matando a muchos y poniendo en fuga a otros, y tomándoles diez o doce prisioneros […] Los Migueletes se desparramaron por las calles interiores de la ciudad, tiroteando por toda la noche y todo el día y noche siguiente sobre las avanzadas enemigas a cuyas guerrillas se le agregan algunos tiradores de la ciudad».
Tras esta primera gesta española y derrota inglesa, vino un nuevo ataque en 1807. El 20 de enero de ese año se produjo el combate del Cordón o del Cardal, cerca de Montevideo, logrando los británicos el triunfo. Los Miñones catalanes participaron en el combate integrando la división española de vanguardia, con dos compañías. Esta acción inglesa era la preparación del asalto a Montevideo, que se produjo el 3 de febrero de 1807. La ciudad se hallaba defendida, entre otras unidades, por la compañía de Miñones al mando del comandante Rafael Bufarull. Muchas fueron las acciones en las que participó el Tercio de Miñones; por ello, en 1809 la Junta Suprema de Sevilla dispuso, en nombre del Rey premiar a los oficiales de los distintos cuerpos milicianos de Buenos Aires, reconociendo los grados militares que se les habían otorgado.
Entre 1820 y 1823 en España se produjo el trienio liberal. Los sectores más afrancesados se hicieron con el poder (por un golpe de Estado, evidentemente) y presionaron a Fernando VII para convertirse en un títere del liberalismo. Ello provocó una reacción llamada la guerra Realista protagonizada especialmente por guerrillas partidarias de que Fernando VII fuera un Rey de verdad [a esto los liberales lo llamaban absolutismo] y no un pelele constitucionalista. Este conflicto se considera el precedente de las guerras carlistas y, sociológicamente, podemos afirmar con certeza que en ella participaron los hijos de la generación que en la Guerra Gran se habían levantado contra la Convención, o parientes de los guerrilleros que habían luchado en la guerra del francés.
Ya desde los primeros días de 1820, en los que tiene lugar el golpe de Estado de Riego, se vivía una situación de guerra latente y permanente que se perpetuaría durante todo el siglo XIX. Los realistas catalanes fueron posiblemente los más belicosos de toda la Península. Mientras que los levantamientos realistas iban fracasando en toda España, en 1821 los realistas catalanes, armados con palos, empezaron a perseguir a los constitucionalistas (liberales) por las calles de algunos pueblos como Piera (Anoia) y Cornudella (Priorato). Los gritos de guerra eran toda una declaración de principios de lo que encarnaban estos catalanes: «Viva la Religión, muera el traidor, muera el pecado, mueran los liberales, […], muera la Constitución», mientras amenazaban: «matarem, degollarem y fregirem» (mataremos, degollaremos y freiremos) al son de la música de las comparsas populares. Dejando de lado estas amenazas más carnavalescas que políticas, el verdadero espíritu que movía a estos hombres queda de manifiesto, por ejemplo, en un pasquín clandestino distribuido en Vilafranca del Penedés por los realistas el mes de octubre de 1822, que reza: «Los que sois fieles cristianos / destruid estos impíos / hipócritas de milicianos / la mayor parte de ellos / se puede decir que son / rebeldes a la fe santa / y que persiguen la religión».
Los primeros levantamientos fueron rápidamente controlados y sofocados por el ejército constitucionalista. Pero en la primavera de 1822 se consiguió por fin un pronunciamiento generalizado, dirigido por Mataflorida, desde su exilio francés, con la ayuda del arzobispo de Tarragona, Jaume Creus. Los realistas consiguieron movilizar, en momentos puntuales, unos 12.000 hombres armados y cerca de 20.000 a lo largo de 1822 y 1823. Los liberales movilizaron unos 11.000 soldados y unos 12.000 milicianos. El 21 de junio de 1822, Antonio Marañón el Trapense, asalta y toma la Seo de Urgel, donde se instala la Regencia, presidida por el Marqués de Mataflorida. El Barón de Eroles, héroe de la defensa de Gerona durante la Guerra de la Independencia, es nombrado Generalísimo de los Ejércitos Realistas en Cataluña, y extiende la sublevación, tomando las ciudades de Balaguer, Puigcerdá, Castellfullit de la Roca y Mequinenza.
El gobierno tuvo que recurrir a otro héroe de la Guerra de la Independencia, al navarro Espoz y Mina. Éste ya había participado en 1816 en la Conspiración del Triángulo (una sociedad secreta de inspiración masónica) junto con Rafael de Riego, para derrocar a Fernando VII. Mina consiguió tomar la Seo de Urgel y liquidar la resistencia catalana, el 3 de febrero de 1823. Ello no impidió la entrada de los Cien Mil Hijos de san Luis en España, con el fin de restaurar los derechos de Fernando VII. El objetivo fundamental de la intervención francesa era terminar con el gobierno liberal. Las fuerzas constitucionalistas se enfrentaron con los franceses en Cataluña al mando de Francisco Espoz y Mina, pero no hubo apenas reacción popular de apoyo y debieron retirarse [Soldevila se empeña en afirmar que hubo una gran defensa liberal en Cataluña contra los Cien Mil Hijos de san Luís, en fin]. El ejército francés ocupó Madrid sin resistencia y bajó hasta Andalucía en persecución de los liberales que se habían refugiado en Cádiz, con Fernando VII como rehén. Es de destacar que, pocos años antes, la entrada de las tropas francesas de Napoleón, habían provocado la resistencia más salvaje. En cambio ahora los soldados franceses eran recibidos con alegría por las poblaciones. Ello significa que el rechazo a los franceses no era por ser franceses, en el caso de Napoleón, sino por las ideas que representaban.
Digresión: respecto a la Guerra Realista, sólo realizar unos breves apuntes: a) La Regencia de Urgel, liderada ideológicamente por el Barón de Eroles, no deseaba el liberalismo, ni tampoco un absolutismo que consideraba afrancesado. La Regencia propugnaba un sistema, podríamos decir, foral en el que se respetaran las libertades de todas las Españas. Pero la llegada de los Cien Mil hijos de san Luis restauró un absolutismo en la persona de un débil Fernando VII, que no sabía ni en qué creía. Una parte muy importante de altos mandos militares absolutistas luego lo fue de militares que lucharon contra el carlismo. Mientras el carlismo no pudo durante todo el siglo lograr el poder por las armas, los liberales se fueron repartiendo el poder en sus dos versiones: los radicales y los moderados.
Clave de una malintencionada interpretación histórica: En la Guerra Realista se creará un esquema justificativo materialista que ha llegado hasta nuestros días, y que se aplicó a todas las revueltas tradicionalistas catalanas durante el siglo XIX. Esto es, que las guerras no tenían causas ideológicas o religiosas, sino meramente debidas a la escasez alimentaria y a la miseria provocada por malas cosechas. Prueba de ello fue la polémica obra de Pere Anguera: Dios, Patria y hambre, en la que defendía esta tesis. Casi dos siglos antes, este argumento ya fue inventado por un diputado liberal catalán, Pere Surrà i Rull, que afirmaba: Cataluña «sumergida en la miseria por la sequía y falta de trabajo,… está convertida en teatro de los mayores desastres, en los que ha sido precipitada por los medios más tortuosos o infames, producto del oro extranjero y de gentes fanáticas y supersticiosas, que han procurado y logrado extraviar la opinión pública hasta el punto de envolver a aquella provincia en la guerra civil».
Sólo habían pasado cuatro años de la derrota de los liberales constitucionalistas, y estos ya volvían a dominar a un débil Fernando VII [es increíble que la historiografía denomine a Fernando VII absolutista cuando era un flojeras integral y un mero títere]. Ello provocó un giro en su política volviendo a tesis liberales. Lo cual provocó un peculiar alzamiento, principalmente en Cataluña, entre marzo y septiembre de 1827. Se le llamó la Guerra de los «Agraviados» o «Descontentos». Curiosamente, una de las quejas y motivaciones de esta revuelta era el incumplimiento de la promesa del Rey de restablecer la Inquisición. Los catalanes preferíamos la Inquisición a la policía recién fundada. Los viejos voluntarios realistas desempolvaron nuevamente las armas. El 25 de agosto de 1827 se pronunció Agustín Superes, con un Manifiesto que proclamaba la guerra. Durante el Trienio liberal ya había organizado una partida de realistas que actuó en la comarca de Montserrat. Junto a Josep Bussoms (Jep dels Estanys) y otros, la Junta Suprema Provisional de Gobierno del Principado de Cataluña en Manresa, dominó una gran parte de la Cataluña interior: rápidamente fueron ocupados Vich, Cervera, Valls, Reus, Talarn y Puigcerdá, y permanecieron asediadas Cardona, Hostalrich, Gerona y Tarragona. Los malcontents se quejaban, esencialmente, de los siguientes agravios: que no se restableciera la Inquisición; que los afrancesados tuvieran «cautivo» al Rey o de la aparición de un nuevo Reglamento de los Voluntarios Realistas para poder controlarlos y desactivarlos. Esta guerra es claramente un precedente de las Guerras Carlistas, pues Agustín Saperes y Busons ya proponían la sustitución de Fernando VII por su hermano, Carlos María Isidro.
Para darnos cuenta del espíritu de este popular levantamiento, tomemos como ejemplo la publicación, en el verano de 1827, del impreso Aviso a 1os buenos españoles, firmado en Olot por Jacinto Castañ, y que acababa así: «a tomar las armas, empuñad las espadas, declaremos la guerra abierta a la infernal chusma de Masones, Comuneros y Carbonarios, que os aseguro y prometo que quitados estos de en medio respiraremos tranquilos y mereceremos la bendición de Dios, el amor del Soberano, y la gratitud de la Patria [España]». En otra proclama daba las gracias a «aquellos que han tomado las armas en defensa de los más sagrados derechos de nuestro adorable Monarca y Santa Religión». En Manresa se publicó El Catalán Realista que tenía como lema «Visca el rei i mori el mal govern!» (Viva el Rey y muera el mal gobierno).
El gobierno de Madrid envió al Conde de España (de triste recuerdo en Cataluña) y, ante la magnitud del levantamiento, Fernando VII anunció un viaje a Cataluña para apaciguar los ánimos. El Rey envió a los sublevados bonitas y paternales palabras de reconciliación. El indulto concedido, y el papel traicionero de la jerarquía eclesiástica (que recuerda al de la Guerra de los Cristeros en México, en el siglo XX) facilitaron la finalización de la campaña. La ciudad de Manresa se rindió sin lucha el 8 de octubre y a ella le siguieron Cervera, Vic y Olot. La alevosía de Fernando VII y de su entorno liberal no tiene perdón: acordado un trato benigno con los rendidos, el monarca rechazó posteriormente cualquier petición de gracia; nueve de los principales caudillos fueron fusilados, mientras que unos trescientos fueron deportados a Ceuta. Barcelona sería administrada por el indolente y tránsfuga Conde de España —años más tarde se pasaría al carlismo y los propios carlistas le asesinarían por su crueldad— que gobernó a base de terror. Soldevila, esta vez acierta: «Durante cinco años, Barcelona se entregó a la crueldad y las extravagancias de un hombre […] que bordea la demencia y la monstruosidad […] en Barcelona se fusilaban hombres sin juicio, puestos en capilla por error o sin motivo (o se les enviaba exiliados) a ultramar sin motivo». ¿Por qué ningún nacionalista actual habla de esta represión salvaje? Porque el ejecutor era en esos momentos, liberal y constitucionalista; y los perseguidos tradicionalistas.
La magnitud de la revuelta que estamos reseñando fue mucho mayor de lo que algunos historiadores quieren reconocer. En el corregimiento de Villafranca del Penedés, por ejemplo, se presentaron 671 indultos sobre 694 sublevados. Las listas oficiales de «malcontentos» tradicionalmente han propuesto unos 8.000 efectivos. Pero ello se debería más a una propaganda gubernamental que a la realidad. Los últimos estudios al respecto elevan la cifra al doble, e incluso algunos proponen unos 20.000 (en documentos franceses de control de fronteras de la época se calculaban más de 23.000). La Guerra de los Agraviados o Malcontentos anunciaba un siglo donde una parte de Cataluña, la que había recogido las esencias de la Hispanidad, no se rendiría y lo entregaría todo en sucesivas guerras.
No haremos referencia, por falta de espacio, a las Guerras carlistas en Cataluña de 1833-1840 y la de 1872-1876, por ser suficientemente conocidas. Sólo destacaremos que en ellas el conflicto duró un año más que en el resto de España, demostrando así el espíritu combatiente de los catalanes. Sin embargo, sí que dedicaremos un epígrafe a la Guerra dels Matiners, por ser un fenómeno exclusivamente catalán. El conflicto se produjo entre 1846 y 1849, tras los intentos fallidos de la solución «Balmes», que proponía una unión esponsal entre las dos ramas en conflicto. Pero Isabel II terminó casándose con su primo Francisco de Asis [con tal fama de sarasa que despertó la jerigonza de todo el pueblo] y no con el pretendiente carlista, Don Carlos Luis de Borbón. Como curiosidad, diremos que las partidas carlistas dels matiners, por su aversión a la dinastía liberal, llegaron a combatir conjuntamente (o al menos a respetarse) con partidas republicanas.
El conflicto se debía, como siempre, a varios motivos: el apoyo explícito de Don Carlos VI a las partidas que desde 1840 aún seguían en las montañas catalanas; reformas (algunas muy impopulares) de los gobiernos de Narváez, como el reclutamiento forzoso de quintas (que privaban a las familias campesinas de sus hijos, imprescindibles para su supervivencia); impuestos sobre el consumo o la introducción de un nuevo sistema de propiedad liberal que entraba en colisión con los usos comunales de la tierra, entre otras razones. Al inicio se levantaron en Solsona unos 500 hombres, en forma de guerrillas dispersas. Atacaban a funcionarios públicos y a unidades militares. En los inicios, el caudillo más importante fue el sacerdote Benet Tristany (luego hablaremos de su familia), que en febrero de 1847 protagonizó una entrada en Cervera para hacerse con fondos y munición. Tristany fue capturado y lo fusilaron ese mismo año. Por esa época, el General Manuel Pavía, Capitán General de Cataluña, contaba con un ejército de más de 22.000 hombres para combatir a unos 5.000 carlistas. Al levantarse partidas republicanas, hubo de solicitar más fuerzas al gobierno. La respuesta fue que no podía enviarlas, «siendo ya un esfuerzo singular el que se mantenga allí tanto tiempo un ejército que es la tercera parte de todo el de la Península, África e Islas adyacentes». Pero al final la realidad se impuso y Pavía consiguió reunir unos 50.000 soldados. Frente a ello, el triunfo carlista era imposible; aunque derrotados en lo militar, no lo fueron en lo social, ya que aún volvería a producirse otra Guerra Carlista.
Como siempre, para reconocer el espíritu de unos hombres en armas, hay que recurrir a las poesías populares y al genio del pueblo que cantaba sus gestas. De la Guerra dels Matiners nos han llegado muchas canciones, según las zonas de Cataluña donde luchaban las partidas. Extractamos algunas: «Una cançó us vull cantar / no hi ha molt que n’ és dictada, / treta n’ és dels matiners / que corren per la muntanya. / A levantar-se, minyons, / la victòria és per nosaltres» (Una canción os quiero cantar / no hace mucho que fue dictada / sacada está de los matiners / que corren por las montañas / a levantarse, chicos / la victoria es para nosotros); otra está dedicada a un joven apellidado Pobla: «Ai amor, / ai! amor de més entranyes, / ai! amor / S’ és fet soldat de cavall / per servir el rei d’ Espanya, / el rei i la religió, / la religió i la patria» (Ay amor / ¡Ay! Amor de mis entrañas / ¡Ay! amor / se ha hecho soldado de caballería / para servir al rey de España / al rey y la religión, / la religión y la patria).
Digresión: ¿Quién puede dudar que entre aquellos voluntarios de la Guerra Gran, los Realistas, los Malcontents y los Carlistas no había una continuidad vital y existencial que se iba transmitiendo de generación en generación? En estas sagas familiares se custodiaba como un tesoro la verdadera esencia de Cataluña. Frente a las injerencias de los gobiernos centrales, que no eran precisamente de derechas, sino más bien liberales de izquierdas. Por eso ERC es más «botiflers» (extranjerizante) que cualquier carlista decimonónico. Pues ellos defienden los principios del constitucionalismo moderno y liberal y odian la tradición católica y patriótica catalana.
Si tuviéramos que ejemplificar lo que fue el espíritu tradicionalista catalán durante el siglo XIX, deberíamos recurrir a la saga de los Tristany. Si uno recorre intrincados caminos del pre-Pirineo solsonés, en aquella Cataluña profunda que siempre fue carlista, y arriba al municipio de Pinós, en la villa de Ardèvol, hallará una imponente masía-acastillada que perteneció a los Tristany. De esa majestuosa casa pairal (solariega) surgieron varias generaciones de combatientes durante todo el siglo XIX: la Guerra Realista, la Guerra dels Malcontents y las tres Guerras carlistas.
El caudillo e iniciador de esta saga fue Benet Tristany y Freixes (1794-1847). Era clérigo y había obtenido una canonjía en la Catedral de Gerona. Durante el período del Trienio Liberal (1820-23) ocupó la población de Solsona al mando de su propia partida de guerrilleros. Durante el movimiento dels malcontenst, formó la Junta de la Segarra. Su actividad carlista se inició en 1835. Meses después, alcanzó el grado de general carlista, al mando de la división acantonada en Manresa, compuesta por un millar de hombres. Tras la primera guerra carlista, Tristany no tuvo más remedio que tomar el camino del exilio hasta el año 1846, fecha en la que regresó para establecerse en Cervera, Guisona y, por último, en Solsona. Fruto de una delación, fue apresado y fusilado.
El general Rafael Tristany, sobrino de Benet, había seguido a su tío desde los 18 años. Durante la Primera Guerra Carlista llegó a participar en tantos combates que alcanzó el grado de Teniente Coronel. Durante la Guerra dels Matiners comandó una brigada de 3.000 hombres, con el grado de brigadier (1849). Tomó numerosas ciudades y derrotó a fuerzas isabelinas, hasta el final de conflicto. De por medio montó él solito la Guerra dels Tristany. Entró en Cataluña desde Francia, en 1855; levantó una partida de 200 hombres con los que inició una expedición desde Solsona hasta Igualada, para intentar sublevar nuevamente las fuerzas catalanas. Posteriormente fue defensor de los Estados Pontificios frente a los garibaldinos. En 1861 ofreció sus servicios a Francisco II de Nápoles (acosado y posteriormente derrocado por las fuerzas revolucionarias de Garibaldi y Víctor Manuel II de Saboya). Fue capturado y deportado a Francia. Durante la Tercera Guerra Carlista entró en el principado, en 1872, siendo comandante General de Cataluña. Sus acciones fueron innumerables así como sus victorias. Cuando el Infante Alfonso de Borbón abandonó Cataluña, tomó el mando de 12.000 infantes y 500 de caballería. Fue un fino estratega en la última Guerra Carlista, y consiguió el respeto de sus enemigos alfonsinos por el trato humanitario que concedía a sus prisioneros. Fueron muchas sagas catalanas, más humildes, quizá, pero igual de entusiastas, las que siguieron semejantes pasos. No son pocos los combatientes carlistas catalanes que, tras la derrota, se fueron a Italia a luchar a favor de los Estados Pontificios contra las tropas revolucionarias de Garibaldi. Este epígrafe sirva de homenaje a familias enteras, catalanes de pro, que sacrificaron generaciones para defender el ideal hispano de Cataluña encarnado en el famoso cuatrilema: «Déu-Pàtria-Furs-Rey».
El discurso nacionalista nos «machaca» con la inexistente «invasión» de Castilla y el sempiterno 1714 (no dejaremos de repetir que ese conflicto no puede entenderse como una guerra entre Castilla y Cataluña). Sin embargo, de las «invasiones» del siglo XIX nunca se dice nada. No hemos encontrado ningún argumentario nacionalista que se queje de los generales españoles que entraron en Cataluña para reprimir las fuerzas realistas o carlistas, ni de los bombardeos de la ciudad de Barcelona durante el mismo XIX. La explicación es relativamente sencilla. Prácticamente todas las «invasiones» decimonónicas de Cataluña por unidades del ejército español se hicieron desde gobiernos de «izquierdas» o «liberales». Por ello, el nacionalismo se ve obligado a correr un tupido velo sobre el que podía ser uno de sus argumentos más potente. Repasemos la lista de «invasiones» misteriosamente nunca denunciadas por los nacionalistas.
Ya hemos citado antes la «invasión» de Cataluña del navarro masón Espoz y Mina, en 1823, para acabar con la Regencia de Urgel. Igualmente el General Torrijos, madrileño y masón, luchó contra los realistas catalanes. Durante la Guerra del Agraviats o Malcontents el Marquès de Campo Sagrado fue sustituido en la Capitanía General de Cataluña por el Conde de España, del que ya hemos hablado. Después de la traición de Fernando VII a sus más leales súbditos tradicionalistas —fusilando a sus caudillos— que se habían levantado en armas para salvaguardar su dignidad, llegó el Conde a Barcelona. Como antes relatamos, el Conde de España impuso el terror liberal durante cinco años sobre la población tradicionalista. Gracias a decretos proteccionistas, Fernando VII se atrajo a los liberales moderados y a la burguesía textil (es asombroso ver cómo la historia se irá repitiendo). Evidentemente esta «invasión» tampoco es denunciada, pues facilitó la primacía de los privilegios de la burguesía catalana y de los liberales urbanitas. En la primera Guerra Carlista, las fuerzas cristinas contaron con Ramón de Meer y Kindelán, Barón de Meer y Conde de Gra, barcelonés de origen flamenco, que fue Capitán General de Cataluña contra los carlistas. En 1839 fue sustituido por Gerónimo Valdés de Noriega, asturiano y amigo de Baldomero Espartero.
Tras la primera Guerra Carlista, Espartero, manchego y masón, gozó de una fama excepcional, llegando a ser Regente de la Infanta Isabel. En 1842 disfrutó del favor de las masas barcelonesas, siendo recibido triunfalmente. Pero el idilio barcelonés saltó hecho pedazos al estallar una insurrección. La causa fue la noticia de que su gobierno iba a firmar un acuerdo comercial librecambista con Gran Bretaña que rebajaría los aranceles a los productos textiles ingleses, lo que supondría la ruina para la industria algodonera catalana. Ante la sublevación, Espartero dio orden directa de bombardear, desde el Castillo de Montjuïc, la ciudad de Barcelona. El balance final fue de 1.014 proyectiles lanzados, 462 edificios destruidos o dañados y entre 20 y 30 muertos. La represión posterior fue muy dura. Se desarmó a la milicia y fueron fusiladas unas cien personas. Barcelona hubo de pagar 12 millones de reales para sufragar la reconstrucción de la Ciudadela. Asimismo, se disolvió la Asociación de Tejedores y se cerraron todos los periódicos, salvo el conservador Diario de Barcelona. ¿Quién rememora esta represión actualmente? Nadie ¿Por qué? Posiblemente porque Espartero era masón, y es mejor olvidar su nombre que reclamar justicia. Espartero envió a Martín Zurbano, logroñés y masón, durante el verano de 1842 a la provincia de Gerona para reprimir los restos de las partidas carlistas y, de paso, a los republicanos. Su paso por Gerona fue cruel, aunque convenientemente silenciado en los libros escolares. Durante la II República, en la capital de La Rioja funcionó la logia Triangulo Zurbano, a la que acudían republicanos radicales de Acción Republicana o Izquierda Republicana. Por eso se entiende que ERC nunca saque a la luz estas «represiones españolistas». Entre hermanos masones hay que mantener las formas.
Otro masón, esta vez catalán, también se dedicó al curioso deporte de bombardear Barcelona. Fue el General Prim. El 8 de junio de 1843 se produjo en Barcelona otra insurrección de tropas contra el gobierno. Esta vez la causa era la petición de que se proclamara la mayoría de edad de Isabel II y de que se procediera a su coronación, para evitar que la siguiera manipulando su Corte, liberal. El general Prim ordenó el 24 de octubre un bombardeo sobre la ciudad. El asedio duró unos dos meses y se lanzaron cerca de 3.000 bombas. Sigue el silencio nacionalista. Otra «invasión» fue —como ya antes señalamos— la del General Manuel Pavía, gaditano republicano, y luego, monárquico: Capitán General de Cataluña durante la Guerra dels Matiners. Misteriosamente, ningún grupo separatista habla de ello ni lo utiliza como argumento. La afinidad ideológica con estos personajes es más íntima que el «amor a la tierra».
Al igual que misteriosamente se han olvidado los nacionalistas de ciertas represiones, también se han olvidado de muchos catalanes. No podemos acabar este capítulo sin mencionar a aquellos que cayeron en Cuba durante aquellas cruentas guerras. Recomendamos el estudio Cataluña y el Colonialismo Español (1868-1899), de Martín Rodrigo y Alharilla, en el que se detalla la explosión de españolidad que supuso la Guerra de Cuba. Los batallones, pagados por la Diputación de Barcelona (entre otras corporaciones y hacendados), encargó una bandera española que representara a los catalanes: «la Diputación provincial había estimado hacerles presente de una bandera, que ostentando los vistosos colores nacionales lleva los escudos de esta ciudad heroica y de las cuatro provincias catalanas (Diario de Barcelona, 25 de marzo de 1869)».
Quizá lo que mejor refleje la españolidad de aquellos catalanes es el impresionante cuadro de Ramon Padró y Pijoan, nacido en Cervera, que inmortalizó a los catalanes voluntarios que embarcaban en la primera expedición hacia Cuba, en su cuadro titulado: Embarcamiento de los voluntarios catalanes en el puerto de Barcelona. Otro pintor, Eduardo Llorens Masdeu, barcelonés, pintó un mural que representa a voluntarios catalanes calados con su barretina y espardenyes (alpargatas típicas catalanas), a punto de embarcar en el barco Santander, fondeado en el puerto de Barcelona. Muchos artistas homenajearon a esos catalanes, y hasta nosotros han llegado sus obras. Un dramaturgo catalán, poeta y zarzuelista, a la par que político de la Unión Liberal, Francisco Camprodón Lafont, vicense y residente en La Habana, lanzó discursos entusiastas a estos voluntarios. En catalán, proclamaba: «Catalanes, que en nombre de la madre Patria, lo mismo hoy que en los tiempos antiguos, estáis siempre dispuestos a luchar por la honra de España y a mantener la integridad del territorio, a las sombra gloriosa de la tela de las barras rojas: Dios bendiga vuestra santa empresa y sed bienvenidos a las playas de Cuba […] aquí no hay más que un color, un sentimiento, una aspiración y un grito: sostener el honor de la bandera y ¡Viva España!» y acababa con los gritos: «¡Vivan los voluntaris catalans!, ¡Viva l’eixercit de mar y terra!, ¡Vivan los voluntaris de Cuba!».
Ante los voluntarios Camprodón recitó esta poesía salida de su pluma: «Si creuen los insurgents / en son deliri insensat, / que á España ja s’ha acabat / la rassa de cors valents, / ne vindrán cents y mes cents / no de Cataluña sola; / Puig cuan nostre drap s’arbola, / está prompte á ser soldat / tot mascle que hagi mamat / la llet de mare española» (Si creen los insurgentes / en su delirio insensato / que en España ya se ha acabado / la raza de corazones valientes / no sólo de Cataluña / pues cuando nuestra bandera se enarbola / está pronto a ser soldado / todo hombre que haya mamado / la leche de madre española). La poesía, bastante larga, acaba así: «Cuba no s’pert, ni s’perdrá, / es de España, y ¡viva España!» (Cuba no se pierde ni se perderá / es de España y ¡viva España!).
En Cuba se había hecho célebre la Sociedad de beneficencia de naturales de Cataluña, que reunía a los potentados naturales del Principado que habían realizado obras como la de construir un hospital para los catalanes. A la llegada de las tropas, publicó un escrito de apoyo que decía así: «La capital de nuestra querida patria, la condal Barcelona, aquella rica ciudad ennoblecida por tantos títulos de gloria, si orgullo tenía con justicia por haber sido la ciudad que primero recibió en su seno ante los augustos reyes católicos don Fernando y doña Isabel, al inmortal Colon a su regreso a aquellas playas, más orgullo con usura ha querido tener mandando primero que ninguna otra ciudad de la madre patria, un cuerpo de ejercito de voluntarios que afiance en esta Isla la integridad nacional española […] Todas las provincias de España conceden a las de Cataluña su preeminencia en Industria, en comercio y en marina, V. S. nos prueba que a ninguna la ceden en patriotismo y en milicia, y la sociedad que tenemos la honra de representar, demuestra con su existencia que ninguna aventaja tampoco a Cataluña en sentimientos de caridad, y que Cataluña es la única que cuenta en esta Antilla una institución tan noble y benemérita […] Españoles todos, nosotros y los de las demás provincias, todos reunidos bajo la misma triunfante bandera, todos con el mismo orgullo y con el mismo júbilo, saludamos a los que por defenderla no han vacilado en abandonar la paz y el encanto de sus nativos hogares».
No todo es tan bonito: Para que los catalanes pudiéramos gozar de los beneficios arancelarios, los gobiernos españoles concedieron a los ingleses el monopolio del comercio de esclavos durante 30 años. Todo ello en connivencia con empresarios catalanes e, incluso, utilizando el puerto de Mataró como punto de partida de negocios con trata de negros. Los resquicios legales fueron utilizados y grandes fortunas catalanas se forjaron a costa de la ilegalidad y el sufrimiento de muchos hombres de color.
Pero no todo en los catalanes fueron malsanos intereses. Antes bien, éstos eran una minoría: rica e influyente sí, pero minoría al fin. Muchos otros catalanes destacaron, precisamente, por lo contrario: por la entrega gratuita de su vida por el bien de otros.
Agradecemos infinitamente a Francisco José Fernández de la Cigoña, amigo, gallego de nacimiento, madrileño de adopción y amante de Cataluña, una conferencia que dictó en Barcelona sobre el fenómeno que se denominó el «paso de los santos». Muchos eclesiásticos catalanes ya quisieran conocer tan bien nuestra tierra como él. No podría entenderse el siglo XIX catalán sin verlo como una explosión de genialidad, de tenacidad, belicosidad, rebeldía, productividad y, por supuesto, de espiritualidad y santidad. Como señalaba frecuentemente el Dr. Francisco Canals, sólo en Cataluña, y en ningún otro lugar del mundo, se dio tal concentración de santos y fundadores durante en el siglo XIX. Extractamos, abusando de la confianza de Fernández de la Cigoña, casi literalmente, unos datos de su conferencia.
De la Cataluña central, más concretamente de la Plana de Vich, que fuera el corazón espiritual de Cataluña, y hoy un erial independentista, surgieron figuras inigualables como Jaime Balmes y san Antonio María Claret. Éste fue misionero infatigable, el «Apóstol de Cataluña», que misionó prácticamente toda nuestra tierra hasta que fue nombrado obispo. Editó miles y miles de libros, folletos, láminas y estampas para propagar la fe. Fundó dos congregaciones religiosas: los Misioneros Hijos del Corazón de María y las Religiosas de la Congregación de María Inmaculada. Murió en 1870, en el destierro, a causa de la revolución de 1868. Otro obispo menos conocido fue el franciscano Raimundo Strauch, obispo de Vic, nacido en Tarragona en 1760, campeón de los derechos de la Iglesia cuando las Cortes de Cádiz. Fue detenido mientras viajaba, y asesinado por odio a la religión en 1823. Con él fue también asesinado el hermano lego que le acompañaba. Strauch se había ganado las iras de los liberales al escribir una enciclopedia contra la Masonería. El movimiento de la Renaixença que tanta fuerza tuvo en Vic, ocupado en cosas «más importantes», nunca incoó su proceso de beatificación.
Pariente cercano de santa Teresa Jornet, y nacido en Aitona en 1811, tenemos al beato Francisco Palau y Quer, de agitadísima vida: combatiente de la fe y perseguido siempre, hasta su muerte en 1872. Creó la Escuela de la Virtud dirigió espiritualmente a los sacerdotes ordenados en Barcelona. En 1860-61 fundó una congregación mixta de Hermanos y Hermanas Carmelitas Terciarios en las Islas Baleares. Fue predicador de misiones populares y extendió la devoción de la Virgen María. Fue perseguido y exiliado innumerables veces por su ascendiente carlista. Dotado con el don de profecía y milagros, tuvo que soportar varias denuncias y procesos incoados por la masonería, pues «curaba» sin ser facultativo. Practicó exorcismos, fue consiliario de las tropas carlistas y organizador de los ermitaños de Mallorca, a la par que tuvo el don profético. Murió en Tarragona, el 20 de marzo de 1872, y fue beatificado por el Papa Juan Pablo II el 24 de abril de 1988.
El beato Manuel Domingo nació en 1836. Gracias a él se renovó la formación del clero español. Fundó el Colegio Español de Roma y los Operarios Diocesanos, que tanto bien espiritual hicieron al clero decimonónico. De tierras tarraconenses nos vino San Enrique de Ossó. Enamorado de la figura y de la obra de Teresa de Jesús, fundó la Compañía de Santa Teresa, con la intención de llevar el espíritu de la santa a la vida activa, centrada en la educación de los niños. Amigo de Gaudí, éste le construyó el famoso colegio de las teresianas de Barcelona. Por la vía del martirio llegó a los altares el dominico San Pedro Almató. Como tantos otros que llegaron con sus mismos afanes apostólicos a aquellas tierras del Extremo Oriente, fue decapitado en 1861. Juan Pablo II lo canonizó también en 1988.
Otro apóstol de Cataluña, donde predicó innumerables misiones y ejercicios fue el ex dominico Francisco Coll. Fundó las Dominicas de la Anunciata, dedicadas a la enseñanza de la juventud, especialmente en las poblaciones que carecían de escuelas. Fue canonizado por Benedicto XVI en 2009. En Tremp (Lérida), nació en 1823 san José Mañanet, consagrado también a la educación de los jóvenes, para lo que fundó los Hijos de la Sagrada Familia y las Misioneras Hijas de la Sagrada Familia. A él se debe el sueño de la construcción de un Templo, dedicado a san José, que con el tiempo se transformaría la Sagrada Familia de Barcelona. Fue canonizado en 2004. Sabadell dio a luz a uno de los catalanes más populares del siglo, el amado y odiado Félix Sardá y Salvany, autor de El Liberalismo es pecado. En el Alt Empordà nació, en 1810, el gran misionero dominico Juan Planas y Congost. Ese mismo año moría en loor de santidad el capuchino fray Miguel de Sarriá. Las tropas francesas tuvieron que proteger el cadáver de los fervores de la multitud.
Inolvidable fue la figura del jesuita Francisco Javier Butiñá, fundador de las Siervas de San José. Fue uno de los grandes promotores de la espiritualidad josefina. De Vic también nos vino Lorenzo Pujol, fundador de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento; en Olot, por las mismas fechas, aparecía el ejemplar canónigo Joaquín Masmitjá, fundador de las Hijas del Santísimo e Inmaculado Corazón de María. José Gras y Granollers, canónigo de Granada fundó allí las Hijas de Cristo Rey. Como puede ver el lector, la lista sería interminable: el jesuita José Mach, uno de los misioneros apostólicos más destacados de su época; el Obispo de Urgell José Caixal, exiliado ahí por sus simpatías carlistas; el cardenal Vives y Tutó, martillo del modernismo e íntimo colaborador de San Pío X; el benedictino José María Benito Serra, obispo de Daulia, fundador de las Oblatas del Santísimo Redentor y declarado carlista; el dominico Francisco Xarrié, en la lucha intelectual contra el liberalismo; José Xifré, hijo también de Vic y colaborador indispensable del Padre Claret. De todos estos eclesiásticos —decía Fernández de la Cigoña— no hay ningún liberal, muchos carlistas o simpatizantes y apolíticos. Pero, sobre todo, ni un catalanista. El catalanismo eclesial decimonónico generó intelectuales, pero no engendró santos.
No podemos olvidarnos de las santas mujeres que también dio a luz en aquella época la tierra catalana. En Vilafranca del Penedés nació en 1781 la madre Ráfols, fundadora de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana. Monja intrépida, en los famosos sitios de Zaragoza se destacó por su heroísmo y caridad; se hizo admirar y respetar de los mismos franceses. Fue detenida años más tarde por carlista, aunque posteriormente puesta en libertad. La beatificó Juan Pablo II en 1994. No menos apasionante es la vida de Santa Joaquina de Vedruna, nacida en Barcelona en 1783. De buena posición social, carlista, enamorada de su marido, madre de numerosa prole, al enviudar decide entregarse a los más necesitados, fundando las Carmelitas de la Caridad. Perseguida por el liberalismo, a su muerte, en 1854, dejaba abiertas casi treinta casas, en las que sus hijas espirituales atendían a la educación de las jóvenes y al cuidado de los enfermos pobres.
Otra catalana admirable fue Santa Teresa Jornet, fundadora de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados; paradigma de caridad ella y sus hijas, que vinieron a aliviar el desamparo de tantos miles y miles de ancianos de España y de todo el mundo. También ejemplo de entrega a los necesitados fueron Santa María Rosa Molas y sus Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación; la Beata Ana María Mogas, fundadora de las Terciarias Franciscanas de la Divina Pastora; María del Carmen Sallés o Santa Paula Montal, la fundadora de las Escolapias. A parte de estas santas mujeres ya beatificadas y canonizadas, podemos resaltar muchísimas más: María Antonia París, cofundadora con el Padre Claret de las Claretianas; la venerable madre Paula Delpuig, originaria de Malgrat de Mar, ejemplar Superiora General de las Vedrunas; Teresa Arguyol, nacida en Sarriá en 1813, fundadora de las Clarisas de la Divina Providencia fue purificada con extraordinarios sufrimientos, muriendo transformada en una pura llaga. Teresa Toda y su hija Teresa Guasch fueron fundadoras de las Carmelitas Teresas de San José; la venerable Filomena de Santa Coloma, mística notabilísima en el convento de mínimas de Valls llegó a altas cumbres de contemplación; la recientemente beatificada Teresa Gallifa, de San Hipólito de Voltregá, fundadora de las Siervas de la Pasión; María Gay Tubau, fundadora de las religiosas de San José de Gerona; María Esperanza González Puig, nacida en Lérida en 1823, fundadora de las Misioneras Esclavas del Inmaculado Corazón de María; Catalina Coromina, que fundó las Hermanas Josefinas de la Caridad; Miguela Grau, de San Martín de Provençals, fundadora de las Hermanas de la Doctrina Cristiana; María Güell, de Valls, fundadora de las Misioneras Hijas del Corazón de María; Ana María Janer, de Cervera, 1800, fundadora las Hermanas de la Sagrada Familia de Urgel; Ana Ravell, de Arenys de Mar, 1819, fundadora de las Franciscanas Misioneras de la Inmaculada Concepción; Lutgarda Mas, fundadora de las Mercedarias Misioneras de Barcelona; Primitiva Munsuñer, de Figueras, fundadora de las Franciscanas de San Antonio; Enriqueta Rodón, barcelonesa, fundadora, fuera de Cataluña, de las Franciscanas del Buen Consejo; Carmen Sojo de Anguera, nacida en Reus en 1856, sierva de Dios que, dirigida espiritualmente por el cardenal Casañas, murió con fama de santidad universalmente reconocida en Barcelona.
Cuando se alaba el espíritu emprendedor de los catalanes en materia de negocios materiales, muchos olvidan que miles de catalanes fundaron otras «empresas», cuya finalidad fue ayudar al prójimo y que tanto bien hicieron por la prosperidad material y espiritual de esta tierra. Ganaron otras riquezas; pero eran tesoros en el cielo.
El siglo XIX, siglo de progreso material, siglo de guerras, siglo de explosiones ideológicas y de espiritualidad, también lo fue de mártires. Desde la invasión musulmana, ni Cataluña ni la Península habían sufrido el martirio religioso de forma sistemática. Si la invasión napoleónica ya tuvo un señalado carácter antirreligioso, igualmente lo tendrán las etapas «liberales» durante el reinado de Fernando VII. Pero, tras su muerte, las persecuciones se sucederían en toda España, especialmente en Cataluña. En nuestra biblioteca contamos con una pequeña joya, de 1888, titulada Los mártires del siglo XIX, del P. Francisco Muñiz, y prologado por el Padre Sardá y Salvany. Prácticamente es la única recopilación que se realizó en el siglo XIX sobre el martirologio de esa centuria. Extractaremos unos datos para comprobar cómo el «progresismo» liberal se cebó en los cenobios y parroquias.
En Cataluña, durante la invasión de las tropas francesas fueron asesinados y martirizados unos 50 eclesiásticos, entre ellos algunas monjas. De ellas destacamos la muerte martirial de Sor María Josefa Mestres, asesinada el 28 de junio de 1811. Los franceses habían saqueado la Iglesia de las franciscanas de Tarragona. Habían profanado el sagrario y derramado las sagradas formas. La hermana salió corriendo a postrarse en el suelo para recogerlas con la lengua y ahí mismo fue asesinada. El resto fueron fusilados, muertos a bayonetazos; alguno quemado o incluso decapitados o muertos a garrote. Durante el Trienio liberal, volvieron las matanzas y esta vez cayeron asesinados en Cataluña 74 frailes y sacerdotes. El más destacado, por su rango, fue el obispo de Vic, Dr. Ramón Strauch y Vidal. Su muerte fue decretada por la Masonería, tras escribir un tratado contra ella. Fue asesinado por los mismos que tenían a su cargo su seguridad. Pongamos algún ejemplo de la crueldad de aquellos asesinatos. Es espeluznante el martirio del franciscano de Tarragona Fr. Luis Pujol. Su muerte se produjo el 25 de febrero de 1823. Al fraile le decapitaron para jugar con su cabeza y pisar su tonsura. Uno de los asesinos, para demostrar su «valentía», empapó una rebanada de pan en su sangre aún caliente y se la comió. Otro martirio terrible fue el del cartujo Pablo Salavert. Mientras que sus verdugos le llevaban al monte, le entonaban cantos religiosos burlescamente. Fue desnudado, martirizado y fusilado. Al encontrar su cuerpo se pudo contemplar el alcance de la barbarie: entre sus uñas y dedos habían cañas, y los ojos le habían sido arrancados. Al cura párroco de Sant Sadurní de Montornés, D. Ramón Ruig y Soler, le causaron la muerte 16 heridas inflingidas en el cuerpo. Antes le habían quemado los pies a fuego lento y le habían abierto la cabeza a golpes de una barra de hierro.
Entre 1834 y 1835, la tierra volvió a teñirse de rojo con la sangre martirial. Esta vez la persecución se cebó especialmente en Madrid y Zaragoza, a la par que en otros lugares de España. Respecto a Cataluña caben destacar los asesinatos en Reus: entre carmelitas y franciscanos se contabilizaron más de 22 frailes conocidos (otros no se llegaron a identificar). Uno de ellos, el carmelita Fr. Andrés de Jesús y María, tenía 90 años, y estaba totalmente impedido cuando fue asesinado. En el resto de Cataluña, el 25 de julio de 1835, murieron (identificados) 28 frailes y eclesiásticos. Fue la famosa «bullanga» de Barcelona, con motivo de una mala corrida de toros en la conmemoración del Patrono de España. Un testigo de la época, Francisco Raüll, cuenta la «excusa» de los asesinatos: «Quiso la casualidad que los toros fueron muy mansos ó malísimos en aquel día, y exasperados los espectadores, después de los gritos, vociferaciones y confusión que se permite en aquellos espectáculos, dieron principio al barullo arrojando á la Plaza un sin número de abanicos; tras de ellos siguieron los bancos; luego las sillas, y por fin alguna columna de los palcos. Rompieron la maroma que forma la contrabarrera, y con un pedazo de ella una turba increíble de muchachos, con una espantosa algazara, arrastró el último toro por las calles de la ciudad». A partir de ahí empezó la quema y persecución de frailes.
Desde esa fecha, y durante los siguientes 50 años, los asesinatos se siguieron produciendo, aunque de forma paulatina y aislada y, por eso, ha pasado desapercibida una persecución «latente y constante». Aproximadamente fueron asesinados en Cataluña unos 68 eclesiásticos, esto es: toca a más de un asesinato por año. Pongamos varios ejemplos. En 1847 moría el Padre José Canal, de la diócesis de Solsona: murió abrasado al ser rociado con aceite hirviendo. O, en 1874, en la misma diócesis de Solsona fue asesinado el Padre José Gamisans. Su cuerpo fue expuesto y sus asesinos obligaron a todos los sacerdotes del lugar a ir a contemplarlo. Todos estos hombres fueron martirizados, bajo excusa política; pero en el fondo, era un odio a la fe milenaria que había engendrado Cataluña. El siglo XIX preparaba la gran persecución que se produciría en el siglo XX.
Los catalanes tenemos (o teníamos) fama de buenos negociantes; y ello se aplica a los bienes materiales, pero también a los espirituales, como dijimos antes. Siguiendo la consigna evangélica de atesorar bienes para el Cielo, muchos catalanes ofrecieron un ejemplo de santidad con sus vidas, obras y martirios. Pero ahora queremos destacar otro tipo de mártires, mucho más desconocidos aún: son los llamados mártires de la Caridad. En 1885 una desgracia asoló España: una epidemia de cólera. La peste se cobró más de 100.000 víctimas en menos de un año.
Antes de seguir, contemos unas «anécdotas históricas». Cuando Lutero aún era sacerdote católico una peste devastó Witemberg y él se dedicó a sus feligreses con toda generosidad. Sin embargo, una vez ya separado de la Iglesia, y montado en su fantasía «luterana», ante otras pestes, se negaba a dar la comunión a los apestados, por miedo a contagiarse. Igualmente ocurrió con Calvino en una peste que se declaró en Ginebra. Él y otros ministros de su iglesia, se presentaron al Consejo de la ciudad para que fueran dispensados de cuidar a los enfermos por miedo a contagiarse. A lo cual el consejo accedió. O en Irlanda, el ministro protestante de Dublín prohibió a sus ministros acercarse a los enfermos de cólera, mientras que el Arzobispo católico imponía la obligación a sus sacerdotes de acudir en auxilio de los apestados. En la peste de 1847, en Liverpool, murieron por atender a los enfermos 24 sacerdotes católicos y un obispo.
No es bueno comparar, pero el comportamiento de los consagrados españoles en la epidemia de cólera de 1885 fue más que ejemplar en toda Europa. Murieron cientos de religiosos y religiosas por dedicarse a la labor de cuidados y curas. Sólo de las Hijas de la Caridad se contabilizaron 42 fallecidas por contagio; o 32 Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Los primeros en cumplir fueron los obispos, con ejemplos de humildad inimaginables. Es el caso del Arzobispo de Granada, que vistiendo como simple sacerdote para no ser reconocido, visitaba a los enfermos; o el Arzobispo de Sevilla, D. Bienvenido Monzón, que murió contagiado debido a sus atenciones. En Cataluña, los obispos no se quedaron atrás en el ejemplo a dar. El de Tortosa se ganó la admiración de toda la Diócesis; el de Barcelona cayó enfermo por atender personalmente a las víctimas; el de Vic, para no distraer las ocupaciones de sus sacerdotes, él mismo llevó el viático a enfermos de cólera.
En Cataluña se atendió en los hospitales y centros eclesiásticos a más de 20.000 personas, y fallecieron una treintena de religiosos y religiosas. En Barcelona, el obispado en pocos días recogió más de 90.000 duros (una fortuna) para dedicarla al cuidado y manutención de enfermos y sus familias. En una carta pastoral, el obispo de Barcelona relataba la heroica entrega de la Iglesia en esta prueba. Pero, ahondando más, y no quedándose en lo meramente accidental del fenómeno, pedía a los fieles que reflexionaran sobre el porqué de esta epidemia. Cataluña, la tierra de santos, estaba dejándose invadir por la secularización modernizante. Todo este drama vivido debía servir para reflexionar. Así, el obispo avisaba: «Mediten todos, singularmente los padres y madres de familia, que en esta atmósfera de irreligión respiran los pedazos de su corazón, quienes beben a sorbos los vasos de la impiedad. Recuerden los que tienen a su cargo la dirección de las colectividades, que quien siembra vientos recoge tempestades. Procuren poner todos algo de su parte para que la vida de la familia sea verdaderamente cristiana; que no se avergüencen de ser católicos en público los que lo son de corazón y aun en el seno de la familia». El obispo se quejaba de «la falta […] en la santificación del día del Señor y de la blasfemia», como dos de los grandes males a erradicar del pueblo catalán; y de que la epidemia parecía no haber enseñado nada.
Frente a lo que pedía el obispo, a finales del siglo XIX y principios del XX se produciría un «renacimiento», pero no precisamente de la fe, sino de una nueva mística, disfrazada de religiosidad: el catalanismo. Este, a la larga, sería más mortífero para Cataluña que la epidemia de cólera de 1885.