«En los quatro angulos del mundo resuena el estruendoso valor de las armas catalanas, siempre vencedoras. En la conquista de les Indias Occidentales partió de Barcelona Colón, con muchos catalanes. El primer alcaide de la isla Espanyola en el fuerte de Cibau fue de esta nación: Se llamaba Pere de Margarit, cavallero catalán.»
(GASPAR SALA, Proclamación Católica, 1640)
No podemos olvidar que Cataluña perteneció al Imperio español tanto durante los Austrias como con los Borbones. Con sus altibajos, Cataluña nunca fue ajena al destino imperial. Y participó en mayor o menor medida en esa magna empresa. Desde la unión de las Coronas de Castilla y Aragón, con los Reyes Católicos, se iba a iniciar una etapa donde la participación de los catalanes fue mucho más importante que la que han querido resaltar los historiadores nacionalistas. Ferran Soldevila, por ejemplo, vuelve a suspirar y gemir: «Pero la más triste de todas las exclusiones que la política de los Reyes Católicos perpetró, la más funesta para Cataluña —y también para España— fue la imposibilidad de relacionarse y comerciar directamente con el Nuevo Mundo». En este capítulo intentaremos desmontar la falsedad de esta tesis, aunque previamente expondremos un mosaico de acontecimientos que muestran cómo se fueron fusionando en espíritu ambas coronas. Ello fue posible porque ya existía un sustrato común tan potente que permitió la participación de los pueblos hispanos en empresas hermanadas.
Queja por lo penoso de la argumentación: lo más penoso de la afirmación de Soldevila es que pocas páginas después afirma que Fernando el Católico ya dejaba ir a aragoneses a América, o que Carlos I levantó la prohibición de sus súbditos no castellanos de viajar a las Indias, o que Felipe II declaró extranjeros en las Indias a aquellos que no fueran castellanos, leoneses, aragoneses, valencianos, catalanes, navarros o baleares (1596) (Véase recopilación de las Leyes de las Indias, Lib. IX, tít. XXVII, ley XXVIII). En época de Carlos V tenemos constancia de insignes catalanes en América: Miguel Rifós, en la expedición del río de la Plata; Joan d’Espés (leridano), en la conquista de Nueva Andalucía; fray Feliu, en México, muerto en loor de santidad.
Queja por flagrante contradicción: En su misma obra, páginas más adelante, Soldevila se alegra de que Cataluña no participara en las gestas hispánicas. Así lo afirma: «Si Cataluña se hubiera dejado arrastrar a las empresas hispanas, habrían pesado sobre ella algunas de las causas que provocaron la decadencia hispánica; las continuas guerras, en que hubiera tomado parte, la habrían despoblado y es muy probable que dentro de las empresas hispánicas hubiera perdido —como Castilla perdió— sus libertades y sus fuentes de riqueza… el aislamiento de Cataluña, pudo entonces, a lo mejor, contribuir a salvarla». En pocas páginas pasa de quejarse de la prohibición en la participación, a sentirse afortunado por no haber participado. Fenomenal forma de divulgar la Historia.
Hace poco hemos celebrado el 800 aniversario de la Batalla de las Navas de Tolosa, hecho crucial para entender la España actual. La participación navarra, castellana y aragonesa presagiaba la futura unión de todos los reinos cristianos. Para la Corona de Aragón y los cronistas catalanes el hecho fue asumido como algo trascendental. Prueba de esto es el Poema narrativo catalán sobre la batalla de las Navas (recuperado y editado por Ferran Soldevila) que sirvió de ensalzamiento del Rey de Aragón, Pedro II el Católico, por su participación en los hechos. El eje central del poema es una maniobra táctica decisiva planeada por el Rey. Los datos que aporta el autor avalan un conocimiento bastante preciso de los hechos. Este poema sirvió de fuente al gran cronista Bernat Desclot, quien lo prosificó e integró en su gran Crónica. Así, la Batalla de las Navas de Tolosa quedó firmemente asentada en la memoria historiográfica de la Corona de Aragón. Por el contrario, los historiadores nacionalistas minimizan la participación de los aragoneses y catalanes en la Batalla.
Entre las diferentes tropas cristianas (sin contar las castellanas, órdenes militares y cruzados venidos de Europa) se agruparon 20.000 hombres en torno a los reyes Sancho VII de Navarra, Pedro II de Aragón y Alfonso II de Portugal (aunque este no acudió personalmente), en su mayoría catalanes y aragoneses almogávares. Importantes testimonios de la primera mitad del siglo XIII aluden, con gran elocuencia, al brillante papel del rey Pedro de Aragón en la victoria cristiana. El cronista-testigo hispano más importante de todos, el arzobispo Rodrigo de Toledo, dejó testimonio explícito del valor y mérito de las tropas aragonesas y catalanas, y en la propia Corona de Aragón nadie dudó nunca que el rey Pedro había sido «qui vencé la batalla» (quién ganó la batalla). Ciertamente los cronistas aragoneses exageraban en su entusiasmo patriótico, pero de lo que no cabe duda es de que Pedro II cosechó tan gran fama tras la batalla que traspasó las fronteras de los Pirineos. Ejemplo de ello son fuentes como la del monje-cronista inglés Roger of Wendover, que consideró «inmortal» la gloria obtenida por el rey de Aragón en esta jornada. O el célebre cronista de los Capeto, Guillaume le Breton, que aseguró —erróneamente— que el monarca aragonés había enviado al Papa el estandarte del Miramamolín como señal de la victoria.
La Batalla de Las Navas de Tolosa supuso, por todo ello, el apogeo del prestigio militar del Pedro II como rey defensor de la fe y de la Cristiandad. Había demostrado ante toda Europa ser digno de llevar las armas que el Papa le había ceñido en 1204. Parece ser que el mérito del monarca no sólo provenía de la batalla en sí, sino de su preparación y motivación. Pedro el Católico había movido las voluntades en favor de la guerra cuando Alfonso VIII seguía en tregua con el imperio almohade; había potenciado la ruptura de la paz; se había unido inmediatamente al llamamiento castellano y luego al papal en pro de una gran cruzada antimusulmana; había persistido con su amigo, el rey de Castilla, tras la deserción de muchos ultramontanos (guerreros que venían más allá de los Pirineos); se había opuesto, con Sancho de Navarra y el arzobispo de Narbona, a toda desviación del objetivo principal de la empresa. Ya en el campo de batalla, su papel y el de sus hombres en la consecución de la victoria fue merecedor de los mayores elogios. Pedro II se creyó investido de una misión providencial y salió convencido, tras las Navas, de que una protección especial divina se cernía sobre él. Y esta «confianza» sería la que acabaría con su vida y trastocaría definitivamente el destino de la Corona de Aragón.
La batalla de Muret ya no es tan conocida, aunque fue de trascendental importancia para el futuro de la Corona de Aragón, y por tanto, de España. Para entenderla hay que comprender la imbricación de la Corona de Aragón en el mundo occitano (ya desde fecha muy temprana). A ella coadyuvaban la proximidad geográfica, a pesar de la frontera natural de los Pirineos, una base visigoda común que aún pesaba en costumbres comunes, una misma aplicación de las derivaciones del derecho romano y la proximidad lingüística con la lengua de Oc. La distancia del reino franco, las relaciones de vasallaje y las políticas de enlaces familiares, hacían que la Occitania francesa estuviera más cerca de España que de la Francia franca. Como señala un cronista francés, los Condes barceloneses estaban ligados a esas tierras por una «unité profonde de culture, de langue et de civilisation». Durante el siglo XII, como en toda Europa, los conflictos eran constantes, las fronteras y fidelidades no dejaban de moverse. La Occitania (que ocupaba más de un tercio de la actual Francia), no había logrado convertirse en un reino y estaba presionada por tres fuerzas: la dinastía normanda de los Plantagenet, que ocupaba media Inglaterra y una parte considerable de Francia con base en Normandía; los francos, que durante un siglo no tuvieron fuerzas suficientes para afrontar su conquista; y la Corona de Aragón, con la que más vinculación afectivo-cultural existía y, por tanto, más posibilidades de entendimiento.
Pero uno de los casos más peliagudos en la historia eclesiástica medieval lo iba a cambiar todo: la aparición en la Occitania de los cátaros o albigenses (por la ciudad de Albi). Ya Santo Domingo intentó inútilmente una «cruzada espiritual» de predicación y debates teológicos, que en 1207 concluía en fracaso. El Papa de turno convocó una Cruzada contra ellos, a la que estaban llamados tanto los francos como los aragoneses. Para Pedro II, ello suponía un problema delicado, pues mantenía relaciones constantes con señores feudales occitanos y no quería que la participación en esa Cruzada fuera vista como una agresión contra ellos. Por parte francesa acudió, liderando a los cruzados, Simon de Montfort. Para tranquilizar a ciertos señores feudales occitanos, Pedro II y Simon de Montfort pactaron el matrimonio de sus respectivos vástagos: el que sería Jaime I y Amicia de Montfort. Como Don Jaime era un niño de cinco años, quedó recluido en Carcasota, bajo la custodia de Montfort y que se aseguraba así la fidelidad del monarca aragonés.
A finales del verano de 1212, a nadie escapaba que el conflicto occitanocátaro había llegado a su punto final. Tras tres años casi invicto, el conde Simon de Montfort culminaba uno a uno sus objetivos militares. La población occitana católica empezó a sospechar que la cruzada de Simon de Montfort era algo más que una Cruzada. Estaban simplemente ante una invasión franca pura y dura. Pedro II, el Católico, se vio en una situación harto difícil. Por un lado, como Rey católico debía apoyar a Simon de Montfort en la cruzada pero, por otro lado, debía defender a los occitanos de la invasión franca. El rey aragonés, deslumbrado aún por la fama adquirida en la Batalla de las Navas de Tolosa, se creyó lo suficientemente fuerte como para dominar la situación: detener a los francos y a los albigenses a la vez. Entró en Francia llegando a Tolosa y realizando un juramento de defensa de la Occitania (era un acto ofensivo al rey franco, pues Tolosa debía vasallaje a este último). Algunos historiadores nacionalistas, con evidente desproporción sentimental, a ese acto le llamaron el frustrado inicio de un posible «imperio occitano-catalán» (terminología más que discutible históricamente). La cruzada albigense pasaba a segundo plano y se iba a dilucidar el futuro de la Occitania. El Rey aragonés reclutó tropas y comprometió su patrimonio para obtener recursos. Con otras palabras, puso toda la carne en el asador para iniciar una inevitable guerra contra los francos, que se libraría en Muret.
Reflexión histórica y resentimiento nacionalista: un hecho significativo que cabe resaltar es que Pedro II reclutó muchos más hombres y nobles para la Batalla de las Navas de Tolosa que para la de Muret. Según algunos autores, los efectivos eran escasos para semejante empresa. Y hubo una clara renuencia de la nobleza a participar en la empresa occitana, no consiguiendo reunir el mismo número de nobles que en la empresa de las Navas de Tolosa. Los historiadores nacionalistas, siempre buscando argumentos originales, dicen que ello se debió a que en las Navas de Tolosa había posibilidad de botín y que en la guerra occitana no. Extraño argumento. Nosotros preferimos pensar que la vista estaba puesta más en la Reconquista entre los hermanados reinos hispanos, que en unos territorios —los occitanos— de los que poco a poco se sentían cada vez más alejados.
La batalla de Muret tuvo un final desastroso: la muerte del Rey Pedro. Su fallecimiento tuvo tintes épicos del estilo película Braveheart. El rey había decidido probar su valía como caballero cambiándose la armadura con uno de sus hombres, para enfrentarse como simple caballero a Simon de Montfort. Éste mandó a sus caballeros abatir al pobre caballero revestido con la armadura real. Pero Pedro II, en vez de huir, se descubrió a sí mismo gritando: «El rei, heus-el aquí!» (¡Aquí está el rey!). Y eso fue su final, pues ahí mismo acabaron con su vida. Para colmo, Pedro el Católico fue excomulgado, en muerte, por considerarle un traidor a la Cruzada, y solo años más tarde el Papa permitió su entierro en una abadía, pero fuera de camposanto. Su hijo, el futuro Rey Jaime I, quedó prisionero de Simon de Montfort, y la Corona de Aragón declinaba definitivamente sus aspiraciones sobre la Occitania, para volcarse sobre la Reconquista peninsular. Fallecida también la madre de Jaime I, Inocencio III por medio de una bula obligó a Montfort a ceder la tutela del infante Jaime a los Caballeros Templarios de la Corona de Aragón. Así pudo salvarse de una profunda crisis la Corona que, con un ya reconocido Rey Jaime, por la díscola nobleza aragonesa, pudo dirigir la Reconquista hacia las tierras de Valencia y el Mediterráneo. La Providencia dispuso que Cataluña, integrada en la Corona de Aragón, siguiera como camino natural los destinos de los reinos de la Península, y no los de Francia.
La Reconquista de la Corona de Aragón llegó hasta donde llegó: Murcia, que fue entregada «misteriosamente» al Rey de Castilla. Hecho que los nacionalistas no perdonan y que ven como una extraña traición, que impidió que la Corona de Aragón siguiera extendiéndose hacia el sur. El caso es que a pesar de este misterio, los catalanes y aragoneses participaron en la gran gesta hispana de la toma de Granada.
El misterio de la entrega de Murcia: en realidad el misterio no fue tal sino una situación un poco compleja. Resumamos. El yerno del Rey Jaime I, Alfonso, (futuro Alfonso X el Sabio) tras las Navas de Tolosa conquistó Murcia. Posteriormente la perdió por una revuelta morisca y le pidió a su suegro ayuda. Jaime I, por el Tratado de Almizra (1244), se comprometió a su devolución. Se instalaron ahí 10.000 aragoneses como colonos. Tras algunas disputas, por el Tratado de Torrellas, Murcia pasa definitivamente a Castilla pues le avalaba un derecho de conquista previo. Misterio resuelto.
En 1482, según el catalanista Soldevila, acuden 1.500 catalanes al cuartel de Córdoba en el comienzo de la campaña contra el Reino de Granada. Con un cierto resentimiento que se desprende de su pluma, y un lenguaje anacrónico, Soldevila afirma: «Una vez más los Países catalano-aragonesos (sic), generosamente, sin que vayan a buscar en la lucha ninguna ganancia territorial, ayudan a Castilla en su obra de Reconquista —ahora a acabarla, a terminarla». La militancia nacionalista le impedía ver a Soldevila el entusiasmo hispano de la Reconquista y siempre dejaba caer la sospecha sobre una Castilla que abusaba de la ingenuidad catalana. Las galeras reales de la Corona de Aragón parten de Barcelona comandadas por capitanes catalanes como Francesc Torrelles, Francesc de Pau, Pere Busquets, Galcerán de Recasens, etcétera. Años después, en 1510, Fernando el Católico viajaría a Barcelona y concedería a todos los participantes prerrogativas nobiliarias para ellos y sus descendientes. Cuando ya se precipitaba el reino de Granada y las tropas cristianas asediaban la ciudad, en 1491, los barceloneses se apuntaron en masa a la movida. Se proclamó un jubileo por la cruzada y se bendijeron las banderas que irían al combate. Todo ello lo relata con gran lujo de detalles Feliu de la Peña en sus Anales de Cataluña.
Cuando cayó Granada, y siguiendo los Dietarios de la Diputación General, se produjeron en Barcelona: «Las más grandes manifestaciones de alegría que nunca se habían hecho». Esta cita es tomada por Soldevila que, como siempre, deja caer una sospecha: «si hemos de creer el Dietario de la Generalitat». Curiosamente, el historiador catalán sospecha de la fuente si refleja un entusiasmo hispanista; en cambio, la cita como autoridad cuando entiende que apoya sus tesis nacionalistas. Ver para creer. La hiel sigue manando de la pluma de nuestro historiador: «Castilla conseguía en Granada el fruto de su perseverancia egoísta (sic)». En cambio, Soldevila olvida gestas como la de 1502, donde los franceses, por enésima vez, invadían el Rosellón. Fernando el Católico acudió en 1503 con 18.000 soldados castellanos y 10.000 catalanes. El «egoísmo» castellano brilló por su ausencia y, como pasaría más de una vez en la historia, los castellanos salvaron el Rosellón para Cataluña.
Desde la época de esplendor de la Corona de Aragón, Cataluña había dado insignes marineros que dominaron el Mediterráneo. Ejemplo de ello fue Ramón Marquet, hombre de confianza de los reyes Jaime I y Pedro el Grande. Junto con Berenguer Malloll, organizó la expedición naval de 1282 a Barbería (África del Norte) y a Sicilia, que inició la expansión aragonesa por tierras italianas. En la batalla de las islas Formigues, en 1285, descalabró la flota francesa. Navegantes como éste hubo muchos. Frente a la desconfianza de los historiógrafos catalanistas, el recién iniciado Imperio español no tuvo ningún reparo en contar con catalanes para altos cargos militares. Un ejemplo de ello es Ramón Folc de Cardona-Anglesola, nacido en Bellpuig, en 1467. Fue nombrado Almirante de la escuadra española que conquistó Mers-el-Kebir en 1505, durante las campañas del norte de África. Esta conquista serviría de base para la toma, cuatro años después, de Orán, que quedaría integrada en la Corona española durante los siguientes siglos. Ramón Folc también participó en la guerra de la Liga de Cambray (Italia) en el ejército de Fernando el Católico. Como tantos catalanes fue premiado con virreinatos en Sicilia y Nápoles. Como jefe de los ejércitos de la Santa Liga, tras las victorias de Novara y La Motta (1513) repuso a los Médicis en Florencia, expulsó a los franceses del norte de Italia y sitió Venecia, apartada de la alianza tras pactar con Francia. En los últimos años del reinado de Fernando el Católico destacaron también almirantes como Bernardo Vilamarí o Hugo de Montcada que retomaron el control del Mediterráneo.
Durante el inicio de la etapa imperial española en Barcelona se retoma la construcción de bajeles (superando una profunda crisis que estuvo casi a punto de eliminar esta industria); se reabren consulados como el de Alejandría, los catalanes empiezan a comerciar en Egipto haciendo la competencia a los venecianos. Luís de Recasens, capitán general de la armada española, obtiene en Pantelaria una sonada victoria contra el turco Solimán (1516). ¿Dónde está la decadencia? Cataluña ni decae ni tampoco tendrá una vitalidad espectacular como Castilla: simplemente sigue su propio ritmo. Pierre Vilar lo describe así: «sobre bases sociales renovadas, [Cataluña] vivirá tiempos más calmados, más prósperos, pero en una larga pasividad». Ello explicaría por qué, pudiendo aventurarse a las Indias (como demostraremos), lo hará con menos intensidad en los primeros siglos del Imperio; en cambio explotará su presencia en los siglos XVIII y XIX. La integración que se estaba produciendo entre las dos antiguas coronas que ahora configuraban la España imperial muchas veces ha pasado desapercibida y se desvela en hechos insólitos, como el que sigue.
Durante el reinado de los Reyes Católicos, se hizo patente (antes de que apareciera el Protestantismo y la Contrarreforma), la necesidad de reformar monasterios que se habían relajado en demasía, o bien habían perdido su fuerza espiritual fundacional. En un documento, los Reyes ordenan: «… porque en nuestros reinos hay muchos monasterios e casas de religión, así de hombres como de mujeres, muy disolutos y desordenados en su vivir e en la administración de las mismas casas e bienes espirituales e temporales, de lo cual nacen muchos escándalos e inconvenientes e cosas de mal ejemplo… de que nuestro Señor es muy deservido, e a nos se podría imputar e dar asaz cargo». Los Reyes Católicos, en una visita realizada al monasterio de Montserrat, en 1492, fueron testigos de la decadencia del cenobio y alcanzaron que el Papa Alejandro VI anexionase Montserrat al monasterio de San Benito el Real de Valladolid, en plena expansión. La comunidad benedictina de Valladolid, por tanto, sería la encargada de lograr que renaciera la espiritualidad benedictina en Montserrat.
En 1493 una docena de monjes llegaban al santuario de Nuestra Señora de Montserrat. Con ellos iba quien sería elegido prior, y más tarde Abad, García Jiménez (Ximenes) de Cisneros (hermano del famoso Cardenal). Desde 1390, el monasterio de Valladolid se había convertido en el centro de restauración de la estricta observancia. El 3 de julio de 1493, Cisneros se hacía cargo del priorato de Montserrat e iniciaba la reforma, tanto material como espiritual y disciplinaria de los monjes. El monasterio catalán era muy distinto al de Valladolid, en especial por la cantidad de monjes ermitaños que vivían dispersos por los riscos y también por el gran número de peregrinos que acudían cada día. Los monjes debían dedicarse, por tanto, a la vida activa, alimentándoles, curando a heridos y enfermos o auxiliándoles espiritualmente. Cisneros procuró preservar las peculiaridades de Montserrat, y en el Capítulo General de 1500, logró que les fuera reconocido un estatuto propio. En él se establecía que los monjes montserratinos seguían la Regla de San Benito, pero «en otras cosas, algunas diferentes de nuestra congregación [Valladolid], nos conformásemos con las loables costumbres de este monasterio, por conservar la devoción de los peregrinos». No obstante, los spirituales exercicios, núcleo de la reforma cisneriana, quedaban reconocidos en Capítulo General como recto camino de perfección y vida religiosa.
Cisneros estaba convencido de la utilidad de la imprenta para el impulso evangelizador. Antes de fin de siglo ya editaba Montserrat un primer Enchiridion Benedictinum, que incluía la Regla de San Benito, obras de San Buenaventura, el Tratado de ascensión espiritual de Gerardo de Zupthen, entre otras obras. Muy pronto fue seguido por la elección de misales, breviarios, procesionales y los ejemplares del Directorio de las Horas Canónica, las Constituciones de los Monjes, así como obras del Abad, entre ellas Ejercitatorio de la vida espiritual, que se convirtió en uno de los pilares de la reforma espiritual. Al morir, en 1510, la escuela de oración de García Giménez de Cisneros estaba consolidada. En 1512 es elegido abad Pedro de Burgos, discípulo predilecto de García. El impulso reformista cisneriano estaba definitivamente asegurado y su obra se extendió por toda Europa. Incluso en los imprescindibles Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola los expertos señalan que se nota la impronta de la escuela de Cisneros. La relación de san Ignacio de Loyola (un vasco) y Montserrat (catalana) con la espiritualidad infundida por un vallisoletano, es un canto a la riqueza de la espiritualidad hispana. Por desgracia, en la Revuelta de los Segadores (1640), los monjes castellanos serán expulsados, aunque tras varias décadas podrán volver. No será hasta el siglo XIX cuando Montserrat se desligue de Valladolid y emprenda su propio camino; primero glorioso y ejemplar y luego decantado al servicio de la política nacionalista, más que al de la religión (pero eso lo relataremos más adelante). ¿Qué catalán sabe hoy en día que durante cuatro siglos los monjes de Montserrat eran principalmente castellanos? Sigamos con las sorpresas.
Según la tesis clásica nacionalista, con la llegada de los Borbones llegó el absolutismo y la «desnacionalización» de Cataluña. En cambio, con los Austrias, aún se conservó la identidad y fueros catalanes. Pero este esquema tampoco explica bien por qué los pueblos hispanos se iban fusionando y consolidando una identidad común. Por eso, Ferran Soldevila titula el capítulo dedicado a los Austrias en su Història de Catalunya con la significativa frase: «La desnacionalización pacífica». Da a entender así, que durante la época de los Austrias, sin darse cuenta, los catalanes estaban dejando de serlo (¿?). Esta tesis no quita que algún historiador romántico-catalanista, como Francisco de Bofarull, fuera más honesto y ensayara un sorprende escrito con el significativo título de Predilección del Emperador Carlos V por los catalanes (1895). Las tesis de este tratadillo son prácticamente reproducidas por José Antonio Vaca de Osma en su obra Los catalanes en la historia de España.
Veamos los argumentos. Carlos I llegó a España, rodeado de flamencos y sin entender ni «papa» de castellano. En Castilla se encontró un ambiente de hostilidad, tanto por su Corte flamenca, como porque aún había partidarios de doña Juana (la Loca) y todos le consideraban un extranjero. El futuro emperador se traslada en 1519 a Barcelona donde, ante unas primeras reticencias, jura los fueros y se convierte en Conde de Barcelona, siendo aceptado por el pueblo. Para Carlos I, Barcelona es un centro geopolítico fundamental, ya que mantiene una proximidad con los intereses mediterráneos, sobre el turco, con la Provenza y el Rosellón que le enlazan con su Borgoña, etcétera. En Barcelona se establecerá un año y ahí recibirá la noticia de su proclamación como emperador. Barcelona se convierte así, por breve tiempo, en la sede del imperio de los Habsburgo. Incluso en la Catedral de Barcelona quedará registrado en su escudo el recuerdo de la reunión del capítulo del Toisón de Oro. Por aquél entonces, Castilla se levanta en armas contra el Emperador en la guerra de los Comuneros y Valencia amenaza con sus «Germanías». Sólo en Barcelona el Emperador se encontró a gusto.
La estancia de Carlos I en Barcelona propició unas ventajas económicas y el florecer cultural de la Universidad de Barcelona. El conocimiento de las estructuras políticas de la Corona de Aragón le permitió aprender y aplicar esa forma de administración política tan peculiar en la organización de las tierras del Nuevo Mundo. Esta forma de gobernar le alejaría del centralismo borbónico: «Cada reino gozó de gran autonomía pues más que gobernarlos, los dejaba ir a su aire, como a hijos mayores, pero hijos suyos, con un carácter casi patrimonial», señala Vaca de Osma. Un «enemigo eterno» para los catalanes era Francia. El consolidado reino franco tenía siempre puestos los ojos en el Rosellón y la Provenza. Por eso el triunfo de Carlos I contra Francisco I de Francia, en la batalla de Pavía (1525), fue más que celebrada por todos los catalanes. Además mandó personalmente al Duque de Alba a defender la frontera francesa. Frente a los continuos ataques berberiscos al levante español, el Emperador ordenó «poner en plena actividad las atarazanas y astilleros barceloneses». Se rehizo una flota de combate y ante el peligro de un ataque berberisco a Barcelona envió 2.000 soldados alemanes que, unidos a la milicia de Barcelona, alejaron el peligro. Los catalanes tuvieron el privilegio de defender para el Emperador plazas en las islas mediterráneas como Malta o Rodas.
La nobleza catalana vivió un momento de esplendor con Carlos I, que seguía sin hacer mucho caso a los castellanos. Miguel May fue nombrado Embajador en Roma; Antonio de Cardona, Virrey de Sicilia; Berenguer d’Oms, general de las galeras españolas (fue el terror de la morería); Miguel de Boera, Capitán General de la armada en las expediciones a Túnez y Argelia o Hugo de Montcada (que ya mencionamos antes), General en Jefe de los ejércitos que entraron en Roma. Durante mucho tiempo, el oro de la Indias llegaba a Barcelona, donde era acuñado; y las Leyes y Ordenanzas para el gobierno de las tierras descubiertas en ultramar fueron promulgadas en Barcelona, el 20 de noviembre de 1542. Ello no quita que el Imperio se fuera castellanizando y que Toledo se convirtiera en la capital imperial. ¿Qué hubiera pasado si Barcelona se hubiera transformado en la capital permanente de la España imperial? No podemos acabar este epígrafe sin mencionar una reflexión del Ferran Soldevila, que destaca tanto por su lucidez, como por su idiotez: «Si la desnacionalización de Cataluña avanza [en época de Carlos V], no es por la fuerza de imposiciones retrógradas, sino por la misma fuerza de expansión y atracción de la monarquía española, por entonces en la cima de su poder y de su gloria». Cataluña se iba integrando en los destinos de la monarquía hispánica por convencimiento, no por vencimiento; con entusiasmo y sin marasmo. Y ello le duele al historiador nacionalista.
El 1568 estalló la rebelión morisca de las Alpujarras. Reinando Felipe II, vio abrirse una quinta columna en la Península, mientras sus tercios trataban de mantener un costosísimo Imperio en Europa. Guillermo de Orange se frotaba las manos pensando que la sublevación musulmana supondría el debilitamiento definitivo del Imperio español. Lo que en un principio fue un motín de unos pocos miles de moriscos, pronto fue una revuelta de 20.000 hombres, que se iba replicando por toda España. Era urgente actuar y así lo hizo Felipe II, comisionando a su hermanastro Don Juan de Austria. Según señalan algunos autores (John Lynch, Kamen, Elliot, Thomas), y relata Pío Moa, Juan de Austria acababa de sofocar una pequeña revuelta en Cataluña. Tras firmar la paz con la Corona, unos 5.000 catalanes juraron lealtad a Felipe II y se pusieron en marcha hacia Andalucía para ayudar a sofocar las revueltas moriscas. Este refuerzo resultó determinante para la derrota de los moros y la demostración de que los catalanes «eran los súbditos más leales al Rey de toda España», como dijo Juan de Austria después de la victoria. Poco tiempo después, esos catalanes que lucharon en las Alpujarras, se reencontrarían en Barcelona, embarcándose para la aventura de Lepanto. Por ahora mencionamos dos protagonistas en la campaña de las Alpujarras, ambos pertenecientes al Tercio de la Costa de Granada: Miguel de Moncada y Lope de Figueroa, que reaparecerán enseguida en nuestra historia.
La Liga Santa que emprendería el combate contra la morería y acabaría con su hegemonía mediterránea fue liderada por España. Formalmente fue dirigida por Don Juan de Austria, aunque acompañado por el veterano Don Luis de Requesens quien actuaba como consejero en temas navales. Se discute el papel de Requesens frente a Don Juan (excesivamente joven e inexperto sobre todo en temas marinos) y de los méritos de la victoria. Miquel Coll i Alentorn, en su Història dels catalans 1516—1660, afirma que: «Lluís de Requesens actuaba como lugarteniente y asesor del príncipe, el cual no podía dictar ninguna disposición relativa a la escuadra, ni tan solo la correspondencia privada sin la aquiescencia de Requesens». Pero no entraremos en esta estéril discusión sobre quién tuvo más mérito, pues el caso es que ambos se compenetraron bien y el resultado salta a la vista. Nos interesa, en todo caso, resaltar la participación de los catalanes en las tropas imperiales. Para la navegación se dispuso que la armada se organizara con un grupo de exploración y cuatro escuadras. La escuadra de descubierta formada por tres galeras españolas y cuatro venecianas al mando del catalán Don Juan de Cardona, navegaba ocho millas por delante de la flota, para reconocer cualquier nave que se sospechara enemiga. También hay que tener en cuenta que la nave capitana, así como muchas otras, se construyeron en las atarazanas de Barcelona. Aún hoy, ahí, se encuentra una reproducción de la Nao de Don Juan de Austria.
De la Batalla de Lepanto quedaron muchas remembranzas en Cataluña, ya que la gesta impactó notablemente en la capital catalana. Algunos de estos recuerdos han perdurado, otros se han perdido y algunos permanecen ignorados. Entre los más privilegiados está el Santo Cristo de Lepanto, que se venera con gran devoción (a pesar del laicismo imperante) en la Catedral de Barcelona. Esta imagen (milagrosa por otro lado, pues su extraño contorneo de cadera se explicaría por un movimiento de la imagen para esquivar una bala otomana) presidía la nave capitana de la armada cristiana. Durante mucho tiempo se conservó en Montserrat la lámpara de la nave capitana turca, pero en 1811 desapareció, cómo no, tras la profanación de las tropas francesas. Una de las «reliquias» más desconocidas se halla en la Iglesia de Sant Feliu de Guixols. Se trata del pabellón de la nave capitana turca. Su presencia ahí se explica por la numerosísima participación de marineros de la villa en la Batalla de Lepanto. La imagen de la Virgen de la Victoria se veneró en el Convento de Montesión. Banderas y gallardetes arrebatados al moro fueron repartidos por toda Cataluña. Otra inesperada influencia fue la eclosión de la devoción a Nuestra Señora del Rosario. A partir de 1571, en toda Cataluña se erigieron numerosísimos altares, capillas e iglesias en su honor, ya que el Papa había mandado rezar el rosario a toda la Cristiandad mientras se libraba el combate; y a esos rezos se atribuyó la victoria.
Josep Pla, en la su Guía de la Costa Brava, al hablar de Sant Feliu de Guíxols, cita a los autores del siglo XVII Salvador Ribes i Roig y Gelpí, y a la lista que elaboraron de 80 marineros de la villa que participaron en la batalla. Algunos guardaron banderas turcas en su casa, conservadas hasta finales del XVIII. Por otro lado se sabe que el capitán Camisó asaltó la nave capitana turca y mató al almirante otomano, Alí Paixà; hecho que inclinó de forma definitiva la cruzada en favor de la flota cristiana. Ferran Soldevila, al describir la batalla de Lepanto barre para casa, pues enfatiza todo lo que puede la presencia de los catalanes: «Es catalán Lluis de Requesens, lugarteniente del generalísimo Juan de Austria (que era menor de edad) y verdadero dirigente de la flota; es catalán Joan de Cardona (del consejo privado de don Juan) que, con ocho galeras, avanza al descubierto, y entablada ya la lucha impide intrépidamente, con un gran peligro personal, el movimiento de dieciséis galeras turcas que intentaban atacar por el flanco, catalanes son Montserrat Guardiola, Ferrán Sanoquera, Enric de Cardona; Dimas de Boixadors, Miquel de Montcada (en cuyo tercio combatía Cervantes), Alexandre y Joan de Torrellas, Guillem de Sant Climent, y otros muchos que sitúan muy alto, una vez más —y será la última—, el nombre de Catalunya en las aguas del golfo de Corinto, que dos siglos antes, en tiempos de los ducados de Atenas y Neopatria, era un lago catalán».
Sólo dos apuntes a la versión de Soldevila: 1) Ciertamente Cervantes sirvió a las órdenes de Miquel de Moncada, pero este no era catalán, sino valenciano; y 2) querer emular Lepanto con la aventura de los almogávares es dejar que la pasión nacionalista domine la razón histórica. Lo que sí se puede tomar como cierto es su afirmación de que: «Cataluña que había comprendido la posible trascendencia de ese esfuerzo supremo había abocado todos sus recursos y todas las reservas de gente de mar». No sólo eso, sino que la victoria despertó la poesía catalana con las obras de Joan Pujol (sacerdote mataronés) y Dionís Pont (mallorquín). Un poema de este último, nos muestra la hermandad entre catalanes y castellanos: «Que illustre gent castellana / Aportaba Don Juan, / Gent tudesca, italiana, / Brava gent la catalana / Que hauran fet de tallar carn». Lepanto fue un ejemplo más de cómo lo catalán y lo hispano se fusionaban connaturalmente ante empresas comunes.
Es indudable que Cervantes estuvo en la batalla de Lepanto. Lo que no está tan claro es dónde estuvo un par de años antes. También es evidente que conocía Barcelona, por los detalles de su relato de El Quijote, aunque los historiadores no se ponen de acuerdo acerca de cuándo pudo estar en la Ciudad Condal. Algunos apuntan a que Cervantes, en 1570, ya era soldado de la Compañía de Diego de Urbina, del antes mencionado Tercio de Granada o de Miquel de Moncada. En 1572, tras una reorganización de los Tercios, se incorporó al de Lope de Figueroa. En sus combates por el norte de África caería célebremente prisionero. Los cervantistas más escrupulosos suponen que pasó todo el año 1570 y parte del 71 en Italia, y no es hasta enero del 72 cuando su nombre aparece en las listas de soldados del ejército de Felipe II. No sería descabellado considerar que Cervantes no se enrolara en Italia, como suele afirmarse, sino en España; y, de ser así, pasó por Barcelona, con su hermano Rodrigo, junto a las tropas que habían de combatir en Lepanto. Sabemos de cierto que el Tercio que había luchado en las Alpujarras se recompuso en Barcelona, de donde zarpó el 11 de julio de 1571. Eso explicaría que el día de San Juan de 1571, a cuya fiesta aludirá después en El Quijote, estuviera en Barcelona y asimismo se encontrara ya en la Ciudad Condal el día 16 del mismo mes, en que Don Juan de Austria fue recibido por las autoridades locales, tal y como consta en el Dietari del Antich Conseil Barceloní. El relato del dietario parece que es emulado irónicamente en la narración de la entrada del Quijote en Barcelona. Quizá parodiando esa visita quiso Cervantes que don Quijote se embarcara también en la nave capitana, en el capítulo LXIII de la Segunda parte de la obra. Es bonito pensar en esta conjunción de Tercios imperiales, Lepanto, Barcelona como inspiración cervantina… Y todo ello quiere ser eliminado de un plumazo por la historiografía nacionalista. Pero ahí está la Historia. Los Tercios castellanos no fueron invasores de Cataluña, sino que los catalanes participaron en el ejército imperial como cualquier otro pueblo de Las Españas.
¿Participaron los catalanes en los afamados Tercios hispanos? La respuesta es sí. Entre las tropas regulares del Imperio español existían dos tercios propiamente catalanes por su lugar de reclutamiento: el tercio de la Diputación de Cataluña y el Tercio de la Ciudad de Barcelona. Estos tercios no nos consta que participaran en Flandes o en otros lugares épicos. Sin embargo, hubo otro Tercio que tendría esa misión. Se trató del Tercio de Queralt, que llegó a los Países Bajos en 1587. Contaba con unos 1.900 hombres, distribuidos en 18 compañías. Esta unidad militar se formó, según cuenta un cronista, con gentes sin oficio ni beneficio, aunque también se le sumaron ciudadanos de prestigio: «Había en este tiempo en Cataluña gran cantidad de bandoleros, que no es cosa nueva en los caballeros de aquella tierra á tener bandos y discordias, […] le pareció al Rey, nuestro señor, limpiarla con procurar sacar toda la gente sobrada que habia ejercitando las armas, y así hizo un perdón general de todos los facinerosos que habia con tal que le fuesen á servir á los Estados de Flandes debajo de la mano de Alexandro, y así mandó levantar un tercio y se arbolaron banderas para él en Barcelona y toda Cataluña, y debajo dellas, demás de la gente de la calidad que digo, se alistó mucha principal y soldados muy valerosos, de suerte que en breve tiempo se formó un tercio de diez y ocho compañías muy lucidas, y habiendo marchado por toda Italia llegaron en este medio á los Estados de Flandes». El peculiar Tercio se puso a las órdenes de Don Luis de Queralt, caballero catalán muy honrado, y de ahí tomó su nombre.
Esta unidad compuesta casi íntegramente por catalanes, causó extrañeza entre los otros tercios acantonados en tierras flamenca: especialmente porque hablaban catalán y no les entendían. Y como tampoco entendían a los flamencos, les empezaron a llamar los «valones de España». Más tarde, con cierto retintín, les renombraron con el título de El Tercio de Papagayos, ya que cuando intentaban hablar castellano lo hacían tan mal que provocaban jerigonzas y sornas. Este Tercio, junto a tres más, estaba destinado a desembarcar en la invasión de Inglaterra, pero el fracaso de la Armada Invencible lo desactivó. Por fin, sin muchas heroicidades bélicas que contar, el Tercio se redistribuyó entre otras unidades. Sobre Don Luis de Queralt, nos ha llegado un elogio que le hizo Alonso Vázquez: «El capitán y gobernador D. Luis de Queralt, caballero catalán muy gallardo; mostrólo en las guerras de Flandes; dio mucha y buena cuenta de todo lo que se le encomendó del servicio del Rey, nuestro señor, á satisfacción de su sobrino Alexandro, el cual le estimó por sus muchas y buenas partes; fué este caballero Gobernador de un tercio de infantería española que llevó á los Estados de Flandes».
Retrocedamos un siglo. Al morir Fernando el Católico, «el mejor monarca que hubo en España», en boca de Próspero de Bofarull. El propio rey reconocía, dos años antes de su muerte, que «nunqua la Corona de España estuvo tan acrecentada ni tan grande como agora». Sin embargo, España no era una entidad uniformada, sino que los diferentes reinos tenían sus idiosincrasias y ritmos particulares. Según Marcelo Capdeferro, «cuando murió Fernando (1516) Castilla había entrado ya en la Edad Moderna. Cataluña, en cambio, permanecía anclada en la Edad Media». Esta pequeña ambientación nos ayudará a entender lo que significó realmente el bandolerismo en Cataluña. De 1521 a 1621, durante el siglo que va de Carlos V a Felipe III, el bandolerismo se convirtió en la lacra social por excelencia de la tierra catalana. Este fenómeno fue por un lado exaltado como parte del espíritu catalán y, por otro, criticado en cuanto que un anquilosamiento de un régimen medieval que no supo evolucionar. Vayamos por partes. La historiografía nacionalista y los movimientos catalanistas modernos han mitificado a «héroes» como Joan de Serrallonga (entre otros, aunque este fue el más conocido). Estos bandidos fueron (y aún los son) loados y cantados como auténticos robinhoods del pueblo. Incluso a nivel popular se larvó una guerra civil entre los nyerros (cuyo símbolo era un lechoncillo) y los cadells (cuyo símbolo era un perro). Veamos qué subyacía en cada bando y cuál era la naturaleza del conflicto, especialmente en época de Felipe III.
Los nyerros constituyeron una facción político guerrillera que asolaba villas y ciudades, y solían asaltar carruajes que transportaban impuestos del Estado, así como a séquitos de nobles favorables a la monarquía hispánica. Fueron protegidos por una más que decadente aristocracia catalana en vías de extinción que soñaba ilusamente que la monarquía francesa le devolvería la gloria, prestigio y riquezas. Por eso los nyerros defendían los intereses y territorios de estos señores feudales, rehuyendo de su obediencia al Rey de España. Este bandolerismo quedó «justificado» y «legitimado» gracias al abuso de los antiguos usatges (usos y costumbres) medievales que permitían a los señores feudales proteger a sus vasallos frente a la autoridad del Rey. Como señala el gran hispanista J.H.Elliot: «La Corona de Aragón estaba dominada por una constitución de la cual fácilmente abusaba una aristocracia irresponsable». Andrés Reig, Vice-Canciller del Consejo de Aragón, escribía al Rey en 1615: «quien fomenta y entretiene a los bandoleros son algunos y gente poderosa para conservar sus parcialidades». Los nyerros solían vestir con sombrero rojo y una larga capa del mismo color. Un dato interesante, aunque escasamente conocido, es que esta facción tuvo claras concomitancias con los hugonotes (protestantes franceses) que tantas veces habían intentado apoderarse del Rosellón. La relación entre los protestantes franceses y las familias catalanas que se fueron posicionando a favor de Francia y contra España es un campo de investigación aún prácticamente virgen.
Los cadells tampoco se quedaban cortos. Eran una facción también militarizada que con apoyo de obispos, población urbana y la nobleza hispánica, defendía los intereses y territorios de estos. Se dedicaba también a asaltar o quemar las propiedades de los nyerros. Esta sería una de las tantas «guerras civiles» que se vivieron antes, y se vivirán después en Cataluña. La consecuencia de este conflicto, según señala Pujades, fue que: «El Virrey ya no puede más: los ladrones se burlan de él y los caballeros le han perdido el respeto… Todos ellos son más señores de la tierra que el propio Rey». Cataluña, como pasará tantas veces en la Historia, al deslindarse de una autoridad superior cayó en el más salvaje de los cainismos. No es difícil establecer una relación del conflicto entre nyerros y cadells, la busca y la biga, felipistas y austracistas o la persecución interna en Cataluña durante la Guerra Civil española. Si se dice que hay dos Españas, bien se puede afirmar que hubo dos Cataluñas: una fiel a su tradición y otra rebelde y afrancesada.
Digresión sobre la decadente nobleza catalana: En tiempos de Felipe III, a la decadente nobleza catalana, según Vaca de Osma, «les entra el prurito de los títulos». Las viejas baronías y vizcondados medievales les saben a poco. Solicitan al Rey títulos de Grandes de España, marquesados o condados. Desde antiguo, los títulos de nobleza catalana habían pasado, gracias a los enlaces matrimoniales, a la nobleza castellana (por ejemplo, entre otros, el Ducado de Cardona y el Condado de Ampurias pertenecían a Don Diego Fernández de Córdoba). De golpe, Felipe III se sacó de la manga ocho nuevos títulos de nobleza que repartió entre sus catalanes más allegados. Siglos después, Alfonso XIII, con la misma intención de ganarse apoyos, pero en un sentido más cutre, empezó a otorgar títulos de nobleza a eméritos empresarios catalanes. El caso más significativo fue el título de Conde de Godó. Su representante actual, en 2008, recibió el título de Grande de España. Ello no impidió que necesitado urgentemente de las subvenciones de la Generalitat, convirtiera a la vieja La Vanguardia española, en un panfleto nacionalista infumable.
Una de bandoleros: El bandolerismo catalán fue reciclado por el romanticismo hasta tal punto de convertir a asesinos sanguinarios en héroes románticos. No es casualidad que Serrallonga fuera uno de los grandes mitos del romanticismo decimonónico. Ejecutado unos años antes de la Guerra de los Segadores, fue transformado en héroe de los pobres y desvalidos. Ya en el siglo XVIII aparecieron obras de teatro sobre su figura. En el siglo XIX la pieza El catalán Serrallonga, que se representaba en toda España con notable éxito, era prohibida por subversiva. Mucho tiempo después, un «bardo» de la Nova cançó, que cautivó a los jóvenes revolucionarios de la Transición, y al que tendremos el gusto de dedicar un epígrafe en capítulos finales, compuso El bandoler. La canción causó furor y demostraba la fuerza del romanticismo, por su carácter simbólico y revolucionario.
La segunda mitad del siglo XVII fue desastrosa para España en general, y para Cataluña en particular. El reinado de Felipe IV y, posteriormente, el de Carlos II, tuvieron en Cataluña su lacra particular. Sería la época de la Guerra de los Segadores, la Guerra de la Secesión de Cataluña (con la famosa traición de Pau Claris); la época de las constantes invasiones francesas; y de un conflicto entre catalanes que era la continuación lógica de la de los nyerros y cadells. Para colmo, la monarquía hispánica se estaba quedando sin fuerzas ni recursos y los viejos reinos no estaban muy dispuestos a colaborar en el desgaste que estaba sufriendo Castilla. De ahí el famoso verso de Quevedo: «En Navarra y Aragón / no hay quien tribute un real / Cataluña y Portugal / son de la misma opinión / Sólo Castilla y León / y el noble reino andaluz /son los que cargan la cruz / católica Majestad, / por favor, tened piedad».
Ante la necesidad de ser breves, sólo señalaremos la sucesión de conflictos que hubo de padecer Cataluña. La Corona estaba en guerra abierta con Francia desde 1635 (en el marco de la Guerra de los Treinta Años). En 1640, Cataluña (al menos una parte) y Portugal se levantarán contra el Rey provocando una situación crítica que ponía en peligro de disolución a toda la Monarquía. La causa del malestar en Cataluña eran las constantes exigencias del Conde Duque de Olivares para que el Principado contribuyera al esfuerzo que suponía defender la frontera. Entre los abusos contra la población por parte de unas tropas mal pagadas y desmotivadas y el egoísmo de los dirigentes catalanes, encabezados por Pau Claris, se produjo el desencuentro. Acogiéndose a la excusa de los viejos fueros y sus privilegios, se iniciaría la Revuelta de los Segadores. Entre 1640 y 1652 se produciría la Guerra de Secesión pues, traicioneramente Cataluña había sido entregada a Francia por Pau Claris. Una parte de las élites catalanas (aquellas que apoyaban, como vimos, a los nyerros) aceptaron entregar el Principado al Rey de Francia. Éste se creyó en el derecho de invadir Cataluña, todo ello orquestado con gran habilidad por el Cardenal Richelieu. A las miserias de la guerra se sumaron pestes como las 1647 y 1654.
Después de más de una década desesperada, en 1652, y tras la reconquista de Barcelona por las tropas españolas, se daba por acabada la guerra. Pero las consecuencias fueron funestas, con la firma, entre la Monarquía hispánica y el rey de Francia, de la Paz de los Pirineos (1659): pasando el condado del Rosellón y la mitad del de la Cerdaña a estar bajo la potestad francesa. Lo que con tanto esfuerzo había defendido la Monarquía hispánica no impidió que, el delirio de un hombre llevara a que Cataluña perdiera un 20 por ciento de su territorio.
Caracterización de Pau Claris: La locura de Claris, al que en su posterior discurso fúnebre se le denominó el «Moisés catalán», había provocado una de las mayores pérdidas territoriales de Cataluña. Los juicios sobre él son dispares, incluso entre los catalanistas. Rovira y Virgili dice de él que fue: «el padre protector, defensor y liberador de la Patria»; el catalanista Padre Miguel de Esplugues lo calificó de «atolondrado y poco edificante». El juicio más ponderado, posiblemente, nos lo ofrece J.H.Elliot: «Clarís no sabía nada del mundo, más allá de Cataluña, que realmente era todo su mundo. Odiaba a su obispo, odiaba a los castellanos y reservaba todo su amor y lealtad al que era su Capítulo Catedralicio y su provincia nativa». Hoy Claris goza del beneplácito de los historiadores catalanes, que no han querido realizar una biografía crítica del personaje.
Pero ahí no acaba la cosa: los franceses, no satisfechos con el resultado, iniciaron la denominada Guerra de los Nueve Años (1689-1697), en la que invadieron parte de Cataluña, a la par que bombardeaban Barcelona y Alicante. Incluso antes, Gerona, en 1675, había sido sitiada. Los partidarios de la Monarquía hispánica en el Principado tuvieron que volver a desangrarse metafórica y literalmente en una nueva guerra. De por medio se produjo la guerra de las «barretines» o de los gorros, (1687-1689) donde se repetían los acontecimientos de 1640. Muchos campesinos, angustiados por una crisis de langostas que había provocado hambrunas, y por los constantes sacrificios que se les pedían para mantener las tropas en la guerra contra Francia, acabaron lanzándose a una revuelta. Cataluña se hundía en medio de sus propias contradicciones e indecisiones.
Digresión muy importante: un tema histórico interesante y digno de ser profundizado es la espiritualidad de los alzados contra las autoridades españolas. A Rovira y Virgili, republicano, laico y catalanista, siempre le provocó repulsión el espíritu «religioso» de esta revuelta. Por ejemplo, «¡Viva la fe de Cristo!», «¡Viva la tierra, muera el mal gobierno!» fueron los lemas de los segadores que originaron la revuelta del 7 de junio de 1640, día conocido como el Corpus de Sangre. La Diputación editó la famosa Declaración católica a Su Majestad fiadora de Felipe el Gran, en la que se intentaba justificar teológicamente la rebelión. Otros historiadores, y aquí conviene profundizar, señalan que las influencias hugonotas se dejaron entrever entre los rebeldes. Ello coincidiría con el espíritu de los nyerros y señalaría una «infiltración» hugonota en la católica Cataluña, nada estudiada, como ya hemos advertido. Ello explicaría el apoyo de ciertas familias influyentes a la causa francesa. Pensemos que en la Revuelta de los Segadores se reprodujeron en Cataluña multitud de asesinatos en los que los «más desfavorecidos» asesinaban a los ricos de las villas (una copia exacta del conflicto entre nyerros y cadells).
Entre tanta tragedia y guerras hubo un levantamiento en el Rosellón digno de ser estudiado, ya que los nacionalistas lo han intentado tergiversar; incluso, ocultar. El Rey francés, aparte de iniciar una brutal política de «reeducación» francesa que consistía, entre otras cosas, en extinguir cuanto antes la lengua catalana, también sableó con el impuesto de la sal a los campesinos de la zona (los campesinos necesitaban la sal para su ganado). Ello provocó una revuelta muy peculiar, llamada «dels angelets» (de los angelitos). El nombre no está claro de dónde viene, pero posiblemente se debe a la devoción de los labriegos pirenaicos a san Miguel Arcángel y que éste era patrono de los «miqueletes» (las famosas milicias populares de las que ya hemos hablado). La revuelta tuvo dos fases. La primera, 1667-1668, fue precedida de la ejecución de varios catalanes que se negaron a pagar el nuevo impuesto sobre la sal. Esta primera fase fue liderada por José de Trinxeria que organizó una eficaz guerrilla contra las tropas francesas a las que hostigaba, al igual que asesinaban a los cobradores de impuestos de la sal. El gobierno francés finalmente cedió y suavizó las medidas de los impuestos.
Una segunda revuelta se produjo entre 1670 y 1674 y fue más dura. El gobierno francés hubo de enviar más de 4.000 soldados, ya que «els angelets» fueron capaces de sitiar y tomar poblaciones. Otra diferencia, sumamente importante y acallada —o distorsionada— por la historiografía catalanista, es que esos campesinos catalanes deseaban volver al servicio de la Monarquía hispánica, pues ya habían catado el Absolutismo francés. En 1673 las guerrillas catalanas «dels angelets» iniciaron contactos para lograr un retorno del Rosellón a España. En la llamada conspiración de Vilafranca de Conflent, el sábado de Gloria de 1674, se preparaba la declaración de reintegración de los condados catalanes a España. Pero la conspiración fue descubierta y su líder, Manuel Descatllar, fue detenido, torturado salvajemente y ejecutado en Perpiñán. Su compañero Francesc Puig i Terrats, fue degollado delante de su propia casa. La represión general fue tremenda: requisas de patrimonio, condenas a galeras, ejecuciones… El coste fue tan tremendo que el Rey de Francia incluso propuso cambiar los Condados catalanes por los de Flandes, a lo que el Rey español se negó. La historiografía catalanista siempre ha ocultado el carácter «español» de la revuelta «dels angelets». Pero ahora, en algunos artículos científicos de ciertos historiadores, ellos mismos se preguntan con asombro si realmente, en el fondo, esos catalanes lo que querían era volver a España. La extrañeza les viene, en primer lugar, por los documentos franceses que claramente veían en esta sublevación el deseo de sumisión a la Monarquía hispánica; y, en segundo lugar, porque hasta ahora en la «academia catalanista» se había defendido que estos catalanes luchaban por una Cataluña que ni fuera española ni francesa; pero la ausencia de documentos al respecto imposibilita esta tesis.
Cuando aún no se había iniciado la Guerra de Sucesión, y llegaba por primera vez Felipe V a Barcelona como rey indiscutido, siendo aclamado por los catalanes y jurando sus fueros, apareció un curioso personaje: Blas de Trincheria. Hijo de un famoso caudillo miquelete, propuso al Rey formar en dos meses un Tercio completo para acantonarlo en Nápoles. El Rey, sorprendido e incrédulo, accedió a sufragarlo. Blas de Trincheria contó con muchos antiguos miqueletes y en dos meses consiguió preparar y uniformar un tercio de 700 catalanes. Esta unidad marchó para defender el reino de Nápoles y, tras el alzamiento austracista que iniciaría la Guerra de Sucesión, sus integrantes —todos catalanes— se mantuvieron fieles a Felipe V.
Otras unidades compuestas de catalanes también se mantuvieron en las filas felipistas. Veamos la relación: Regimiento de Dragones «Pons» (1703-1706), comandado por Miquel Pons de Mendoza que luchó junto al Regimiento de Dragones de «Camprodón» (1703-1706). Éstas fueron dos unidades de extraordinaria calidad bélica y muy eficaces para la victoria de la causa felipista. Otros regimientos de catalanes felipistas fueron: el de Dragones «Picalqués» (1706-1710); el Regimiento de Dragones «Grimau» (1710-1718); Ya acabada la Guerra, los catalanes pudieron alistarse en el Regimiento de Dragones «Tarragona» (1718-1734) y en el de «Sagunto» (1725-1785).
Curiosidad histórica. Unos catalanes salvan a Felipe V: uno de los Regimientos de Dragones, más concretamente el de «Camprodón», salvó al mismísimo Felipe V en la batalla de Almenar. Éste huía en desbandada, tras una terrible carga de las tropas austracistas, comandadas por el general inglés James Stanhope. El ejército felipista hubo de retirarse a Zaragoza y, si no fuera por la protección de los catalanes, Felipe V habría caído prisionero. Ironías de la historia, gracias a unos catalanes, Felipe V acabó ganando la Guerra y luego llegó el Decreto de Nueva Planta.
Otro Tercio de infantería catalana fue el de Llovet (1703-1704), fundado por Manuel de Llovet y formado por unos 600 catalanes, que fue destinado a Ceuta. Tras el alzamiento austracista, se mantuvo fiel al Borbón. Otros regimientos de infantería felipista de los que no hemos conocido más datos que los de su existencia son el de «Ballaró» (1704-1707) y el de «Molina» (1704-1707) o los regimientos de caballería números 1, 2, 3 y 4 «Rafael Nebot» (que se fueron constituyendo entre 1703 y 1714). Hacia estos últimos hubo siempre desconfianza y miedo a que se pasaran a los austracistas. Pero la lista sigue: encontramos el Regimiento de Fusileros «Naturals de Cervera» (1711-1714), cuyo teniente coronel era Josep Vilallonga i Saportella; o los Regimientos de Fusileros «Po de Jafre» y el de «Naturals de Berga», de los que por desgracia no hemos podido encontrar más datos. Sea como sea, el querer plantear la Guerra de Sucesión como una guerra entre catalanes y castellanos es una simple estulticia. Estamos ante una guerra civil, donde muchos castellanos eran austracistas, al igual que muchos catalanes eran felipistas.
El imaginario catalanista quiere creer en un sitio de Barcelona donde los catalanes puros defendían su catalanidad hasta la muerte. Evidentemente Barcelona estaba llena de barceloneses, menuda obviedad, pero entre los defensores de la ciudad había muchos que no hablaban catalán: porque eran o aragoneses, o navarros; o incluso, castellanos austracistas. De momento sólo cabe aquí apuntar que el verdadero héroe de la defensa de Barcelona no fue Rafael de Casanovas, sino el Teniente Mariscal Antonio de Villarroel y Peláez (gallego, aunque nacido accidentalmente en Cataluña). Fue el hecho de que hubiera nacido en Barcelona lo que le permitió ser elegido en vez del otro candidato: el Teniente Mariscal Antonio Colón de Portugal y Cabrera, Conde de La Puebla que no era catalán (aunque no hemos podido averiguar su lugar de nacimiento).
Lo que casi nadie sabe es que hubo un Tercio de Castellanos defendiendo Barcelona en 1714. Se trataba de una unidad de infantería llamada Regimiento de la Concepción. Su coronel era Gregorio de Saavedra; sus colores de divisa eran el azul y rojo; y su patrona —evidentemente— la Inmaculada Concepción. El Regimiento estaba compuesto de unos 700 castellanos. Este regimiento se fundó en 1713, tras la traición inglesa, y tuvo el sobrenombre de Villarroel, pues este fue su organizador directo. El coronel, hombre de confianza de Villarrroel, fue comisionado como comandante fijo de Baluarte. La leva de este regimiento, hasta llegar a los mil hombres, fue completada con catalanes.
Otro regimiento peculiar y nada catalán fue el de Infantería Santa Eulalia. Igualmente se formó tras el abandono de los ingleses. En él se aglutinaron todos los soldados navarros y su coronel fue Don José Íniguez Abarca, Marqués de Las Navas. Más tarde fue sustituido por un castellano, el Coronel Antonio del Castillo y Chirino. También, cuando las cosas se pusieron mal, muchos navarros decidieron marchar y el regimiento se completó con catalanes. Francesc de Castellví y Obando (1682-1757) en sus Narraciones Históricas Vol. III, recoge algunos nombres de oficiales españoles voluntarios en la ciudad: «Coroneles españoles de voluntarios: don Manuel Desvalls, don Pablo Toar…». Otra fuente muy especializada es la proporcionada por Agustí Alcoberro i Pericay en su obra L’Exili Austracista (1713-1747), Vol. II, donde reseña los «Oficiales españoles vivos en diferentes regimientos alemanes», que provenían de la defensa de Barcelona.
Hacía años que el conflicto sucesorio había quedado resuelto. El Archiduque Carlos y los aliados ingleses habían abandonado a su suerte a las tropas austracistas. Prácticamente toda Cataluña ya había sido tomada por las fuerzas felipistas; pero Barcelona decidió resistir. No podría explicarse esta resistencia numantina o, mejor dicho, macabeica, sin el apoyo de un fervor religioso extraordinario. En todos los documentos y proclamas son constantes las invocaciones a la Divina Providencia, las procesiones, los rezos públicos del Rosario, novenarios y la presencia constante del Santísimo en los altares. Infatigablemente se invocaban a los santos patrones: Santa Eulalia, San Severo y San Narciso o Nuestra Señora de las Mercedes, que fue proclamada Generalísima del Ejército resistente.
Impresionantes fueron los actos de bendición de las banderas y el juramento de los soldados. Los regimientos desfilaban por Barcelona hasta la iglesia o capilla donde se hallaba la santa o santo patrón bajo cuyo patrocinio estaban. Acto seguido se oficiaba un misa solemne y finalizado el oficio las banderas eran bendecidas. Los oficiales salían fuera del recinto sagrado y se colocaban frente a los soldados formando un círculo con la bandera en el centro. Clavadas las banderas en las astas, eran alzadas, y bajo su presencia un auditor leía las ordenanzas militares, especialmente los capítulos referentes a la defensa del Rey y de la Patria. Entonces, oficiales y soldados alzaban los tres dedos de la mano derecha en señal de la Santísima Trinidad y realizaban este juramento: «En nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Tres Personas distintas y un sólo Dios verdadero Juro no abandonar mi bandera hasta perder la última gota de mi sangre en defensa de la Sacra Cesárea Católica Real Majestad del Rey nuestro Señor y del Fidelísimo Principado de Cataluña». Finalizado todo el ceremonial de bendición y juramento, se disparaban tres salvas de fusilería, tras de lo cual el regimiento volvía desfilando hasta su acuartelamiento.
También se celebraron con especial devoción las diadas en honor de los santos patrones que protegían la unidad. El 15 de marzo de 1714, en honor de Santa Madrona, el V Batallón de la Coronela, de Barcelona celebró su onomástica bajo la supervisión del sargento mayor de la Coronela Félix Nicolás de Monjo y a la orden del teniente coronel de la unidad. Abría la parada un destacamento de música militar, seguido de una compañía de granaderos y los 434 milicianos del batallón. Ante la Catedral de Barcelona formaron a seis de fondo, aguardando hasta la finalización del oficio. Acto seguido se inició la procesión con la sagrada cruz, el clero y el cabildo, seguidos por el cuerpo de la virgen y mártir Santa Madrona bajo palio llevado por el consistorio municipal, encabezado por el Conseller en cap y coronel Rafael Casanova; cerraban la procesión los hombres del V Batallón. Concluida la procesión, las tropas formaron en orden de batalla, lanzaron una descarga cerrada y se desarbolaron las banderas.
Las banderas de la infantería del Ejército de Cataluña mostraban la imagen del santo patrón de cada unidad, custodiado por las armas del Principado de Cataluña y las reales armas del emperador y rey Carlos III de Aragón, llevando también una bandera de san Jorge. Los estandartes de caballería seguían el mismo patrón, y el Regimiento de Caballería de la Fe llevaba un Cristo bordado sobre fondo verde, divisa de la unidad, con el siguiente lema Pro Lege, Patria et Rege (Por la Ley, la Patria y el Rey), bajo el cual figuraban las armas reales de Carlos III de Aragón, las del coronel del regimiento, y las de Cataluña. En las banderas de la Coronela de Barcelona figuraban las armas de la Ciudad y el emblema del gremio de la Compañía. Mención aparte merece la Bandera de Santa Eulalia, la bandera que desde el siglo XVI devino bandera de la Ciudad, de fondo carmesí con la imagen de Santa Eulalia, co-patrona de Barcelona, flanqueada por las armas de la Ciudad y un sagrado cálice con el lema: Exugere Deus, Judicam Causa Tuam, (Ven Dios, y juzga tu causa).
Tras la reforma de 1713, que reorganizó la Coronela en 6 batallones, se dotó a cada batallón de una bandera con la imagen del santo patrón o del misterio católico bajo la advocación del cual estaba: Santísima Trinidad, Inmaculada Concepción, Santa Eulalia de Barcelona, Santa Madrona, San Severo de Barcelona y Virgen de la Merced. El capitán de la 7a Compañía del II Batallón, Francisco de Castellví y Obando, narró que cada una de las seis primeras compañías de cada batallón mostraban en el anverso la imagen del santo patrón, con el escudo heráldico de Barcelona debajo, y en el anverso las reales armas de Carlos III de Austria, con el símbolo heráldico del gremio repetido en las cuatro esquinas de la bandera.
Felipe V, tras la Guerra de Sucesión, acometió la reforma de su Guardia Real. En 1731 formó la Compañía de Granaderos Reales. La formación de esta compañía fue encargada al catalán Barnardino Marimón. En 1735, esta unidad militar pasó a integrarse como cuerpo de la Casa Real, obteniendo así unos privilegios especialísimos. Los nombres de la insignes familias catalanas se encuentran entre la oficialidad de este cuerpo: los Marimón, los Azlor, los Alós y los Amat. Ciertamente entre ellos había una relación de parentesco y amistad que propició que Marimón consiguiera cargos para el resto; pero Felipe V no tuvo inconveniente en que su «guardia pretoriana» fuera dirigida por catalanes. Insignes militares como Junyent Bergós, levantador del Regimiento de Barcelona, o Joaquín Bru Sampsó, se sumaban a la oficialidad catalana. Un hombre clave fue José Ortador, que fue nombrado «Comisario real de Guerra de los exercitos de S.M. y propietario de dicha compañía».
El origen de este excepcional cuerpo al servicio de Felipe V (del que ningún historiador nacionalista nos ha hablado) está en el apoyo inicial de los catalanes al Rey antes del inicio de la Guerra de Sucesión. Entre los años 1702 y 1703, se formaron en Cataluña cuatro regimientos de infantería y dos de dragones. De los regimientos de dragones surgirían los hombres que nutrirían años después la guardia personal de Felipe V. Los fautores de los regimientos de dragones fueron Miguel Pons y José Camprodón. Reinando ya Felipe V en paz, se siguieron formando regimientos de catalanes, como los de los Dragones denominados «Ampurdán» y «Ribagorza» (en 1718), constituidos por Isidro Pou y Pedro Miguel. En 1734 la noble familia de los Sentmenat creó el Cuerpo de Infantería de Cataluña. Lo más irónico de esta cuestión es que del Cuerpo de Granaderos de Felipe V, propiamente catalán, acabaría surgiendo un himno que se acabaría convirtiendo en la marcha real y después en el himno de España.
Ante la caída de Barcelona, el Decreto de Nueva Planta y la pérdida de los fueros y usatges podemos hacer dos cosas: ponernos a llorar hasta no parar o aceptar que pasó y analizar sus consecuencias. En la historiografía catalanista es más que evidente la posición adoptada. Sin embargo, paradójicamente, tras las lógicas represiones después de un conflicto y el Decreto de Nueva Planta, se tiene que asumir que a Cataluña le sentó muy bien la derrota. Si bien el catalanismo no cejó en quejarse de que se le había privado de asistir a América, en el siglo XVIII el comercio catalán eclosionó. Por eso no es de extrañar que Víctor Balaguer, catalanista converso al españolismo gracias a sus ganancias americanas, justificara: «El descubrimiento de América… iniciado por castellanos y aragoneses… completado luego por los naturales de la Corona de Aragón y… de todas las nacionalidades españolas… el descubrimiento de América… aún sin darse cuenta los que intervinieron, vino a ser alianza y base de interés común, contribuyendo poderosamente a la unidad de España» (Conferencia titulada Castilla y Aragón en el Descubrimiento de América y pronunciada en 1892).
Ciertamente el Decreto de Nueva Planta acababa con una serie de usos y derechos seculares del Principado, pero también anulaba las fronteras arancelarias en la Península. Como señala Carolina Rúa en su tesis doctoral sobre el tema: «Castilla aumentaba sus mercados en un 25%, pero Aragón accedía a un mercado cuatro veces superior… dicho de otra manera Castilla pasaba de un mercado de 6 millones a 7,5, mientras que la Corona de Aragón pasaba de 1,5 a 7,5 millones». De Pinedo en una comunicación académica titulada Notas sobre la conquista del mercado peninsular por los comerciantes y los productos catalanes en el siglo XVIII, recoge algunos testimonios de la rapidez con la que los catalanes se aprovecharon del Decreto de Nueva Planta. En Galicia, por ejemplo: «enxambres de marineros catalanes que no cabian en su Pais, atraidos de la fama de las marítimas riquezas de Galicia, se derramaron sobre sus costas». Castilla se vio inundada de catalanes que iban a comprar materias primas como la lana. En Badajoz: «Catalanes con chinas, encaxes y otros géneros de algodones y sedas, vendian por las calles y casas el tiempo que querían…».
Es interesante el testimonio de Larruga y Boneta en un escrito titulado Memorias políticas y económicas sobre los frutos, comercio, fábricas y minas de España de 1787. En él se lee: «las provincias de estos dominios que más intereses sacan de la corte por un verdadero comercio suyo activo, son las de Valencia y Cataluña… la segunda saca mucho más en los diferentes géneros de sus fábricas que entran continuamente, siendo los renglones más principales paños, bayetas, estameñas, indianas, lienzos pintados, papel y medias de seda,… de curtidos entra un renglón considerable de zapatos, admira el gran número que se consume, y este es un ejemplar de lo industriosa que es Cataluña, pues solo de este género vende en España más que los demás zapateros».
Eran tan evidente los beneficios del Decreto de Nueva Planta que Soldevila no tiene más remedio que afirmar: «El balance que va desde la setentena de años que van desde la caída de Barcelona en 1714, hasta la muerte de Carlos III (1788) no era, entonces, tan descorazonador como podría parecer en un principio». Se queja de la pérdida del amor de los catalanes por la propia lengua y de la «desmemoria» histórica. Los hijos de los defensores de la Barcelona de 1714 —sigue Soldevila— «escriben como verdaderos botiflers y la opinión ilustrada se muestra abiertamente felipista». Por ello, Soldevila, junto a Rovira y Virgili, reconocen —aunque no logran entender— los recibimientos entusiastas que los Borbones recibían cada vez que viajaban a la Ciudad Condal. Hasta el más mediocre de ellos, Carlos IV, fue desaforadamente recibido en medio de un delirio popular. Y es que el bienestar de los despóticos Borbones suplió todo recuerdo de la amarga derrota.
En la tesis doctoral de Cristina Rúa, que antes hemos señalado, se afirma que: «la visión más generalizada en la historiografía nacionalista catalana (que explicaba la decadencia económica de Cataluña en los siglos XVI y XVII en función de su exclusión del comercio americano), hacía un flaco favor a la investigación. Este mito catalanista se había convertido en un dogma contra el que muy pocos se atrevían a rebelarse». El historiador y catedrático Carlos Martínez Shaw se ha dedicado a recoger testimonios que prueban que, aunque en el testamento de Isabel II se concedía «el trato y provecho de las Indias» a los castellanos, Fernando el Católico no hizo mucho caso. Por otra parte, el juicio de Pierre Vilar es determinante: «Es el comercio colonial, no el comercio exterior, aquel cuya demanda excita la industrialización en Cataluña», de tal forma que «el desarrollo industrial catalán de fines del siglo XVIII resulta prácticamente inconcebible de no haber contado con el mercado americano». Según Alonso de Herrera, Carlos I habría concedido explícitamente el usufructo de las Indias también a los habitantes de la Corona de Aragón. Se puede afirmar que: «los catalanes estuvieron siempre presentes en los barcos de la Carrera de Indias como pasajeros, tripulantes o sobrecargos al cuidado de sus propias mercancías». Eso es lo que se desprende del magnífico Fondo Documental Enrique Otte —historiador hispanoalemán, especialista en el tema— en el que ya se registran compañías comerciales catalanas desde el siglo XVI. Según historiadores como Fontana o Cabrera Lobo es que si no hubo más relaciones comerciales era porque la evolución de la coyuntura catalana no coincidía ni en el espacio ni en el tiempo con la de la España imperial. Del mismo parecer fue siempre Vicens Vives, como ya señalamos anteriormente.
Los nacionalistas se quejan de la invasión castellana de Cataluña, pero no atienden a la invasión de catalanes que sufrió Madrid tras el Decreto de Nueva Planta. Si bien, como ya dijimos, los primeros años de la derrota catalana fueron duros, se puede decir que a partir de 1724 se inicia un período de prosperidad para Cataluña. Este crecimiento tiene indicadores muy claros: aumento de la urbanización, intensificación del tráfico mercantil, expansión de manufacturas, aumento de la población, acumulación de capital, inversiones productivas. Nada mal para ser un «país ocupado y oprimido». A finales del XVIII, en Cataluña han aparecido compañías especializadas en la exportación de aguardiente, se crean negocios nuevos como el de seguros, se reactiva la construcción de barcos o los servicios de transporte transatlántico. Lo que los catalanistas denominan una etapa de «foscor» (oscuridad), Pierre Vilar la definió como «el periodo feliz». Los catalanes fueron tejiendo una red de comercios y contactos en Madrid que les permitió no sólo realizar buenos negocios, sino también garantizar su influencia política. No hubo que esperar al Decreto de Nueva Planta, pues este movimiento ya se había puesto en marcha unos años antes. Según Larruga: «Los telares de máquina no fueron conocidos en Madrid hasta el año de 1692, en que Francisco Potau, catalán, puso un telar en que fabricaba a un tiempo seis piezas de listones, obra llana y listada». Cataluña salía de sí misma y se encontraba un mundo en que podían fructificar todas sus potencialidades económicas, artísticas e incluso espirituales. Por eso, para la historiografía catalanista, es prácticamente imposible encontrar un documento de queja hacia la dinastía de los borbones durante el siglo XVIII.
Mientras Cataluña tejía sus redes comerciales por España y el Nuevo Mundo, también los catalanes participaban en los cuerpos militares y expedicionarios con notable éxito y reconocimiento. Buena parte de las gestas militares de los catalanes, a los largo del siglo XVIII y principios del XIX, proviene de un batallón de voluntarios que se remonta a 1701, y que fue tristemente disuelto en 2004. Su historial militar es impresionante. Con motivo de la llegada de Felipe V a Barcelona, en 1701, Don Blas Felipe de Trinchería se ofreció para formar un Tercio (del que ya hemos hablado). Tras la Guerra sería denominado el de «Voluntarios de Cataluña» y se dividiría, con el transcurrir del tiempo, en dos Batallones. El primer batallón de voluntarios catalanes tendría dos réplicas más (o gemelos) que forjarían su propia historia militar.
Reseñemos las principales acciones de estas unidades. El primer batallón original (el primer gemelo) participó en la Guerra de Sucesión, aun bajo el nombre de Tercio de Trinchería (1702-1714); Guerra contra la Cuádruple Alianza (1717-1721); Ocupación de Nápoles (1735); Campaña de Portugal (1762); Expedición a Argel (1765); Buenos Aires (1766-1778); Guerra de las Naranjas (1801), una breve guerra entre España y Portugal, por las intrigas napoleónicas; Expedición del Marqués de la Romana (1808), en el que el primer Batallón de Infantería Ligera 1° de Voluntarios de Cataluña (1.200 hombres), tuvo que acudir a Alemania, en virtud de un pacto napoleónico para reforzar el bloqueo báltico de Inglaterra; Guerra de la Independencia (1808-1814), esta vez contra el francés; y presencia en Panamá y Quito (1815-1821).
La segunda réplica de este cuerpo es más decimonónica y coincide con Guerra de la Independencia (1808-1814). Posteriormente realizará su labor en América: Cuba (1819), Nueva España (1822), Cuba (1823-1838), Puerto Rico (1838-1854), Cuba (1854-1857). La tercera réplica se limitará a actuar en Mallorca y Alicante (1819-1821).
El 2° de voluntarios de Cataluña cuenta con las siguientes acciones militares: Defensa de Melilla (1774-1775), Expedición a Argel (1765), Sitio de Gibraltar (1779), Expedición a Nueva Orleans (1780), Expedición a Pensacola (1781), Expedición a Santo Domingo (1782), Guerra contra la Convención (1793-1795), Combate de Trafalgar (1805), Guerra de la Independencia (1808-1814); Guerra de África (1859-1860); Guerra Carlista (1872-1876), Guerra de África (1893), Guerra de Cuba (1895-1898), Guerra de África (1909-1928). Estas unidades recibieron a lo largo de su historia numerosas condecoraciones: tres Cruces Individuales por la acción del Puente de San Andrés de Yébenes (Toledo) en 1813 (Guerra de la Independencia); una Cruz Laureada de San Fernando Colectiva y 31 individuales por la defensa del castillo de San Juan de Ulúa (Nueva España) en 1825; seis Cruces colectivas: Cruz de Mora y Consuegra (1810); Cruz conmemorativa del Ejército de Reserva de Andalucía (1814); Cruz de distinción de Alburquerque (1815); Cruz del 2° Ejército de la Izquierda, Batalla de San Marcial (1815); Cruz conmemorativa de la Batalla de Albuera (1815), una Cruz Laureada de San Fernando Individual por la acción de Haduya (Melilla), en 1913.
Digresión sobre el pacifismo catalanista: Hace poco tiempo, en medio de los desvariados discursos nacionalistas sobre la independencia, salió un estudio sobre cómo debería ser el futuro ejército catalán. Entre otros argumentarios lo importante es que tuvieran la oportuna acreditación de nivel de catalán. Lo más gracioso es que ante esta propuesta «patriótica», grupos radicales independentistas lanzaron el grito al aire, afirmando que Cataluña no debía tener un ejército, pues los catalanes siempre habíamos sido pacifistas. Que se lo digan a todos aquellos expedicionarios de las unidades que hemos descrito.
La Primera Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña fue un cuerpo del ejército colonial español formado por voluntarios provinientes de Cataluña. Se formó como unidad independiente en 1767 con 4 oficiales, 4 sargentos, 2 tambores y 94 soldados, provinientes del Segundo Regimiento de Voluntarios Catalanes de Barcelona. En un principio, la Compañía estaba destinada a servir en La Habana; finalmente fue destinada a México (donde ya había otra compañía catalana, los Fusileros de Montaña). Allí colaboró en la exploración de la Alta California y, embarcada desde el puerto de San Blas, formó parte de la expedición que descubrió la Bahía de San Francisco. En 1772 se ordenó la fusión de las dos unidades catalanas en un cuerpo de dos compañías de Voluntarios de Cataluña, con base en Guadalajara, desde donde realizaban misiones de control fronterizo, de exploración y de apoyo a la base naval de San Blas.
A finales de agosto de 1789, la primera compañía, al mando del capitán Pedro Alberni, participó en una misión en el Pacífico Norte. El 25 de marzo de 1790, los navíos Concepción y San Carlos atracaron en la isla de Nutka, en la actual provincia de la Columbia Británica (Canadá). La estancia de la compañía fue muy dura debido al frío y a las frecuentes lluvias. Y desde ahí realizaron expediciones incluso más al norte. La presencia de los voluntarios catalanes es el motivo por el que, en los dibujos realizados por la expedición de Alejandro Malaspina, que pasó por Nutka en el verano de 1791, aparecen numerosos individuos portando la típica barretina catalana. A su regreso, la Compañía continuó sirviendo en California y después contra los insurgentes en México. En 1815 se unió a otras unidades realistas.
La presencia de catalanes en California fue frecuente e importante, empezando por el leridano Gaspar de Portolà. Tras una experiencia militar en Europa pasó en 1764 a Nueva España; y en 1767 fue nombrado gobernador de Baja California. Su misión era expulsar a los jesuitas y reemplazarlos por franciscanos, conforme al decreto de Carlos III, influido por la masonería. En 1769, fue nombrado comandante de la expedición organizada por el visitador general de Nueva España, José de Gálvez, a la Alta California, para asegurar la posesión española de esos dominios, frenando las incursiones rusas y británicas. Encargó al mallorquín Fray Junípero Serra continuar la labor de las antiguas misiones jesuíticas. Esta expedición fue famosa y fructífera por fundar la misión de San Diego (1769), recorrer la bahía de Monterrey y descubrir la de San Francisco. Otro leridano que dejó bien alto el pabellón en California fue Pere Fages i Beleta, alias «El Oso». Este apelativo se lo ganó tras cazar varios platígrados en San Luis Obispo. En 1767, como teniente de los Voluntarios Catalanes, llega a Sonora para servir a las órdenes de Domingo Elizondo. Reemplazó a Portolá como gobernador (1770-1774) de la Nueva California. Desde el cuartel general de Monterrey comandó expediciones a las bahías de San Francisco y San Pablo, al estrecho de Carquinez, al río San Joaquín y a las correspondientes áreas circundantes. En 1777 combatió a los apaches en Sonora y ascendió a teniente coronel. Su vida daría para una película.
¿Quién puede negar que Cataluña no participó en los destinos de la España imperial? Pero tarde o temprano llegaría la decadencia del Imperio, aún así Cataluña mostró más vitalidad y entusiasmo que el resto de pueblos de España.