Capítulo II
DE HISPANIA A LAS ESPAÑAS

«La revisión de nuestros referentes históricos sólo se puede realizar al día siguiente de la independencia, nunca antes. Y no se puede hacer antes por la sencilla razón de que sin referentes difícilmente habría independencia»

(VÍCTOR ALEXANDRE, Diari El Punt, 5 de enero de 2007).

El sueño de un reino hispano-godo se vio frustrado por la invasión musulmana. Ello no quita que una elite visigoda consiguiera sobrevivir arrinconada en las montañas, mientras que el Imperio Carolingio presionaba por el norte y constituía su Marca (frontera) Hispánica. La España goda, que parecía condenada a desaparecer, renació desde pequeños reductos como el reino astur. El concepto de Hispania, como hemos analizado en el capítulo anterior, parecía condenado a ser una mera referencia geográfica del territorio ocupado por los califatos musulmanes. Sin embargo, en las crónicas de los pequeños reinos cristianos empezó a hablarse de Las Españas. Igualmente, las referencias al reino godo se mantuvieron, al igual que una vinculación existencial con él. España no se conquistaba: se reconquistaba. Ello hubiera sido imposible sin el poso cristiano de la población hispanorromana que había conseguido convertir a los godos. Las Españas eran cualquiera de los reinos cristianos que con mayor o menor fortuna se iban configurando por la Península Ibérica. La Cataluña condal, integrada en la Corona de Aragón, será una parte más de esas Españas.

17. «VUESTROS JÓVENES VERÁN VISIONES Y VUESTROS ANCIANOS SOÑARÁN SUEÑOS»

Estas palabras del profeta Joel fueron pronunciadas por san Pedro el día de Pentecostés, ante una multitud que creyó en la Buena Nueva. Esta referencia a visiones y sueños la traemos a colación porque no se puede explicar la historia de los pueblos meramente por factores económicos. Sin una idea, sin un espíritu fundador, sin un sentimiento de predilección, los grupos sociales no se convertirían en patrias. El escritor catalanista Puig y Ferreter, en su exilio en Francia, desechaba las interpretaciones marxistas de la Historia, meramente materialistas, como mecanismo para explicar el devenir de los pueblos. Desde otro punto de vista, pero coincidente, la visión providencialista que tenía san Isidoro sobre Hispania (tan criticada por los materialistas), no dista de la que tuvieron los catalanes durante siglos posteriores. Narciso Feliu de la Peña, en su Fénix de Cataluña, dedicada a proponer la restauración económica de Cataluña, relata primero los fundamentos espirituales de Cataluña: «Tuvo su Oriente la fe catalana en la feliz venida de Santiago el Mayor, que… dejó obispo en Barcelona a san Eterio. Y algunos años después, el Apóstol de las gentes, Pablo, en Tortosa a san Rufo, y en Gerona a san Máximo», y continúa su apología afirmando que la facilidad con la que se extendió el Cristianismo en Cataluña, y que sería: «Origen fuerte y base segura de su constante firmeza, continuada en tan dilatados siglos… con felices anuncios de perpetuarse [la fe recibida] hasta el fin de los siglos, pronóstico [que realizó] el evangélico predicador san Vicente Ferrer. Esta constancia de la fe catalana ha enriquecido nuestra Provincia con la rica púrpura y carmín sagrado de tantos santos mártires». Y sigue «Esta [Cataluña] dio armas para las empresas que gloriosos consiguieron en toda la redondez del Orbe contra los enemigos de la Iglesia y su Romano Pontífice».

Y como si Cataluña, junto a España, estuviera predestinada a cumplir un papel fundamental en la Cristiandad, Feliu de la Peña relata las premoniciones que en esta tierra se tuvieron sobre el nacimiento del Salvador: «De aquí han procedido los anuncios y premios que ha logrado esta Providencia en la claridad de la noche buena de Navidad que, según algunos, fue de tres soles que aparecieron, en el día del nacimiento de Nuestro Dios y Señor, en España (que todos los españoles somos iguales en la firmeza y adelantamientos de la fe católica) pronóstico de la veneración de España al soberano misterio de la Santísima Trinidad, o vaticinio de la venida de los tres apóstoles: san Pedro, san Pablo y Santiago»; o cómo la tierra catalana tembló cuando murió Cristo en la Cruz: «Y no menos en el sentimiento de sus montes, en el día de nuestra Redención, quedando eterna y constante memoria en las roturas de las Peñas de Montserrat». Es bonito constatar que Feliu de la Peña, no podía concebir un libro de economía práctica sin antes ensalzar la espiritualidad del pueblo catalán.

Curiosidad: Santo Tomás de Aquino, sorprendentemente, en la Suma Teológica (III, q. 36, a. 3, ad 3.) recoge la tradición de la aparición de los tres soles en España, como manifestación del nacimiento de Cristo, diciendo: «Sin embargo, también es creíble que apareciesen señales del nacimiento de Cristo en otras partes del mundo, como sucedió en Roma, donde manó aceite, o en España, donde aparecieron tres soles que, poco a poco, se convirtieron en uno solo». Es la única vez que sale la palabra España en la Suma Teológica y precisamente en referencia a un fenómeno que describe un catalán.

Para escándalo de los republicanos separatistas, si se hubieran dignado leer el libro que estamos citando, se encontrarían afirmaciones que les sonrojarían. Feliu de la Peña sigue exponiendo las glorias de Cataluña, entre ellas: «en elegir a sus hijos primeros, entre los españoles, al gremio de la Iglesia en merecer fundarle el santo Tribunal de la Inquisición, que solo pudo proceder de la fe catalana, en san Raymundo de Peñafort, su primer inquisidor; en ser tan católica, que jamás ha permitido herejes, ni heresiarcas». Por aquellas épocas no existía la corrección política y la gente escribía las cosas tal y como las pensaba.

Digresión: El dominico Raimundo de Peñafort, principal consejero de Jaime I, introdujo la Inquisición en la Corona de Aragón con la misión de perseguir a los cátaros. Los últimos núcleos de cátaros se refugiaron en territorios de la corona aragonesa. Lérida, Puigcerdá, Prades o Morella se convirtieron en centros de cátaros occitanos. En Morella vivió el último «perfecto» cátaro conocido: Guillaume Bélibaste. Por tanto, la primera Inquisición, llamada medieval, se instauró tras la publicación en 1231 de la bula Excommunicamus del Papa Gregorio IX, que puso en práctica el catalán San Raimundo de Peñafort. En el concilio de Tarragona de 1242 se estructuró definitivamente el Tribunal de la Inquisición en Aragón y reguló su funcionamiento según un primer reglamento, escrito por el propio santo y que constituyó un primer manual de inquisidores. También fue catalán, de Gerona, el máximo tratadista inquisitorial de la época: fray Nicolás Eymerich. «Misteriosamente», la mala fama se la ha llevado la Inquisición castellana y muchos historiadores consideran al primer inquisidor a Torquemada (véase, por ejemplo, Joaquín Pérez Villanueva y Bartolomé Escandell Bonet, Historia de la Inquisición en España y América).

Además, sigue De la Peña, Cataluña fue la primera «en admitir sus hijos en primeros conquistadores y apóstoles del nuevo mundo con Colón». El capítulo también realiza disquisiciones sobre los primeros mártires de España, que vertieron su sangre en tierras catalanas, como Santa Eulalia, o la gracia recibida de la aparición de la Virgen para fundar la Orden de los Mercedarios. La obra continua sobre las gestas de los catalanes en cuestiones de armas, recurriendo a la épica y sin asomar ninguna soberbia nacionalista. Sea o no creyente, uno no puede menos que reconocer en estas líneas del Fénix de Cataluña la conciencia de un pueblo que se siente fuerte, arraigado en una providencial historia y con un destino que cumplir. Por el contrario, intentar fundamentar una identidad en el eslogan «Espanya ens roba» (España nos roba), es de una debilidad de espíritu, como mínimo, infantil. Se recomienda a los que hacen alarde de este eslogan que lean al historiador catalanista Ramon d’Abadal y de Vinyals, en su escrito Política catalana i història de Catalunya (1936), cuando afirma que: «No creemos en la explicación materialista de la historia. La escuela que la aplica tiene, como casi todas las escuelas absolutas, un gran porcentaje de error». En todo caso el argumento materialista puede funcionar si previamente ha existido un cambio en el alma y en la vida espiritual de un pueblo que le hayan arrastrado al materialismo.

18. TARRAGONA: NUEVAMENTE PRIMADA DE LAS ESPAÑAS Y LAS PERIPECIAS QUE SE SUCEDIERON

En este capítulo no podemos dejar de referirnos a la cuestión del Primado de las Españas. El título de Primado es antiquísimo en la Iglesia Católica y señala la primacía de un obispado sobre otros de su entorno. El origen viene de la época de la invasión bizantina (siglo VI), que sufrió el precario Reino visigodo, y que ya mencionamos en el capítulo anterior. Cayó la provincia Carthaginense de la que dependía la sede episcopal de Toledo. La ciudad mesetaria quedó libre de la ocupación y el rey visigodo Gundemaro designó dicha ciudad como la metrópoli de toda la provincia (610). Ello propició que Toledo se acabara considerando, de facto, la capital del Reino y es donde se celebraron los ya mentados 18 concilios toledanos. Con la invasión musulmana, en 711, Toledo quedará bajo dominio musulmán y en una extraña situación jurídica: pues era medio musulmana y medio cristiana, y algo judía. Con la reconquista de la ciudad, por parte de Alfonso VI, el Papa otorga la bula Cunctis Sanctorum, de 1089, en la que se reconoce a los sucesivos titulares de la diócesis toledana la condición de Primados de las Españas, recuperando el papel protagonista que la sede episcopal había tenido en época visigoda. Como tantas otras cuestiones de burocracia y política eclesial, tras su restauración en 1091, dos años después de Toledo, Tarragona empezó a usar también el viejo título de Primada de las Españas, «Hispaniarum Primas». La restauración del episcopado tarraconense fue fundamental, pues mantener el título de Primado de las Españas frenaba los planes francos de dominio sobre los condados catalanes y los aunaba moral y espiritualmente a Hispania.

La reconquista no fue fácil y estuvo llena de episodios que reseñaremos brevemente. En el siglo XI, Tarragona era un territorio fronterizo. Estaba sometida al Califato de Córdoba (hasta su desmoronamiento) y posteriormente al Reino musulmán de Tortosa. La decadencia musulmana llevó a que Tarragona y sus campos se convirtieran en una zona prácticamente deshabitada y arruinada. En julio de 1089, el papa Urbano II se dirigió al Conde de Barcelona, Berenguer Ramón II el Fratricida, como princeps de Cataluña (este título en aquel entonces era genérico, y no tenía el significado regio actual), así como a los obispos, nobles y barones catalanes: para que emprendieran una cruzada para la reconquista y reconstrucción de Tarragona y así restaurar la metrópoli eclesiástica. Berenguer Ramón II respondió sin excesivo entusiasmo, ya que la región era una tierra «de nadie», abandonada y despoblada, y cuyos anteriores e infructuosos intentos de reconquista habían sido demasiado caros, al no obtener ningún resultado. Como quien no quiere la cosa, el avispado conde fratricida, en 1090, realizó una solemne «donación de la Ciudad y el Campo de Tarragona a Dios y al Príncipe de los Apóstoles y su Vicario». Con otras palabras, se quitó el muerto de encima, regalándosela al Papa. En 1091, el Pontífice Romano concedía a la sede episcopal el título de Primada de las Españas. Sólo había un fallo: la ciudad no había sido aún conquistada y estaba en manos de los musulmanes. Este tipo de donaciones (sin coste para el donante), eran frecuentes en la época, y quedaban muy bien delante del Santo Padre. Urbano II se vio obligado a crear una orden militar de caballeros, sometida a los agustinos, para acabar con la resistencia musulmana: pero tampoco lo consiguió.

En el año 1116, las tropas catalanas del conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, tomaron la ciudad de Tarragona, culminando el proceso de reconquista de la región. En el año 1118 entregaba la ciudad y el campo de Tarragona al obispo Oleguer de Barcelona (el que posteriormente sería san Olegario). En el traspaso al obispo de la antigua (e imperial) Tarraco, se la declaraba «destruida y desierta, sin cultivos ni inquilinos». El antiguo prestigio de Tarragona debía ser restaurado y san Olegario recabó la ayuda de los nobles que habían acudido a la Cruzada desde el norte de Europa. Entregó la ciudad y la región de Tarragona a un caballero normando: Robert de Colei, conocido más tarde como Robert d’Aguiló (versión catalanizada), en calidad de «Príncipe de Tarragona». Este título causó muchos disgustos, pues algunos lo interpretaban como título honorífico y otros como título regio. Todo ello coincidió con la llegada de los normandos que susodicho caballero se trajo para ocupar Tarragona, y ello creó fricciones con Barcelona, que veía peligrar su primacía. Finalmente, uno de los obispos de Tarragona, para evitar el predominio normando, entregó la jurisdicción del «Principado de Tarragona» a Ramón Berenguer IV de Barcelona, en 1151.

Es importante tener en cuenta el siguiente dato que ahora aportaremos: aunque la «cuestión» de Tarragona parecía un mero problema «catalán» o local, en realidad no era así. En los famosos Usatges (usos y costumbres) que los reyes de la Corona de Aragón y posteriormente los monarcas españoles, debían jurar, se establecía que las sedes episcopales catalanas debían ser ocupadas sólo por gentes naturales del Principado. Pero los propios Usatges reconocían que había una excepción: la sede de Tarragona, que podía ser ocupada por cualquier obispo de España. Así se reconocía su vinculación y primacía sobre los demás obispados de España. La importancia del Primado de las Españas que representaba Tarragona es fundamental para entender el sentido hispano de la Corona de Aragón y de Cataluña, de la que formaba parte. Pedro II el Católico renovó la infeudación o vasallaje de Aragón al Papa (al igual que ya hicieran tiempo atrás Sancho Ramírez y Pedro I), con su coronación por el Papa Inocencio III en el monasterio de San Pancracio de Roma, en noviembre de 1204. Fue el primer monarca del reino que fue coronado y ungido. A partir de él y por concesión de la Santa Sede (en bula dictada el 6 de junio de 1205), los monarcas aragoneses (muchos de ellos condes de Barcelona) serían coronados en la Seo de Zaragoza, de manos del arzobispo de Tarragona, Primado de las Españas. Por eso es absurdo pensar que los Condes de Barcelona eran reyes de Cataluña. En todo caso eran Reyes de Aragón y Condes de Barcelona (por mucho que residieran en Barcelona y hablaran catalán).

Digresión histórico-política: La primacía toledana, como la tarraconense, fueron tan aceptadas como discutidas. Incluso la sede de Braga, antigua capital del reino suevo, reclamaba el mismo título de Primada de las Españas, en el recién creado reino de Portugal. Los obispos de las tres sedes reclamaban a Roma que se decidiera pero, por ejemplo, el Papa Honorio III dejó la cuestión sin resolver (bula de 19 de enero de 1218). Los conflictos de prelación llegaron a estar presentes incluso en el Concilio de Trento, causando problemas protocolarios. Hoy por hoy, Roma reconoce a las tres sedes el derecho de ostentar ese título. Desde un punto de vista jacobino, centralista y moderno, esto parecería una locura y un caos. Sin embargo, nosotros vemos todo lo contrario. Este lío no es más que una manifestación del sentir de las Españas en los diferentes pueblos hispanos, que tenían como un timbre de honor poder ostentar ese título, fueran castellanos, catalanes o portugueses.

19. LA MARCA HISPÁNICA: UN ARMA DE DOBLE FILO

La antigua denominación de Marca Hispánica (habitualmente referida a la pre-Cataluña) pone nerviosos a los nacionalistas, pues parece contradecir sus tesis. Pero no siempre fue así. Fueron muchos los historiadores catalanistas, como Ramón d’Abadal, que insistieron en preservar ese nombre. A pesar de que la denominación sonaba a reivindicación hispanista, para estos autores tener un «nombre» ya indicaba ser «unidad administrativa autónoma» del Imperio Carolingio. Por tanto, la existencia de la Marca sería una prueba de la pre-existencia de una «nación catalana». Sin embargo, en la documentación oficial carolingia sólo encontramos ese nombre entre 821 y 850: y siempre entendida como mera «frontera de España», carente de reconocimiento como una estructura administrativa carolingia.

Otro error de los historiadores nacionalistas es que aplicaron el nombre Marca Hispánica sólo a la parte catalana de ésta, pues en verdad, la Marca fue un territorio que comprendía toda la frontera político-militar del Imperio Carolingio con Al-Ándalus, al sur de los Pirineos. Por tanto, iba desde las actuales Vascongadas hasta Barcelona. Estaba organizada en casi una veintena de condados, de los cuales sólo unos cuantos serían parte de los futuros condados catalanes. Al igual que el Califato de Córdoba se fue desintegrando en taifas que llevarían a su posterior destrucción, con el tiempo, la Marca también se fue dividiendo. Por el lado oriental de los Pirineos emergió el Reino de Navarra, que acabaría engendrando la Corona de Aragón; y por el occidental surgirían un conjunto de micro condados, que acabarían liderados por los Condes de Barcelona, allá por el siglo XI.

La denominación Marca Hispánica cayó rápidamente en el olvido, pero fue recuperada siglos más tarde por Pierre de Marca (1594-1662) en su obra Marca hispanica sive limes hispanicus. Esta obra tenía una clara intención política: justificar la anexión de Cataluña al Reino de Francia. Por tanto, había que crear la ilusión de que Cataluña, en tiempos del Imperio Carolingio, ya era una unidad política autónoma que Francia había respetado y seguiría respetando en el futuro (una vez arrebatada a España). Recordemos que en 1640, Pablo Claris había entregado Cataluña al Rey de Francia y que, desde entonces, durante décadas, ésta fue teatro de operaciones militares entre ambos reinos. Las invasiones fueron constantes y los intentos de convencer a los catalanes de que traicionaran a España produjeron constantes campañas propagandísticas, como la obra mencionada. Casi cuatro siglos después los nacionalistas tomaron prestado el argumento propagandístico francés.

José Antonio Maravall, al respecto, afirma que: «desde el momento en que Pierre de la Marca, y tras él los benedictinos historiadores del Languedoc, de Vich y Vaissete, escribieron en toda oración con un par de mayúsculas las palabras Marca Hispánica, se fue creando en los historiadores posteriores el hábito de aceptar la visión de la pretendida Marca Hispánica como si fuese un departamento organizado de un Estado administrativo de nuestros días… Marca Hispánica no es, consiguiente, un nombre de país, menos aún el nombre de una región constituida como una parte del Reino franco». Esta reflexión lleva a plantearnos de dónde surgió Cataluña; y si alguna vez, en esos tiempos, fue independiente.

20. ¿HUBO INDEPENDENCIA ALGUNA VEZ? ¿SOMOS MILENARIOS?

Los condados francos a este lado de los Pirineos se fueron constituyendo desde el de Ausona en 788, hasta el de Pallars, en 916 pasando por el de Barcelona, en 820. La palabra conde, comites en latín, significa amigo o asociado. Los condados, en un principio, fueron totalmente independientes entre sí. La mayoría de los condes eran visigodos y no francos. Esta distinción es fundamental para entender posteriores acontecimientos y porque, además en la mayoría de condados se mantenía el recuerdo de la vieja unidad hispano-goda y el deseo de restaurarla. El Conde de Barcelona Borrell II (954-992), que ya había sometido el resto de los condados a su señorío, se casó con la hija de Raymundus, Conde de Avernia, y a su hijo le pusieron el nombre del abuelo. Así es como entró en España el nombre Raimón, tan querido por los catalanes; aunque, en realidad, era totalmente foráneo. ¿Cuándo los condados pre-catalanes empezaron a separarse del Imperio de Carlomagno? Los historiadores catalanistas insisten y persisten en que fue con Guifredo el Velloso (al que algunas leyendas le atribuían también, erróneamente, el origen de la bandera catalana). Sin embargo, de este personaje poco sabemos, sólo que fue el primer señor feudal de la pre-Cataluña, pues transmitió hereditariamente sus dominios a su hijo, cosa que, anteriormente, no era así, ya que los territorios alodiales (tierras con las que se premiaban a líderes guerreros de confianza del Rey) no se transmitían familiarmente.

Paradoja: los nacionalistas republicanos, que reivindican la figura de Guifredo el Velloso como el abanderado de la independencia catalana frente a Carlomagno, deben asumir que él inició el tan denostado feudalismo en Cataluña, a modo de una dinastía familiar. Si los condados no hubieran acabado heredándose familiarmente, la historia de Cataluña hubiera sido otra totalmente diferente. Así, paradójicamente, gracias al carácter feudal que adquirieron los condados y a la institución de la monarquía, hoy los republicanos pueden reivindicar una «nación».

La leyenda sobre Guifredo es bonita y tardía, pero carente de fuentes. Ramón d’Abadal, recordemos su condición de catalanista, en sus Anales sobre los primeros condes catalanes, sentencia con toda sinceridad: «el nacimiento de la soberanía nacional por Guifredo el Velloso es una fantasía ligada a concepciones políticas modernas… Nadie podrá decir nunca cuándo nació Cataluña». Esta es la mayor verdad que hemos oído de boca de un catalanista.

Asombrosas mentiras de la Generalidad de Cataluña: La historiografía romántica en Cataluña sigue pesando, tras más de 150 años desde su aparición. Si uno accede a la página web de la actual Generalidad de Cataluña, puede encontrar textos de este estilo: «Historia y leyenda confluyen en el nacimiento de Cataluña, ya que el origen entronca con un personaje real, adornado con características épicas: Guifredo el Velloso. A este noble de reconocido valor en la batalla se vincula la tradición del nacimiento de las cuatro barras, marcadas con sus dedos y su propia sangre encima de su escudo dorado. A su muerte, en el año 897, fue el primer conde que traspasó hereditariamente sus posesiones a la Marca Hispánica, se desligó de los reyes francos y dio así origen a la casa condal de Barcelona […] El linaje de Guifredo el Velloso fue el embrión de la corona de Aragón, al unir su destino al reino aragonés en virtud de los problemas dinásticos que sufría esta monarquía». Resumiendo: gracias a un conde del que casi nada sabemos, surgió el embrión de la Corona de Aragón. Cuando todo el mundo debería saber que la Corona de Aragón surge del Reino de Navarra. Gracias a la potencia «seminal» de los Condes de Barcelona se constituyó la Corona de Aragón. Increíble interpretación; increíble que aparezca en una página oficial de la Generalidad; increíble que se pueda mentir con tanta impunidad.

A pesar de esta mitificación, poco a poco, los historiadores catalanistas van abandonado la visión romántica que se tenía de Guifredo el Velloso y reconocen que sería más «acertado» proponer al Conde Borrell II (927—992) como factótum de la «independencia de Cataluña». Es innegable que Borrell II tuvo una personalidad muy peculiar; pero todavía es prematuro hablar de Cataluña, simplemente porque aún faltarían dos siglos para que apareciera la palabra «Cataluña». Borrell II fue Conde de Barcelona, Gerona, Osona y Urgel. En este personaje parece que la «historia nacionalista» ya cuadra mejor, pues había conseguido unificar en su persona varios condados. Además, ciertamente, se fue alejando de la influencia franca. Sin embargo, la historia no es tan idílica.

Borrel II, para desvincularse del desmoronado Imperio Carolingio, se fue acercando a la corte del Califato de Córdoba. Era consciente de que sus señoríos eran demasiado pequeños como para constituir una «unidad independiente» que no acabara sometida a los vaivenes e intereses de un cuerpo político superior. Entre 950 y 966, envió embajadas a Córdoba para firmar tratados de amistad y paz con el moro. Sin embargo, como reconoce Ramón d’Abadal, otras delegaciones ya fueron de clara sumisión: «si las dos primeras delegaciones de Borrell a Córdoba, las de 950 y 966, pueden no representar más que unos tratados de paz y amistad, es evidente que las dos últimas, las de 971 y 974 tuvieron un alcance jurídico mucho más preciso, supusieron por parte del Conde Borrell el establecimiento de un vasallaje hacia Alhaquem». Ironías de la historia, el «independentista» Borrell simplemente fue un traidor a los carolingios que se entregó al califato de Córdoba.

Pero la historia siempre es cruel. En 976 murió Alhaquem II y Almanzor tomó el poder en el Califato. Inició expediciones contra el reino de León y el condado de Castilla. En 985 su expedición se dirigió contra la Barcelona de Borrell. La ciudad fue saqueada, incendiada y destruida, y la mayoría de habitantes asesinados o cautivos. Borrell, espantado, inició una política de acercamiento y reconciliación con los reyes francos. Hugo Capeto exigió del díscolo conde que, una vez las tropas francas hubieran llegado a Aquitania, acudiera él personalmente a rendir fidelidad y a guiar el ejército. Sin embargo, Borrell no acudió. Bien, bien, nadie sabe por qué: algunos apuntan a que Hugo Capeto hubo de marchar a solucionar conflictos con otras fronteras; otros que, viendo Borrell alejado el peligro de los musulmanes, decidió enrocarse y no acudir a la cita. De ahí vendría la pretendida «independencia de Cataluña». En realidad lo que hizo Borrell —mal que les pese a los «demócratas» de ERC— fue mantener un sistema feudal a costa de un decadente imperio carolingio.

Lo peor del caso es que fueron los eclesiásticos catalanes actuales los que resucitaron esta idea de la independencia borrelliana. En una carta pastoral del 27 de diciembre de 1985, titulada Raíces cristianas de Cataluña, fruto de un estéril Concilio o Sínodo de obispos catalanes, se podía leer: «Ya hace mil años que Cataluña, nacida políticamente del tronco europeo carolingio y proyectada a partir de la Marca Hispánica, se desprendía de toda sumisión ultra pirenaica e iniciaba su propio camino a través de la Historia… los obispos de la Iglesia de Cataluña damos fe de la realidad nacional de Cataluña». Esta pastoral fue suficiente para que una entonces minúscula ERC solicitara la creación de una comisión para la conmemoración del milenario de Cataluña. Es triste pensar que, en 1936, ERC fuera connivente y copartícipe del asesinato de miles de clérigos catalanes. Cincuenta años después, el catalanismo clerical lo agradecía, regalándoles munición ideológica.

21. EL MITO DEL ABAD OLIBA Y DE LA DEMOCRACIA MEDIEVAL

El eclesiástico catalanista Carles Cardó (1884-1958), imbuido de romanticismo, interpretaba así la historia eclesial catalana y el papel del catolicismo catalanista: «retornar a la ingenuidad medieval, iluminada por la ciencia y la experiencia adquirida, e intentar reencontrar lo que sería aquella democracia cristiana que en la Edad Media se estaba gestando, y que el Renacimiento y la Reforma interrumpieron». Creer que de la Edad Media se hubiera derivado «naturalmente» una Democracia Cristiana al estilo moderno (si no llega a ser por el Renacimiento y la Reforma) es como mínimo una «boutade» intelectual, por no decir una estulticia histórica (más cuando este eclesiástico era muy culto). Pero el catalanismo había cegado a muchas inteligencias, incluyendo a la de privilegiados sacerdotes. Ello no podía menos que influir en la versión de la historia que iban propagando los voceros catalanistas.

El 24 de octubre de 1971, con motivo del estreno del Himno de las Naciones Unidas, compuesto por Pau Casals, él mismo interpretó el famoso Cant dels Ocells al violoncelo. Tras el acto, y para deleite de los catalanistas, que en España estaban desesperados porque no había forma de que Franco se muriera, declaró ante los periodistas en un inglés algo macarrónico: «I am Catalan» y siguió (traducimos) «Cataluña es hoy una región de España, pero ¿qué ha sido Cataluña? Cataluña ha sido la nación más grande del mundo. Yo os explicaré por qué. Cataluña tuvo el primer Parlamento, mucho antes que Inglaterra. Cataluña tuvo las primeras Naciones Unidas. En el siglo XI todas las autoridades de Cataluña se reunieron en una ciudad de Francia —entonces Cataluña— para hablar de paz, en el siglo XI… paz en el mundo y contra las guerras, la inhumanidad de las guerras… esto es Cataluña».

Evidentemente los periodistas no debieron de entender nada, pues además estas palabras las soltaba rápidamente y nervioso. Por ser precisos, en primer lugar hay que decir que en el siglo XI aún no había aparecido la palabra Cataluña, ni por tanto la conciencia de ser catalán. En segundo lugar, Pau Casals se estaba refiriendo a las Asambleas de Paz y Tregua que promovió el Abad Oliba (971-1046), que muchos consideran el padre espiritual de la pre-Cataluña. Ciertamente Oliba fue el organizador de las Asambleas de Paz y Tregua (Pau i Treva) que reunieron a señores feudales para «humanizar» las guerras y violencias intestinas de la época. Pongámonos en situación. El poder real carolingio se había desmoronado. Los señores feudales campaban a sus anchas. El desorden social, las guerras entre nobles, los robos, abusos, asesinatos, estaban al orden del día. La desintegración social era más que evidente.

Nuestro Abad consiguió reunir en 1027 una Asamblea de «La paz de Dios» en Toulouse (cerca de Perpiñán). De ella salieron compromisos como no guerrear el domingo, o bien considerar las iglesias territorio sagrado y con derecho de acogida. La historiografía catalanista, de la que había mamado Pau Casals, insistió siempre en el hecho diferencial de Cataluña, al ser estas asambleas un precedente del parlamentarismo y, por tanto, de la democracia. Sin embargo esta visión idealizada tiene sus fallos: en primer lugar, comparar el parlamentarismo medieval con el moderno; en segundo lugar, el Abad Oliba no inventó nada que no se supiera: las «Asambleas de Paz de Dios» se habían iniciado en el sur de Francia cuarenta años antes de que Oliba convocase la suya. Él, y todo el mundo, ya las conocía; lo cual no resta mérito al conseguir convocarlas. Las Asambleas de Paz y Tregua ciertamente, fueron precedentes de los futuros parlamentos, pero propiamente no fueron parlamentos.

Digresión sobre el mito Pau Casals: un juicio bastante contundente sobre Pau Casals y el catalanismo lo realiza Joan Puig Ferreter en sus memorias. Recrimina que el catalanismo le quisiera convertir en un símbolo de lucha. Sentencia: «¿Y qué diremos del primitivismo idolátrico que tantos catalanes tienen sobre Pau Casals, un nuevo símbolo, un nuevo héroe, un profeta de la libertad de la patria, un nuevo Ghandi, acaso el hecho de que no quiere tocar el violoncelo por el mundo ha quitado al dictador Franco del Poder? Francamente, esto se nos aparece como un signo de nuestra incapacidad y puerilidad patriótica y cultural».

22. LAS CORTES MEDIEVALES NO SE INICIARON EN CATALUÑA…

La soberbia nacionalista ha llevado a plantear a Cataluña casi (o sin el casi) como el primer pueblo «democrático» de la historia. Las Cortes medievales aragonesas, sin embargo, fueron más tardías que las castellanas. En Europa hubo unos asomos de asambleas, como las que ya hemos referido antes. Tras la invasión normanda, por ejemplo, los monarcas ingleses posteriores a 1066 constituyeron consejos, formados por la nobleza y los miembros del clero de quienes recibían consejo y consentimiento en cuestiones de Estado. Aunque antes, en el siglo X, en el reino de León se encuentran algunas asambleas parecidas, durante el reinado de Ramiro II (931-950). A lo largo del siglo XI se celebran en León asambleas extraordinarias del «Palatium» regio, si bien en el Concilio de Coyanza, de 1055, y en el de Compostela, del año siguiente, predomina el carácter de reuniones eclesiásticas.

Sin embargo, en un sentido más preciso, debemos considerar que las Cortes medievales se constituyen cuando es convocado el tercer estado, esto es, el pueblo en sus representantes especialmente municipales y corporativos. En este sentido, la primera convocatoria de Cortes de las que se tiene constancia escrita es la efectuada por Alfonso IX de León en 1188, a la que también acuden los «boni homines»; y a la que, más tarde, se sumarían nuevas asambleas en 1202 y 1208.

Digresión: Si determinar cuándo aparecen las primeras Cortes no es tan fácil como parece, imaginémonos cómo poner fecha al nacimiento de una nación en aquellas épocas. Algunos objetan que los «boni homines» no representan a los ciudadanos, sino a hombres que ocupaban cargos especiales. Para Sánchez Albornoz es en la curia celebrada en Benavente en 1202, cuando se puede empezar a hablar de Cortes, «en cuanto asamblea en la que la decisión regia por la que se toma el derecho a devaluar el valor de la moneda solo sea posible vendiendo tal derecho a cambio de la satisfacción de un tributo». Incluso algunos discuten si en 1160 ya hubo Cortes en Castilla.

Sea como sea, la «despótica» Castilla y León (en boca de tantos y tantos historiadores y pensadores catalanistas) tuvo antes sus Cortes que la Corona de Aragón y, en ello, ambos reinos antecedieron a Europa. Lo más parecido en Francia son los Estados Generales, y fueron creados en 1302 por Felipe IV. La disputa por la primacía «democrática» de la Corona de Aragón sobre Castilla nos parece anacrónica y fuera de contexto por prejuicios románticos e ideológicos. Un jurista vasco, profesor universitario de Derecho, Jon Arrieta Alberdi, advierte que hay que superar esta visión romántica, propagada por la historiografía catalanista: «Creo […] que actualmente se empieza a superar la tendencia a considerar las Cortes de Castilla y las de los reinos de la Corona de Aragón tomando a las primeras como propias de una monarquía autoritaria, fuerte, no pactista, con capacidad para instaurar la justicia pasando por encima de los intereses de los brazos; y a las segundas, las Cortes de los reinos de la Corona de Aragón, dotadas de los caracteres contrarios». El estereotipo de una Castilla autoritaria, y el de una Cataluña o Aragón democráticos, debe acabar de una vez.

Sin querer entrar en una infantil discusión de «quien fue primero», coincidiendo con la institución histórica del Reino de Aragón en 1188, se tiene constancia de una reunión pública de la Corte en Huesca y de otra en 1208. El pueblo estaría presente, pero no queda clara su función en la asamblea. Será en las Cortes de Monzón, en 1217, donde claramente la presencia de ciudadanos y burgueses tiene una función, y en este sentido ya podemos hablar de Cortes medievales, aunque algo más tardías que en León. La consolidación de la institución parlamentaria en la Corona de Aragón se refleja en las 14 veces, entre 1289 y 1585, en las que fueron convocadas las Cortes de Monzón (ciudad equidistante entre Zaragoza y Barcelona). Lo que no tiene sentido es que, para adelantarse, algunos historiadores catalanes propongan como «Primeras Cortes catalanas» la Asamblea de Paz y Tregua celebrada el año 1192, año en el que el brazo popular participa por primera vez. Ello es absurdo, porque Cataluña no era un reino. Sí es cierto que bajo el reinado de Pedro II (para los historiadores catalanistas es Pedro III) el Grande (1276-1285), en las Cortes celebradas en Barcelona en 1283, el rey se obligaba a celebrar anualmente General Cort (Corte General), con la participación representativa de la época, para tratar del buen estado y la reforma de su heredad. El rey establecía: «si nós i els successors nostres volem fer alguna constitució o estatut a Catalunya, els sotmetrem a l’aprovació i consentiment dels Prelats, dels Barons, dels Cavallers i dels ciutadans…» («si nos y nuestros sucesores queremos hacer alguna constitución o estatuto en Cataluña, los someteremos a la aprobación y consentimiento de los Prelados, los Barones, los Caballeros y los ciudadanos…»). Así, adoptaron forma institucional las Cortes Reales Catalanas, pero no como un acto de «independencia», sino como un lógico desarrollo progresivo institucional dentro de la Corona de Aragón.

23. …Y LA GENERALIDAD TAMPOCO

Es común la confusión entre la Generalidad (en su versión actual como gobierno autónomo de Cataluña) con su verdadero origen medieval en cuanto que una mera «agencia tributaria». Por mucho que les duela a los nacionalistas, la Generalidad tuvo su origen en las Cortes de Monzón, en 1289, al designarse una Diputació del General, comisión temporal para recaudar el servicio o tributo que los estamentos concedían al Rey a petición suya. Pero los libros de Historia de los colegios catalanes enseñan que la Generalidad se fundó en las Cortes de Cervera, en 1359 (otro misterio a resolver). Se deja caer en los temarios que ya era un gobierno catalán y se olvidan de especificar por qué fueron convocadas por Pedro IV, el Ceremonioso. En el siguiente epígrafe aclararemos el enigma. En Cervera se acordó que las Cortes designarían doce diputados, con atribuciones ejecutivas en materia fiscal, y unos oïdors de comptes (auditores de cuentas) que controlarían la Administración bajo la autoridad del que ha sido considerado primer Presidente de la Generalidad, Berenguer de Cruïlles (que, para oprobio de los republicanos laicistas, era el obispo de Gerona).

Nuevamente en las Cortes de Monzón de 1362-1363 se creó el impuesto llamado generalitats (generalidades), que era un tributo permanente que garantizaba unos ingresos propios y una continuidad a la Diputación del General, integrada desde entonces por tres diputados. En las Cortes de Barcelona-Lleida-Tortosa (de 1364 a 1365), se acabó de consolidar la institución: las Cortes emitieron deuda pública que debía ser administrada por la Diputación del General o Generalidad con carácter permanente. En estas mismas Cortes se asignó la residencia de este organismo en Barcelona. Pero, a pesar de lo que desearían los nacionalistas, sería un castellano, un Trastámara —Fernando I, Rey de Aragón por el Compromiso de Caspe—, el que, en 1413, diera a la Generalidad una forma legal definitiva, convirtiéndose en un organismo de gobierno; casi desvinculado de las Cortes, autónomo en la designación de sus componentes, y con funciones para hacer observar el sistema constitucional de la Confederación. Como ya escribimos en Historias ocultadas del nacionalismo catalán, gracias a este Trastámara castellano, Cataluña pudo contar con un órgano casi autónomo de gobierno.

24. DEMASIADOS PEDROS: LA GUERRA DE LOS PEDROS Y EL ORÍGEN DE LA GENERALIDAD

Para un historiador novel adentrarse en las genealogías de los reyes de Aragón puede resultar algo más que confuso. La culpa la tienen los historiadores catalanistas, que se empeñan en numerar los Condes de Barcelona, que a su vez eran Reyes de Aragón, con una numeración propia: como si también fueran «reyes catalanes». Por eso, a Pedro IV el Ceremonioso le llaman Pedro III; y el pobre historiador novato lo confunde con Pedro III el Grande; y así ya hemos montado el lío. Si, para colmo, aparece un rey castellano llamado también Pedro, como Pedro I el Cruel, el riesgo de equivocación es mayúsculo.

Serán precisamente estos dos Pedros (el Ceremonioso IV de Aragón y el Cruel I de Castilla), los causantes de la recreación de la Generalidad en Cervera, con motivo de la denominada «Guerra de los dos Pedros», entre Castilla y Aragón. Un historiador catalanista, que no merece ni siquiera que reseñemos su nombre, nos da la habitual versión victimista de la guerra: «En el año, Castilla le hacía la guerra a Cataluña. Otra vez. En la Guerra denominada de los dos Pedros. Aquellos años eran frecuentes las Cortes ya que en nuestro país, en nuestra Cataluña, las decisiones las tomaban las Cortes. El Rey, Pedro III, no podía decidir solo y mucho menos crear impuestos para financiar la guerra. Lo había de proponer a las Cortes y las cortes decidían si concederlo o no, en función de los intereses de la nación, no sólo del Rey».

Aclaraciones necesarias frente a la manipulación: Si analizamos esta interpretación, veremos una clásica manipulación a base de sutilezas, lindezas y malas intenciones. Ahí nuestro comentario: a) En el texto se deja caer que Castilla tenía como hobby hacerle la Guerra a Cataluña y, por tanto, siempre era la culpable de las agresiones. En realidad fue un conflicto con la Corona de Aragón, y era muy habitual entre los reinos hispánicos; b) El Rey era Pedro IV el Ceremonioso: eso de Pere III está sacado de la manga para que parezca un rey catalán, en vez de un rey de Aragón; c) Sutilmente se deja entrever que la «nación» catalana era tan democrática que el Rey no podía hacer nada sin las Cortes. En cambio Castilla debía de ser muy mala y antidemocrática y, sus gobernantes, unos autócratas.

Expliquemos ahora la verdadera causa del conflicto que diera lugar a la reforma de la Generalidad en la celebración de las Cortes de Cervera. En realidad, la culpa fue de la Corona de Aragón. Pedro IV, de por sí, era culto, pero impetuoso, y la guerra centró todo su reinado. No es de extrañar que finalmente entrara en roces con los castellanos. En 1356 un ridículo suceso causó el conflicto que nos concierne. Una nave aragonesa, al mando de Francesc de Perellós, saqueó en Sanlúcar dos galeras genovesas ante la presencia del rey castellano, Pedro I, el Cruel, que casualmente estaba allí pescando atunes. El rey castellano exigió una reparación y Perellós, impasible, cargó la mitad del botín y el resto lo arrojó al mar ante las mismas narices reales. El incidente de Sanlúcar fue una provocación consciente, y escondía la intención del rey de Aragón (contra las tesis victimistas catalanistas) de obtener la hegemonía en la Península, y colocar en el trono a Enrique de Trastámara, el hermano bastardo del rey castellano. En resumen: Pedro IV, rey de Aragón, conspiraba para deponer a Pedro el Cruel y colocar en su lugar a Enrique el Trastámara. Un poco más adelante reflexionaremos sobre la paradoja histórica que provocó esta política. Ahora continuemos la historia de la Generalidad.

Dominado por sus delirios de grandeza, en lo que Pedro IV no reparó es que estaba sin blanca para una guerra de ese calibre. El 8 de abril de 1359, perdón por la expresión tan catalana, debió «cagarse en las calces» cuando vio aparecer frente a la bocana del puerto de Barcelona la impresionante flota que había reunido Castilla. Para mantener la guerra no había otra solución que convocar Cortes para pedir dinero. Por mucho que se afirme que «Espanya ens roba», aún se debe explicar por qué el Rey aragonés reunió durante su reinado hasta 26 veces a las Cortes con el fin de solicitar dinero a sus súbditos. Pero la de 1359 no fue una convocatoria más. Nunca llegó el rey más necesitado, y nunca sus súbditos más reacios a pagar. A regañadientes, las Cortes aceptaron concederle el dinero solicitado, pero sólo a condición de que lo administrara una comisión compuesta por 12 miembros que gozaran de inmunidad: cuatro por cada uno de los tres estados. Así nacía la Generalidad (la de Cervera). La orden explícita de quemar los documentos al término de su mandato demuestra que esta institución no fue concebida en su origen como una institución permanente y, por lo tanto, no era una institución política, sino meramente tributaria.

25. CUANDO ARAGÓN QUERÍA DOMINAR CASTILLA Y LAS IRONÍAS DE LA HISTORIA

La historia es cruel, que se lo digan a Pedro el cruel. El Rey castellano había iniciado una respuesta beligerante contra las injerencias de Aragón. Pero la habilidad de Pedro el Ceremonioso (el aragonés) y los privilegios concedidos a la Generalidad, que le reportaron buenos dineros, le permitieron sobrevivir al conflicto. Pedro IV (que fue más cruel que el castellano Pedro el Cruel) fue denominado por sus enemigos «Nerón», y a él mismo le gustaba compararse con el «Rey David». El aragonés conspiró hasta la saciedad contra el castellano. La forma más efectiva, como ya dijimos más arriba, fue promocionando al que sería el primer Trastámara, el futuro Enrique II, hermanastro de Pedro el Cruel. Enrique y sus hombres pasaron a militar en las filas de Pedro IV de Aragón. Le secundó en todas sus conspiraciones hasta que finalmente el rey castellano murió asesinado y se alzó en el trono de Castilla el primer Trastámara. Lo que parecía un triunfo de Aragón sobre Castilla y la posibilidad de que la hegemonía peninsular basculara hacia Barcelona, acabó produciendo el efecto contrario.

En primer lugar, la Guerra de los dos Pedros desgastó totalmente a la Corona de Aragón que inició una terrible decadencia (acompañada de las famosas pestes). En segundo lugar, Enrique II no cumplió sus compromisos por la ayuda prestada y nunca entregó las tierras peninsulares que le había prometido al Rey de Aragón. Para colmo se mostró un gobernante hábil y recuperó a Castilla de su crisis interna. Y, por último, y aquí viene la gran ironía de la historia, fue fundador de una dinastía que acabaría gobernando la Corona de Aragón tras el compromiso de Caspe. La introducción de los Trastámara en Aragón, en 1412, fue llorada hasta la saciedad por los historiadores románticos del XIX. Pero ninguno de ellos nos recuerda que los Trastámara llegaron hasta donde llegaron gracias a las intrigas del aragonés Pedro IV.

26. CONDES «XARNEGOS» Y ADHESIONES A CASTILLA

Considerar la entrada de los Trastámara en la Corona de Aragón como casi una «contaminación» es propia de un pensamiento crípticamente racial. No obstante tenemos varios casos en los que los Condes de Barcelona se unieron matrimonialmente con casas reinantes castellanas, derivándose descendencia «xarnega» que ahora se nos oculta. Sí, por las venas de nuestros venerados Condes, corría sangre castellana.

Berenguer Ramón I, conde de Barcelona (1005-1035), apodado el cuervo (posiblemente el verdadero apodo era el curvo, por jorobado), en el año 1021 se casó con Sancha, hija de Sancho García, conde de Castilla (por aquél entonces Castilla era aún un condado del Reino de León), con la que tuvo dos hijos: Ramón Berenguer I (1023) y Sancho (en honor al abuelo castellano). Así, la sangre castellana empezaba a fluir por la casa condal barcelonesa. Pero este no fue el único caso. Ramón Berenguer III, el Grande, Conde de Barcelona de 1082 a 1131, casó a su hija Berenguela con el rey Alfonso VII de Castilla. Éste era hijo de doña Urraca y el 26 de mayo de 1135 se hizo coronar en la Catedral de León como Imperator totius Hispaniæ (Emperador de toda España). En dicha ceremonia recibirá el homenaje, entre otros, de su cuñado Ramón IV, Conde de Barcelona, de su primo el rey García Ramírez de Navarra, y del conde Ermengol VI de Urgel. Es significativa la presencia «catalana» en esta coronación, reconociendo la primacía española del Rey de Castilla. De su matrimonio con la catalana Berenguela nacieron siete hijos, dos de ellos serán reyes: Sancho III (Castilla) y Fernando II (León).

Por las venas de la dinastía castellana corrió sangre catalana y viceversa. Pedro II de Aragón, el Católico (1178-1213), venerado por los catalanistas por su absurda muerte en Muret (Francia) luchando contra Simon de Montfort (hecho que explicaremos más adelante), era hijo de Alfonso II el Casto de Aragón y Sancha de Castilla. La hija de Jaime I, Violante de Aragón, se casó con Alfonso X de Castilla. El propio Jaime I se había casado en primeras nupcias con Leonor de Castilla.

La relación entre los Condes de Barcelona y los Reyes de Castilla era más intensa de lo que imaginamos. Cuando falleció Ramón Berenguer I, el Viejo, conocido por recopilar els usatges o costumbres o leyes catalanas, le sucedieron sus dos hijos, que co-gobernaron el Condado de Barcelona. Por las tonterías de la vida uno se llamaba Ramón Berenguer II y el otro Berenguer Ramón II (muy graciosos los padres). Los hermanos se llevaron fatal hasta que Berenguer Ramón liquidó a su hermano y se ganó el justo apodo de el fraticida. Los nobles catalanes le obligaron a someterse a juicio ante el Rey de Castilla. Como señala Vaca de Osma: «Este episodio prueba la intensa conexión familiar entre los Condes de Barcelona y la nobleza de sus homónimos de Castilla». Más aún, demuestra la ascendencia de los reyes castellanos sobre los Condes de Barcelona.

27. ¡ARAGÓN, ARAGÓN!

Pese a quien le pese, Cataluña no tuvo más entidad política durante la Edad Media que el ser una casa condal unida matrimonialmente a la Corona de Aragón. Bien es cierto que hubo reyes catalanes (nacidos en Cataluña) de la Corona de Aragón, pero nunca existieron «reyes de Cataluña». La unión de la casa condal con la Corona, se produjo cuando el 13 de noviembre de 1137, Ramiro II, el Monje, rey de Aragón, depositó en su yerno, Ramón Berenguer IV, el reino en cuanto que regente, pero no el título de rey, que se reservó para él mismo. Ramiro había casado a Berenguer con Petronila (que aún era una niña de 15 años), quien heredó la corona, tomando el título de Reina de Aragón (que posteriormente pasó al hijo de ambos: Alfonso II). Berenguer se tituló siempre Conde de Barcelona, Príncipe de Aragón, Marqués de Tortosa y Duque de Lérida. Nunca osó tomar el título de Rey de Aragón, y mucho menos un inexistente título de «Rey de Cataluña». Por el contrario, Alfonso II recibió de su madre el título de Rey de Aragón (hecho que coincide cuando aparece por primera vez el gentilicio de «catalán»). Y hasta finales del siglo XII no aparece la palabra «catalanesch», en referencia a la lengua que se hablaba por aquí. Por tanto, cuando aparecen las primeras referencias a Cataluña, ésta ya está totalmente integrada en la Corona de Aragón.

Los historiadores nacionalistas se inventaron, sin ningún rubor profesional, términos como «Reino de Cataluña y Aragón», «Corona catalanaaragonesa»; o a los reyes, desde Alfonso II, los denominaban «reyes catalanes». Entre las vergüenzas catalanistas está la tergiversación de textos, como una frase atribuida al capitoste almogávar Roger de Lauria. La frase que realmente pronunció fue: «en el Mediterráneo hasta los peces llevan la insignia de Aragón». Víctor Balaguer se sacó de la manga una frase en boca de Lauria, parecida pero falsa: «hasta los peces llevaban las cuatro barras catalanas». Esta frase fue posteriormente repetida hasta la saciedad por historiadores nacionalistas, para dar la sensación de que el Mediterráneo estuvo en manos catalanas, y no de la Corona de Aragón.

Martín el Humano fue el último rey de la Corona de Aragón (cuya muerte y falta de descendencia provocó el compromiso de Caspe), aunque aquí insistan en llamarle el «último rey de Cataluña». Cuentan las crónicas que, cuando llegaron sus tropas de derrotar al Vizconde de Narbona, el Rey les esperaba en su palacio de Bellesguard (en las faldas del Tibidabo). El anciano monarca vio acercarse a los emisarios que anunciaban la victoria y, según cuenta Soldevila, sus gritos de guerra fueron ¡Victoria, Victoria, Aragón y sant Jordi! Este grito de ¡Aragón! coincide con el de los almogávares, de los que trataremos enseguida. Estos mitificados guerreros «catalanes» nunca gritaron ¡Cataluña! en sus embates guerreros.

28. EL MITO DE LOS ALMOGÁVARES

Rescatamos una noticia que pasó desapercibida en 2005, pero que aún causa estupor. La Generalidad de Cataluña pagó en el año 2005 unos 200.000 euros a un monasterio del Monte Athos en concepto de compensación por el ataque de los almogávares en el año 1305. Esta acción política sólo puede ser fruto de un acomplejamiento sin límites, tras un suceso acaecido hace 700 años. Ello no quita que los almogávares se hayan convertido en parte esencial del muestrario simbólico nacionalista.

Paradójicamente, son innumerables las referencias identificativas con los almogávares en grupos de distintas y enconadas posiciones políticas. Tanto separatistas como españolistas retoman su nombre para bautizar agrupaciones o páginas web. Es indudable que la expansión de la Corona de Aragón no pudo realizarse sin este espectacular cuerpo militar que asombró a su época. El catalanismo ha utilizado su figura como enseña de la quintaesencia guerrera del pueblo catalán dispuesto a luchar hasta la muerte por la causa. Su recuerdo fue desapareciendo y rebrotando a lo largo de la Historia. Durante el siglo XIX el excursionismo catalanista se identificó con estos guerreros. Por el contrario, la Segunda Bandera de Paracaidistas del Ejército Español, creada en 1954 tomó el nombre de Roger de Flor y su himno acaba: «Por España ¡Desperta Ferro! / Es mi lema triunfar o morir». O bien, en 1958, el escritor Ramón J. Sender escribió y publicó la novela Bizancio, ambientada durante la epopeya almogávar; o bien Almogàvares eran los nombres de centurias de la Organización Juvenil de España, la famosa OJE. En fin, que el nombre ha servido para un roto y un descosido. Podemos traer a colación una canción, de 1795, de cuando los miqueletes (cuerpos militarizados de ciudadanos) se enfrentaron a la Convención francesa, que decía así: «Aire, minyons, en nom de Déu / Tingam el cor d’un Macabeu / Façam entendre a l’Univers / Que hereus som dels almogàvers» («Venga muchachos, en nombre de Dios / tengamos el honor de un Macabeo / hagamos entender al Universo / que somos herederos de los almogávares»).

La mitología de los almogávares se empezó a forjar con las crónicas medievales de Bernat Desclot y Ramón Muntaner en las que se relatan sus hazañas especialmente en la famosa expedición a Bizancio. De ellos dice Muntaner: «Estas gentes de nombre almogávares son unas gentes que no viven sino de las armas y no están en ciudad y villas, sino en montañas y bosques… y han sufrido males que nadie podría sufrir, que bien estarán dos días sin comer, o bien comerán yerbas del campo». La visión romántica se produjo en el siglo XIX a través de un milanés, Luigi Monteggia —uno de los introductores del romanticismo en España— que escribió un libreto para ópera titulado I catalani nel ducato d’Atene. El famoso grito Desperta ferro!, fue cambiado por el romanticismo catalán, en palabras del historiador Anton María Espadaler, por un: Desperta Pàtria! La Academia de las Buenas Letras de Barcelona convocó en 1841 un concurso literario sobre la expedición de los catalanes a Oriente. El mito empezaba a cobrar vida propia para el incipiente catalanismo. Antonio de Bofarull, historiador romántico y catalanista, escribía también en el siglo XIX dramas del estilo: Roger de Flor o el manto del templario.

En 1859, Víctor Balaguer, catalanista que acabó reciclado en españolista, escribía Los Pirineos: un canto a la unidad perdida entre los catalanes y los occitanos. Los almogávares, entonces, serán comparados con los revolucionarios garibaldinos, que en aquellos tiempos habían puesto en jaque al Papa y a los Estados Pontificios. En los Juegos Florales de 1867, Damas Calvet ganaba con una composición sobre los almogávares, titulada: Són ells! (¡Son ellos!). El colmo del anacronismo lo encontramos en una poesía del sacerdote catalanista Jaume Collell que nos presenta a los almogávares bailando una sardana a los pies de la Acrópolis («Ballaven la sardana als Propileus»). La verdad sea dicha, ni Roger de Flor era catalán, ni bailó una sardana en su vida. Por otra parte, el orgullo españolista se sumaba al mito durante la Guerra de África (1859-1860), donde los voluntarios catalanes fueron rápidamente identificados como los nuevos almogávares. Hasta el andaluz Antonio García Gutiérrez compuso la pieza teatral Venganza catalana, estrenada con éxito clamoroso en 1864. Uno de los textos del libreto rezaba: «Ya podéis volver a España / Cruzando sin pena el mar / Y a los vuestros contar / Tan poderosa hazaña». El impacto de la obra fue tan grande que Rafael del Castillo reconvirtió la obra de teatro en una novela titulada Roger de Flor o Venganza catalana.

Mientras que la literatura castellana recogía sin recelos el mito catalán la fantasía catalanista ya empezaba sus derivas. Pelayo Briz escribió un poema de siete mil versos titulado L’Orientada. El final del interminable poema culmina con una visita del viejo cronista Muntaner a Montserrat donde es atendido por un ermitaño conocedor ya de las gestas catalanas en Oriente. La mitología catalanista se empieza a esbozar: Montserrat, eremitas, proezas guerreras lejanas, espiritualidad difusa… En 1894 Francisco Ubach Vinyeta incluyó en el romancero catalán el poema titulado Atenes Catalana. Pero, huyendo del romanticismo, debemos preguntarnos ¿quiénes eran realmente aquellos guerreros que habían sugestionado a tantos bardos y atemorizado a tantos pueblos?

29. LOS ALMOGÁVARES TAMBIÉN ERAN CASTELLANOS, Y MOROS, INCLUSO GALLEGOS

Cabe decirse que, el común de los catalanes desconoce quiénes componían estas tropas de elite. Como siempre, algún historiador, como el griego Georgios Paquimeres, al constatar el trauma que supuso para los griegos el desembarco de los almogávares, los idealizó. Vio en ellos a los herederos de un viejo pueblo germánico: los ávaros. De ahí teóricamente se derivaría su nombre. Sin embargo, siguiendo al insigne etimólogo catalanista Joan Corominas, descubrimos en el término un origen árabe. El mote (Al-muwavir) significaría «los que hacen incursiones en la frontera». Su origen, que en el imaginario catalanista está en los Pirineos, en realidad es mucho más amplio, ya que eran una población irregular que servía para repoblar zonas alejadas de Cataluña. Las crónicas cuentan que Alfonso el Batallador «poblá lo castellar, sobre Çaragoça, de almugàvers» (pobló el castellar, sobre Zaragoza, de almogávares). Esta referencia, en este contexto, se refería a los soldados de experiencia y valor. En la Crónica de Jaime I (El Llibre dels fets), se hace alusión a los almogávares como a una unidad dentro de un cuerpo regular. Además, aunque ciertamente muchos procedían de la zona de Cataluña, entre ellos también habían aragoneses, navarros, castellanos, e incluso sarracenos.

Ramon Llull sorprendería a los catalanistas si leyeran lo que dice de los almogávares en su Darrer llibre sobre la conquesta de Terra Santa (Último libro sobre la conquista de Tierra Santa): «Son guerreros de a pie, armados con lanzas, flechas y escudos, acostumbrados a hacer caminadas cortas y largas, de día y de noche. Hay muchos en Cataluña, Aragón y Castilla. Estos hombres son muy necesarios en la conquista de tierras». Juan de Mariana, en su Historia General de España, insiste en que «eran una tropa singular de montañeses de Aragón, Navarra y Cataluña». Historiadores reconocidos como Luis Suárez y Ricardo de la Cierva señalan que fueron un «fenómeno común a todos los reinos hispánicos». De hecho, de las tropas almogávares que fueron a Bizancio, los catalanes estaban entremezclados con numerosos guerreros provinientes de la frontera que lindaba entre el Reino de Valencia y el de Granada. El experto historiador Antoni Atienza ha demostrado, en publicaciones como Els valencians en Grècia, que en Bizancio el botín se calculaba y repartía en moneda valenciana.

Dos curiosidades contra la mitología nacionalista: por un lado, los griegos que sufrieron la cruzada almogávar les solían llamar «latinos» o «tarraconenses». Y los propios almogávares se denominaban a sí mismos «francos»; algunos cronistas los denominaron «ítalos», lo cuál se explica por sus guerras en Sicilia durante 20 años (1282-1303). El historiador Grégoras afirma que Roger de Flor formó su ejército de almogávares con guerreros de «la baja Iberia y de la parte más occidental de la Francia Transalpina». Por Iberia se entendía entonces la frontera entre los reinos cristianos, castellano y aragonés, con el Islam. Rufino Blanco-Fombona testifica que a la expedición a Bizancio acudieron valencianos, mallorquines, sicilianos, sardos, calabreses, occitanos e incluso griegos y turcos, así como gallegos y asturianos.

Las tropas almogávares, según Bernat Desclot en el Libre del rei en Pere e dels seus antecessors passats, cap. LXXIX (Crónica del rey don Pedro), estaban compuestas por catalanes, aragoneses, «serranos» (unos dicen que serranos hace referencia a sarracenos), valencianos, murcianos, castellanos, gallegos y «gente de la profunda España»… gentes que, por no tener renta, o haberlas perdido en el juego o por alguna mala acción, hubieron de huir a «los puertos del Muradal» (Sierra Morena). Podemos decir, sin ánimo de equivocarnos, que los almogávares estaban formados por gentes de la España toda. La descripción de Desclot es bizarra: «Estas gentes que se llaman almogávares no viven más que para el oficio de las armas. No viven ni en las ciudades ni en las villas, sino en las montañas y los bosques, y guerrean todos los días contra los Sarracenos: y penetran en tierra de Sarracenos una jornada o dos, saqueando y tomando Sarracenos cautivos; y de eso viven. Y soportan condiciones de existencia muy duras, que otros no podrían soportar. Que bien pasarán dos días sin comer si es necesario, comerán hierbas de los campos sin problema. Y los adalides que los guían conocen el país y los caminos. Y no llevan más que una gonela o una camisa, sea verano o invierno, y en las piernas llevan unas calzas de cuero y en los pies unas abarcas de cuero. Y traen buen cuchillo y buena correa y un eslabón en el cinto. Y trae cada uno una buena lanza y dos dardos, así como una panetera de cuero a la espalda, donde portan sus viandas. Y son muy fuertes y muy rápidos, para huir y para perseguir; y son catalanes y aragoneses y serranos (sarracenos)». Desclot distinguía entre dos tipos de almogávares: los adeliz (guías de montaña) y los golfins, estos últimos serían los «serranos» pues procedían de Sierra morena. En las famosas Cántigas de Santa María, de Alfonso X, aparecen unos dibujos de almogávares y por sus atuendos se comprueba que son castellanos. Aunque los almogávares aragoneses se mencionan por primera vez en una Crónica del siglo X, los almogávares castellanos son posteriores y no aparecen documentalmente hasta las Siete Partidas del Rey Alfonso de Castilla. Se sospecha que el Rey Alfonso creó esas hordas guerreras en su reino a imitación de las que ya poseía su pariente aragonés, y también que las bautizó con el nombre de almogávares. Respecto a sus comandantes más famosos, sólo hay que decir que demuestran la internacionalidad de esas tropas. Entre los líderes más renombrados tenemos a Berenguer de Entenza (aragonés); Fernando Ximénez de Arenoso (valenciano); Bernat de Rocafort (catalán); Corberán d’Alet (gascón); Fernando de Aones (aragonés) o Ruggero von Blume (alemán), catalanizado como Roger de Flor. Este último, a pesar de que goza del nombre de una importantísima calle barcelonesa, jamás estuvo en España ni de visita.

30. HISPANIÆ EN LAS CRÓNICAS DE LA CORONA DE ARAGÓN

Alfonso II fue el primer Rey-Conde (Rey por Aragón y Conde por Barcelona). De él ya dijimos que durante su reinado apareció la palabra «catalán». Ello no quita que en algunos de sus escritos oficiales haga referencia a la Corona de Aragón como parte de Las Españas. Por ejemplo, cuando en 1176 concede la villa de El Puig al monasterio de Poblet, que se halla «in regione Hispaniarum»; o en los tratados con los cónsules de Pisa, en 1177, donde aparecen las referencias a Hyspaniam e Yspaniam, en relación a la Corona aragonesa.

Quizá, y contraviniendo el canon, empezaremos por la última crónica medieval de la Corona de Aragón. Su autor fue Pedro Miguel Carbonell Soler (1434-1517). Su obra fue titulada con el significativo nombre de Cróniques d’Espanya, aunque el autor especifica que su tratado se centra en la Corona de Aragón y los Condes de Barcelona. Los historiadores catalanistas han dado mil vueltas para intentar explicar por qué el autor hace referencia en su título a España, cuando en realidad trata de la Corona de Aragón y de Cataluña. Incluso alguno de ellos llegó a aventurar que algún desalmado habría cambiado del título en un ardid maléfico. Sin embargo, no hay que ser tan retorcidos. Nuestro cronista del siglo XV no hacía más que seguir una larguísima tradición de los cronistas medievales que siempre identificaron la Corona de Aragón con Hispania o en plural: Las Españas. En la Gesta Philippi Augusti, Francorum Regis (1211), de Guilaume le Breton, se refiere a la Corona de Aragón como «fines Hispaniæ». Las Chroniques de Saint-Denis (1223) relatan, en época de Jaime I, cómo llegaron del reino de España unos reyes sarracenos. El historiador Ladero Quesada propone que, en referencia a Castilla, Portugal, Navarra o Aragón, «la conciencia de saberse españoles era compatible con la defensa y la exaltación de cada reino, incluyendo claro está la política». Por tanto, para los habitantes de dichos reinos no había contradicción en pertenecer a su reino y a España.

En la Crónica de San Juan de la Peña, de la que bebieron muchos cronistas medievales aragoneses, se dice: «huvo guerra con todos los reyes Cristianos, es asaber de Espaynna». Será Jaime I el primero en dejar un testimonio firme de la idea de España, o Las Españas, en su Llibre dels Fets, o crónica de su reinado. Son constantes las referencias como: «pues aquellos de Cataluña, que es el mejor Reino de España, el más honrado y el más noble». En la Crónica de Ramón Muntaner, referida a Jaime II, igualmente encontramos muchas referencias a España, por ejemplo: «Y seguramente él [el rey de Castilla] decía verdad: que si estos cuatro reyes [Navarra, Portugal, Aragón y Mallorca] que el llamó de España, que si son una carne y una sangre, y llegasen a entendimiento, poco durarían y tomarían todo el otro poder del mundo». La Crónica de Pedro el Ceremonioso tampoco se queda corta y salen referencias constantes a España, como cuando se hace alusión a la construcción y organización de los castillos que se tienen a «modo de España», según la Consuetudo Hispanie, recogida en Las Partidas de Alfonso X el Sabio, y que Pedro IV admiraba porque favorecían el poder real.

Con la llegada de los Trastámara a la Corona de Aragón, tras el compromiso de Caspe, y ya abandonando la Edad Media, se mantiene el espíritu hispano de las crónicas. El narrador Lorenzo Valla, en su Historia de Fernando de Aragón, escribe: «Así España, cuyas regiones y comarcas, más que las ciudades, han elegido sus nombres, no está tanto dividida en cinco reinos cuanto presta obediencia a cinco reyes, el de Castilla, Aragón, Portugal, Navarra y Granada». En la crónica de Antonio Beccdelli, al servicio de Alfonso el Magnánimo en el reino de Nápoles, también se habla de «Spanya». La Crónica de Aragón de Gauberto Fabricio de Vagad, cronista de Juan II y Fernando el Católico, denomina a Aragón como «cabeza de Iberia». Las referencias a España nuevamente son constantes como un territorio en el que se incluye la Corona de Aragón y, por tanto, Cataluña. Por último, entre el siglo XV y XVI tenemos la Crónica regum Aragorum et comitum Barchinone et populationis Hispanie. Culmina la crónica con una referencia a Carlos I, en cuanto heredero de Fernando el Católico, que fue «revestido» «in regnum totius Hyspanie» (en todos los reinos de España).

Reflexión: ¿por qué el catalanismo niega lo evidente? La idea de las Españas está en la médula de la Corona de Aragón y, por tanto, del Principado de Cataluña. Una parte importante de los primeros catalanistas aún lo entendía así, y pretendía que Cataluña fuera reconocida como —quizá— la más activa de Las Españas y la única posibilidad de regeneración del Estado español (este era el pensamiento del Cambó de la Restauración). De ahí al odio a lo español y al deseo irracional de separación, hay todo un camino recorrido. Pero para que este último deseo sea «coherente» con la Historia, habría que eliminar tres siglos de crónicas medievales.

31. SANT JORDI: «¡VIVA LA ESPANYA ENTERA!». ORIGEN, FRACASO Y RESURRECCIÓN

Según cuenta el historiador Manuel Riu, «Ningún catalán llevaba el nombre de Jorge (Jordi) en el barrio de Santa María del Mar», en la Barcelona de mitad del siglo XIV. Contrariamente a lo que pudiera parecer en el imaginario popular, la devoción a sant Jordi, durante siglos, fue muy limitada, circunscrita a ciertas élites y con escaso arraigo popular. Sólo con la aparición del catalanismo la imagen de Sant Jordi fue utilizada como parte del aparato ensoñador nacionalista. Para colmo, este encumbramiento decimonónico se inició con una declaración de españolismo. El recientemente fallecido historiador Pere Anguera, conocido por su aversión a todo lo que fuera tradicional, se asombró al descubrir uno de los primeros panfletos decimonónicos dedicados al santo, titulado Sant Jordi. Patró de Catalunya. En él se pueden leer las siguientes estrofas laudatorias «Catalans i castellans / jermans son tots en la terra / fora l’odi i rencor / i viva la Espanya entera / Bon cop de fals / Bon cop de fals / al que vulguin la guerra, bon cop de fals». La traducción sería: «Catalanes y castellanos / hermanos son todos de la tierra / fuera el odio y el rencor / y viva la España entera». Es evidente que este panfleto, sin fecha, pero escrito entre finales del siglo XIX o principios del XX, correspondería a un tradicionalista que empezaría a sospechar que el catalanismo, aparentemente conservador, se estaba trocando en un discurso de odio contra Castilla.

Corroborando la tesis de que la «devoción» actual a sant Jordi, es fruto de las campañas catalanistas decimonónicas tenemos el hecho de que del patrono se conocen pocos «Goigs» (gozos). Los Gozos, como ya dijimos, eran canciones populares religiosas dedicadas a los santos, a Jesucristo o a las advocaciones de la Virgen María. No sabemos cuándo empezó esta bella costumbre de cantarlos en las grandes fiestas del pueblo cristiano, pero sí podemos decir que en pleno siglo XIII ya se coreaban. Sin embargo, el santo que da nombre hoy a tantos catalanes, Jorge, apenas despertaba interés popular. Sólo es con la aparición del catalanismo que se empiezan a componer gozos a sant Jordi en número importante. Por el contrario, tal devoción estaba arraigada entre caballeros y nobles. Ésta entró en Cataluña desde Francia y se difundió entre aristócratas pertenecientes a las órdenes de caballería. No la trajeron los almogávares de Grecia, como falsamente supusieron algunos, pues su aparición en la Historia fue más tardía que la llegada de la devoción. Aunque el tema del Dragón era recurrente allí donde se había establecido la memoria del santo, como en Francia o Alemania, éste solía ser combatido con oraciones. Sin embargo, en la versión, el santo luchaba con la lanza. Para los estudiosos, esta diferencia se debió a que el Dragón simbolizaba a los musulmanes. De hecho, Pedro II fundó la Orden Militar de San Jorge de Alfama en 1201 (cerca de Tortosa), como fuerza de choque contra el Islam.

En 1281, Pedro III el Grande usaba la divisa —tan políticamente incorrecta— de una cruz de sant Jordi con cuatro cabezas de negros en los respectivos cuadrantes que formaba la cruz (en realidad representaban cabezas de moros que había derrotado en cuatro batallas importantes). El imaginario nacionalista aúna la bandera de las cuatro barras con sant Jordi, pero esto nunca fue así. En 1395, Barcelona adoptó la «senyal de sant Jordi», que se transformó en la enseña de la aristocracia militar. También, con el tiempo, la Diputación General tuvo durante siglos este escudo como enseña, y no la Señal de Aragón, hoy llamada «bandera catalana». Las élites barcelonesas intentaban contagiar al pueblo de entusiasmo por el santo, pero la devoción no arrancaba. En 1574, la Generalitat consiguió que las autoridades eclesiásticas concedieran indulgencia plenaria a quien visitara la capilla de sant Jordi, en la Generalitat, el día de su festividad. En 1667, el Papado declaraba fiesta para todo el Principado el día de sant Jordi. Paradójicamente, en la medida en que se fue popularizando la fiesta, también se fue castellanizando. En el siglo XVII las homilías del obispo de Barcelona en honor del patrón ya se leían en castellano. Durante la «dominación» borbónica, la festividad fue cobrando más popularidad. Posteriormente, en la Guerra del Francés, se convirtió en un modelo y referente de lucha contra el mal (el Dragón dejaba de representar el Islam, para ser un reflejo de la revolución francesa). En 1810, la Junta Superior de Cataluña, refugiada en Solsona, convocó a una misa cantada en homenaje a San Jorge, «especial patrono de la Corona de Aragón». En 1832, en las postrimerías de la I Guerra Carlista, el Diario de Barcelona, conservador y ligeramente catalanista, publicaba unos «goigs» a sant Jordi, en castellano, que así decían: «Adalid triunfador / en la tierra y en el cielo / de nuestro catalán suelo / sed grande Jorge». Lo único popular era que, desde hace siglos, para el día del santo, cerca de la Generalidad se ponían paradas de rosas y se vendían.

¿Cuándo cambió todo? ¿Cuándo la devoción se transformó en parte del imaginario catalanista? Sin lugar a dudas, y la respuesta es obvia, fue durante la Renaixença. Pere Anguera no deja lugar a dudas: «La Renaixença literaria y el incipiente nacionalismo político fueron los impulsores de la devoción al santo, que se manifestó bautizando con su nombre a las criaturas o dedicándole altares, y fueron también los auténticos promotores de la conversión del culto religioso en un culto patriótico». Aunque parezca extraño, antes del movimiento de la Renaixença a ningún catalán se le ocurriría poner a su hijo el nombre de Jordi.

32. SANT JORDI SE HACE CATALANISTA… Y EL DRAGÓN ECOLOGISTA

Como también reconoce Miquel Dolç en su Llibre de Sant Jordi: «A partir de la Renaixença, cuando la devoción al santo mártir, que hasta entonces había tenido preferentemente un carácter oficial y caballeresco, deviene una devoción de todo el pueblo catalán… (y se transforma en) símbolo cívico y patriótico». Ya en 1877, una asociación catalanista-católica, llamada con el misterioso nombre de «La misteriosa», celebró la primera velada cívicopatriótica para celebrar «el día de Sant Jordi, Patrono de nuestra Patria Cataluña». Igualmente, en el mismo sentido trabajaron asociaciones catalanistas de nuevo cuño que iban surgiendo, como la Asociación Catalanista de Excursiones Científicas.

La Juventut Catòlica de Barcelona, tirando a integrista-catalanista, proponía que la devoción a sant Jordi debía ser el filtro para que no cualquiera que se encasquetase una barretina pasara por catalanista (véase discurso de Josep de Palau en el Certamen catalanista de 1881). La Liga Espiritual de Nuestra Señora de Montserrat propagaba unos «gozos» en honor del patrono que terminaban (en catalán): «Velad por mi Patria y por su renacimiento». No es de extrañar que Pere Anguera, historiador ateo, con cierto tono de desagrado, manifestase: «Dicho de otra manera, los promotores consiguieron la simbiosis de la reivindicación nacionalista con la reafirmación de la ortodoxia política». Poco a poco, desde Barcelona y a través de las asociaciones catalanistas, el «culto» a sant Jordi se fue expandiendo por toda Cataluña. Su extensión alcanzó los últimos rincones de nuestra tierra, en la medida en que sutilmente se iba transformando su carácter religioso en parte de un imaginario político. En 1916, tras una victoria electoral de la Lliga Regionalista, hasta los republicanos laicistas catalanes, a través de La Campana de Gracia (22 de abril de 1916), se identifican con sant Jordi: «Nosotros los Sant Jordi electorales íbamos a librarla [a Cataluña], pero no nos ayudaron suficiente».

Siempre en tono místico y ambiguo las referencias a sant Jordi acababan con una indirecta sobre qué podía representar el Dragón. Una poesía de 1917 acaba así: «Y libra a todo un pueblo deseoso / de nueva y continuada libertad / Nuestra Patria es el pueblo de escasez / Compañeros decidme entonces: ¿quién será el Dragón?». La respuesta quedaba abierta: podría ser el centralismo españolista, los anarquistas o cualquiera que no comulgara con el catalanismo. En 1918, por ejemplo, en la festividad de sant Jordi, en Manresa, en la puerta de la Iglesia de san Miguel, alguien colocó un cartel que rezaba: «Sant Jordi, patrón de Cataluña, devolvednos la libertad» (¿qué libertad? ¿arrebatada por quién? Las respuestas quedaban en manos de la imaginación del lector).

En los años 20 del siglo XX, el imaginario catalanista ya había integrado plenamente al caballero rescatador de vírgenes. Su fiesta se celebraba en todas las poblaciones, y se acompañaban los festejos de sardanas y manifestaciones catalanistas. Incluso en 1921 los actos ya se anunciaban en catalán. En Tarragona a las mujeres se les regalaban claveles en vez de rosas, pero en 1934 se impuso el centralismo barcelonés y la rosa fue el regalo obligatorio. Los «Pomells de Joventut», una especie de boy-scouts catalanistas, en 1922, adquirieron el compromiso de rezar a las 12 del mediodía, el día de sant Jordi, la siguiente oración: «Glorioso Caballero San Jorge, Patrón de nuestra nación, interceded cerca de Nuestro Señor para que sea reconocida a Cataluña su plena y libérrima personalidad, y encienda cada día más en el corazón de los catalanes el amor a la Patria. Amén». Durante el gobierno de Primo de Rivera, el historiador Pere Anguera recoge infinidad de sermones de curas catalanistas donde no es difícil asimilar el Dragón como una analogía régimen militar. En las plegarias de la fiesta se pide por los exiliados y por los que «padecen» persecución.

En la medida en que el republicanismo catalanista fue ganando espacio político y también se asumía al santo como parte del imaginario catalanista, la situación se fue volviendo esquizofrénica. Los laicistas anticlericales acabarían tomando a un santo católico como referente, aunque dándole a la fiesta un absurdo tono laico. Por ejemplo, en 1931, tras la proclamación de la II República, Macià declaró el día de sant Jordi como fiesta cívica e inhábil para las administraciones. Sin embargo la Lliga espiritual de la Mare de Déu de Montserrat, pudo oficiar Misa en la capilla de sant Jordi de la Generalidad. Maciá, que no asistió, por el contrario disfrutó recibiendo una bandera de la Unión Catalanista. La Generalitat proclamó el 23 de abril —festividad del santo— el día de la Bandera Catalana (que evidentemente no era la de san Jorge). Todo quedaba burdamente mezclado.

Durante la campaña del Estatuto de Autonomía (1932), en Vic, un orador exclamaba: «En el día de sant Jordi celebramos la perennidad del catalanismo». En el Diari de Reus (órgano de la Lliga), del 23 de abril de 1933, se acusa a la FAI de ser responsable de que el Gobierno de la Generalitat prohibiese los actos religiosos en la capilla de Sant Jordi. Por primera vez en varios siglos, en pleno auge del catalanismo, se rompía con una tradición. La contradicción es patente: en el Diari de Vich, del 23 de abril de 1933, se puede leer, el día de sant Jordi: «lleva en el corazón un grito de alegría y un lloro, alegría por el triunfo de la Patria, y lloro por los ataques a la Fe». Ese misma día en la Gazeta de Vich se escribía, en referencia a sant Jordi: «Si un día nos distéis Fe para defender la Patria, dadnos ahora patriotismo para defender la Fe». El catalanismo católico había secundado a los republicanos que ahora perseguían la fe católica. Un año más tarde, el 21 de abril de 1934, la misma Gazeta de Vich, denunciaba: «Hasta 1931 la oración de los catalanes a sant Jordi era para que nos librara de los peligros exteriores. Hoy que en Cataluña del mismo campo de antiguos amigos han salido enemigos, nuestra plegaria será para que nos libre de nuestros enemigos interiores… ya que la libertad de Cataluña no puede ir acompañada por un encadenamiento de la religiosidad del pueblo catalán». Ya era demasiado tarde, el catalanismo conservador había parido y alimentado al catalanismo de izquierdas, pero éste ahora tenía mucha hambre y empezaría a devorar a su progenitor.