Capítulo I
DE IBERIA A HISPANIA

«El gran problema para nosotros no es saber desde cuándo somos catalanes, sino desde cuándo somos españoles y qué clase de españoles somos»

(Borrador de carta de RAMON D’ABADAL a Américo Castro)

¿Qué papel tuvieron siete siglos de romanización comparados con ocho de dominación musulmana? Es misterioso, si realizamos una mera comparación cuantitativa, que sigamos siendo más «romanos» que «árabes». No podríamos dilucidar el misterio sin entender el papel de los godos en la unidad política y religiosa de Hispania. La voluntad visigoda —el menos bárbaro de los pueblos bárbaros— por mantener un reino hizo perdurar un derecho común —herencia romana— que configuró una unidad de la que participó toda la Península. El recuerdo de la España goda fue una de las «ideas» que permitieron dotar de espíritu al esfuerzo de la Reconquista. Sin los godos, el mundo hispano romano se hubiera desintegrado ante las incesantes razzias bárbaras o no hubiera sobrevivido a la invasión musulmana. La historiografía catalanista, tradicionalmente, ha tratado de minimizar la España goda, pues así tiene consistencia su tesis del «surgimiento» de una «nación catalana» de la nada, sin ataduras a un pasado o a una herencia previa. Y he aquí el primer problema a resolver… ¿de dónde venimos los catalanes?

1. ¿PROVENIMOS DE NOÉ O DEL «DRIOPITECUS JORDI»?

Jerónimo Pujades escribió en 1609 su famosa Corònica [sic] universal del Principat de Catalunya. Esta crónica fue iniciada en lengua catalana y, sorprendentemente, acabada en castellano. Estuvo a punto de perderse, pero tras muchas peripecias, en 1829, pudo recuperarse. El rescate se debió a los primeros historiadores románticos catalanes, como Próspero de Bofarull, que tanto influirían en la configuración del catalanismo. De hecho, Pujades se convirtió en un referente entre el clero catalanista de finales del XIX (e incluso en el XX), por el tono épico y providencialista de su obra. Nada más arrancar el prólogo, hace referencia a la queja del pueblo de Israel —a Isaías más en concreto— por no tener a nadie para que escribiera la historia de los hebreos desde sus orígenes. Pujades inicia su Corónica como la Biblia, retrotrayéndose a la creación del mundo, la caída de los primeros padres, el fratricidio de Caín y el Diluvio. Hoy nos sorprende este modo de relatar la historia, pero era lo más natural para los cronistas de esas épocas. La Humanidad tenía un «origen» sin el cual no se podía explicar ningún acontecimiento presente. Así pues, si Pujades deseaba registrar la historia de Cataluña, debía explicar de dónde procedía el pueblo catalán; y las fuentes más autorizadas de la época eran, lógicamente, los textos sagrados. La Biblia cuenta que, tras el diluvio universal, Noé y sus hijos descendieron al Valle de Senar, desde donde comenzaron a repoblar el mundo. Uno de los descendientes de Cam, el hijo maldecido por Noé, construyó Babilonia. Y desde ahí se dispersaron todos los descendientes del constructor del Arca. El mundo, según los antiguos, y el relato de Pujades insiste, estaba dividido en tres partes: Asia, África y Europa. Noé los repartió así: para Sem, Asia; para Cam, África; y para Jafet, Europa. Apoyándose en múltiples cronistas de diversas épocas, deduce nuestro autor que el quinto hijo de Jafet, Tubal, fue el primero en poblar España.

Tras unas «sesudas» disquisiciones y «confrontaciones» de fuentes, sobre cuál sería el lugar por donde Tubal entró en España, Pujades se «inclina» (naturalmente) porque debió de ser por Cataluña. Quedaba así establecido el origen «escogido» del pueblo catalán. En el capítulo X del primer Libro de la Corónica, nuestro autor especifica que Tubal fue el fundador de Tarragona (aunque le entran dudas sobre si antes fundó Amposta). «Prueba de ello» sería que el símbolo de la Catedral de Tarragona es una «Tau», la última letra del alefato hebreo, que correspondería tanto a Tubal como a Tarragona. Para los amantes del esoterismo, se puede descubrir en una de las dos grandes campanas de la Seo tarraconense: «las armas de la Catedral (la Tau) y las del arzobispo Rocabertí, que mandó hacer la campana».

Si a alguno no le convence esta historia de los orígenes de Cataluña, tenemos otra alternativa que despertó en su momento los delirios de algunos nacionalistas. Hace unos años, en las cercanías de Sabadell, se encontraron los restos de un antropoide (vamos, un mono nada evolucionado). La antigüedad constatable era de unos nueve millones de años. Aparte de ser considerado un extraño eslabón perdido (perdido en Sabadell), se le concedieron tres dones: 1) un nombre técnico muy rimbombante, «Driopitecus Laietanus»; 2) el honor de ser considerado el «primer catalán», aunque indudablemente el antropoide como mucho sabría gruñir y no superaría el nivel C de catalán, y 3) un apodo por parte de sus descubridores: «Jordi». El «Driopitecus Jordi» estimuló discusiones «académicas» como la provocada por la entonces directora del Museo Histórico de Cataluña, Carmen Laura Gil, obsesionada por encontrar «el primer catalán»: nuestro Adán particular y diferencial. De ahí que reivindicara (para enfado de los científicos franceses) que los restos del «Hombre de Talteüll» (las migajas de un pobre desgraciado del Paleolítico) eran catalanes, y no franceses, pues habían sido hallados en el Rosellón (y claro, el Rosellón es catalán y no francés, como todo el mundo sabe, especialmente en Francia). Si al señor del Paleolítico le hubieran comunicado hace miles de años que era catalán, se habría quedado anonadado.

Estas dos explicaciones del origen de los catalanes no distan tanto la una de la otra, pues las dos están al servicio de la idea —por otro lado fundamental e incluso científica— de que es necesario, para encontrar un sentido al presente, lo acontecido en el pasado. Lo malo, lo dramático, es cuando la historia se retuerce sin escrúpulos para justificar un discurso ideológico dominante. Entonces, no se ajusta el presente al pasado, sino el pasado al presente. El nacionalismo busca «continuidades» donde en realidad no las hay y nunca las hubo. Este es el mal del nacionalismo. Nosotros, para comprender lo que ha sido y es esencialmente Cataluña, no nos retrotraeremos tan lejos y así el lector nos agradecerá que no empecemos por el Génesis. Nuestro hilo argumental es que Cataluña nace tardíamente, en el medioevo, de un sustrato cultural hispano multisecular, aquilatado por una corta pero intensa simbiosis con el mundo godo, y como parte de unos pueblos hispanos que debieron de forjarse frente al Islam y, en el caso catalán, también frente a los francos. La conciencia de haber pertenecido a esta tradición común, permitió que la historia de Cataluña se desarrollara de la mano de los pueblos hispanos. Lo hispano es anterior a lo catalán, y lo catalán no deja de ser una manifestación esencial de lo hispano, constituyendo parte de lo que secularmente se llamó Las Españas. Así, rogamos nos perdonen Tubal y el «Driopitecus Jordi», iniciamos nuestro viaje, precisamente con el anuncio de una famosa y discutida despedida.

2. «CUANDO VAYA A ESPAÑA»

La palabra España (Hispania) tiene el honor de salir una vez en el Antiguo Testamento, en el I libro de los Macabeos, cuando se da noticia de los romanos: «Le contaron a Judas sobre sus guerras y sus hazañas entre los Galos, de cómo habían dominado a ese pueblo y lo habían obligado a pagar impuestos. Le contaron también todo lo que habían hecho en España para apoderarse de las minas de plata y oro de ese país» (I Macabeos 8,3).

Digresión: Dos siglos antes de nuestra era ya eran conocidos los romanos por expoliar nuestro oro y nuestras minas, aunque todavía no hemos descubierto a ningún español que esté resentido contra Italia por ello. Por el contrario, el mantra «España nos roba» es uno de los más rezados por la religión nacionalista. Tampoco hay viaje a Hispanoamérica en el que no le saquen a uno el dichoso tema del «oro que se llevaron los españoles». En cierta ocasión, al que suscribe estas líneas le acusaron del latrocinio español, precisamente visitando el Museo del Oro de Bogotá. La respuesta fue algo cínica por nuestra parte: «si los españoles nos llevamos todo el oro, cómo es que hay tantas piezas en este museo».

Aparte de la referencia veterotestamentaria a España, resaltan especialmente dos versículos en el Nuevo Testamento, más concretamente en la carta de san Pablo a los Romanos: «cuando vaya a España, iré a vosotros, porque espero veros al pasar, y ser encaminado allá por vosotros, después de haber gozado con vosotros […] Así que, cuando haya concluido esto, y les haya entregado este fruto, pasaré a visitaros rumbo a España» (Romanos, 15, 24 y 28). Una profunda tradición —convenientemente negada por los «sesudos» historiadores— atestigua la presencia de san Pablo en Tarragona que, por aquel entonces, era la capital de la Hispania Citerior o Hispania Tarraconensis. Durante la República romana había sido una pequeña colonia que fue adquiriendo poco a poco importancia hasta convertirse en una de las ciudades más importantes del Mediterráneo.

Desde el primer desembarco de los romanos en Ampurias (218 a.C.), con la intención estratégica de socavar el peligro cartaginés cortando sus líneas de suministros, hasta la llegada de los godos, pasaron siete siglos de romanización, que dejarían una huella indeleble incluso en nuestros días. Durante los tres primeros siglos, los romanos constituyeron diversas provincias, hasta llegar finalmente a organizar la Península en cinco divisiones administrativas. La denominación de Hispania se asoció inmediatamente a las tres grandes provincias romanas que primero se crearon: Hispania Ulterior Bætica, Hispania Citerior Tarraconensis (la más grande, cuya extensión llegaba hasta Galicia) e Hispania Ulterior Lusitania. Posteriormente se crearon las provincias Carthaginense y Gallæcia. En sus mejores tiempos, la provincia Tarraconense se extendía por las llanuras que actualmente ocupan Madrid, y arribaba hasta el cantábrico, exceptuando unos reductos testarudos a la romanización: los cántabros (que los nacionalistas actuales quieren confundir con los vascos). Tarraco, que incluso llegó a ser visitada por Augusto, se perfilaba como la capital principal de Hispania.

3. DE IBERIA A HISPANIA: ¿CONEJOS O ARTESANOS?

Hasta la llegada de las águilas romanas no puede hablarse de una unidad política peninsular. Iberia, como la denominaban los griegos, no era más que una referencia territorial ocupada por unas serie de pueblos indígenas. Por mucho que se empeñen algunos, ni siquiera en lo cultural podría hablarse de una uniformidad ibérica. El historiador catalanista (y conservador antimarxista) Ramón d’Abadal, en Els precedents històrics de Catalunya (Selecta, 1967), publicada en catalán durante el franquismo, presuponía una unidad territorial de los pueblos ibéricos, pero no cultural. La referencia geográfica ya era usada por los griegos, pero Abadal aceptaba que: «La Iberia con sus pobladores ibéricos, se entiende extendida desde la región de Huelva hasta tocar la Provenza, en la desembocadura del Ródano». Evidentemente la pretensión del historiador catalanista era justificar que a Cataluña le seguía correspondiendo la Provenza por derecho «pre-romano». Pero su opinión, de rebote, también reconocía una unidad peninsular de pueblos, aunque demasiado diversos y dispersos como para considerarlos una unidad «espiritual» o siquiera cultural. Con más acierto, el Marqués de Lozoya, en su Historia de España (Salvat, 1967), sentencia: «los pueblos hispánicos (preromanos), de trascendente incapacidad política, no supieron agruparse formando un Estado, ni siquiera una confederación estable».

La romanización en España produjo una curiosa situación que recoge Tito Livio: «Hispania ha sido la primera provincia que se atacó y la última que se venció». Ello indica dos cosas, a) que ciertos reductos tardaron mucho en ser romanizados y b) que la romanización fue gradual, asentándose primero en el levante mediterráneo.

Digresión sobre el origen de la palabra España: Iberia fue un nombre usado por griegos como Herodoto. Fue sustituido en la Historia por Hispania, debido a cronistas romanos como Cicerón, César, Plinio el Viejo, Catón, Tito Livio y Cátulo. El nombre lo tomaron de los fenicios (Hispania provendría del fenicio i-spn-ya). Tradicionalmente se ha interpretado que Hispania significaría «tierra de conejos», ya que el lexema spn, en fenicio y también en hebreo se puede leer como saphan, o «conejos». Esta tradición no es muy emotiva que digamos. Posiblemente nunca sabremos el verdadero origen de la palabra, pero traemos a colación una teoría más reciente y «honrosa». Los expertos en filología semita del CSIC, Jesús Luis Cunchillos y José Ángel Zamora, proponen, tras un profundo estudio filológico comparativo entre varias hablas semitas, que la hipótesis más probable de la traducción de «I-span-ya», sería: «isla/costa de los forjadores o forjas (de metales)». Ello cobraría sentido debido a la riqueza minera y metalúrgica que atrajo a los fenicios a nuestras costas. Francamente, suena mejor artesanos que conejos.

Cuando san Pablo se refiere a España ya estaba hablando de una unidad política y cultural, aunque dependiente de Roma, y no de un mero territorio ocupado por tribus íberas. Sin lugar a dudas su primer destino debía de ser la gran capital más cercana a Roma: Tarraco. Según un texto de Lorenzo Riber, recogido en la Història de Catalunya del nacionalista Antoni Rovira i Virgili, la razón por la que san Pablo escogió Hispania (en ningún momento duda que el viaje se produjo) es: «más que la Galia y mucho más que Germania y Britania, España había asimilado la cultura romana, y ya en los días de San Pablo tenía que ser muy poderoso el atractivo de la civilización hispanorromana, para que tan vivamente despertase sus ansias de evangelización». Todavía en época de Rovira y Virgili, la palabra Hispania no les producía a los historiadores nacionalistas la urticaria que les sacude hoy. Y su texto nos confirma lo arraigado de esta tradición.

4. «NON PLUS ULTRA»

Frente a los «negacionistas» del viaje de san Pablo a España (curiosamente muchos de ellos eclesiásticos progresistas en lo religioso y en lo político) —y con motivo del año paulino proclamado por Benedicto XVI en 2008—, una serie de expertos aportaron argumentos que apoyan la tesis de la presencia de san Pablo en la actual Cataluña y, por tanto, en Hispania. Resumamos los argumentos:

a) En la II Carta a Timoteo, escrita ya muy tardíamente, san Pablo habla de que ha completado su proyecto evangélico y que le han escuchado «todas las gentes» (II Timoteo, 4, 7); suponiéndose así que recorrió buena parte del imperio, del que España era la provincia más importante.

b) En la Carta a los Corintios del Papa Clemente de Roma —escrita el año 69— afirma que el apóstol Pablo había ido a predicar el Evangelio hasta los límites de Occidente. Para los romanos la Península Ibérica era el confín occidental del mundo. Según la leyenda, Hércules grabó en el estrecho de Gibraltar la leyenda «Non plus ultra» para indicar que no había tierra más allá (Non Terræ Plus Ultra) y, por tanto, ahí terminaba el mundo. San Clemente conoció personalmente a san Pablo, y era romano. Según él, el apóstol había estado en la tierra del «Non plus ultra»; al igual que Santiago, habría llegado hasta Finisterre (El final de la tierra), cumpliendo el mandato de Jesús: «Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a toda criatura» (Marcos 16,15).

Digresión sobre el «Non plus ultra»: De Tarraco (en la actual Cataluña) a Finisterre (en la actual Galicia) había una unidad más que geográfica. Antes de que Franco le diera a España el lema «Una, grande y libre», y la Democracia lo finiquitara, multisecularmente el lema atribuido a España, conocido en todo el mundo, fue el de «Non plus ultra». Este lema ha rezado en las columnas de Hércules que adornaron los escudos de España durante siglos. La rúbrica la comenzó a usar el emperador Carlos I, complementando la divisa que llevaban los Reyes Católicos («Plus Ultra»). El lema hacía clara referencia al Nuevo Mundo y al desafío de los avatares para cruzar los mares, así como —en sentido actual— la referencia a que no se puede alcanzar algo más supremo.

c) Finalmente, tenemos el Canon de Muratori. Un experto escriturista, Cornely, afirmaba: «apenas hay ningún documento de toda la Antigüedad que tenga, no ya mayor, sino ni siquiera la misma autoridad para la historia del Canon del Nuevo Testamento». Fue descubierto en la Biblioteca Ambrosiana, en 1740. Su origen puede oscilar entre 160 y 200 d.C. En él se habla del viaje de san Pablo a Hispania, diciendo: «San Lucas recopiló para el dignísimo Teófilo las cosas que en su presencia fueron hechas, como lo demuestra singularmente el hecho de que omite detalles sobre la muerte de Pedro y la marcha de Pablo de la ciudad (Roma) cuando fue a predicar el Evangelio a España». Muchos Padres de la Iglesia dieron por cierta esta tradición: san Anastasio, san Epifanio, san Juan Crisóstomo o san Jerónimo. Sea como fuere, con o sin san Pablo, durante siglos y siglos, amarrar en el puerto de Tarraco era arribar a España.

5. SANTA TECLA: DE ARMENIA A ESPAÑA, DE ESPAÑA A AMÉRICA

Los «negacionistas» del viaje paulino también tuvieron a santa Tecla, patrona de Tarragona, como una mera leyenda. Según ésta, durante la predicación de san Pablo en Iconio (año 48), Tecla, una joven y rica heredera, quedó entusiasmada con su predicación. Tras varias peripecias, consiguió librarse de su familia y de su prometido, y acompañó a san Pablo hasta Tarragona. Posteriormente siguió su evangelización sola, siendo sometida a tormentos de los que milagrosamente escapó. Derrotados sus perseguidores, la dejaron en libertad y vivió en una cueva como anacoreta. De nuevo fueron a por ella unos soldados y, cuenta la tradición, oró para librarse y permanecer pura. Entonces la cueva se derrumbó, dejando solamente su brazo al descubierto. Los devotos recogieron el brazo y lo trasladaron a Armenia para darle sepultura y rendirle culto. De allí, con los siglos, regresaría a Tarragona para ser custodiado en la Catedral consagrada a su memoria (en realidad está documentado que se trasladaron dos brazos de vuelta).

La primera referencia escrita de santa Tecla en las comunidades cristianas de Tarragona data del siglo III d.C. en un documento anónimo que trata sobre la implantación del Cristianismo en la Península Ibérica. Ahí ya se habla de la gran devoción que tenían los tarraconenses hacia una «beata Thecla virgine», egipcíaca, que fundó un convento de religiosas junto a Tarraco. Cuando el Conde Ramón Berenguer III, en 1117, reconquista Tarragona a los musulmanes, santa Tecla fue declarada patrona de la ciudad. Para no alargarnos, hemos de decir que está documentado el «intercambio», en 1319, entre el rey Jaime II de Aragón y el rey Onsino, de Armenia, de los dos brazos de la santa, a cambio de caballos andaluces, un trono de oro, mil quesos mallorquines y otros bienes materiales. El caso es que las reliquias pasaron mil vicisitudes, tal y como la pérdida y encuentro de uno de los brazos durante la Guerra del francés, o el paso del otro brazo por el Monasterio de Sant Cugat, hasta acabar ambas extremidades en Tarragona. En 1995, en unas excavaciones realizadas para la construcción de un complejo comercial en Tarragona, se hallaron los restos de una basílica monástica del siglo III d.C. En el conjunto había un cementerio con una tumba principal con una inscripción en referencia a la Beata Tecla, virgen, de patria egipcíaca. Ello dejó estupefactos a los «negacionistas» incrédulos.

La devoción a santa Tecla puede reforzar la explicación de la participación catalana en los viajes colombinos. Especialmente en el segundo viaje, donde la intervención de éstos fue más que evidente: Pedro Margarit como capitán de la expedición, doce monjes de Montserrat y otros aspectos (como el origen de las carabelas, que presumiblemente habían llegado a Cádiz procedentes de Barcelona). La investigadora del Centro Superior de Investigaciones Científicas, Eva Sans, ha intentado demostrar que en siglo XV aún se construían carabelas en las atarazanas de Barcelona y que, en el segundo viaje colombino, primero partieron de Barcelona, para luego fondear en Cádiz y de ahí levantar velas a las Américas.

Como documento de autoridad tenemos los Anales de Cataluña (1709), de Narciso Feliu de la Peña (nada sospechoso de precatalanista, más bien lo contrario), en los que se relata, respecto al segundo viaje colombino: «Embarcáronse grande número en Barcelona con Colón y fue el capitán Pedro Margarit». También en los Anales se puede leer: «[…] fundaron los catalanes en las Indias iglesias de Santa Tecla y de Santa Eulalia […]». Ciertamente, entre las primeras iglesias fundadas en América aparecen las dedicadas a la co-patrona de Barcelona y la de Tarragona. Así, simbólicamente, se hace presente el «non plus ultra» que antes referíamos. Cataluña, como parte de las Españas, participó en los viajes colombinos y amplió España más allá de los mares. Y las devociones catalanas pasaron a América como parte de la Hispanidad. Al respecto, es recomendable y asombroso leer la historia del patronazgo de la Virgen de la Merced en la República Dominicana y antigua isla de la Española. Ello se debe a una aparición de la Virgen a las tropas de Colón, sitiadas por los indígenas, en un cerro en el centro de la isla. La aparición de la Virgen, iluminando la noche, y que se dedujo que acontecía bajo la advocación de la Virgen de la Merced, hizo retroceder a los indígenas. Por cierto, los descendientes de los nativos le tienen mucha devoción y la veneran en el santuario del Santo Cerro, lugar de los hechos. Para un barcelonés es sorprendente encontrarse en medio de la República Dominicana la imagen de la Virgen con el escudo mercedario —con las cuatro barras— sobre su traje blanco.

Apostilla: Hemos olvidado mencionar que la investigadora antes citada pertenece al Círculo Catalán de Historia. Esta institución, algo más que catalanista, pretende reivindicar una historia que justifique los objetivos políticos del nacionalismo. Una de sus obsesiones es intentar demostrar que Colón era catalán (al igual que Hernán Cortés), y que el Descubrimiento de América fue prácticamente una gesta catalana, dirigida por Fernando el Católico y «malograda» por los «perversos» castellanos. La paradoja resulta de que cuanto más se esfuerzan en demostrar que Cataluña tuvo una parte fundamental en el descubrimiento de América, más se refuerza la idea de que el Principado era indudablemente parte de las Españas, comprometido con los reinos que la configuraban y sus destinos.

6. EL PATRONO DE ESPAÑA VISITA BARCELONA

Otra famosa visita, también negada por historiadores y eclesiásticos del mismo pelaje, es la de Santiago el Mayor, el hijo de Zebedeo, que a la postre se convertiría en el Patrono de España. Y cuyo apodo medieval, «matamoros», alcanza la incorrección política en su máximo grado. Antes de morir en Jerusalén, según la tradición, predicó en Hispania llegando hasta los confines del orbe (Finisterre), cruzando las columnas de Hércules y atravesando desde ahí la Península. A su desesperación por la falta de conversiones se debe la visita de la Virgen María sobre un Pilar en Cæsaraugusta (Zaragoza). Se cuenta que Santiago y los siete primeros conversos de la ciudad (conocidos como los siete varones apostólicos) edificaron una primitiva capilla de adobe en la vera del Ebro. Otra tradición cuenta el viaje al revés: desembarcaría, como san Pablo, en Tarraco, pasaría por Barcelona y subiría por el valle del Ebro. La primera referencia de la predicación de Santiago en Hispania puede encontrarse a finales del siglo IV, en san Jerónimo, cuando afirma «Viendo, pues, Jesús a los apóstoles reparando sus redes a orillas del mar de Nazaret, los llamó y los envió al gran mar para convertirlos de pescadores de peces en pescadores de hombres, de modo que predicaran el Evangelio desde Jerusalén hasta el Ilírico y las Españas». Otros textos, a partir del siglo VI, esta vez claramente apócrifos, recrean la visita.

La devoción a Santiago dio lugar a infinidad de estudios históricos, «reputados» para su tiempo, como la Prueba evidente de la predicación del Apóstol Santiago el Mayor en los Reinos de España, escrito por Miguel de Erce Ximénez en 1648. Pero, desde mucho antes, la tradición jacobea ya había arraigado en Cataluña. Se sabe que uno de los primeros peregrinos catalanes fue el Abad Cesarí de Montserrat, que fue andando hasta Santiago de Compostela en 1059. De hecho existen muchas variantes de la ruta jacobea que pasan por Cataluña. Una de ellas empieza en Sant Pere de Rodes y sigue un trazado que pasa por el Monasterio de Montserrat hasta llegar a Alcarràs (Lérida), donde el camino entra en Aragón.

Dice la tradición que Santiago el Mayor llegó a Barcelona y su primera predicación fue cerca de un bosque que iría de la actual plaza de Santa Catalina hasta la Plaza del Pino. Allí, sobre una piedra, y en el lugar que con los siglos ocuparía la actual Catedral, hizo una cruz con dos ramas de pino sobre su cabeza, que fue la primera cruz que vieron los españoles. Reza la leyenda que el punto exacto donde predicó Santiago es el lugar ocupado por el actual altar mayor y, en recuerdo de la cruz originaria, fue alzada otra, de grandes dimensiones, en el terrado de la Catedral. No en vano la Seo de Barcelona está consagrada a la Santa Cruz. La piedra sobre la que predicó Santiago se guardó en la primera Iglesia de San Jaime, donde actualmente se venera al santo. En la Plaza de San Jaime (sede de la Generalidad), en un edificio esquinado, más concretamente en una hornacina, una imagen de Santiago, patrono de España, contempla silenciosa la plaza. Ni los transeúntes ni posiblemente los políticos se habrán dado cuenta de este testimonio jacobeo. Según el episcopologio de la diócesis de Barcelona, el primer obispo fue San Eterio, discípulo de Santiago (aunque no consta ninguna documentación escrita, evidentemente).

En Lérida todavía sigue viva la tradición del paso del patrono de España. Una pequeña capilla del siglo XIII, situada en la calle Mayor, conmemora el lugar donde, según una leyenda, el apóstol se clavó una espina en su pie derecho. Era de noche y un ángel con un farolillo le alumbró para que pudiera sacársela. Hoy en día todavía se celebra la romería de Els Fanalets de Sant Jaume (Farolillos de Santiago), la víspera de su festividad. Los niños de la ciudad marchan hasta la Catedral Nueva provistos de farolillos y acompañados por los Gegants (Gigantes) de la ciudad.

Curiosidades: El nombre de Santiago es la contracción de Sant Yago, y Yago deriva del nombre propio latino Jacobus que, a su vez, proviene del hebreo Jacob. En Cataluña evolucionó bajo la forma de Jaume. Esta onomástica se hizo especialmente popular en Cataluña a principios del siglo XX entre los vástagos de familias carlistas, ya que el nuevo pretendiente era Don Jaime. De hecho a los carlistas se les empezó a denominar «jaumistes». Según a los que les gusta indagar más allá de lo científico y buscar explicaciones esotéricas el nombre de Yago contiene la raíz sánscrita yug, que dio lugar en latín a la palabra yugo o unión. Por tanto, Sant Yago, o Santiago, representaría a aquél que reúne lo que está disperso: un buen patrono para las Españas. Y… «se non è vero, è ben trovato». Contra lo que pueda parecer y explicaremos en otro capítulo, la devoción al patrono de España fue mucho más fuerte que a sant Jordi. Por ello algunos Reyes de la Corona de Aragón tomaron el nombre de Jaime y absolutamente ninguno el de Jordi.

7. LA PRIMERA «UNIFICACIÓN» DE «CATALUÑA» Y LOS SUSPIROS DE FERRAN SOLDEVILA

¿Fue alguna vez el actual territorio que ocupa Cataluña una unidad en sí, antes de la romanización? Gracias a los autores clásicos romanos conocemos el mosaico de pueblos que ocupaban el actual suelo catalán. Entre ellos: los ilevarcones (o ilerdenses), que ocupaban parte de Castellón, la desembocadura del Ebro hasta la zona de Balaguer, en Lérida; los cosetanos, en la costa tarraconense; los layetanos, en la costa barcelonesa; los lacetanos, por la cuenca del río Llobregat; los ausetanos, desde Gerona a Vich; los indigetas, en el Ampurdán; y los carétanos, dispersos por los Pirineos.

Como hemos señalado, la romanización se inició en la costa y tardó en extenderse. Tito Livio, por ejemplo, se refiere a las «costumbres agrestes y salvajes de los hispanos, excepto los que habitan la costa de nuestros mares». El afamado historiador nacionalista Ferran Soldevila, en su Història de Catalunya (Alpha, 1962), reeditada en catalán durante el franquismo, se congratula de que la costa catalana se encuentre incluida en esa referencia de Tito Livio (dejando así caer que «Cataluña» se civilizó antes que el resto de España, y olvidándose de lo avanzada que estaba la Bética). Reconociendo el alto grado de romanización de la «futura Cataluña», se pregunta: «¿Qué debió Cataluña a esta romanización?». Y él mismo contesta: «favoreció el proceso de unificación de las tierras catalanas, una entidad que de una forma u otra, religa y plasma Cataluña, si bien aún no con su nombre». Y sigue: «En el orden espiritual, la más fuerte influencia de Roma se manifiesta en el orden del idioma y en el derecho», lo cual parece agradecer profundamente.

Analizando fríamente estos juicios, uno no deja de sorprenderse. Soldevila supone que Cataluña es una «pre-existente» pero que no se ha desarrollado todavía. Realmente, aún faltarían catorce siglos para que apareciera el nombre de Cataluña desde la llegada de los romanos, pero en la cabeza del historiador nacionalista ya está el esquema de una «Cataluña» aún no tangible pero destinada a ser una «nación libre». Lo más gracioso, o penoso, es que Soldevila, en la susodicha obra de referencia para el catalanismo, asegura que fue fundamental para la futura Cataluña la unidad lingüística y jurídica que provocó la romanización. El latín sustituyó (y aniquiló) las lenguas íberas y el convento jurídico tarraconense (unión de ciudadanos) unificó la multiplicidad de costumbres y normas que poseían aquellos pueblos.

¿Dónde está la paradoja? Soldevila, como otros tantos nacionalistas, se lamenta hasta la saciedad del Decreto de Nueva Planta que «unificó» la legislación española, (anulando los viejos fueros), e «impuso» el castellano (más adelante matizaremos convenientemente esta creencia nacionalista). Sin embargo, ninguna lágrima se desliza por sus mejillas por las «lenguas propias» de los lacetanos o de los ausitanos; ningún suspiro por las viejas costumbres de los indigetas o de los carétanos. Y es que los romanos sí que provocaron una «unificación», que hemos llamado romanización, y que a ningún catalanista escandaliza. Por el contrario, Soldevila brama porque el Rosellón, en época romana, estaba bajo la administración de las Galias. Ello le impedía sumar argumentos a favor de la pre-existencia territorial de la Cataluña soñada. Eso sí, nuestro historiador se encargó de repetir una y otra vez: «Por lo que hace a España —la Hispania— no constituye durante la dominación de Roma una Provincia, ni una demarcación». Simplemente sorprendente. Para él, Roma permitió crear la estructura unitaria que posteriormente sería Cataluña, pero este argumento no es aplicable a España. Cuando se releen estos afamados historiadores, y con la perspectiva que dan los años y conocimientos, uno se pregunta por qué tienen tanto prestigio.

Otro historiador catalanista, Ramon d’Abadal y de Vinyals, sin dejarse arrastrar por la pasión, es capaz de reconocer la realidad. En su obra Els precedents antics a la història de Catalunya (Selecta, 1967), publicada en catalán durante el franquismo, acierta en su juicio: «Antes del dominio romano no puede decirse que España existiera y tardará todavía en adquirir personalidad; y no es necesario decirlo, Cataluña, que en definitiva la conseguirá por desprendimiento de aquélla, aún tardará mucho más». Esta tesis, verdadera, que presupone la existencia de Hispania para poder explicar posteriormente el surgimiento de Cataluña, es exactamente la contraria de la que insinúa Soldevila: para éste último, primero surgió Cataluña, por romanización; y luego el resto de España… por casualidad.

8. PERO… ¿SOMOS UNA RAZA?

Con todo respeto al «Driopitecus Jordi» y a la familia de Tubal, la respuesta es evidentemente negativa. Los catalanes no somos una raza en sentido étnico. El historiador Miguel Taradell, en su Historia de Cataluña (Aedos, 1969), se pronuncia al respecto: «No se puede hablar de una raza catalana. No ha existido nunca. No hay casi ningún pueblo en Europa con una base étnica pura, e incluso la palabra raza, entendida como sinónimo de pueblo, ha sido prácticamente abandonada». Por el contrario, Ferran Soldevila, en la obra antes mencionada, afirma: «Desde el punto de vista étnico, la influencia latina hubo de dejar algunos rastros. La constante renovación de funcionarios, las guarniciones donde había legionarios romanos, la fijación de familias latinas en nuestro país, la relación comercial, habían de dar por resultado, en siete siglos de dominación, una penetración racial, que no hace falta exagerar, pero que tampoco hay que ignorar». En este caso, nuevamente su catalanismo le puede y, en la obra citada, asegura: «En el pueblo catalán actual hay un sector, quizá todavía hoy el más numeroso, […], que, si pudiéramos reseguirle las genealogías familiares, veríamos que desciende de aquella población que durante casi setecientos años vivió en el territorio catalán bajo el regimiento romano». Bajo esta afirmación se esconde un delirio étnico, el cual es mejor no comentar.

Más rústicas, y menos científicas aún, son las afirmaciones del padre del nacionalismo catalán: Enric Prat de la Riba. En la biblia del catalanismo, La nacionalitat catalana (1907), escribe (en catalán): «Aquellas gentes (los íberos) son nuestros antepasados, aquella etnia ibérica es el primer eslabón que la historia nos deja ver de la cadena de generaciones que han forjado el alma catalana». La afirmación de Prat de la Riba es mera influencia romántica e ignorancia etnográfica. Por desgracia, hoy subyace en trabajos científicos. A modo de curiosidad, leíamos en un abstract de un artículo científico de arqueología una afirmación «científica» que lleva la marca de Prat la Riba. El texto dice así: «En el siguiente trabajo pretendemos aproximarnos a la cuestión a partir de la interpretación del registro arqueológico de los pueblos antiguos (del área oriental de la Península Ibérica) […]. Prestaremos especial atención al vínculo existente entre la identidad étnica y el surgimiento de entidades geopolíticas de carácter urbano. De esta manera, se analizaran los indicadores arqueológicos que puedan ayudar a delimitar estas unidades territoriales y aproximarnos a las sociedades que crearon los elementos distintivos con los que robustecer los estados emergentes». Hay que reconocer que el léxico científico camufla muy bien la ideología. En el fondo, la tesis siempre es la misma: intentar demostrar que hubo un sustrato propio (fuera una etnia ibérica, fuera una administración romana) que permita afirmar la existencia de Cataluña como entidad propia y no como mezcla de interrelaciones «no deseables».

Por suerte, la historiografía catalana quedó bastante oxigenada gracias a Jaime Vicens Vives. En su Notícia de Catalunya (Destino, 1962), publicado en catalán durante el franquismo, su juicio sobre este sustrato es mucho más realista: Somos fruto de diversas levaduras y, por tanto, una buena parte del país pertenece a una biología y a una cultura de mestizaje. No remontándonos más allá de la época carolingia sabemos que el núcleo de nuestra población campesina la formaban los «homines undenque vinientes”, es decir, los hombres que venían de cualquier parte. En la primera época condal se nos dice que Vich fue poblado “ex diversis locis et gentibus colligentes» (reuniendo hombres de diversas procedencias y razas). Y desde entonces el movimiento de inmigración no ha cesado». Ya nos referimos en nuestro anterior libro, Historias ocultadas del nacionalismo catalán, al original sentido racista del catalanismo. La idea de un sustrato racista nunca ha desaparecido del todo, aunque se ha disimulado en la medida de lo posible. Esta sutil influencia llega hasta historiadores como Joan Reglà, que afirma que la base ibérica constituye el fundamento étnico de los catalanes. Por el contrario, en palabras de José Antonio Vaca de Osma, es «una base de la que dice Sánchez Albornoz que no tiene otra singularidad racial que, precisamente, la de ser mezcla y resumen de todas las culturas y razas de Hispania». Por ende, si no podemos referirnos a una base racial, deberemos referirnos a sustratos culturales que, a pesar de los siglos, siempre tuvieron como denominador común lo que denominamos el sustrato «hispano».

9. «HISPANO, HISPANO, HISPANO»

Los que han visto la película de Gladiator pueden asombrarse que en una de sus primeras peleas circenses el público aclama al protagonista con los gritos de «hispano, hispano, hispano, […]». No se trata de un anacronismo o gazapo del guión, sino que tiene un fundamento que intentaremos explicar llanamente. Los romanos, durante muchos siglos, distinguieron entre ciudadanos y «peregrini». Los peregrini (o extranjeros) eran habitantes de provincias romanas que, sin poseer la ciudadanía, tampoco eran esclavos. Sin embargo, no disfrutaban plenamente los derechos de un verdadero ciudadano romano. Un «peregrinus», podía formar parte de las unidades del ejército imperial, aunque sólo en unidades auxiliares (las alæ y las cohortes) y sin mezclarse con los romanos «de verdad». Este servicio de armas (que duraba 25 años) servía para alcanzar el tan deseado derecho de ciudadanía. Como ya señalamos, la romanización fue rápida en la provincia bética y en el levante español. Estrabón afirma que en tiempos de Augusto ya habían desaparecido las lenguas indígenas de la Bética e igual debió de pasar en la costa de la Tarraconense.

El servicio militar se convirtió en uno de los factores más importantes de romanización entre las poblaciones indígenas. Los legionarios, al acabar su servicio y volver a sus comunidades, ellos mismos difundían la romanidad. Hoy se conocen buena parte de esas unidades, que tenían nombres propios correspondientes a los pueblos hispanos que las componían: austures, vettones, varduli… Entre ellas encontramos las unidades de los Ausetani, que corresponderían a la comarca de Vich (Vicus Ausetanorum), en la actual provincia de Barcelona. A aquellos cuerpos militares se los conocía genéricamente como los de los hispanos («Hispanorum»). Se han contabilizado un centenar de unidades hispanas que han quedado registradas en planchas de cobre. A veces, cuando se unían dos grupos de pueblos muy diferenciados, se unían los nombres: como la Cohors Ligurum et Hispanorum (donde se mezclaban hispanos y genoveses).

Sabemos de unas 25 Cohortes hispanorum y una decena de Alæ hispanorum. Estas unidades se componían de unos 500 hombres y excepcionalmente de 1.000. Por tanto, se puede afirmar que el servicio de armas prestado por la población hispana fue importante en el Imperio. Pero lo que realmente creó la primera «unidad» política y social en Hispania fue la extensión del ius Latti. El ius Latti era un grado de ciudadanía ligeramente inferior al de ciudadano y superior al de «peregrinus». Venía a ser una clase media que legalmente no podía acceder a la ciudadanía romana pero que era muy respetada. Vespasiano, en el último tercio del siglo I de nuestra era, concedió en España el ius Latii a todos aquellos que no tuvieran el grado superior de ciudadanía. Fue un caso excepcional en el Imperio, que borraba de facto la categoría de «peregrini» y consideraba a todos los hispanos parte de Roma (exceptuando a los esclavos, claro).

Hispania dejaba de ser una mera colonia para convertirse en una verdadera provincia romana, con su personalidad propia (en la que, evidentemente, se incluía la actual Cataluña). En todo el Imperio fueron conocidos y admirados los hispanos y se les distinguía de otros ciudadanos romanos. Prueba de ello son las lápidas funerarias de soldados romanos encontradas en toda Europa, en las que se resalta si el soldado es Hispano o de otra «nacionalidad». Igualmente, todo el mundo ha oído hablar de la guardia pretoriana. Sus miembros se escogían entre los soldados más aguerridos del Imperio y debían medir al menos 1,72 centímetros de altura (bastante para su época). En tiempos de Septimio Severo, hacia el año 200, los hispanos componían uno de los grupos más importantes de pretorianos. Se sabe de Julio César que tenía una guardia de íberos o que el propio Augusto tuvo bajo su mando personal a Vascones de Calagurris (Calahorra). Roma integró a Hispania, la unificó y la preparó —sin saberlo— para engendrar una futura unión política tras la caída del propio Imperio. En definitiva, la identidad hispana nació unos mil años antes que la catalana, y la englobó connaturalmente.

10. Y LA FE VINO DE… ÁFRICA

Hace unos años fallecía el obispo auxiliar de Barcelona Joan Carrera Planas. Conocido por su catalanismo extremo y combativo, tuvo seguidores y detractores. Un testigo presencial nos contó una homilía que tuvo a bien (o a mal) escucharle un año en la festividad de sant Jordi. La Misa se celebraba en la famosa iglesia de San Felipe Neri de Barcelona. El Obispo Carrera, entusiasmado, platicaba sobre la pureza de la fe católica, recogida por el pueblo catalán. Una «nación» que provenía del norte de Europa, de los pueblos arios (sic). Así nos lo contaron y así lo escribimos. Y así nos duele comprobar hasta donde puede llegar el nacionalismo. Un poco más arriba nos hemos referido a dos profundas tradiciones orales sobre la presencia de san Pablo y Santiago en nuestras tierras. Las fuentes sobre la presencia del Cristianismo en tierras catalanas no tienen apoyo documental hasta finales del siglo III, como dijimos. En el Peristephanon de Prudencio (siglo V) ya se nos habla de San Fructuoso, Augurio y Eulogio de Tarragona, obispo el primero y diáconos los segundos, martirizados en la persecución de Valeriano y Galieno a mediados del siglo III. En el circo romano que se conserva, aún se pueden ver los restos de una basílica visigoda (siglo VI), sobre la cual se estableció la iglesia medieval de Santa María del Milagro.

Por las fuentes documentales, se puede concluir que en el siglo III el Cristianismo ya había arraigado en la provincia tarraconense y que esta iglesia local, como tantas otras, sería martirial. Encontramos por ejemplo la figura de Santa Eulalia de Barcelona (que algunos han querido identificar con la de Mérida, y otros simplemente negar su existencia); o los gerundenses, hoy también tan discutidos, Germán, Justurio, Paulino y Cicio. Podemos encontrar unos «Gozos» (cantos piadosos populares de los que volveremos a hablar) que rememoran a estos mártires (Goigs dels quatre sants màrtirs Germà, Paulí, Justuri i Cici: venerats en la parròquia d’Adri, bisbat de Girona); los obispos de Barcelona Severo (mártir de la persecución de Diocleciano, en el siglo III, aunque no está suficientemente documentado) y san Paciano (siglo IV). Este es el obispo de la Antigüedad más famoso de la sede de Barcelona y su vida está perfectamente documentada. San Jerónimo le dedica un sincero elogio en el capítulo 106 del libro De viris illustribus. Como decíamos, la tradición martirial es larga y sería inacabable exponerla. Sólo nos referiremos a los «innumerables mártires de Gerona» que, según también tradición, fueron asesinados en los inicios del siglo IV, en la persecución de Máximo y Galerio. En realidad, los «innumerables» tendrían número y serían 360, incluyendo a sant Narcís, obispo de Gerona. Pero hemos de reconocer que la certeza no es absoluta y sólo rige la autoridad de la tradición.

La pregunta, y por enlazar con el inicio de este epígrafe, es: ¿quién evangelizó a estas gentes? ¿Quién logró que arraigara con tanta fuerza el Cristianismo en lo que después sería Cataluña? Por lo que parece, y así lo señala la tradición, Santiago no tuvo mucho éxito: de ahí el consuelo mariano en Zaragoza. Para contestar a la pregunta, tenemos dos nombres clave: san Félix y san Cucufate (ahora Sant Cugat). Por lo que sabemos, y así lo reconoce el historiador Rovira y Virgili (republicano, laicista y nacionalista) estos dos prohombres del Cristianismo vendrían de África, como lo podemos leer en su Historia Nacional de Catalunya (publicada en catalán durante el directorio de Primo de Rivera) y en otras fuentes. Contra lo que creía el Obispo Carrera, la fe vino a Cataluña del sur. De ahí que san Félix fuera conocido como el Africano.

Digresión personal: En nuestra ignorancia de juventud, conocíamos la Parroquia barcelonesa de san Félix Africano. Ese analfabetismo disfuncional propio de la edad imberbe nos llevó a creer que era un santo que fue a evangelizar África, pero resulta que era al revés. Por esas cosas de la vida, la parroquia fue levantada de la nada por un santísimo y humildísimo sacerdote catalán, Mn. Mariné, que tuvimos a bien conocer durante muchos años. Este cura, catalán hasta el tuétano, entre las miles de labores pastorales que consumían su vida, era el consiliario de los veteranos de la Legión en Barcelona, de lo cual se enorgullecía. Hablaba con esfuerzo el castellano, pero se sentía más español que nadie. Gracias a él, durante muchos años se pudo conservar (y aún se conserva) en Barcelona una capilla donde se oficia la Misa en rito Tridentino.

11. BARCELONA, PRIMERA CAPITAL DE ESPAÑA (Y POR TRES VECES)

La caída del Imperio Romano fue lenta, salpicada de convulsiones, sobresaltos, reconstrucciones y recaídas. La aparición de los godos tendría un papel fundamental en la constitución de un sentido de unidad de gens (gentes) en el nuevo Reino que se iría forjando en Hispania, y que acabaría conociéndose como el Reino visigodo de Toledo, que iría del siglo V al VIII. Nuestra intención no es realizar un tratado de Historia, sino pincelar cómo se fue logrando, ante la caída de un imperio, y la emergencia de nuevas fuerzas bárbaras, un sentimiento de unidad en la Península Ibérica. Todo ello pretende demostrar la dificultad para explicar el origen de una nación; no como hacen los nacionalistas, que configuran en su imaginación un pueblo perenne e inmortal, ajustándolo todos los datos históricos para reforzar esa imagen pre-concebida.

Todavía se oyen recriminaciones a la escuela franquista por la «inutilidad» de aprenderse la lista de los treinta y tres reyes godos. No tema el lector, no nos embarcaremos en dicha retahíla de nombres, la mayoría de ellos impronunciables. No obstante, conviene detenerse en algunos para descubrir lo que representó la España visigoda, en la cual el territorio de la futura Cataluña estaba totalmente integrado. El primer nombre de la lista de los reyes godos (visigodos para más exactitud) es Ataúlfo. De él apenas sabemos nada, salvo que fue coronado rey al estilo germánico, a la muerte de su primo Alarico. También conocemos que albergaba el deseo de finiquitar el Imperio Romano —que ya estaba en sus últimos estertores— y construir un imperio propio. Sin embargo, llegó a un pacto con el emperador Honorio. Éste le concedía tierras en las Galias a cambio de que devolvieran a Gala Placidia (hija del Emperador Constancio II, que Alarico había tomado como rehén tras el sitio de Roma). Ataúlfo, al que se considera el fundador del poder político godo (su gobierno fue mucho más estable que el de las hordas de Alarico que asolaron la vieja Roma), no cumplió su pacto, se casó con Gala Placidia y se ganó las iras del Emperador. Ello le obligó a retirarse hacia lo que llamaríamos la Galia Narbonense y Aquitania. Este dato no deja de ser importante, pues el catalanismo nunca dejó de soñar con la posibilidad de que la Aquitania hubiera sido parte de un gran «reino catalán» que abarcara ambos lados de los Pirineos; hecho que la historia se negó a conceder, y sobre lo que evidentemente el nacionalismo tenía que buscar culpables (que, evidentemente debían de ser los «castellanos», como más adelante se expondrá).

La presión militar del emperador Honorio llevó a que Ataúlfo se retirara, entrando en Hispania; un camino que cinco años antes habían realizado los suevos, vándalos y alanos, arrasando todo a su paso. La gran diferencia de las anteriores razzias bárbaras es que Ataúlfo fue un rey capaz de asentar una corte e intentar una organización política centralizada. Esta labor la realizó en Barcino (Barcelona) donde instaló su gobierno o corte. Desde ahí quiso gestar su soñado imperio, aunque su acercamiento a Roma le granjeó enemistades que provocaron su asesinato. Lo que queremos destacar es que la primera capital de España, en el primer e inestable período visigodo, fue varias veces Barcelona, incluso antes de que acabara asentándose en Toledo. La historia que sigue es tan sencilla como la naturaleza humana, esto es, cruel. Asesinatos de reyes y manipulaciones políticas estuvieron al orden del día. El Emperador Honorio pagó a los godos para que exterminaran a vándalos y alanos, cosa que hicieron (sólo se salvaron los suevos que acabarían integrándose con los godos a regañadientes). A cambio, el Emperador les regaló Aquitania, pasando la capital visigoda de Barcelona a Tolosa.

Pero la Historia tenía sus propios planes. La aparición de los hunos, con Atila al frente, y los levantamientos de los suevos, todavía no suficientemente domeñados, llevaron a que los visigodos se desplazaran nuevamente hacia Hispania (el lector ya puede intuir que los nacimientos de las naciones no son tan idílicos como sueñan los nacionalistas). Tras la disolución oficial del Imperio Romano occidental (en el 476), los visigodos se vieron libres para consolidarse entre las Galias e Hispania. Ya en 474 Eurico, fanático arriano [el arrianismo era una herejía que portaban los godos sobre sus caballos y que negaba la divinidad de Cristo], había conquistado Tarraco. Durante el reinado de Alarico II (en el cambio del siglo V al VI) el reino godo ocupaba buena parte de la Península Ibérica y de Francia. Sin embargo, la presión de los francos y la muerte de Alarico II llevó a que los godos se fueran replegando definitivamente a Hispania. Su sucesor Gasaleíco, volvió a instalar la Corte en Barcelona. Desde ahí intentó recuperar a los francos la Septimania y la Provenza. Aunque por aquel entonces Cataluña sólo existía en la mente de Dios, los historiadores románticos y políticos catalanistas han puesto siempre sus ojos en la Septimania, como si perteneciera a la esencia ancestral de Cataluña. Más adelante relataremos cómo se conjuga todo ello siglos más tarde con la cruzada albigense y el papel de los Reyes de la Corona de Aragón.

Fue con Gasaleíco cuando definitivamente entraron en Hispania unos 200.000 godos militarizados, casi todos arrianos. En ese momento, en la Península residían unos siete millones de hispano-romanos, que ya habían asumido el catolicismo plenamente y que se resistirían a ser convertidos al arrianismo, a pesar de que el poder estaba en manos de los godos. La dinastía de estos reyes fue toda una odisea de asesinatos, pactos y traiciones. Amalarico, que reinó entre 526 y 531, intentó que la capital goda fuera nuevamente Narbona, pero las intrigas le llevaron a que Barcelona fuera su lugar de residencia. Así, por tercera vez, se convirtió en la capital goda. Su sucesor Teudis fue el que finalmente trasladó la capital de Barcelona a Toledo, y de ahí la denominación actual del Reino visigodo de Toledo. ¿Y qué pasaba con Madrid? preguntará algún lector. Simplemente no existía. La primera noticia histórica que tenemos data de finales del siglo IX, cuando el emir cordobés Mohamed I levantó una fortaleza en un promontorio junto al río Manzanares, en el lugar donde se alza hoy la catedral de la Almudena. Barcelona fue tres veces capital de Hispania antes de que apareciera la villa de Madrid.

12. «TOTIUS HISPANIÆ REX»

A mediados del siglo VI, el reino visigodo estaba lejos de estabilizarse. Luchas internas por el poder se combinaban con las invasiones de los francos, que estaban dispuestos a dominar la Península Ibérica, o de los vascones, que asolaban el valle del Ebro. Mientras las tribus astures iban a la suya y los suevos, que ocupaban Galicia y medio Portugal, no se daban por enterados de que pertenecían al Reino visigodo. Para colmo, ante tanta presión, los godos pidieron ayuda a los bizantinos, que le cogieron gusto a la Península y más tarde hubo que echarles por la fuerza. Los del imperio oriental de Bizancio, aprovechando la invitación, invadieron buena parte del levante sur de la Península, desde Cartagena hasta el sur de Portugal, y la denominaron Provincia Spaniæ.

En medio de tanta inestabilidad aparece la figura de Leovigildo, que se instala nuevamente en la Septimania para frenar el avance de los francos, dejando a sus espaldas a los bizantinos. Tras varias campañas redujo a vascones y astures, incorporó a los suevos y consolidó el poder de Toledo como capital del Reino. Ya sólo quedaban los bizantinos como últimos invasores peninsulares. Su hijo, el famoso Recaredo, convocó el III Concilio de Toledo, donde se consagra la unidad de Hispania, se convierte al catolicismo (por obra de san Leandro) y unifica así a los godos con la población hispanorromana. El trágico asesinato de su hermano san Hermenegildo, a manos de su padre Leovigildo, culmina uno de los episodios fundantes de la unidad de España. Varios reyes y asesinatos después, apareció Suintila quien, por fin, unificó todos los territorios ibéricos al expulsar definitivamente a los bizantinos. Según cuenta san Isidoro en su obra Historia Gothorum, Suintila aparece como el primer rey de «totius Spaniæ». Como enseguida veremos, ya se va larvando el concepto de Hispania como algo más que un mero recuerdo de un pasado romano o una mera referencia geográfica: como un evidente concepto. El resto de los reyes godos hasta la caída de D. Rodrigo, se lo evitamos al lector. Ello no quita que prosigamos nuestra reflexión sobre lo que significaba para aquellos hombres la palabra Hispania.

13. «LAUS HISPANIÆ»

San Isidoro de Sevilla (nacido en Cartagena, para los despistados), es una figura inestimable en un momento histórico en el que el Reino visigodo, estando a punto de desintegrase, consiguió milagrosamente su consolidación y alcanzó una efímera etapa de esplendor. De hecho, el santo es albacea de esa época y referente inexcusable como testigo de su tiempo. José Antonio Maravall, en su obra más que clásica, El concepto de España en la Edad Media (1981), asentó el siguiente juicio: «el carácter básico que la obra isidoriana tiene en la cultura de nuestra Edad Media, da a su concepción hispánica un valor excepcional. Actúa, con otros tantos, como un factor de integración en nuestro disperso medioevo y es una de las razones, entre otras muchas, por las que en nuestra Edad Media subsiste, a pesar de las fuerzas contrarias, un sentimiento de comunidad». Esta visión de Maravall nos desvela la importancia de la figura de san Isidoro de Sevilla. En él se manifestó explícitamente el sentimiento hispánico que pudo sobrevivir posteriormente a siete siglos de invasión musulmana, y que explicará la futura hermandad (a pesar de muchas querellas internas) de los nuevos reinos hispanos que surgen durante la Reconquista. De ahí que los historiadores nacionalistas insistan en que, tras la invasión musulmana, no quedó nada de la España goda; y en que los nuevos reinos nada tenían que ver con la vieja Hispania romana. Sólo así se podría argumentar (con más que extraños equilibrios argumentativos), que Cataluña era un pueblo y una nación en sí misma que procedía de sí misma, y para sí misma.

Para ilustrar la importancia de san Isidoro de Sevilla debemos remontarnos al prólogo de la segunda versión de la Historia Gothorum que escribió (la primera era más breve y en la segunda muestra una mayor confianza hacia los godos, recién convertidos al Catolicismo). Este prólogo es conocido como la Laus Hispaniæ. El texto destaca por su fuerza y emotividad, y evidencia un sentimiento «nacional» o de unidad espiritual de los pueblos hispanos, unificados políticamente por los godos. Es un escrito de reconciliación, en el que se reconoce implícitamente a los godos como un pueblo llamado a fecundar el sustrato hispano-romano. El texto, del siglo VII, (extractado) reza así: «Eres, oh España, la más hermosa de todas las tierras que se extienden del Occidente a la India; tierra bendita y siempre feliz en tus príncipes, madre de muchos pueblos. Eres con pleno derecho la reina de todas las provincias, pues de ti reciben luz el Oriente y el Occidente. Tú, honra y prez de todo el Orbe; tú, la porción más ilustre del globo. En tu suelo campea alegre y florece con exuberancia la fecundidad gloriosa del pueblo godo. La pródiga naturaleza te ha dotado de toda clase de frutos. Eres rica en vacas, llena de fuerza, alegre en mieses. Te vistes con espigas, recibes sombra de olivos, te ciñes con vides. Eres florida en tus campos, frondosa en tus montes, llena de pesca en tus playas […] Eres, pues, Oh, España, rica de hombres y de piedras preciosas y púrpura, abundante en gobernadores y hombres de Estado; tan opulenta en la educación de los príncipes, como bienhadada en producirlos. Con razón puso en ti los ojos Roma, la cabeza del orbe; y aunque el valor romano vencedor; se desposó contigo, al fin el floreciente pueblo de los godos, después de haberte alcanzado, te arrebató y te armó, y goza de ti lleno de felicidad entre las regias ínfulas y en medio de abundantes riquezas».

Aunque algunos expertos interpretan que san Isidoro sólo hace referencia a España como una unidad geográfica, la loa habla por sí misma: es un canto a un espíritu que enlaza con siete siglos de romanización y un agradecimiento a los godos, antiguos invasores y herejes arrianos; convertidos ahora en católicos y líderes de este Reino. Siete siglos de invasión musulmana no pudieron con esta Hispania que canta san Isidoro. Salvador de Madariaga, en su obra España, en referencia a la huella de la romanización que había impregnado la Península de un sentido de unidad, ratifica nuestro juicio. Siete siglos de invasión musulmana no fueron capaces de anular ese espíritu: «El pueblo era —escribe Madariaga—, poco más o menos, el mismo en el norte que en el sur. La tendencia hacia el sur, que empieza en la Reconquista, se debe mucho menos a la sensación de extranjerismo que los habitantes de Al-Ándalus pudieran producir sobre los del norte, que a una tradición que sentía a Hispania como una entidad y que, por consiguiente, invitaba a los estados más poderosos de la Península a reconstruir en su entorno la unidad hispánica».

La llegada de los godos parecía poner en peligro la unidad hispánica. Los godos y los hispanorromanos habían estado separados pues estaban sometidos a dos legislaciones diferentes. Incluso estaban prohibidos los matrimonios mixtos. El rey Leovigildo (573-586) eliminó esa disposición. Pero ya antes, en 506, se había promulgado la Lex Romana visigotorum. Se considera la legislación mejor elaborada de la época en Europa, y unificaba los dos derechos consuetudinarios, estableciendo una unidad legal que confirmaba la unidad política. La organización administrativa romana y la judicial hispanorromana fueron respetadas por los visigodos, así como la división territorial. La postura conciliadora de san Isidoro de Sevilla, en su Historia de los Godos, se explica porque era consciente de que los únicos capaces de dar cohesión a tan gran extensión territorial eran los godos. Sin ellos, Hispania estaba condenada a la desintegración pasto de las razzias bárbaras. Ferran Soldevila, en su Història de Catalunya, expresamente evita dar importancia al periodo visigodo y el capítulo dedicado a ellos lo titula: El ensayo visigodo, dando a entender que nunca se logró una verdadera unidad peninsular. Así puede justificar que no existió una componente identitario común entre la España de la Reconquista y la España visigoda. Deja así una laguna espacio-temporal en la que puede «encajar» la aparición de la «nación catalana» de la nada.

14. LOS OBISPOS «CATALANES», PASEANDO POR TOLEDO

La realidad hispanogoda se configuró con tres elementos: un sustrato popular y aristocrático fuertemente romanizado y católico; una clase dirigente goda; y una estructura eclesial compacta, capaz de amalgamar a la población y a una clase dirigente recién convertida al catolicismo. La visualización de esta unidad se encuentra en los concilios toledanos, que sirvieron de punto de encuentro, tanto de discusión como de unión, entre reyes y obispos. ¿Qué hicieron los obispos de la futura Cataluña? Hemos de tener en cuenta que por aquella época se estilaban muchos concilios provinciales, y que era más fácil acudir desde Barcelona a Narbona (252 kilómetros), donde se celebraban concilios, que a Toledo (692 kilómetros). Sin embargo, la participación del episcopado «catalán» en los concilios toledanos fue permanente, junto a los otros obispos peninsulares.

Como las relaciones de nombres son pesadas, sólo nos referiremos a algunos obispos de las diócesis de Tarragona, Barcelona y Seo de Urgel, para tener una visión aproximada de su importante presencia. En el I Concilio toledano estuvo presente el obispo Lampi de Barcelona. Con él asistió también Hilario, Obispo de Tarragona. San Justo, de la Seo de Urgel, participó en el II concilio de Toledo (531). En el crucial III Concilio de Toledo, presidido por san Leandro, donde se cristalizó la unidad religiosa y política de Hispania, estuvieron presentes el de Tarragona, (Artemio), Simplicio (de la Seo d’Urgell) y el de Barcelona, Ugno. Era arriano pero en el concilio abjuró de la herejía. También era frecuente la presencia de estos obispos en las coronaciones de los reyes visigodos. Sabemos que el Obispo de Barcelona, Emila, asistió a la entronización del rey Gundemaro (610). Ello demuestra la clara conciencia del sentir hispano de la jerarquía «catalana». En el IV Concilio, presidido por san Isidoro, acudieron obispos de nuestras demarcaciones o enviados especiales. Oia, metropolitano de Barcelona, viajó a los Concilios V y VI. Protasio, Pastor de Tarragona, acudió a los concilios VI (638) y VII (646). Igualmente hubo representantes «catalanes» en el VIII y IX. Los concilios permitieron establecer fuertes relaciones espirituales y de amistad entre todo el episcopado peninsular. El obispo de Barcelona, Quirze, asistente al X concilio toledano, fue íntimo amigo del arzobispo San Ildefonso de Toledo, y de Tajón de Zaragoza.

No hubo concilio en el que no hubiera representación «catalana». Desde el I Concilio al XVIII, pasaron tres siglos de unidad espiritual en España. Este pequeño «ensayo», en boca de Soldevila, es lo que permitió la supervivencia de una España cristiana tras la invasión musulmana. La brusca irrupción morisca desarticuló la estructura episcopal española. En Tarragona, San Próspero (711-713), huyó a la península itálica. Tras varios líos, conspiraciones y luchas de poder, la sede episcopal se trasladó a Narbona. Ello implicaba un dominio franco sobre los condados pre-catalanes, que pasaban a depender de un obispado franco. Sin embargo, siglos después, tras la reconquista de Tarragona, los condes de Barcelona solicitaron a Roma la restauración de la sede tarraconense como primada de las Españas. Su corazón estaba en la Península, no en Francia. Por mucho que quieran los nacionalistas, los condados «catalanes», en ese continuo balancear entre uno y otro lado de los Pirineos, al final siempre se decantaron por Hispania. Hubo, eso sí, casos especiales, como el Obispo Frodoí de Barcelona (c. 861-890), de origen franco-germánico; y que fue contrario a restablecer las costumbres y liturgia visigoda. Mientras que Tarragona estuvo ocupada por los musulmanes durante varios siglos, los obispos godos nunca dejaron de soñar con su restauración.

15. Y LA PREGUNTA ES… ¿DÓNDE ESTÁ ESPAÑA?

Tras la invasión musulmana, se plantean varias hipótesis respecto a los que significa España: a) Si Hispania era una mera referencia geográfica, la «verdadera Hispania» sería la musulmana pues los califatos llegaron a ocupar buena parte del territorio peninsular. Tras la desintegración del reino godo, las realidades políticas que surgieran posteriormente serían «algo nuevo no vinculado con el pasado»; b) En cambio, si Hispania era algo más que una mera denominación territorial, si era un sentir y una forma de ser, habría sobrevivido a la invasión musulmana y los reinos de la Reconquista estarían relacionados vitalmente con ella.

En principio hay documentos que pueden avalar ambas hipótesis. Alfonso I el Batallador (1104-1134) escribe en uno de sus documentos que reina en Pamplona, Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, y cuando en 1126 hace una expedición hasta Málaga nos dice que fue a las tierras de España. Sin embargo, podemos encontrar en la Crónica Mozárabe o Crónica del 754 (en latín, Continuatio Hispanica) que se defiende la continuidad con la idea de España anterior al 711. En muchos documentos que se conservan, a partir de los últimos años del siglo XII se designa a toda la Península, (esté en poder de moros o de cristianos, con el nombre de España). Ello parece dar la razón a los que defienden que «España» era una mera referencia territorial y no política.

Sin embargo, para dilucidar si los nuevos reinos hispanos se sentían vitalmente vinculados con la España goda, se hace imprescindible revisar las crónicas astures. Las primeras denominaciones de Hispania en el reino astur las encontramos en el Himno de Santiago, escrito bajo el reinado de Mauregato (783-788). En el Himno se referencia al Apóstol como Patrono de Hispania. Respecto a las crónicas astures, destacaremos tres. En primer lugar, encontramos la Crónica de Alfonso III (escrita poco antes del siglo IX), en cuya primera parte se relata el ataque de los sarracenos a la costa de Spania. En ella se habla, a veces, de Hispaniæ exercitus y, otras, de Gothorum gentis exercitus. Este dato desvela que los términos eran sinónimos. Sobre todo, señala el experto Alexander Pierre Brosnisch, «sobrevive la idea ideológica de España como tierra prometida que reaparece después de la pérdida del reino. Esta idea es fuerte en el relato de Covadonga de la Crónica de Alfonso III». Misteriosamente, en la segunda parte de la crónica, desaparece prácticamente toda referencia a Hispania y es sólo aplicada a la zona dominada por los musulmanes. Parecería que la conciencia hispánica se va perdiendo.

Un segundo texto es la Crónica de Albelda (escrita entre 881 y 883) en el que la palabra Hispania reaparece con fuerza, por otro lado, se empieza generalizar su uso en plural: Las Españas (la denominación en plural de Las Españas sólo había aparecido en el IV Concilio de Toledo). Por último tenemos un texto compilado más tardíamente (a finales del siglo IX), donde el uso de la denominación Hispania se recupera y se identifica de nuevo con los godos. En resumen, la idea de España parecía destinada a sucumbir en cuanto que concepto político y a quedar reducida, paradójicamente, a la tierra ocupada por los musulmanes. Sin embargo, fue recuperada desde el reino astur, y desde ahí se fue extendiendo a otros incipientes reinos que iban surgiendo durante la reconquista, entre ellos la Corona de Aragón. Ahora, la conciencia surgida ya no era sólo de pertenecer a Hispania, sino que habían aparecido Las Españas.

Breve digresión: El discurso preliminar de la Constitución de 1812 reconocía la importancia de la época goda para entender la esencia de España. Dice así: «Los españoles fueron en tiempo de los godos una nación libre e independiente, formando un mismo y único imperio; los españoles después de la restauración [en referencia a la Reconquista], aunque fueron también libres, estuvieron divididos en diferentes estados […]». Esto demuestra, y podríamos aportar miles de documentos, que multisecularmente en España se mantuvo la conciencia de la unidad goda, como referencia de la unidad patria y nacional. Y de esta conciencia participaron totalmente los catalanes.

16. UN VIAJE EN TREN Y UNAS REFLEXIONES UNAMUNIANAS SOBRE ESPAÑA Y CATALUÑA

Cuenta en sus memorias el literato Joan Puig Ferrater, el que fuera Diputado de ERC durante la II República, y que ya mencionamos en la introducción, un viaje en tren en el que coincidió con Unamuno. Éste le espetó por qué no escribía en castellano, a lo cual respondió de buena fe que no lo dominaba suficientemente para ello. Unamuno, con el genio que le caracterizaba, lanzó una diatriba, que recoge nuestro protagonista: «acabó diciéndome que, por muy catalanes que fuéramos, nosotros éramos íberos romanizados, y teníamos tanto de españoles como los demás españoles, con todos sus defectos y cualidades, y que aportar nuestro matiz étnico a la literatura general española como Séneca, Marcial, Lucano lo habían aportado a la latina, habría sido un gran bien para España; pero más para los mismos catalanes, ahora condenados a la oscuridad, a las limitaciones y a lo casero de su particularismo que les ata las alas y no los deja volar alto, les comprime el pensamiento, y se debaten prisioneros en una jaula, orgullosos, vanidosos, y hasta petulantes por haberse encerrado en ella, como si Barcelona y Cataluña fueran el ombligo del mundo».

El retrato es perfecto y de una actualidad que estremece. Unamuno, no se cortaba: «Estáis envenenados de la política que lo corrompe todo; habríais aportado a la literatura castellana, al pensamiento español, incluso a la lengua castellana, un matiz más e, importantísimo, un enriquecimiento. España habría ganado en cultura. Al querer ser un hecho diferencial, un particularismo, os habéis empequeñecido. Todos juntos constituimos España y el pensamiento español: vascos, gallegos, valencianos, andaluces, asturianos, cántabros y de esta diversidad nace una riqueza nacional que halla su unidad en la lengua castellana […] Vosotros os habéis querido diferenciar, separar de la lengua castellana, y en el pecado lleváis la penitencia, que es vuestra soledad; la limitación de vuestra cultura, que no es española ni catalana, sino un pobre apéndice de la española».

Estas palabras calaron hondo en Joan Puig que, tras los años, reflexionaba: «Creo que en un momento dado, en la época de Milá y Fontanals [del renacimiento de los estudios literarios, pero que nada quería saber de política] pudimos incorporarnos a la literatura castellana. Creo que habría ganado Cataluña y España. No se habría producido el catalanismo, literario ni el político. Los catalanes formaríamos parte de la cultura española y, por tanto, de la Europea». No estamos de acuerdo, en parte, con Unamuno, pero algo de razón llevaba. Renegar de las raíces hispanas de Cataluña imposibilita el menor juicio acertado sobre nuestra tierra catalana y sobre España entera. Pasaremos ahora a esbozar cómo se engendró Cataluña en el seno de Las Españas, y cómo las teorías nacionalistas no tienen más sustento que el sentimentalismo o en la vacuidad histórica.