XVII. COSTES Y BENEFICIOS DE LAS INNOVACIONES

Toda innovación comporta beneficios, pero también costes que son difíciles de prever. Los costes son de varios tipos y con frecuencia los sufre el medioambiente. Pero existen asimismo costes genéticos, como en el caso de muchos avances industriales, de la medicina, etcétera. También suelen existir unos costes financieros. Está claro que existe un continuo progreso tecnológico que provoca, por lo menos al principio, un aumento del bienestar. Pero la costumbre, tan frecuente en el hombre, tiende a hacer que nos olvidemos pronto. Se crea, no obstante, una dependencia por la que cuesta prescindir del progreso, del que de todas formas no nos damos cuenta hasta que se produce una interrupción de sus beneficios.

Una de las mayores necesidades del hombre, después de la alimentación y de la vivienda, es la energía. Desde los tiempos más remotos, el hombre ha utilizado la leña para encender el fuego y, de esta manera, en los dos últimos milenios ha sido destruida la mayor parte de los bosques. Hasta hace unos mil años, más del cincuenta por ciento de la superficie europea estaba cubierta por bosques. Hoy en día, en Europa el bosque ha sido sustituido casi completamente por cultivos de monte bajo o por prados. La cría de animales ha contribuido a destruir la flora hasta el punto que se han creado cárcavas arcillosas y desiertos de arena donde ya no crece nada. El uso del carbón, practicado desde los tiempos prehistóricos, se hizo casi universal en Occidente con el inicio del desarrollo industrial, provocando, en el siglo XIX, el oscurecimiento del cielo y del paisaje, lo que en Inglaterra significó la difusión del raquitismo, una enfermedad ósea debida al déficit de vitamina D. La alimentación a base de cereales producidos por la agricultura no contiene vitamina D y la luz del invierno ya no era suficiente para producirla en la piel, mediante la transformación de las provitaminas D inactivas contenidas en los cereales. La transformación viene determinada por los rayos ultravioletas solares, siempre y cuando éstos puedan penetrar a través de la piel, y ésta es la razón por la que la piel es tanto más blanca cuanto más al norte se vive. Pero, en la época en la que Inglaterra utilizaba enormes cantidades de carbón, el polvo de carbón suspendido en el aire impedía la llegada a la piel de una cantidad suficiente de rayos ultravioletas para activar la transformación, lo que provocó la expansión del raquitismo.

El uso del petróleo y de sus derivados sustituyó providencialmente, al menos en parte, al carbón, pero ha ido empeorando la calidad de la atmósfera con otros productos de la combustión. La electricidad ha sustituido ampliamente al carbón y al petróleo, pero su producción por vía térmica sigue requiriendo petróleo. La electricidad producida por vía hidroeléctrica no es tan peligrosa, pero resulta insuficiente (además, países enteros han sido destruidos cuando presas de instalaciones hidroeléctricas han cedido de repente). La última fuente de energía utilizada, la atómica, tiene otros inconvenientes, algunos de los cuales son graves (los accidentes, el problema de los residuos, el riesgo de que se creen bombas atómicas con fines terroristas); Italia ha decidido abandonarla, pero se ve obligada a comprar energía producida por las centrales nucleares de Francia.

Toda innovación no sólo reporta beneficios, sino también costes. Las religiones han tenido prácticamente desde siempre unos objetivos benéficos, por lo menos al principio, pero han dado origen a las guerras más espantosas que la humanidad ha sufrido, incluidas las últimas. Tal vez la conquista más importante del hombre es la medicina. Se trata de una conquista antiquísima, dado que incluso los pueblos más «primitivos» tienen su propia medicina tradicional. Antes de la llegada de la medicina científica, cuyo origen cabría remontar al descubrimiento de la vacuna antivariolosa, es decir, a finales del siglo XVIII (Napoleón ya vacunaba a sus tropas), la medicina tradicional había puesto en circulación medicinas que seguimos utilizando todavía, o que usábamos hasta hace poco tiempo, como la quinina para la terapia contra las fiebres, incluida la malaria (usada hoy para los calambres musculares); el curare, utilizado en cirugía; el estrofanto, que todavía hoy en día recogen los pigmeos de Camerún para su uso en todo el mundo; y la estricnina (que ya no se utiliza desde hace un tiempo). Estos tres últimos fármacos siguen siendo utilizados por algunos pocos cazadores-recolectores supervivientes como veneno para sus flechas.

La vacunación antivariolosa fue un inicio precoz. En realidad, la medicina moderna empezó en torno a mediados del siglo XIX, con los descubrimientos de Pasteur y de Koch. Los dos científicos crearon la microbiología moderna y sentaron las bases para el trabajo de Líster, quien difundió las técnicas de higiene y profilaxis contra las enfermedades infecciosas en los quirófanos, y para la inmunología y la quimioterapia, que empezaron a finales de siglo. Mientras tanto, la cirugía, que en realidad ya estaba muy desarrollada en tiempos de los egipcios y de los romanos, pudo beneficiarse de la anestesia, gracias al descubrimiento de la acción del éter y del cloroformo. En realidad, la primera enfermedad infecciosa provocada por microorganismos había sido descrita ya en Pavía por Agostino Bassi, que también había mostrado el modo de combatirla, pero se trataba de una enfermedad del gusano de seda debida a un hongo, por lo que no obtuvo la celebridad del descubrimiento de las primeras enfermedades infecciosas del hombre. Hoy en día, la medicina ha disminuido enormemente la mortalidad a cualquier edad y, en particular, ha reducido veinte o treinta veces la infantil (medida en el primer año de vida). Se dice, tal vez de una manera algo optimista, que la edad medía de fallecimiento se desplazará hasta los ciento veinte años. Esta noticia no es necesariamente positiva: es preciso que el aumento de la duración media de vida vaya acompañado por una neta mejora de las condiciones de vida a edades avanzadas. Por el momento, los centenarios, que son sobre todo mujeres (entre dos tercios y cuatro quintos de los centenarios, dependiendo del país y las regiones), sufren con gran frecuencia limitaciones y enfermedades que causan un empeoramiento nada despreciable de la calidad de sus vidas y, en parte, también de la de sus familiares.

Todos hemos tenido ocasión de observar hasta qué punto ha aumentado el trabajo médico que permite la mejora de nuestra salud, por lo menos en los países económicamente desarrollados (al margen del mundo occidental y de Japón, la mortalidad ha disminuido, de promedio, bastante menos, pero lo bastante como para haber llevado a un aumento muy rápido de la población que hoy, en los países en vías de desarrollo, se duplica más o menos a cada generación; otro coste de la medicina). El empleo de nuevos medios tecnológicos es tal que el coste de la salud ha aumentado vertiginosamente. El coste financiero seguirá aumentando, entre otras cosas porque incluirá cada vez más un «coste genético»: muchas de las enfermedades curables son, en parte, hereditarias y su curación implica, por tanto, determinar un aumento de la proporción de los enfermos. Por fortuna, es automático que, mientras el nivel de los cuidados médicos no disminuya, a causa de su elevado coste o de desastres económicos o sociales, la proporción de los enfermos será la de los enfermos curables. La de los incurables no debería aumentar, porque la selección natural se ocupa de mantenerla baja. En realidad, la evolución cultural ha inventado los medios para disminuir y, potencialmente, anular el nacimiento de individuos aquejados de enfermedades genéticas incurables, o que sólo pueden curarse de forma precaria, mediante el diagnóstico embrional y la interrupción precoz del embarazo, en los casos en que esto sea aconsejable y aceptado por la madre. Pero muchas religiones numéricamente importantes y muchos países que, a diferencia de Italia, todavía no han liberalizado el aborto por motivos médicos, se oponen a este procedimiento. En tal caso, el único recurso que les queda a las parejas que corren el riesgo de tener hijos aquejados de enfermedades muy graves (de hecho, las únicas enfermedades en las que es posible realizar un diagnóstico antes del nacimiento o de la concepción son las hereditarias) es abstenerse de reproducirse, lo que requiere una disposición moral y unos conocimientos que no son frecuentes en la población.

Hoy empieza a difundirse otra estrategia: evitar el matrimonio entre dos personas cuando exista un motivo preciso para esperar el nacimiento de hijos aquejados de enfermedades incurables y no exista la posibilidad de adoptar hijos en lugar de tenerlos por vía natural. En la práctica, esto es recomendable cuando no se está dispuesto a considerar la posibilidad de un aborto, pero dicha situación hasta ahora está limitada, según nuestros conocimientos, a un número modesto de enfermedades y a situaciones en las que se conoce la presencia de casos claros de una enfermedad hereditaria en una de las dos familias o en ambas. En Italia, la enfermedad a la que se aplica (y a veces es aplicada) esta estrategia es, sobre todo, la talasemia, que es muy frecuente en algunas regiones (afecta al uno por ciento de los nacidos en gran parte de Cerdeña y en la provincia de Ferrara), pero existe en todos los lugares en los que estaba presente la malaria. Hoy en día, la talasemia se puede curar, pero con métodos muy costosos, como el trasplante de médula ósea donada por familiares directos —lo mejor es que sea un hermano—. La fibrosis quística está extendida en toda Italia y tiene una frecuencia de nacimiento de un individuo de cada dos mil. Esta enfermedad tiene una curación parcial, pero el enfermo por término medio muere en la flor de la edad, hacia los treinta años.

Vale la pena recordar que, desde la época de Galton, se le ha dado una gran relevancia a la eugenesia negativa, es decir, a la eliminación de las enfermedades genéticas efectuada al evitar completamente la reproducción de los enfermos mediante su esterilización. En muchos estados de Estados Unidos existen todavía leyes que la prescriben, aunque ya no se aplican. Los romanos practicaban un método todavía más tajante: el infanticidio de los nacidos con malformaciones, a los que se precipitaba desde la roca Tarpeya. La verdad es que no conocemos lo bastante la genética como para poder aplicar la eugenesia y es mucho más prudente dejar que actúe libremente la selección natural. La interrupción precoz del embarazo por causas genéticas se aplica en aquellos casos en que los enfermos, si no se hiciera así, tendrían al nacer escasas probabilidades de reproducirse. Por tanto, actúa como la selección natural, pero con la ventaja de suprimir la enfermedad antes de que ésta se manifieste, es decir, poco después de la concepción —cuando el futuro enfermo no es, presumiblemente, consciente de su propia existencia—. Por otra parte, la mejor estrategia sugiere que la interrupción del embarazo no sea impuesta nunca por ley, sino que se ponga simplemente a disposición de quien pueda necesitarla, haciendo que todo el mundo, y sobre todo las futuras madres, la conozcan y puedan recurrir a la misma en caso necesario.

Es muy difícil establecer de una forma objetiva si se ha dado o no un progreso en la media de la felicidad humana. Que se ha dado un enorme progreso tecnológico es, sin duda, cierto y, en gran parte, éste se ha encaminado a crear una vida más larga, cómoda y segura. Pero es raro que nos acordemos de lo difícil que fue la vida antaño, especialmente en los periodos más duros. En la oración católica más frecuente, se le pide al «Padre Nuestro, que estás en los cielos» que nos dé el pan nuestro de cada día —en el pasado, el pan podía ser el único alimento y no era nada infrecuente quedarse sin él—. En buena parte del mundo esto sucede todavía. Mi madre estudiaba durante la Primera Guerra Mundial con una veía o con un candil de petróleo. Naturalmente, existen grandes diferencias socioeconómicas en el mundo. De todos modos, se podría pensar que, con la excepción de periodos desfavorables, imprevisibles, habrá una extensión, aunque sea lenta, a todo el planeta de los beneficios que hoy son moneda común sólo en los países económicamente desarrollados (y en éstos, por otra parte, no difundidos de igual manera en todos los estratos económicos). Se diría, no obstante, que, una vez adquiridos estos beneficios, nos damos cuenta de su existencia sólo en el caso de que los perdamos, por un apagón general u otros incidentes. Algunos renuncian a ellos de forma voluntaria, pero sólo con carácter temporal, en periodos de vacaciones que transcurren de distintas maneras. Elecciones como la del eremita que se va a vivir al desierto o la del monje que acepta una regla rígida, se diría, más raras que antes. No he oído a nadie, sin embargo, protestar por el alargamiento de la vida, aunque los centenarios y la gente que los cuida puedan tener algunas dudas sobre si vale la pena llegar a ser muy viejo; depende, en realidad, de la calidad de la vida que nos queda a edades avanzadas, y que puede ser muy distinta en un caso u otro. La vejez y algunas enfermedades, incluso juveniles, pueden llegar a ser tan pesadas, que es indudablemente justo dar la posibilidad de practicar la eutanasia en determinadas condiciones. En países menos avanzados que Holanda, ésta puede ser una conquista civil más difícil que la del divorcio o la del aborto, pero es justo que así sea porque puede llevar muy fácilmente a muchos abusos. Tal vez la media de la criminalidad haya disminuido, o pueda llegar a disminuir; hasta no hace mucho tiempo, era peligroso adentrarse en los barrios de algunas ciudades o en lugares muy aislados, e incluso hoy en día, en algunas partes de muchas ciudades, hay que andarse con ojo. También en estos casos, si es posible reducir la criminalidad, no creo que haya protestas. Esto es el progreso.

No hay duda de que la vida se ha vuelto más cómoda para muchos, tanto más cuanto más altos son los ingresos económicos. Uno se da cuenta con facilidad de la importancia de las comodidades sólo cuando las pierde, temporal o definitivamente; en efecto, uno se habitúa con mucha rapidez a una mejora de su nivel de vida y es fácil olvidarse de las cuitas cuando ya han pasado y cabe esperar que no vuelvan. O tal vez existe una gran variación individual en la capacidad de olvidar. Comparando mis condiciones de vida, que considero bastante buenas, con las de los pueblos Africanos muy pobres, cazadores-recolectores o campesinos, no he percibido una diferencia en el grado de felicidad entre ellos y nosotros, sobre todo en el caso de los cazadores-recolectores. La verdad es que ellos por regla general ignoraban, o ignoran todavía, el uso del dinero y, en consecuencia, no podían pensar en conseguir de forma estable ninguna de las novedades con las que entraban en contacto por primera vez; se divertían, por ejemplo, cogiendo cubitos de hielo, que nunca habían visto ni tocado, y les gustaban las fotografías y los alimentos occidentales. De todos modos, aunque tenían una música y unos bailes excelentes, no parecían sentir nuestra música. Sus manifestaciones sociales —danzas, espectáculos— parecían indicar una participación muy vivaz y divertida. En cambio, entre los campesinos, que inevitablemente conocen el uso del dinero —porque deben pagar impuestos y tienen alguna pequeña producción de bienes, sobre todo comestibles, que pueden cambiar o vender en los mercados—, se creaban los deseos de bienes comunes que tan bien conocemos. Tenían la esperanza de poder comprarse una radio portátil, una bicicleta, un ciclomotor, una cámara fotográfica y, por necesidad, los medios más baratos de iluminación doméstica. No obstante, eran poquísimos los que mostraban el interés y la capacidad de aumentar su poder adquisitivo.

A pesar de los esfuerzos de muchos filósofos y religiosos, queda mucho por comprender todavía acerca de las cuestiones que conciernen a la felicidad; algunas religiones no creen que sea posible adquirirla durante la vida terrenal y la proyectan en un mundo ultraterreno al que se accede después de la muerte, pero sólo como compensación por una vida bien llevada. Otras enseñan métodos para alcanzar una serenidad suficiente en esta misma Tierra. Existe, ciertamente, mucha variación individual en la felicidad y una parte de esta variación podría ser genética, pero es difícil demostrarlo de un modo convincente.