Cuerpo, alma y espíritu. Emoción y pensamiento. Fe y lógica. Límites de la una y de la otra. Los grandes equilibrios marcados por la evolución cultural.
Con todos mis respetos hacia filósofos y teólogos, quisiera decir que las disertaciones sobre el alma, sobre el espíritu y sobre la naturaleza humana corren el riesgo de ser superfluas, así como su incidencia en el campo de las acciones humanas, si no tienen en cuenta los conocimientos sobre el funcionamiento del sistema nervioso y, más precisamente, del cerebro, que con lentitud y grandes esfuerzos, pero sin interrupciones, se vienen recopilando en neurofisiología. Todo cuanto dijeron sobre el tema Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona, Descartes y sus sucesores en el tratamiento de esta cuestión muy pronto se quedará obsoleto, de la misma manera que la física de Aristóteles o la geografía de Ptolomeo. Muchas ciencias están colaborando para fundamentar el estudio científico del pensamiento y de las emociones. La ciencia de la mente se encuentra hoy en día en un estadio comparable al que se encontraba la genética alrededor de 1950, cuando ya se hallaba en condiciones de explicar cómo funciona la vida, porque ya conocía bastante los mecanismos de la herencia, de la reproducción y de la evolución, pero no conocía todavía prácticamente nada de la química de las estructuras responsables de la herencia. Del mismo modo, hoy la química de las estructuras responsables del pensamiento, de la memoria y de las emociones nos resulta profundamente desconocida, pero cuando se dé este paso fundamental, en pocas décadas el pensamiento humano podrá comprender el pensamiento humano. Entre tanto, es necesario que seamos humildes y debemos renunciar a intentar comprender qué es una idea, y por tanto, el pensamiento, y qué son las emociones, dado que los instrumentos del lenguaje que poseemos son verdaderamente insuficientes para describir estos fenómenos en los términos de las estructuras anatómicas implicadas. Podemos, de todas formas, decir ya muchas cosas sobre estas estructuras y sobre algunas de sus funciones.
El neuroanatomista Franz Joseph Gall formuló la hipótesis, a principios del siglo XIX, de que las actividades de la mente estaban localizadas en distintas partes del cerebro. Gall tenía razón, pero el método que utilizaba (los relieves del cráneo) era inapropiado. A continuación, el perfeccionamiento del estudio anatómico, fisiológico y clínico del interior del cerebro en casos de enfermedades y traumas psíquicos permitió identificar las primeras localizaciones exactas y los métodos electrónicos desarrollados en los últimos treinta años permiten hoy en día estudiar al ser vivo sin provocar daños o tener que esperar a poder estudiar las consecuencias de lesiones debidas a accidentes.
Es completamente cierto que existe una notable localización de las funciones del cerebro y que es posible diferenciar una parte del cerebro más externa de otra más interna. La primera, la corteza cerebral, está mucho más desarrollada en el hombre que en los demás anímales, aunque un poco más desarrollada en los que son más parecidos a nosotros, y es la sede del pensamiento más abstracto y del lenguaje. La parte más interna del cerebro, que comprende otros órganos nerviosos que son en parte independientes del cerebro y de la voluntad, es la sede de las emociones y de los centros rectores generales de la vida, como la circulación y la respiración, y es más antigua que la primera desde el punto de vista evolutivo. Esta distinción anatómica se corresponde bastante bien con la existente entre la actividad racional y la irracional. La primera puede ser fácilmente identificada con esa parte de la filosofía que desciende de la lógica aristotélica y hoy, más que de la filosofía, forma parte de las matemáticas. Pero no hay duda de que muchas acciones humanas parten de sustratos profundamente irracionales que encuentran su origen en pulsiones profundas cuya naturaleza todavía no hemos comprendido, pero que está claramente cerca de las emociones.
Es difícil identificar de forma completa las emociones, entre otras cosas porque su misma naturaleza se nos escapa. Las señalamos con nombres como miedo, rabia, valentía, placer, alegría y muchos otros que podemos asociar con expresiones de la cara y otras manifestaciones muy conocidas (llanto, risa, etcétera), y con fenómenos que, como sabemos desde Darwin, son prácticamente universales en el hombre y se encuentran, aunque con matices o diferencias importantes, también en los animales. Las expresiones de las emociones son muy útiles y también sirven para la comunicación social y para la preparación de acciones y reacciones (fuga, agresión y similares). Estas expresiones observables desde el exterior están claramente determinadas por estados internos que son de una importancia fundamental para la conducta. No hay duda de que en las próximas décadas los estudios de neurofisiología nos permitirán comprender mucho mejor nuestro comportamiento. Me limitaré aquí a discutir cómo es posible resolver una pequeña parte del problema: la intervención en la actividad humana de la razón y de las emociones, en tanto en cuanto resulta posible juzgar la racionalidad y la irracionalidad aparente de la conducta.
El etólogo Danilo Mainardi, a quien tuve el placer de tener como alumno en el primer curso de genética que impartí en Parma, ha publicado no hace mucho un libro titulado El animal irracional, que es, obviamente, el hombre (Mainardi, 2001). El hecho de que la corteza cerebral esté mucho más desarrollada en el hombre que en los animales hace pensar que en efecto éstos son menos racionales que nosotros y que ésta es una diferencia importante. Pero los estudios de psicología animal nos muestran que por término medio los animales se comportan de manera bastante racional, y es difícil pensar que todo su comportamiento se deba siempre y sólo a sus genes. Muchas de sus acciones son claramente racionales. En cambio, tenemos muchas razones para pensar que, más a menudo de lo que querríamos reconocer, nuestras acciones son en apariencia reacciones irracionales, es decir, dictadas por emociones provocadas por acontecimientos externos, a los que se añaden pulsiones internas espontáneas que es necesario diferenciar de las emociones. Nuestras emociones y nuestras pulsiones son irracionales, pero sólo en el sentido de que no suelen estar provocadas por razonamientos conscientes o, en todo caso, completamente controlados por nosotros. Se encuentran en el interior de la parte más profunda y antigua de nuestro cerebro. Sin duda están predispuestas por los genes, pero no podemos esperar que su programación sea perfecta y no se vea alterada por los acontecimientos de nuestra vida que, de manera inevitable, influyen en nuestra personalidad. Podemos considerar las emociones y las pulsiones como irracionales, aunque en realidad la parte genética se ha ido constituyendo en el transcurso de la evolución y, por tanto, tiene una particular racionalidad dictada por la selección natural. Esto, no obstante, no es suficiente para garantizar la mejor prestación en cada situación y siempre sería preferible poder dejar a nuestra parte racional el tiempo y el modo de controlar lo que hacemos. Ni siquiera resulta fácil hacer una lista completa de las pulsiones que vaya más allá de las más banales, como hambre, sed, deseos más o menos específicos (sexual y muchos otros), rabia, miedo provocado por acontecimientos externos e inesperados, y cosas por el estilo. Además, no siempre es fácil diferenciar las pulsiones de las emociones, con las que pueden ser identificadas en parte o completamente, de otros estados psicológicos duraderos, como envidia, celos, odio, admiración, afecto, amor, etcétera.
Tal vez la neurofisiología pueda ayudarnos a aclarar las ideas también sobre estas clasificaciones. Pero la psicología ya nos ayuda de dos formas en este análisis: crea una clasificación de las personalidades que permite comprender algunas cosas, de manera genérica, sobre las preferencias y las tendencias de cada una de las personas, y estudia los valores (morales) que son aceptados por los individuos, por la sociedad y por las culturas y que son una guía (a veces algo veleidosa) para la conducta. A menudo, estos valores son expresados por refranes (la denominada «sabiduría de los pueblos») y otras expresiones y pueden ser valorados preguntando a los individuos sometidos a examen si aceptan y admiran o no determinados proverbios, expresiones o ejemplos de valores. Naturalmente, toda investigación psicológica que utiliza cuestionarios se ve siempre sometida a limitaciones que dependen de las condiciones y de los motivos por los que han sido efectuados y también por la personalidad misma del individuo al que se debería investigar.
Los psicólogos son, naturalmente, personas eficientes y suelen realizar controles internos de sus cuestionarios que permiten cierta garantía de validez, pero no podemos fiarnos por completo de ningún test de personalidad, de aceptación de valores morales, de satisfacción personal o de opinión sobre uno mismo. Tales cuestionarios no serían fiables aunque se realizaran con un detector de mentiras. Esto no quiere decir que análisis de este tipo no puedan ayudar a observar, documentar y comprender diferencias individuales, sociales, regionales y nacionales. Lo que se quiere decir es que siempre hay que tomarlos «cum grano salis» (o como se dice a menudo en inglés, «con una tonelada de sal»). Tal vez, a la hora de definir una personalidad, lo más importante y difícil es comprender si una persona es capaz de pensar racionalmente, y hasta qué punto, así como comprender cuáles son las fuerzas irracionales a las que es más sensible.
Un gran problema de naturaleza más general, de todas maneras, es que sería muy interesante (pero no verdaderamente importante, desde un punto de vista práctico) saber si estas tendencias racionales e irracionales de un individuo tienen un origen genético o sociocultural y en qué medida es así. En realidad, el problema es extremadamente difícil. A pesar del esfuerzo realizado para comprender el CI, el mundo científico sigue dividido: una parte cree que casi todo es de origen genético, mientras que otra, como ya hemos dicho, da una importancia aproximadamente igual a tres factores, esto es, a la herencia biológica, a la influencia del ambiente familiar unido al sociocultural, es decir, la transmisión cultural, y a los factores externos accidentales que inciden en el desarrollo intelectual del individuo. Yo me identifico con la segunda opción. El CI es una medida discreta de la «racionalidad» de un individuo, pero sin duda es una medida «fenotípica», es decir, no nos dice cuál es el verdadero potencial genético del individuo: el CI sólo mide el potencial que llega a materializarse a través de la enseñanza y la experiencia que se hayan acumulado con el tiempo. Como ya se ha dicho, a los inmigrantes italianos, que fueron sometidos a un control de su CI con motivo de su llegada a Nueva York o de su reclutamiento militar en América, les fue asignado un CI de casi cero, dado que eran analfabetos, y estas mediciones fueron utilizadas por el Congreso para decidir si se tenía que limitar a unas cifras ínfimas la cuota de inmigración desde la Europa del sur. El CI mide también la capacidad de un individuo para aprender un trabajo que requiere una inteligencia algo superior a la de la media y, por tanto, resulta útil para la contratación de trabajadores, pero no mide bien posibles prestaciones eventuales (James Watson dice que no tenía un CI muy superior a la media).
Las capacidades intelectuales de excepción son casi siempre especializadas; tal vez casi todos los individuos tienen una parte de su intelecto bastante desarrollada, aunque a lo mejor no lo hayan descubierto. Poquísimos individuos, como Leonardo da Vinci, tienen dotes excepcionales que les permiten producir obras magistrales en numerosísimas direcciones, desde la ciencia a la ingeniería o la pintura; pero pueden contarse con los dedos de las manos los individuos de este tipo en toda la historia. El CI también nos dice poco sobre la parte irracional de un individuo, que algunas veces también es potencialmente positiva, por lo menos en determinados trabajos. Hoy es un hecho aceptado que enfermedades psíquicas como la esquizofrenia, la psicosis maniaco-depresiva y algunas paranoias, que sin duda son causa de irracionalidad pronunciada y con frecuencia decididamente patológica (es decir, determinan episodios de auténtica locura), pueden predisponer favorablemente a algunas actividades artísticas o incluso científicas, al favorecer la imaginación («ensanchan la fantasía»). El número de pintores o de poetas que estuvieron, una parte de su vida, encerrados en un manicomio por estas causas es demasiado grande y demasiado conocido como para que valga la pena insistir en ello, pero no hace mucho se dio el caso de un matemático, John Nash, que recibió el Premio Nobel y que pasó parte de su vida en un manicomio por esquizofrenia.
De joven pensaba que siempre convenía mantener la postura más racional posible y todavía mantengo esta idea, aunque de una forma más moderada. Sigo pensando, como el lógico Piergiorgio Odifreddí, que, si Dios existe, es un matemático, es decir, un ser perfectamente racional. Mi primer profesor de genética, Adriano Buzzati Traverso, decía que Dios había sido el invento más grande del hombre. Por desgracia, lo que veo en el mundo y también todo lo que he leído en la Biblia no me dan certeza alguna respecto a que exista un Dios verdaderamente bueno. Me gustaría, claro que sí. Pero me he dado cuenta de que los grandes cambios, especialmente los sociales, han tenido su origen en alguna fe fortísima y contagiosa, como la de Buda, la de Jesucristo, la de Mahoma, la de Marx, por citar a los más grandes fundadores de religiones. Por desgracia, ninguno de estos sistemas ha funcionado nunca de manera perfecta, pero como todas las cosas humanas han continuado y continuarán funcionando de modo imperfecto, proporcionando muchas alegrías y muchos dolores. Por lo menos, nacieron siempre a partir de intenciones óptimas.
También la política ha tenido sus grandes héroes, que inevitablemente han sido menos limpios desde un punto de vista moral que los fundadores de las religiones: resulta más difícil evitar los errores en la acción política; además, y de forma notoria, el poder corrompe. Los grandes avances económicos con frecuencia se han debido a los hombres de genio y, también con frecuencia, de escasos escrúpulos morales; a hombres a los que les mueve la inteligencia, pero también, y no pocas veces, una gran avidez de dinero. Muchos de los grandes industriales, no obstante, por lo menos en América y no sólo cuando llegan a la tercera edad, han ejercitado un importante mecenazgo, creando fundaciones que han tenido un impacto notable en la ciencia y en el arte: por ejemplo, Rockefeller, Ford, Carnegie, Guggenheim y, en nuestros días, Bill Gates. Nada (o muy poco) semejante ha acaecido, por desgracia, en Italia, con una única y brillante excepción: Adriano Olivetti. Tal vez la razón sea que este último era protestante, mientras que los católicos italianos, aun siendo bastante escépticos en el plano religioso, y tal vez precisamente para hacerse perdonar esa escasa religiosidad suya, por regla general han preferido invertir en el más allá.
Los grandes artistas se sustentan, si no sobre una fe, por lo menos sobre una fuerza irracional compuesta en partes variables de ambición y de un estímulo creativo. Lo mismo vale también para los científicos, quienes tal vez se ven menos expuestos que los artistas al peligro de verse implicados en transgresiones, dado que la actividad científica comporta cierta entrega a la búsqueda de la verdad.
También es cierto que alguna vez el deseo de fama ha hecho que ciertos científicos cometieran algunas graves estupideces, como fingir descubrimientos inexistentes, o más humanas, pero a menudo hasta ridículas, en su lucha contra la competencia. Por lo menos las falsedades en la ciencia son hechos raros y decididamente patológicos. Esto es inevitable, porque el desarrollo normal de la ciencia lleva de un modo inexorable a descubrir estas falsificaciones y lo hace antes si las novedades son particularmente interesantes. Por este motivo también resulta infundada la crítica de algunos filósofos posmodernos que consideran la ciencia como una actividad del todo corrompida por el poder, que la controla al financiarla, y por tanto incapaz de llegar a la verdad.
Parece natural concluir que si cierto grado de racionalidad de la conducta es necesario como base para la rutina cotidiana y para el mantenimiento de la vida social, con frecuencia la irracionalidad y, algunas veces, cierta casualidad —a lo mejor simplemente alguna mutación biológica o cultural importante— han tenido siempre una parte significativa en la determinación de los grandes avances, para bien y para mal. Estos grandes avances pueden ser considerados responsables de los «equilibrios marcados», es decir, de los cambios evolutivos rápidos, y no lentos, como se consideraba que tenían que ser, que se extienden en una vasta área y en un tiempo relativamente breve, pero dejando una situación radicalmente cambiada. Estos cambios acaecen tanto en la evolución cultural como en la biológica. Los más grandes han sido el desarrollo del lenguaje y, por tanto, del hombre moderno; luego, el advenimiento de la agricultura, de los metales, de la escritura, de la industria y de la medicina.