XV. LA INTERACCIÓN ENTRE GENÉTICA Y CULTURA

El hombre está predispuesto por su constitución genética al aprendizaje y a la comunicación, en consecuencia, a la evolución cultural Pero existe variación individual en esta predisposición y, por tanto, hay una contribución genética a la evolución cultural. Algunos ejemplos de interacción entre evolución genética y cultural.

La variación de muchos rasgos genéticos podría influir en la velocidad de la evolución cultural. Por ejemplo, si por razones genéticas en una población se encontraran muchos más inventores que en otras poblaciones (es decir, si un gen para la inventiva se hubiera hecho más frecuente en esa población), podría haber en esa población mayor riqueza de invenciones y, en consecuencia, mayor velocidad de evolución cultural. Muy posiblemente, el número de inventos en América es mucho más elevado que en otras partes y, del mismo modo, el número de patentes. ¿Podría este hecho deberse a una mayor frecuencia de inventores debida a razones genéticas? Es extremadamente difícil evaluar diferencias genéticas de este tipo y así, a ojo, yo diría incluso que es poco probable que las cosas vayan por ahí. De todas maneras, en América hubo un inventor a quien se debe una invención especial que favoreció la creación de novedades: Benjamin Franklin presentó una ley para proteger los derechos de los inventores mediante las patentes y la ley fue aceptada. Sea cual sea la proporción de inventores genéticamente creados, lo que cuenta son las oportunidades de que disponen para realizar sus invenciones y conseguir que los inversores estén interesados en lanzarlas. En Italia nacieron Alessandro Volta, quien inventó la pila (aunque es probable que no sacara ningún rendimiento económico de la misma), y Guglielmo Marconi, quien tuvo que marcharse al extranjero para encontrar inversores para su radio. El teléfono fue inventado por Bell y Meucci, pero sólo Bell consiguió lanzarlo. Es la misma historia que hemos explicado antes sobre los hombres de genio de Florencia, que dejaron de nacer después de 1600. Como genetista, estoy convencido de que resulta probable que los inventores nazcan en un número muy parecido por todas partes, pero que sean pocos los países donde existan buenas probabilidades de éxito. También sabemos que la tendencia a aceptar las novedades varía mucho de un individuo a otro.

¿Existe un componente genético en esta variación? Y, si es así, ¿cuál es el alcance de su contribución a la variación global respecto al componente de naturaleza ambiental/cultural? El contraste entre la aceptación de novedades en América y en Europa indica que por término medio América responde mucho más rápidamente a las novedades y, con pocas excepciones (una sola en el campo tecnológico, según mis conocimientos: el teléfono móvil), las novedades aparecen en América y pasan a Europa con un atraso que varía entre los seis meses y los veinte años. Desde esta perspectiva, la América que importa está constituida por Estados Unidos y Canadá, que están poblados principalmente por una mezcla de europeos de distinto origen y que presentan, por tanto, una pequeña diferencia genética. De hecho, sobre todo en América, cuando se habla de América se tiende a hacer referencia a esos dos estados (si se pretende hablar de toda América, se habla de las Américas). Además, los primeros europeos que llegaron a América del norte fueron los ingleses, que, en muchos aspectos, son el pueblo más conservador del mundo (aunque en Europa fueron los padres de la democracia moderna, de la revolución industrial y, gracias a las enseñanzas sacadas de Galileo, de la ciencia moderna). Es posible, naturalmente, que los emigrantes que llegaron a América no fueran una muestra casual, sino que fueran un grupo elegido a partir de su común rechazo de lo caduco, de la opresión de los gobiernos de la época y de la pobreza injustificada; es probable que todo ello explique el interés de estos emigrantes por las novedades y su disponibilidad para hacer frente a riesgos y dificultades iniciales, con tal de vivir mejor. Esta lista de dotes positivas puede ponerse en una balanza con los posibles aspectos negativos: la inestabilidad mental o incluso una mayor predisposición a la locura, un amor excesivo por las novedades y una tendencia a las reacciones histéricas.

También en Italia tenemos el ejemplo de una experiencia similar, aunque menos extrema, en la inmigración desde el sur hacia el norte de los últimos 100-150 años, que sin duda ha creado una profunda aculturación entre los inmigrantes. El número de generaciones o de años transcurridos desde la fecha de migración de una familia del sur y las condiciones en que tuvo lugar deben de haber tenido un efecto muy importante; muchos sureños que viven en el norte se distinguen todavía por sus rasgos mediterráneos o, si llegaron después de su juventud, por el acento, aunque tras una generación éste casi siempre ha desaparecido. También aquí, como es natural, puede haberse dado entre los emigrantes una selección espontánea de personas más adaptables o con más iniciativa, pero esto supone un problema que no tiene fácil solución. Todavía más difícil resulta comprender si las diferencias psicológicas tienen o no una naturaleza genética, pero tal vez un estudio muy preciso sobre los inmigrantes (o emigrados, según el lugar de referencia) podría darnos algún indicio. El examen psicológico de los italianos en el extranjero y sus descendientes es otro campo de investigación muy interesante, por las mismas razones.

Existen por otra parte ejemplos de una fuerte interacción entre genética y cultura y en dos ejemplos interesantes, muy distintos entre sí, es la cultura la que ha inducido un cambio genético. El paso a la agricultura provocó un fuerte cambio en los hábitos alimentarios y esto tuvo algunas consecuencias genéticas, una de ellas, en particular, muy clara: la tolerancia de los adultos al azúcar de la leche, la lactosa. Me he referido a ello con anterioridad, pero vale la pena volver al tema. Entre todos los mamíferos, y evidentemente también entre los primeros hombres modernos, la enzima que cataliza la lactosa, llamada lactasa, se produce sólo durante los primeros años de vida, mientras dura la lactancia materna. La selección natural ayuda a evitar derroches: si la lactasa ya no es necesaria, deja de producirse (existen casos incluso más extraordinarios de esta «economía de la naturaleza»: los animales que viven toda su vida en la oscuridad de las cavernas son ciegos de nacimiento). No se trata de un designio superior: los genes inútiles pueden perderse sin problema y, con frecuencia, eso es lo que ocurre.

La posibilidad de tener a su disposición mamíferos domésticos, como bovinos, ovinos, equinos y camélidos, le sugirió a algún grupo étnico consumir su leche. Dicho consumo se hizo particularmente popular en el norte de Europa, donde ayuda a subvenir a la falta de vitamina D en las dietas a base de cereales. Muchas tribus saharianas, que luego se extendieron también hacia otras zonas tras la desertización del norte de África, adoptaron el consumo de leche en edad adulta y empezaron a elaborar productos lácteos. Por desgracia, la tendencia a la economía presente en la naturaleza, que desde hace millones de años ha bloqueado en todas las especies la producción de lactasa tras el final de la lactancia (los primeros tres o cuatro años en la vida del individuo), hace que el consumo de la lactosa en edad adulta genere desarreglos intestinales. Allí donde se ha extendido el consumo de leche, de todos modos, las ventajas de tener una fuente de alimento excelente como la leche ha superado los inconvenientes. La genética ha favorecido amablemente a los apasionados de la leche: una mutación hoy bien conocida, y tal vez más de una, bloquea el mecanismo que interrumpe la producción de lactasa después de los primeros tres o cuatro años de vida. Los individuos que llevan esta mutación pueden beber leche a cualquier edad y obtener con ello un gran provecho, especialmente en condiciones de crisis alimenticia. El número de individuos que siguen produciendo lactasa durante toda la vida ha aumentado bastante rápidamente y ha alcanzado a casi el cien por cien de la población de los países donde esto resulta más útil, los escandinavos, y también en algunas tribus Africanas. Aquí tenemos una idea de la velocidad de la evolución genética por selección natural: la agricultura tiene poco más de diez mil años y éste es probablemente el tiempo en que ha tenido lugar dicho cambio genético. La ventaja selectiva de la mutación que hace perder la inhibición de la producción de la lactasa, en este caso, es una consecuencia inesperada de una innovación cultural.

La agricultura ha provocado muchos otros cambios y le debemos a la misma también otras variaciones genéticas. Esto puede parecer un hecho perjudicial, dado que en última instancia la agricultura nos ha acabado regalando también enfermedades genéticas como algunas formas graves de anemia. De todos modos, el balance entre beneficios y perjuicios resulta positivo. La malaria es obviamente una enfermedad antigua y en el hombre existen por lo menos cuatro parásitos maláricos distintos, el más malo de los cuales se llama Plasmodium falciparum (la hoz aquí es símbolo de la muerte, porque esta malaria es particularmente peligrosa). Las larvas de los mosquitos que transmiten este parásito necesitan muy poca agua para crecer: basta con una charca que dure unos pocos días, como las que se forman con facilidad tras los grandes chaparrones tropicales. La agricultura, abriendo calveros en la selva tropical, ha creado muchas charcas y ha favorecido así, en gran medida, el desarrollo de la malaria, que genera una altísima mortalidad.

Algunas mutaciones modifican los glóbulos rojos de la sangre en que se desarrolla el parásito malárico y hace que éstos estallen antes de que el parásito se haya multiplicado como es debido. Los portadores de estas mutaciones son por ello más resistentes a la malaria y tienen una tasa de mortalidad debida a la enfermedad inferior a la de los representantes del tipo genético ancestral. Por tanto, estos mutantes tienden a aumentar su número en las poblaciones en las que hay mucha malaria y, si todo va bien, la población puede llegar a ser completamente resistente. Pero no siempre las cosas suceden de esta manera, porque algunos genes confieren al portador esa resistencia a la malaria sólo en el caso de que sean heredados de uno de los dos progenitores, padre o madre. Si el gen es heredado de ambos progenitores, el niño no muere de malaria, sino de anemia. Uno de estos genes es el gen de la anemia falciforme. Naturalmente, podemos pensar que la hoz señala a la muerte que acecha, pero en realidad eso no es cierto, se trata de una coincidencia casual. Este gen, que es llamado precisamente «de la falcemia», cuando se encuentra presente deforma, como ya hemos indicado, los glóbulos rojos, que suelen ser redondos, de un modo que hace que parezcan una hoz, independientemente del hecho de que haya sido heredado de un único progenitor o de los dos. Hemos dicho que esta enfermedad dio origen a la biología molecular. Ahora queremos revisitarla como ejemplo del refinamiento de la selección natural.

De vez en cuando la genética es complicada, pero el caso de la falcemia estaría claro incluso para Mendel, que en sus estudios sobre los guisantes describió un mecanismo hereditario similar, en una situación algo menos complicada. Llamamos S al gen de la falcemia y A al gen normal correspondiente. Como ya hemos visto, S y A son distintos por una única base. Cada individuo recibe un gen del padre y uno de la madre, por tanto pueden existir sólo tres tipos de individuos: AA (individuo normal, que ha recibido genes normales de un progenitor y del otro); SS (que ha recibido el gen falcémico de ambos progenitores) y AS (que ha recibido el gen A de un progenitor y el gen S del otro). En Nigeria, nacen cerca del ochenta y uno por ciento de individuos AA, el dieciocho por ciento AS, y el uno por ciento SS. Estas proporciones las fijan las leyes de transmisión hereditaria y son estables mientras exista la malaria.

Simplificando un poco el comportamiento respecto a la malaria, digamos que los AS no mueren de malaria y no reciben perjuicio alguno por el hecho de tener una única copia del gen S; cerca del diez por ciento de los AA muere de malaria, mientras que los SS mueren todos, pero no de malaria, sino de esa forma de anemia llamada falciforme. Si echamos cuentas, los genetistas saben que en la próxima generación nacerán exactamente los mismos porcentajes de los tres tipos. Tomemos una población de 1.000 nigerianos: habrá 810 AA, de los cuales un diez por ciento (es decir, 81 individuos) morirá de malaria; y 10 SS, que morirán todos de anemia, lo que hace un total de 81 + 10 (=91) muertos por cada generación. Pero si no existiera el gen S, todos los individuos serían AA y los muertos de malaria serían 100 en cada generación, es decir, el diez por ciento del total. Por tanto, la presencia del gen S salva a nueve individuos y, mientras la malaria permanezca en el mismo nivel de intensidad, el gen seguirá siendo útil y permanecerá en la población. No traemos a colación los cálculos que prueban estas afirmaciones, pero podemos decir que la selección natural ajusta automáticamente las proporciones de tal forma que la supervivencia sea la más alta posible. El gen S no puede aumentar hasta el cien por cien, como ha sucedido con el gen de la tolerancia a la lactosa, porque cuando los individuos AS empiezan a ser lo bastante frecuentes como para provocar, al cruzarse entre ellos, el nacimiento de muchos individuos SS destinados a morir antes de reproducirse, la frecuencia del gen S deja de aumentar y se estabiliza automáticamente en el valor más útil. Dicha frecuencia permanece en un nivel bajo porque, cuando no está oculto en la forma normal, el gen S es demasiado dañino. De todas maneras, en esa frecuencia baja observada, es útil. La falcemia se encuentra en frecuencias parecidas a éstas en muchas zonas de África, allí donde está muy extendida la malaria del tipo más grave. El gen para la anemia falciforme ha empleado por lo menos unos mil o dos mil años para alcanzar los niveles actuales, bajo el empuje de la selección natural, desde la primera aparición de las mutaciones, y se mantendrá en estos niveles mientras exista la malaria. En el sur de Europa existe una enfermedad muy parecida, la talasemia, que también garantiza una resistencia a la malaria si se hereda de un único progenitor, y que tiene la misma frecuencia que la falcemia. En el siglo pasado, la malaria desapareció de Europa gracias al uso de nuevos insecticidas. Dada la lentitud de la evolución genética, la talasemia es todavía muy frecuente donde antes se daba la malaria. Al no ser ya útil, desaparecerá bajo la acción de la selección natural, pero lo hará con lentitud. Por fortuna, es posible prevenirla, como la falcemia, con la profilaxis prenatal.

Hoy en día existen tan sólo dos enfermedades infecciosas más graves que la malaria: el sida, aparecido recientemente, y la tuberculosis, que en cambio ha acompañado al hombre moderno desde los inicios. También es estos casos la enfermedad puede ser prevenida por mutaciones, que provocan resistencia.

Encuentro muy interesante otro ejemplo de beneficio de origen cultural en el que el hombre ha demostrado saber actuar mejor que la naturaleza. El hombre es el único mamífero cuya hembra deja de procrear mucho antes de que llegue al final de su vida, hacia los 45-50 años. Se trata de la menopausia, es decir, del final de la producción de óvulos y, por tanto, del fin de la fertilidad. Se pregunta uno por qué. Se trata, esto es evidente, de un hecho genético, porque es completamente espontáneo y general. Tiene que haber algún beneficio evolutivo en llegar a ser estéril, pero ¿cuál será? Este fenómeno parece estar en contradicción con los dictados de la selección natural y ciertamente la especie humana es la única que muestra un comportamiento de este tipo.

El antropólogo Barry Hewlett descubrió que los pigmeos Africanos tienen una regla moral que tiende a hacer todavía más rígida la menopausia, es decir, a hacerla terminar incluso antes de tiempo, por una buena razón —lo que muy probablemente explica la existencia de dicho fenómeno—. Se trata de la regla por la cual una mujer debe de dejar de quedarse embarazada cuando la primera hija tiene un hijo. La razón es evidente: la madre tiene que dedicarse a ayudar a la hija con su experiencia y no a hacerle la competencia. Es muy verosímil que la menopausia biológica haya tenido en esta causa su principal motivación; difícilmente un mecanismo biológico podría haber tenido la precisión de una regla moral. Resulta evidente que por ignorancia se hablaba en el siglo XIX de salvajes, de barbarie, en relación con todo sistema social anterior al que se consideraba como más avanzado en el mundo occidental. El salvaje no siempre es noble, pero aquellos que han tenido contactos de cierta importancia con las denominadas poblaciones «primitivas» con frecuencia han desarrollado una notable admiración hacia las mismas. Es sorprendente que a finales del XIX pudiera surgir y alcanzar cierta popularidad una teoría cruda e insensible como el darwinismo social, pero Hitler nos lo enseña. Ha sido necesario mucho tiempo, incluso tras la desaparición del darwinismo social, para que se abriera camino y recibiera atención teórica el concepto según el cual varias formas de altruismo, del que la menopausia cultural es un ejemplo, son perfectamente compatibles y explicables, por lo menos en ciertas estructuras sociales y genéticas, con el mecanismo de la selección natural.