VIII. ENSEÑANZAS DE LA HISTORIA DE LA GENÉTICA

Tres fases de la historia de la genética: el estudio de la transmisión, la búsqueda de los fundamentos biológicos y la teoría de la evolución, el análisis químico del gen. La evolución biológica se explica con cuatro factores: mutación que genera las novedades, selección natural que las elige, deriva genética (los efectos del azar crean diferencias entre los grupos), migración (mezcla y separación de los grupos).

Tuve la fortuna de aprender la genética con el mejor genetista italiano, quien a su vez había ido a América a aprenderla como estudiante, antes de la guerra. Se llamaba Adriano Buzzati Traverso y murió hace veinte años. Él había comprendido que la genética es el centro de la biología, pero en aquella época en Italia casi nadie más se había dado cuenta de ello. La biología estaba constituida por la zoología y por la botánica, la genética era una materia más que secundaria. Allí donde se iba a impartir un curso, éste se dejaba en manos de los asistentes que se creía que no tenían méritos para ir a las cátedras importantes (es decir, zoología y botánica). La genética había sido fundada por el abad Mendel en 1865, pero nadie se dio cuenta de ello hasta el año 1900. Mendel había ya señalado las leyes de la transmisión de los caracteres hereditarios, las cuales eran sencillas y acertadas, aunque también, evidentemente, demasiado avanzadas para la época. Hacia el final del siglo XIX se descubrió que cuando las células se dividen aparecen corpúsculos de forma y número constantes, los cromosomas, que realizan una curiosa danza. En ese momento fue mucho más sencillo comprender las leyes descubiertas por Mendel, pero todavía se necesitó bastante tiempo para que alguien convenciera al mundo de esta simple verdad.

En la primera mitad del siglo XX, la genética entró en un periodo de gran actividad, especialmente en América, donde se verificó la fase biológica más importante. Se demostró que los cromosomas son los portadores del bagaje hereditario y se intuyó la naturaleza del gen, un segmento de cromosoma que tiene una unidad anatómica y funcional propia y que, sobre todo, es capaz de reproducirse, capacidad en la que reside el secreto de la vida. Se descubrió que el gen puede mutar, que la mutación es un fenómeno raro y casual, y que las variaciones provocadas por mutaciones son seleccionadas automáticamente en tres categorías. El criterio de selección es la conducta demográfica de los portadores de la mutación: si ellos sobreviven más o menos a largo plazo, o bien aproximadamente lo mismo, respecto al tipo no mutado y si, habiendo sobrevivido, tienen más o menos hijos que el tipo no mutado. Eso es todo. Se observó que las mutaciones cuyos portadores tenían un promedio de hijos mayor aumentaban automáticamente en frecuencia relativa en las generaciones posteriores. Esto podía deberse a que sus portadores, los denominados mutantes, sobrevivían más, por ejemplo, a las enfermedades infecciosas o de otra naturaleza; y, naturalmente, también tenía importancia su capacidad de tener hijos. Si la conducta demográfica mostraba la disminución de una o dos de estas dotes (supervivencia y fertilidad), tanto como para que disminuyera de manera global el número esperado de hijos, la mutación era más o menos rápidamente eliminada, en proporción a la disminución del número esperado de hijos. Ésta, como hemos visto, es la teoría de la selección natural y, en consecuencia, la genética la adoptó. Darwin aceptaba las ideas lamarckianas sobre la mutación, mientras que la genética demostró que la mutación es espontánea y casual. Esta corrección al darwinismo y su expresión en lenguaje matemático adoptó el nombre de «neodarwinismo».

También en la primera mitad del siglo XX fue completado el análisis de los factores de evolución, al añadir a la mutación y la selección otros dos mecanismos muy importantes de los que tenemos que hablar para clarificar el cuadro de las teorías evolutivas; no porque nos interese la evolución biológica en sí misma, sino porque los mismos cuatro factores operan en todas las evoluciones, incluida la cultural. A nosotros nos interesa la segunda, pero es más fácil comprender el influjo de los factores de evolución en el cuadro biológico, que comporta fenómenos que nos son familiares a todos, si, cuando hablamos de lo que nos interesa de verdad, la evolución cultural, nos movemos en un campo algo menos conocido y en el que, de buenas a primeras, es más difícil moverse intelectualmente. Ni siquiera a los antropólogos, a quienes les tocaría esta tarea, lo han hecho hasta ahora. Estamos intentando, en fin, razonar por analogía, el método que Aristóteles, y muchos otros después de él, nos recomendaron para facilitar la comprensión de las cosas, aunque tendremos siempre muy presente que la evolución biológica y la cultural son dos procesos distintos y separados.

Si admitimos que los dos factores de evolución mencionados hasta ahora, mutación y selección, nos son claros, nos quedan por discutir los otros dos: deriva genética y migración. En inglés, la deriva se llama drift y, como homenaje a la tendencia al anglicismo de las lenguas europeas, usaremos libremente este término que tiene la ventaja de tener una sílaba, en vez de tres, y también tiene la ventaja, para nosotros, de no tener un significado tan preciso como el de «deriva». De hecho, se da el caso de que la palabra «deriva» (y también drift) ha sido mal elegida, ya que indican una tendencia a seguir la corriente, mientras que la deriva genética es un fenómeno completamente casual, que no tiene ninguna preferencia hacia la izquierda o la derecha, cuando existe una alternativa entre ambas direcciones.

Para aclarar el fenómeno utilizaremos un ejemplo que muestra, muy probablemente, un claro efecto de drift: la entrada en América de los primeros hombres, que llegaron hasta allí pasando por Siberia. Lo más posible es que fueran pocos y si utilizamos este ejemplo es porque el drift tiene efectos particularmente dramáticos en pequeñas poblaciones. Aunque los primeros ocupantes de América fueron pocos, cuando empezaron a descender hacia el sur, en las latitudes más bajas encontraron condiciones mejores y pudieron multiplicarse más rápidamente. Es seguro que llegaron bastante pronto hasta los confines de América. De hecho, los más antiguos habitantes de la Patagonia hoy conocidos llegaron allí hace unos 11.500 años, una «carrera» de más de diez kilómetros al año, generación tras generación, naturalmente, y en territorio desconocido, por si fuera poco. Desde un punto de vista genético lo que nos interesa es que encontramos una gran diferencia genética entre los posibles antepasados antes de la salida de Siberia y los indios de América de hoy. Por lo menos, si juzgamos por la media de gente que vive hoy en Siberia y también en el resto de Eurasia y de África, debían de existir individuos pertenecientes a los tres grupos sanguíneos conocidos (A, B, O), en proporciones no muy distintas entre ellos, pero con un número mayor de O por encima de A o B. En cambio, especialmente en Sudamérica, encontramos sólo el grupo O. El drift, es decir, el azar, podría ser el factor responsable, si verdaderamente eran pocos los primeros hombres que entraron en América y se lanzaron. Veamos cómo.

Si los primeros siberianos que pasaron a América hubieran sido, pongamos, sólo cinco, la probabilidad de que, por azar, fueran todos O no es nada despreciable (es del 12,5 por ciento, admitiendo que, de partida, entre los siberianos los individuos del grupo O fueran el cincuenta por ciento). Si hubieran sido diez, la probabilidad es de alrededor del dos por ciento. De todos modos, la pérdida casual de individuos del tipo A o B, si no había tenido lugar ya en el primer grupo que llegó a América, podría haber ocurrido fácilmente en las primeras generaciones sucesivas, sobre todo mientras la población no aumentara mucho de numero; o, de nuevo, en el primer paso por otro embudo, el istmo de Panamá y en varias circunstancias posteriores. Como demuestra el cálculo de las probabilidades, el drift es fuerte sobre todo en las poblaciones poco numerosas; y de hecho depende sólo del número de individuos que se reproducen en cada generación. Si verdaderamente todos los primeros ocupantes eran del grupo O, para encontrar hoy entre sus descendientes individuos del grupo A o B deberían de haberse manifestado mutaciones de O a A o B entre los descendientes, o bien haber tenido lugar nuevas migraciones.

Naturalmente, existen otras posibles explicaciones para el hecho de que los indios de Sudamérica no tengan prácticamente individuos de los grupos A o B, salvo pocas excepciones. Los distintos grupos sanguíneos confieren a los individuos una sensibilidad diferente a algunas enfermedades infecciosas, y epidemias de ese tipo pudieron haber hecho desaparecer a los grupos A o B. Pero teniendo en cuenta que entre los indios de América encontramos otros muchos ejemplos parecidos de desaparición de algunos tipos genéticos, comunes en otras partes, la hipótesis de que la desaparición de los tipos A y B sea efecto del drift y por consiguiente algo completamente casual, es sin duda alguna verosímil.

Recordemos que el efecto del drift es el de hacer disminuir, e incluso desaparecer, la variación genética. Los tres genes de los grupos sanguíneos A, B y O son tres formas del mismo gen que difieren por una única base de las muchas que conforman el gen. En el cromosoma en el que se halla situado el gen de estos grupos sanguíneos se encuentra una sola de estas formas. Si nos preguntamos qué ocurre en una población aislada (es decir, que no recibe inmigrantes de otras) por efecto del drift al final de un largo proceso evolutivo, la respuesta es simple: si la población tiene al principio tres formas diferentes del gen, como así sucede en el gen ABO, a la larga tan sólo quedará una de las tres formas. Cuál de ellas, eso depende del azar, y también de cuál era la frecuencia relativa de las tres formas en un principio. En el mundo, hoy las tres formas tienen una frecuencia global del veintidós por ciento para la forma A, dieciséis por ciento para la B, sesenta y dos por ciento para la forma O. Como regla general, no obstante, es necesario cierto número de generaciones para que, por azar, quede tan sólo una forma de un gen y todo depende de la frecuencia inicial; hoy, por ejemplo, si el drift es el único factor de la evolución, la posibilidad de que en la especie humana quede únicamente el gen O es del sesenta y dos por ciento. Pero para que la población mundial acabe siendo toda del grupo O es necesario un tiempo, en número de generaciones, que depende de la cantidad del número de individuos. Por tanto, ¡se trata de cientos de miles de años! En una población de las dimensiones de la humana, el drift tiene un efecto prácticamente nulo. Pero en una pequeña población aislada tiene un efecto muy rápido. Si al principio de la población de América tan sólo hubiera habido cinco individuos, habrían bastado unas cinco generaciones (como media), es decir, poco más de un siglo, para que la población entera acabara siendo del grupo O (la fórmula exacta es más complicada, pero aquí basta con dar una idea siquiera algo tosca de las dimensiones). En este cálculo se admite que la población siga estando compuesta por el mismo número de individuos. Resulta claro que el drift puede ser muy eficaz a la hora de crear la homogeneidad genética de una población y las diferencias entre poblaciones distintas, especialmente si éstas son pequeñas.

Pasemos ahora al cuarto factor de evolución: la migración. Cuando hemos afirmado que el drift convierte en genéticamente homogénea a una población, si bien sólo al final de un larguísimo tiempo en el caso de que la población sea grande, hemos ignorado otras condiciones. Una muy importante es que la población permanezca aislada, es decir, que no reciba inmigrantes de otras poblaciones. Si esto sucede, la inmigración tiene que ser muy pequeña: existe un límite, de un inmigrante por generación, por debajo del cual prácticamente es como si la población estuviera aislada por completo, en términos de probabilidades. No nos resulta difícil comprender que si la migración de una población a otra es suficientemente grande, la mezcla que opera tiende a hacer a ambas poblaciones genéticamente más parecidas entre sí. De todos modos, la migración no borra completamente las diferencias, más bien tiende a alcanzar una situación de equilibrio por el cual si dos o más poblaciones se intercambian de manera recíproca los genes por migración, el drift pierde algo de su eficacia. Si el drift actuara por sí solo, tendería a hacer distintas las poblaciones una de otra, pero cada una de ellas cada vez más homogénea. En el límite extremo del ejemplo dado, una población acabaría siendo toda O, otra toda A, una tercera también O, o a lo mejor A, o B. Por tanto, la deriva hace a las poblaciones particulares más distintas entre sí, pero más homogéneas internamente, mientras que la migración opera en sentido inverso: tiende a hacer cada población más heterogénea, pero menos distinta de las demás. Entre ambos factores se establece un equilibrio que depende de la fuerza relativa con que operen. Si estos factores no cambian con el tiempo su intensidad, las poblaciones mostrarán composiciones genéticas un poco distintas, pero la diferencia genética entre ellas seguirá siendo constante. Se establece por tanto un equilibrio entre drift y migración.

Existen casos en que la migración no produce homogeneización. Esto ocurre cuando un grupo emigra lejos y no mantiene contactos con la madre patria. En tal caso, se crea una ocasión para que se forme un nuevo grupo en el que los genes variarán independientemente de los genes de la población original, pero siempre bajo el efecto del puro azar. Tenemos que añadir además que el drift no es la única fuerza de diversificación: también la selección natural lo es, porque en medios distintos los beneficios relativos de formas diferentes de un gen pueden ser muy desiguales y por tanto la selección natural puede crear diferencias genéticas entre poblaciones, en el espacio y en el tiempo. La migración tenderá aquí también a oponerse, como en el caso del drift, y se creará un equilibrio entre la migración y la selección natural. Pero la fuerza de diversificación más importante es la mutación. A diferencia del drift y de la migración, actúa a nivel individual y tiene una acción mucho más lenta, en tanto en cuanto crea individuos diferentes y lo hace raramente. Sin embargo, a largo plazo, puede establecerse una situación de equilibrio entre mutación y selección y también entre la mutación y los otros factores. Por regla general, en cualquier momento en que se estudie una población, las fuerzas evolutivas se encuentran en equilibrio entre sí, a no ser por cambios excepcionales y recientes, por los cuales no se ha alcanzado todavía el equilibrio.

Hemos dicho que muchas mutaciones (la gran mayoría) no tienen un efecto sobre la supervivencia y la fecundidad, por lo que son «selectivamente neutras», es decir, la selección natural no opera sobre las mismas. Sobre ellas actúa sólo el azar y, por tanto, la única fuerza de diversificación sigue siendo la mutación. Aquí la velocidad de la evolución no depende de la selección o del drift, sino que es igual a la frecuencia de la mutación. Cuando ésta resulta conocida, podemos utilizarla para prever la velocidad de la evolución. Dentro de determinados límites, se puede saber si las mutaciones son insensibles a la selección natural y cuáles de ellas lo son; las mutaciones selectivamente neutras serán las mejores para reconstruir la evolución y su velocidad a partir de las diferencias genéticas entre poblaciones o especies. En cambio, las mutaciones que se encuentran sometidas a fuerzas selectivas son útiles sobre todo para comprender las fuerzas medioambientales que han operado.

Consideramos útil entender las bases de la evolución biológica porque su teoría matemática, que aquí hemos expuesto verbal y cuantitativamente, y limitándonos a hablar de los factores fundamentales, nos permite comprender toda clase de evolución en la que se dé, como ocurre con los organismos vivos, autorreproducción, es decir, una transmisión regular de unidades (genéticas, en el caso de la evolución biológica) de padres a hijos. En la evolución cultural tenemos los equivalentes a ciertos organismos que se autorreproducen, pero la sustancia que se autorreproduce es muy distinta al ADN: son las «ideas» que forman no el genoma, sino nuestro caudal de conocimientos, costumbres y un largo etcétera. También las ideas son transmitidas, en parte, de padres a hijos; pero, también en parte, de manera muy distinta y no a individuos estrechamente emparentados. El ciclo de transmisión no dura necesariamente una generación, como en el caso biológico, sino que puede ser muy breve, como cuando uno recibe noticias por teléfono o por radio; o bien puede ser larguísimo, como cuando leemos sobre los acontecimientos de la guerra de Troya en los poemas de Homero. La analogía entre las dos evoluciones podría parecer muy tenue, pero en realidad no lo es: cuando aprendemos algo de nuestros padres nos encontramos en una situación que presenta muchas analogías con la transmisión genética, y cuando aprendemos un chiste que nos cuenta un amigo nos hallamos en una situación estadísticamente muy parecida a la de la transmisión de las enfermedades infecciosas. En ambos casos existen teorías matemáticas que prevén el desarrollo de los fenómenos relativos.

Los genetistas tienen pocas ocasiones para estudiar fenómenos de transmisión como los chistes; en el caso de la especie humana, la transmisión infecciosa de ADN de un individuo a otro no existe o es algo rarísimo, mientras que es frecuente entre las bacterias. Éstas pueden transmitirse pequeños fragmentos de ADN y, aunque de una manera mucho menos sistemática y precisa, dicha transmisión puede darse incluso entre individuos de especies distintas. Recientemente, los periódicos (de divulgación científica) han dado la noticia de una transmisión infecciosa de ADN desde la bacteria llamada enterococo a otra llamada estafilococo. La noticia es importante, pero también es una mala noticia, porque el ADN exportado determina la resistencia a un antibiótico llamado vancomicina. Los estafilococos se habían vuelto resistentes a todos los antibióticos, salvo al último descubierto, la vancomicina. Por desgracia, ya han conquistado el ultimo bastión.

Aunque la analogía pueda parecer superficial, me gustaría que se me creyera cuando digo que, si uno presta la atención necesaria, se convence de la existencia de dicha analogía. Éste es el modo normal que tiene la ciencia de avanzar: formular hipótesis que puedan explicar los hechos observados y verificar si son útiles para aumentar nuestra comprensión de los fenómenos y nuestra capacidad de preverlos. Lo que quiero decir es que la teoría de la evolución biológica también puede ser aplicada con utilidad por analogía a la evolución cultural. Además, en el hombre y en muchos animales se dan ambas evoluciones. Las dos pueden interactuar, como veremos en las próximas secciones: un fenómeno que se llama coevolución.

Antes de pasar a este tema, de todos modos, será de utilidad resumir muy brevemente la última fase del desarrollo de la genética, es decir, los últimos cincuenta años. Alrededor de 1950, la genética había completado el estudio formal de los fenómenos hereditarios e identificado los principales focos y estructuras biológicas relacionados. Un famoso físico teórico vienes, emigrado a Inglaterra por motivos raciales, Erwin Schródinger, escribió en 1943 un libro titulado Qué es la vida, en el que resumía la teoría genética (Schródinger, 2001). Pero en aquella época prácticamente no se tenían nociones de la estructura física y química de la materia viviente y, en particular, del bagaje genético. Tan sólo estaba claro que la química de la biología de interés genético tendría que basarse en la estructura de dos moléculas poco conocidas, pero potencialmente muy grandes y complejas: los ácidos nucleicos (ADN y ARN) y las proteínas. Un experimento fundamental realizado con bacterias en 1943, en el Instituto Rockefeller de Nueva York, por Avery, McLeod y McCarty dio una prueba de que el material hereditario, presente entre otras cosas en los cromosomas, de los que constituye casi la mitad, era el ADN. Hubo que esperar a 1953 para que fuese propuesta una teoría de la estructura del ADN, por James Watson y Francis Crick, capaz de explicar muchas de las propiedades de las moléculas biológicas que se autorreproducen y, en consecuencia, de la vida. Su reproducción fue realizada in vitro gracias a una enzima especializada, la ADN polimerasa, descubierta por Arthur Kornberg en 1955. El estudio químico de los fenómenos hereditarios adoptó el nombre de «genética molecular» tras la demostración en 1948 de la naturaleza química de una mutación responsable de una anemia hereditaria, la falcemia (drepanocitosis), en la que estaba implicada la proteína más importante de la sangre, la hemoglobina. La primera utilización del adjetivo molecular, que luego se extendió por toda la biología y la genética, se debe a Linus Pauling, responsable del descubrimiento. Describió la falcemia como el primer ejemplo de «patología molecular» porque pudo demostrar que la enfermedad va acompañada por una variación de las propiedades químico-físicas de la hemoglobina, variación en la que fue identificada de inmediato la causa de la enfermedad. Hoy sabemos que la sustitución de una base en un punto del ADN que determina la naturaleza del sexto aminoácido, en la cadena de 146 aminoácidos que forman dos de las cuatro proteínas, llamadas globinas beta, que componen la hemoglobina, es responsable tanto del cambio químico-físico de la hemoglobina como de la enfermedad.

Una serie de experimentos realizados en los años sesenta demostró que la secuencia de las bases del ADN del que está formado un gen es responsable de la secuencia de aminoácidos en la proteína, cuya síntesis está regida por ese gen. Hoy conocemos el «código genético», el diccionario que expresa la traducción entre bases del ADN y aminoácidos de las proteínas. Son necesarias tres bases, entre los cuatro tipos (A, C, G, T) que conforman las cadenas de ADN, para especificar uno de los veinte aminoácidos presentes en las cadenas de las proteínas. Podemos poner un ejemplo que explica a la vez la mutación que ha llevado a la falcemia. La hemoglobina está formada por cuatro proteínas, dos llamadas «alfa-globina» y dos llamadas «beta-globina». Alfa y beta globina son muy parecidas entre sí, pero están codificadas por genes un poco distintos, que se encuentran en dos cromosomas distintos. Las globinas alfa y beta se encuentran constituidas por 141 y 146 aminoácidos, respectivamente. En la falcemia ha mutado una base en el gen que codifica la globina beta, responsable de la producción del sexto aminoácido. En el gen normal, las tres bases del ADN responsables del sexto aminoácido (que se llama ácido glutámico, abreviado GLU) son CTC. La segunda base, T, ha mutado y ha sido sustituida por A; pero las tres bases CAC no producen GLU, sino otro aminoácido llamado valina (VAL) que tiene propiedades químicas distintas (no es ácido). La hemoglobina forma la mayor parte de los glóbulos rojos de la sangre y transporta el oxígeno desde los pulmones a los tejidos. La que es falciforme tiende a «cristalizarse» (estoy utilizando la palabra un poco impropiamente, para simplificar) en los tejidos, donde se encuentra poco oxígeno. Aquí los glóbulos rojos acaban siendo deformados y, a menudo, rotos por los cristales de hemoglobina falciforme que se forman en su interior. Se tiene por tanto la anemia denominada falciforme porque en el microscopio puede verse que los glóbulos rojos han perdido su forma circular para adoptar formas alargadas, algunas veces deformadas en forma de «hoz» debido a la cristalización de la hemoglobina falciforme que ha tenido lugar en su interior. Los síntomas de la enfermedad se pueden explicar como consecuencia de estas alteraciones.

Fue así como empezó un ciclo de investigaciones de la denominada genética «molecular» que ha llevado, a finales de siglo, a la determinación del orden de casi todos los tres mil millones de bases del genoma humano representados en los 23 cromosomas: sin duda, el análisis químico más grande jamás llevado a cabo. Hoy resulta conocida la estructura y, de una manera todavía muy incompleta, la función de casi 33.000 genes identificados. La función del ADN no incluido en los genes directamente responsables de la producción de proteínas (con mucho, la mayor parte del genoma) todavía es poco conocida. Existe, ciertamente, una parte llamada ADN «egoísta» (selfish ADN) que no tiene funciones precisas, pero que ha entrado en el ADN tal vez desde el exterior, como parásito que no resulta fácil de eliminar. En realidad, hay varios elementos de ADN parásito que pueden desplazarse a otras partes del genoma, por fortuna con escasas probabilidades, porque cuando penetran en el interior de genes importantes pueden provocar mutaciones graves. Pero nuestra ignorancia respecto a las funciones de mucho ADN nos hace pensar que se ha exagerado al considerar muy elevada la porción de ADN egoísta. Se empieza a conocer la variabilidad individual del ADN y se estima que hay una posibilidad entre mil de que una de los tres mil millones de bases presentes en el genoma sea diferente en dos genomas distintos.

Una enseñanza importante para la estrategia científica que debe utilizarse en el análisis de la evolución cultural procede de la historia de la genérica. La genética empezó con el estudio de la transmisión hereditaria (Mendel), de quien luego derivó todo lo demás, incluido el estudio de la evolución, en el que la transmisión desempeña un papel muy importante. Hoy empiezan a notarse algunos tímidos intentos de hacer salir de una situación de punto muerto al estudio de la evolución cultural. Las mayores excepciones las constituyen los estudios de la evolución lingüística, la que más se presta a un análisis cuantitativo y que ha sido incluso objeto de intentos de análisis más ambiciosos. Los estudios sobre la transmisión cultural, completamente desatendidos por parte de los antropólogos, se pueden contar con los dedos de las manos. Ha sido propuesta alguna descripción de la variación cultural y alguna tentativa de interpretarla. Pero se trata de ejemplos tan limitados que este campo se puede considerar casi inexistente.