VI. LA NATURALEZA HUMANA Y LA ANTROPOLOGÍA

Los primeros pasos de la antropología. Razas y racismo. Antropología cultural y antropología social,

La ciencia del hombre se llama antropología. Se considera que el padre de la disciplina es el alemán Johann Friedrich Blumenbach, quien, en su tesis de medicina (1775), dio una primera clasificación de las razas humanas que incluía a caucásicos, mongoles, etíopes, americanos, malayos (Oceanía todavía no se conocía) y no era muy distinta a la que muchos siguen aceptando. Carlo Linneo, en su Systema Naturae, que originó la clasificación actual de plantas y animales, dio una lista algo diferente, que incluía también algunos «monstruos». Immanuel Kant propuso una definición mucho más amplia de la antropología, que abarcaba también la psicología, pero que no tuvo gran influencia. Darwin, en cambio, criticó la aplicación del concepto de «razas» a los hombres (subdivisiones de las especies bien diferenciables), destacando la gran disparidad en el número de razas descritas por muchos continuadores de Blumenbach, que iban de dos a cinco, a diez, a sesenta, o a más. Esta era la prueba de la imposibilidad de un distinción y, por tanto, de una clasificación clara y convincente. Darwin señaló la existencia de variaciones cuantitativas casi perfectamente continuas como causa de la imposibilidad de una clasificación. Estas consideraciones siguen siendo válidas. Y a ellas se añade la dificultad de distinguir, sin análisis genéticos, variaciones de origen medioambiental y genético, así como la muy modesta entidad de tales diferencias, que indica el origen reciente de las distinciones intercontinentales.

En el siglo XIX la antropología experimentó un gran desarrollo, especialmente en Inglaterra por obra de Francis Galton, primo hermano de Darwin, que dio desde el principio una fuerte impronta cuantitativa a la disciplina. Galton lo medía todo: en un viaje a Sudáfrica, se tropezó con el problema de medir la extraordinaria protuberancia de los glúteos de algunas mujeres hotentotes o bosquimanas. Lo resolvió poniéndose a una determinada distancia de las mujeres, vistas de perfil, y sirviéndose de un sextante que le permitiera medir el ángulo formado por la protuberancia. Luego resultaba fácil medir la anchura en pulgadas, sin llegar a tocar nunca a las mujeres, de acuerdo con las costumbres victorianas. Galton fue el primero que realizó mediciones de la inteligencia y señaló diferencias entre razas. Fue también el fundador de la eugenesia: la idea de utilizar métodos de selección artificial, como los practicados por criadores de plantas y animales, para mejorar las cualidades humanas más deseables, como la belleza, la honestidad y la inteligencia. Galton introdujo medidas de correlación, es decir, de semejanza entre padres e hijos, para medir la intensidad de la herencia biológica, no muy distintas a las que se utilizan hoy en día.

En los primeros contactos con los indios americanos se generó la duda de si tenían alma o no, y el mismo problema surgió con respecto a los esclavos Africanos transportados a América. La antropología del siglo XIX no era, claro está, una ciencia benévola y consideraba las diferencias entre la vida civil y la de los «salvajes» algo innato, que no era susceptible de ser mejorado. En el siglo XVIII, las mentalidades tal vez eran más ilustradas; Rousseau, por ejemplo, hablaba del «buen salvaje». Jefferson se atormentaba con el problema del alma de los Africanos, aunque no lo bastante como para no tener descendencia con ellos. El racismo europeo moderno fue fundado oficialmente por el diplomático francés Arthur Gobineau, en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855). Sostenía la idea de que las razas muestran profundas diferencias innatas en sus capacidades intelectivas y sus valores morales; que la raza por él llamada aria (en la práctica, la raza alemana) es la mejor y que la pureza de la raza es esencial para evitar degeneraciones. Todo ello carecía de fundamento científico, pero estaba escrito de manera muy convincente. Hoy sabemos que las razas «puras», obtenidas en plantas o animales mediante cruces con parientes cercanos, como padres e hijos o hermanos y hermanas, durante docenas de generaciones, pierden rápidamente su fecundidad y rasgos importantes para su supervivencia. Además, sabemos que, de todas formas, algunos caracteres hereditarios no pueden ser producidos con total homogeneidad y que, por tanto, es imposible obtener razas puras.

En realidad, por lo que se refiere a la degeneración debida al cruce interracial, no tenemos respecto al ser humano absolutamente ninguna prueba. Más bien parece ser cierto todo lo contrario, en el sentido de que los híbridos interraciales no tienen ninguna tara física o psicológica (si bien es cierto que tal vez pueden tener algún impedimento social, por razones de intolerancia). Los híbridos entre razas verdaderas en plantas o animales muestran por regla general «el vigor de los híbridos». Las diferencias genéticas entre hombres de continentes distintos son muy pequeñas, pero tal vez hay también ese vigor de los híbridos en el ser humano, en los cruces entre individuos pertenecientes a los grupos más diferentes. Uno de los más grandes jugadores de golf del mundo, Tiger Woods, que fue estudiante en Stanford, pero que renunció más tarde a estudiar porque invertía en ello demasiado dinero al no poder dedicarse por completo a jugar al golf, es un complicado híbrido interracial: un cuarto blanco, un cuarto Africano, dos cuartos asiático. Uno de los más grandes políticos del mundo, Nelson Mándela, es un híbrido, casi al cincuenta por ciento, entre la «raza» más antigua y despreciada del mundo, los bosquimanos, y los bantúes Africanos, que si bien merecen muy poca consideración entre los conservadores europeos, son muy distintos de los bosquimanos. Es obvio que no hay ninguna pérdida de capacidad de supervivencia o fertilidad en los cruces entre razas humanas, como suele suceder, en cambio, en plantas y animales en aquellos cruces realizados entre especies muy distintas, que normalmente no dan origen a híbridos fecundos por definición (como en los cruces entre caballos y asnos).

Gobineau era francés, pero presumiblemente su admiración por los alemanes no le hacía difícil imaginarse que las invasiones de una tribu germánica (los francos) en la Francia del norte, al final del imperio romano, habían proporcionado buenas bases genéticas también a los franceses, por lo menos a los del norte. La verdad es que el racismo es posiblemente antiguo y casi universal; y se ve reforzado también por el espíritu nacionalista, que no es muy distinto. El único motivo serio del nacionalismo es el de favorecer la defensa de las fronteras de la nación contra los invasores. En realidad, mientras que las razas no existen como entidades clara y fácilmente diferenciables, las naciones sí, y la nacionalidad se ve reforzada por la comunidad del lenguaje, que es una fuerza de cohesión muy potente (pero no enteramente suficiente). Como es natural, las ideas de Gobineau encontraron una magnífica acogida en Alemania, donde ya existían o se estaban desarrollando ideas similares, y los éxitos alemanes en los campos de la ciencia y de la industria no podían hacer más que reforzar el nacionalismo alemán. Algunos sostienen que llegaron a influir en el propio Hitler.

En Inglaterra se desarrolló también otra corriente peligrosa, el darwinismo social, sobre todo con la obra de Herbert Spencer, filósofo y estudioso de la educación, que trasladó las ideas de la selección natural a las luchas sociales en su forma más cruda (la «supervivencia del más fuerte», la «naturaleza de dientes y garras ensangrentadas» y otras expresiones que, en realidad, no pueden adscribirse a Darwin, quien no mostró interés en extrapolar socialmente sus ideas). El darwinismo social también tuvo cierto éxito en América. A principios del siglo XX, las ideas sobre la eugenesia se extendieron por Estados Unidos y muchos estados introdujeron leyes de eugenesia negativa que reclamaban la esterilización de individuos portadores de muchas enfermedades y condiciones que se consideraban hereditarias (a menudo, erróneamente). En los años veinte, como ya se ha dicho, el zoólogo Davenport, eugenista convencido, presentó e hizo que aprobaran una ley que limitaba de forma notable la entrada en Estados Unidos de inmigrantes del sur de Europa, incluidos los italianos, por considerar que poseían un intelecto inferior. En el siglo XX, la antropología experimentó un gran desarrollo en América, especialmente gracias a Franz Boas, nacido y licenciado en Alemania, que llegó a ser profesor de la Universidad de Columbia, y a su discípulo Arthur Kroeber, También bajo su influencia la antropología americana se subdividió en varias disciplinas, que hoy suelen ser cuatro: la antropología física, la arqueología, la lingüística y la antropología cultural. Boas fue uno de los primeros que resaltó la importancia de la cultura: mostró que los japoneses crecidos en América eran más altos que sus hermanos crecidos en Japón. Su análisis de los datos estadísticos era bastante débil (un defecto común entre los antropólogos), pero las conclusiones eran válidas.

Dar una definición de qué es la antropología cultural resulta, la verdad, algo difícil; Kroeber y Rapoport dieron ciento sesenta y cuatro. La definición que hemos utilizado para la cultura no es muy distinta de estas u otras definiciones de antropólogos culturales, pero es más general. Hoy en día la antropología cultural americana está en grave crisis. Las poblaciones con economía primitiva, que eran uno de sus temas de estudio preferidos, se hallan en vías de desaparición y la atención se ha desplazado a las sociedades modernas. Ha sido en este momento cuando han surgido problemas de identidad, dado que no está clara la distinción con respecto a la sociología, así como de metodología, dado que los sociólogos utilizan mucha metodología estadística que, en cambio, es profundamente ignorada y mirada con reticencias por los antropólogos culturales americanos. Para agravar la situación, la antropología cultural americana se ha enamorado de las ideas de una escuela filosófica francesa contemporánea, los posmodernos, representados sobre todo por Jacques Derrida. Esta escuela está formada por una corriente de sofistas que profesan una profunda desconfianza hacia cualquier forma de ciencia, considerándola corrompida por el capitalismo, del cual, al estar necesitada de grandes sumas de dinero para los imponentes utensilios que requiere, se ve obligada a ser concubina y cómplice. En la Universidad de Stanford, los antropólogos que han mantenido su confianza en la ciencia se han negado a seguir al grupo de antropólogos culturales fieles a esa visión anticientífica y ambos grupos han formado departamentos separados. Con frecuencia, las novedades sociales surgen en California y desde allí se extienden al resto del país; este suceso es reciente, pero se nota ya un fermento parecido en otras partes del país. La orientación multidisciplinar permanece por completo en el departamento de «ciencias antropológicas», mientras que muy posiblemente acabará perdiéndose en el de «antropología cultural y social», a la que no le gusta la ciencia y es holística sólo de palabra.

En Inglaterra no hay departamentos de antropología cultural, sino que se prefiere hablar, sobre todo, de antropología social, disciplina que, presumiblemente, no adoptará una actitud contraria a la ciencia. De todos modos, uno de los decanos de la antropología social inglesa, Ed Leech, hizo un extraño comentario en una reseña, publicada por él, del libro Cultural Transmisión and Evolution que escribí con Feldman (Cavaili Sforza y Feldman, 1981), en el que se expone una teoría matemática de la transmisión cultural. Leech afirma que no le gustan los modelos. Es comprensible que no gusten los modelos matemáticos, que son muy raros en antropología (pero no del todo inexistentes). Sin embargo, cuando la ciencia ya ha pasado por el estadio puramente descriptivo, el estadio sucesivo es el de formular hipótesis y valorar su utilidad a partir de datos de observación que a lo mejor son nuevos, obtenidos precisamente con el objetivo de verificar lo que se espera partiendo de la hipótesis. Palabras como hipótesis, modelos, teorías, forman un continuum en la escala de la interpretación, de las explicaciones que se ofrecen para comprender los fenómenos observados. La diferencia entre lo que indican las tres palabras reside tal vez en su grado de complejidad y también en el grado de confianza que se deposita en las interpretaciones, que depende del número de las verificaciones a las que han sido sometidas. La palabra «modelo», a estas alturas, ha adquirido ya un uso bastante universal y tiende a sustituir a las palabras hipótesis y teoría, y no creo que suscite ninguna sorpresa o desconfianza, como tal vez lo hacía hace veintidós años.

En mi opinión, un modelo es una teoría manifiestamente perfectible, como todas las teorías, de la que se espera que tenga algo de cierto, de manera que pueda ser útil incluso para poder comprender observaciones posteriores y, como es natural, siempre con posibles modificaciones. Sobre todo, un modelo es una teoría verificable. Se ha introducido, incluso, la palabra «falsable», en lugar de «verificable», para insistir en el hecho de que nunca se puede decir que una teoría es verdadera, sino que sólo puede demostrarse que es falsa —y, hasta entonces, no decimos que una teoría es verdadera, sino útil—. Nos surge la duda, que parece aplicarse en el caso de muchos estudios de antropología cultural, que el antropólogo conocido, como muchos de sus colegas, prefiere quedarse siempre en el nivel descriptivo. Tal vez tras un estudio minucioso de la obra de Leech y de los antropólogos culturales contemporáneos sería posible comprobar si esta hipótesis tiene alguna validez. Sin embargo, hay que añadir de inmediato que existen óptimas descripciones científicas de notable valor. La de Linneo, quien describió en el siglo XVIII toda la flora y la fauna mundiales, nunca ha sido superada del todo, aunque hayamos cambiado muchos nombres de géneros, especies, familias, e introducido otros niveles sistemáticos.

La antropología cultural americana del siglo XX se encontró ante el hecho de tener que afrontar el pasado racista de los primeros antropólogos y reaccionó de varias maneras. Las reacciones emotivas tienden a ser excesivas. Una de las consecuencias de las que he hablado antes fue la abolición de la expresión «evolución cultural» y sus sustitución por la de «cambio cultural». El temor a que el término «evolución» incluya necesariamente la noción de «progreso» tendría que ser fácil de superar y hoy somos ya más circunspectos y humildes al hablar de «bárbaros», «salvajes», «inciviles», etcétera, palabras que haríamos bien en limitarnos a aplicar a nuestros opositores políticos (donde no sin razón serían utilizadas con bastante frecuencia). No existe identidad entre evolución y progreso, como se temían los antropólogos de principios del siglo XX. Los únicos progresos que acaecieron efectivamente y sobre los que podemos encontrarnos todos de acuerdo son los referidos a la complejidad, en la biología y tal vez también en la sociedad humana. Es difícil negar asimismo que haya habido progreso en la tecnología, una actividad muy humana. Aquí la discusión trata, en términos generales, sobre las ventajas que se derivan de los progresos en la tecnología, olvidando que todo cambio cultural y tecnológico, aunque apunte a una mejora —no necesariamente o no sólo la de los ingresos económicos del inventor— no tiene sólo un beneficio, sino que también tiene siempre un coste que con frecuencia resulta complicado prever al principio. Podría ser que no haya existido ningún progreso en la felicidad humana, un hecho, de todos modos, que resulta muy difícil calcular y medir. La única manera de poder alcanzar alguna conclusión sobre esta duda, que como es obvio resulta muy importante y complicada, sería la de preguntar a los interesados. Eso se puede hacer, y se ha hecho; si los resultados son más o menos convincentes habría que preguntárselo a los lectores en el momento en que sean publicados.

Existe todavía otra situación en la que la palabra «evolución» ha tenido una vida difícil: en la lingüística. Fue sin duda bajo la influencia de Darwin cuando el lingüista August Schleicher propuso, en 1863, un árbol evolutivo de las lenguas de la familia indoeuropea, a la que pertenece también el italiano. Fue, por otra parte, uno de los primeros árboles evolutivos que se construyeron; Darwin se sirvió de los árboles evolutivos más bien como modelos teóricos. El de Schleicher no era muy distinto de los que se construyen hoy en día. Por razones que no están del todo claras, la Sociedad de Lingüística de París aprobó en aquella época un edicto que prohibía las interpretaciones evolutivas de las lenguas. En parte, la razón era el auge de profusas teorías ingenuas o poco constructivas. Tal vez también desempeñó un papel la reacción religiosa contra la evolución y el darwinismo que fue, especialmente al principio, muy fuerte. En el fondo, el tabú de París tiene todavía algún efecto sobre los lingüistas, que evitan el tema. Los que se ocupan de ello son verdaderamente muy pocos. El problema real es que poquísimos lingüistas se ocupan de muchas lenguas y tienen por tanto interés y competencia en el campo de la lingüística comparada, la más útil para los estudios evolutivos. Lo normal es que prevalezca la especialización en una o pocas lenguas, y en consecuencia sea escaso el interés por el tema.

Considero que la palabra «evolución» es muy afín a la de «historia». Somos muchos los que estamos convencidos de que la historia y, por tanto, la evolución son la clave para comprender el presente. La evolución resulta incluso mejor que la historia, por tratarse de una teoría que está bien verificada en un número de disciplinas cada vez mayor.