La vida como capacidad de generar hijos idénticos a los padres, Las mutaciones como fuente de novedades y la selección natural que elige las buenas y descarta las malas. La evolución genética como proceso de trial and error. La evolución cultural en comparación con la biológica. Lamarck y Darwin.
La vida es la capacidad de reproducirse, es decir, de generar hijos idénticos, o casi, a uno mismo. En realidad, para constatar esta propiedad extraordinaria de los seres vivos tenemos que fijamos en organismos un poco especiales, como las patatas u otras plantas o microorganismos que pueden reproducirse por vía asexuada (también llamada vegetativa). En el hombre, que se reproduce por vía sexual, la única ocasión para constatar la potencia de la herencia biológica (o genética, como la llamamos más a menudo) es la comparación de gemelos idénticos. Ambos poseen exactamente el mismo bagaje hereditario, porque la célula producida por la unión de un espermatozoide y de un óvulo que le ha dado origen se ha dividido en dos células iguales antes de que empezara el desarrollo embrionario. Por tanto, los gemelos idénticos con frecuencia muestran una identidad elevadísima.
En la reproducción sexual cada uno de los dos progenitores contribuye con un bagaje hereditario completo. También lo llamamos «genoma», o conjunto de genes, y más exactamente, de ADN, Este modo de reproducirse, poniendo en contacto cada vez dos genomas parecidos pero no idénticos, es tan eficaz que prácticamente todos los denominados «organismos superiores» (en la práctica, los que no son bacterias o virus) lo han adoptado. El motivo es simple; el proceso de réplica del bagaje hereditario no es perfecto, sino que siempre hay pequeños errores. Los hijos llevan una copia del ADN de los padres y el genoma que cada progenitor transmite a su hijo está hecho de ADN. Si hay errores de réplica en el genoma que procede de un progenitor, el que procede del otro puede salir indemne y salvar la situación.
Los errores de réplica del ADN que se producen en la reproducción de una célula son llamados «mutaciones». Se trata de cambios en el ADN, por lo general pequeñísimos, que son transmitidos a todos los descendientes del individuo en quien se verifican. El ADN del genoma humano está compuesto por cerca de 3.150 millones de elementos, llamados «bases» (o también nucleótidos, que es el término químico menos genérico). Las bases que componen el ADN son sólo de cuatro tipos distintos entre sí: las reconocemos generalmente con la inicial de su nombre químico (A, C, G, T). El caso de mutación más frecuente es la sustitución de una base por otra de distinto tipo (por ejemplo, C en un punto determinado del genoma puede convertirse en G o T o A). Más raramente la mutación es la pérdida o la adición de una o más bases. Las mutaciones son muy raras; en un nuevo genoma puede haber una docena en los más de tres mil millones de bases que lo componen. Por otra parte, tales mutaciones pueden ser distintas y acontecen de manera casual: no pueden ser evitadas. De todos modos, esto no es tan grave, porque en realidad sólo una pequeña parte de las mutaciones es perjudicial. La mayoría no comporta ninguna modificación en el desarrollo somático, fisiológico o psíquico.
Un pequeñísimo número de mutaciones, por otro lado, resulta beneficioso. El beneficio depende en parte de cómo vivamos. Por ejemplo, como todos los mamíferos, nosotros nos alimentamos con leche materna durante un lapso tras nuestro nacimiento (como máximo, tres años, pero hoy en día casi ninguna madre, excepto las pigmeas, tiene la paciencia de seguir tanto tiempo). Para aprovechar el azúcar que contiene la leche, que concretamente se llama lactosa, producimos una enzima que se llama lactasa. Cuando el niño se desteta, no hay motivo para que siga produciendo lactasa. El organismo está atento a no hacer derroches y deja de producirla. Se trata de una adaptación biológica antigua que se encuentra presente en todos los mamíferos.
Una mutación, en realidad tal vez más de una, en determinados puntos del genoma puede impedir el cese de la producción de lactasa al final de la lactancia. En determinado momento del transcurso de la evolución humana, hace entre once mil y doce mil años, la comida empezó a escasear en Oriente Medio, tal vez a causa del cambio climático que se verificó al final de la última glaciación, hace unos trece mil años. Con la inventiva que siempre lo ha caracterizado, el hombre moderno empezó a domesticar a algunos animales, como cabras y ovejas y, sucesivamente, también vacas, caballos y camellos, y a alimentarse con su leche incluso después de la lactancia. Pero alimentarse de leche en ausencia de lactasa provoca desarreglos intestinales, por regla general no muy graves, pero desagradables. Los pocos individuos portadores de una mutación que impide la desaparición de la producción de lactasa tras el destete no tienen estos desarreglos y pueden consumir lactosa sin limitaciones. Dichos individuos tienen por tanto una ventaja en condiciones en las que los recursos alimenticios resultan insuficientes, como sucedería entonces y como a menudo sigue sucediendo en la actualidad.
Casi diez mil años más tarde, es decir, hoy en día, vemos que en Europa y en algunas tribus Africanas, donde la leche sigue siendo consumida también por los adultos, muchos (en Europa del norte, casi todos) llevan la mutación que permite continuar digiriendo la lactosa durante toda la vida. Evidentemente, resulta un beneficio conservar la enzima lactasa si existe una producción de leche y, por tanto, se puede seguir consumiéndola con posterioridad al destete.
Este ejemplo nos enseña tres cosas. La primera es que una mutación puede ser, en determinadas circunstancias, beneficiosa —y en el curso de la evolución encontramos multitud de ejemplos de este tipo—. En efecto, en condiciones en las que el portador de la mutación (llamado «mutante») tiene mayores probabilidades de sobrevivir y puede, a lo mejor, también tener más hijos que los que no la poseen, como quiera que sus hijos y él estarán mejor alimentados, la mutación puede extenderse a toda la población en el curso de las generaciones. En segundo lugar, este proceso es lo que Darwin describió con el nombre de «selección natural». Y está claro que el mutante se difundirá tanto más rápidamente cuanto mayor sea su ventaja reproductiva sobre el tipo original.
Darwin se convenció de la importancia de la selección natural al observar, entre otras cosas, las enormes diferencias que los criadores sabían originar entre las razas de animales domésticos mediante la denominada «selección artificial», y llegó a la conclusión de que la selección natural es la fuerza que rige la evolución. Hoy los biólogos están plenamente convencidos de ello. Es un proceso que selecciona las mutaciones beneficiosas y elimina las perjudiciales, de una forma automática. En efecto, las primeras son aquellas que permiten que sus portadores tengan más probabilidades de alcanzar la edad adulta que los individuos que carecen de ellas y/o que, en caso de sobrevivir, tengan más hijos. Por lo tanto, que las mutaciones de ese tipo aumenten con el transcurso de las generaciones con respecto al tipo original es un proceso absolutamente automático e inevitable. Cuanto mayor es el número de hijos con la mutación que alcanzan la edad adulta respecto al tipo original, tanto más rápidamente el tipo mutante se convierte en el más frecuente, cuando no en el único, de la población. Mutaciones de este tipo son, en consecuencia, beneficiosas, si no en general, por lo menos en el medio particular de vida; en el caso considerado antes, aquel en el que se consuma leche incluso entre adultos. En China o en Japón, donde la producción y el consumo de leche son hechos excepcionales, los individuos que conservan la tolerancia a la lactosa en la edad adulta son escasísimos. La tercera conclusión es que también la evolución cultural, en este caso la adopción de nuevos hábitos de alimentación (el consumo de leche por parte de los adultos), puede dirigir la evolución biológica.
Éste es el sencillísimo modelo teórico propuesto por Darwin: mutación y selección son los motores principales de la evolución. La mutación, es decir, la manifestación de cambios casuales, raros y transmisibles del patrimonio genético produce individuos de un nuevo tipo. Algunos de estos cambios proporcionan a sus portadoras cierto beneficio, en el ámbito de la supervivencia y/o reproducción. La selección natural, es decir, el aumento automático de los tipos mutantes en los medios en que se manifiesta este beneficio suyo, lleva a los mutantes beneficiosos a sustituir a los tipos precedentes.
La reproducción sexuada hace necesario pasarles a los hijos sólo la mitad del propio patrimonio genético total, es decir, un único genoma; de no ser así, el bagaje hereditario se doblaría en cada generación. Dado que cada uno de nosotros tiene dos genomas, uno de origen paterno y otro de origen materno, les pasamos a nuestros hijos un solo genoma, pero completo. La elección entre nuestro genoma paterno y materno se lleva a cabo al azar. No es que al engendrar un hijo sea elegido uno u otro, sino que los distintos fragmentos van siendo cogidos al azar de un genoma o del otro, aunque no se pierde ni se duplica ninguna parte. Por tanto, cada espermatozoide tiene un genoma completo, pero hecho de fragmentos que proceden unos del padre y otros de la madre. Lo mismo sucede con el óvulo. Al unirse, el espermatozoide y el óvulo generan un hijo que tiene dos genomas completos, uno paterno y otro materno.
El doble genoma supone un gran beneficio: si uno de los dos contiene una mutación dañina, puede ser que el otro contenga el ADN correcto. Lo habitual es que baste con que uno de los dos funcione. El mismo criterio es el que se sigue en los aviones pequeños, los monomotores. Al no poder duplicar con facilidad el motor se duplican todas las piezas importantes: el carburador, la dinamo, el depósito de gasolina, etcétera. De esa manera, si una de las piezas dejara de funcionar podría ser fácilmente sustituida con su duplicado que funciona. En los aviones más grandes se puede duplicar todo el motor. La ingeniería copia la biología. Insistimos en que, en la elección entre los dos genomas, paterno y materno, el hijo no obtiene uno u otro en bloque, sino una mezcla compleja. Por tanto, cada hijo, exceptuando a los gemelos idénticos, es profundamente distinto de otro. Esto genera una enorme variabilidad biológica que tiene una gran ventaja: suceda la catástrofe que suceda, siempre habrá por lo menos algún individuo que tenga mejores probabilidades de sobrevivir. Lo que importa es que la especie se salve: tal vez incluso unos pocos individuos pueden ser suficientes para reconstituirla. Por este motivo hay en toda población, incluso en la más pequeña, una enorme variación genética.
El primer biólogo que habló claramente de origen de las especies animales y vegetales por evolución de tipos precedentes más simples, Jean-Baptiste Lamarck, consideraba que el motor de la evolución era la adaptación de todos los individuos a las condiciones del medio. Lamarck creía que dicha adaptación, producida en la vida de cada uno de los individuos, podía ser directamente heredada por nuestros descendientes. También lo creía así Darwin. Hoy sabemos que esto no funciona con los caracteres biológicos normalmente estudiados. Sabemos que el entrenamiento muscular de un padre atleta no se transmite de manera directa a su hijo, quien podrá adquirir ese carácter sólo a través del ejercicio. La herencia de una predisposición genética a la actividad deportiva, en el caso de que exista, también podría ser útil, pero no se trata de herencia de caracteres adquiridos en el curso de la vida.
El descubrimiento de que la mutación es un fenómeno raro y casual se verificó a principios del siglo XIX. En síntesis, la evolución es un mecanismo de «ensayo y error» (trial and error): el intento (trial) es cada mutación, la única fuente de novedades biológicas por lo que se refiere al ADN. Ésta ocurre espontáneamente y en direcciones casuales. En la mayor parte de los casos, las mutaciones no tienen ningún efecto visible o importante en nuestro cuerpo y pueden reaparecer aumentando o disminuyendo su frecuencia de manera casual en las generaciones que suceden a su aparición. Las llamamos «mutaciones selectivamente neutrales». Numerosas mutaciones son decididamente perjudiciales: muchas son causa de enfermedades hereditarias y generan una tasa de mortalidad que hace que sean eliminadas de forma automática a largo plazo, si no ocurre de forma inmediata. Desde un punto de vista funcional, éstos son los «errores». La mayoría de las mutaciones no constituyen exactamente auténticos errores; en realidad, no hacen nada. Pero las mutaciones que son beneficiosas, al menos en ciertos medios de vida, prosperan y son causa de evolución.
En la teoría lamarckiana de la evolución, se consideraba que los caracteres que el organismo iba adquiriendo en el curso de su vida eran hereditarios. Pero esto no ocurre con los caracteres biológicos y, por tanto, con la evolución biológica. En cambio, las «mutaciones» que acaecen en la evolución cultural, es decir, las innovaciones y las invenciones que son transmitidas a través de la cultura, no son heredadas necesariamente por los hijos, pero pueden ser heredadas por cualquier otro miembro de la sociedad. En consecuencia, la evolución cultural es de tipo lamarckiano, a diferencia de la biológica, y de hecho Lamarck no hacía distinciones cuando hablaba de «herencia de los caracteres adquiridos». En biología, los caracteres adquiridos durante la vida de un individuo no son heredados por sus hijos. Probablemente, Lamarck agrupaba con los rasgos biológicos también todos los caracteres de naturaleza psicológica, algunos —mejor dicho, muchos— de los cuales pueden ser transmitidos culturalmente y mostrar por tanto una herencia de tipo lamarckiano. Hay otro hecho que relaciona la evolución cultural con el modelo de Lamarck: él insistía en la «voluntad de evolución». La mutación cultural, es decir, la inventiva, a diferencia de la biológica, no es un fenómeno independiente de nuestra voluntad, no es un fenómeno que pueda considerarse «casual», sino que siempre tiene la misión de resolver un problema práctico particular. Ésta es una gran diferencia entre la evolución cultural y la genética, en las que las mutaciones son, en cambio, casuales y no están destinadas a resolver los problemas del momento. Por otra parte, la transmisión cultural no está ligada, como la biológica, al paso de padres a hijos. Puede ser infinitamente más rápida, casi instantánea, especialmente en la actualidad. Y viceversa, la transmisión genética está condicionada por el proceso de reproducción, que requiere una generación: de veinticinco a treinta años en el caso humano. Por tanto, a menos que la tasa de mortalidad no sea extremadamente elevada, algo que por fortuna se verifica cada vez con menor frecuencia, el cambio genético de las poblaciones humanas es extremadamente lento. Por ello hay diferencias fundamentales entre la evolución biológica y la cultural y hay que distinguir con claridad los dos mecanismos. No obstante, ambos pueden influenciarse de forma recíproca y, por este motivo, también se habla de coevolución biológico-cultural.