El aprendizaje de la cultura es un fenómeno de transmisión cultural. Su estudio, hasta ahora extremadamente limitado, podría ser útil para la comprensión de la evolución cultural, como el estudio de la transmisión genética lo ha sido para la de la evolución genética. El tabú de la expresión «evolución cultural». Problemas históricos y presentes de la antropología cultural.
El aspecto que más nos interesa aquí supone resaltar los intercambios culturales: el aprendizaje, la transmisión, la génesis y la aceptación de las innovaciones. Pretendemos concentrarnos en aquello que puede hacernos comprender mejor el mantenimiento y la evolución de la cultura en sus distintos aspectos. La estructura teórica de los mecanismos culturales, que permiten el mantenimiento y la evolución de los conocimientos transmitidos por las generaciones precedentes, puede ser representada de manera muy simple. En el transcurso de nuestra vida, nosotros asimilamos de nuestros padres y de otros parientes, de compañeros y amigos, de la escuela (allí donde existe: las escuelas son un progreso reciente y todavía no universal), de los medios de comunicación de masas, de una gran variedad de sucesos y enseñanzas y, en general, de toda la sociedad, los valores que guiarán nuestras elecciones y las reglas de conducta que podrán ayudarnos a obtener lo que deseamos, a tomar decisiones prácticas en las diversas alternativas que se nos presentan en el curso de nuestra vida, a conocer y disfrutar de los espectáculos, las actividades y las diversiones que la sociedad nos ofrece, a conocer y a evitar los peligros y, en general, a alcanzar la máxima satisfacción de que seamos capaces. Desarrollamos así las preferencias que controlarán nuestra conducta y encontramos soluciones, que tal vez son originales, a nuestros problemas. Por otra parte, la sociedad cambia continuamente: hay muchas innovaciones, es decir, nuevas invenciones, que requieren el aprendizaje de nuevas conductas, hacer nuevas elecciones, tomar decisiones. Podemos reagrupar el conjunto de estos procesos, fuerzas y factores que mantienen y cambian la cultura bajo el título de «transmisión y evolución cultural».
Como veremos mejor más adelante, la genética pudo desarrollarse porque dio origen a una teoría de la transmisión y de la evolución biológica. Nació precisamente así, gracias al trabajo de Mendel, que formuló leyes muy sólidas sobre la transmisión genética. Sólo cuando ese trabajo fue comprendido y fue posible asimilar las bases físicas y químicas del mismo, la biología empezó a fructificar de manera prodigiosa. Pero hasta ahora la transmisión cultural ha sido estudiada sólo en una mínima parte y el término «evolución cultural» ha sido incluso prohibido en la antropología cultural, por lo menos hasta hace poco tiempo. Conceptos parecidos al de evolución cultural venían siendo utilizados en el siglo XIX para diferenciar «pueblos evolucionados y no evolucionados», desarrollados y salvajes, para exaltar a los unos y menospreciar a los otros. De ahí surgió un racismo violento que contagió al mundo político. Hemos visto las consecuencias de ello en la triste historia de la primera mitad del siglo XX. En el siglo que terminó hace poco tiempo, los antropólogos prefirieron evitar la expresión «evolución cultural», creyendo tal vez no incurrir así en los errores de los antropólogos racistas del siglo XIX y de sus discípulos de la primera mitad del siguiente. Pensaron que bastaba con hablar de «cambio» cultural, en lugar de «evolución», y evitar la palabra «progreso» para diferenciarse claramente de sus padres del siglo XIX y renegar de su herencia cultural. En realidad, el racismo permaneció vivo en la primera mitad del siglo XX gracias a la obra de algunos antropólogos físicos americanos, como Carleton Coon, quienes construyeron una escala de valores de las distintas razas, poniendo a los Africanos en el escalón más bajo. Pseudogenetistas americanos, capitaneados por Charles Benedict Davenport, de Cold Spring Harbor (NY), utilizaron como instrumento político investigaciones científicas de nulo valor: unos tests de inteligencia a los que fueron sometidos los emigrantes a los Estados Unidos procedentes de la Europa del sur, que dejaron los formularios en blanco porque eran en su mayor parte analfabetos, fueron considerados como prueba de inteligencia cero. Con esta base, fueron impuestas gravísimas limitaciones numéricas a la inmigración de la Europa del sur. Los genetistas alemanes de la época se prestaron al genocidio de los nazis. En Italia trece profesores universitarios firmaron el «Manifiesto de la raza» de 1938, claramente antisemita, pero ninguno de ellos era genetista. Sólo la genética de las poblaciones, en el curso de su desarrollo durante la segunda mitad del siglo XX, empezó a ocuparse del racismo y lo declaró inaceptable.
Llegados a este punto, el tabú de la expresión «evolución cultural» debería haber sido superado también en la antropología. Pero en realidad, y especialmente entre algunos antropólogos americanos, en los últimos años se han ido perfilando otras tendencias peligrosas. Han recibido la influencia de los filósofos posmodernos, algunos de los cuales se han inclinado a proclamar que la ciencia estaba supeditada a la política y que, por tanto, era incapaz de llegar a las verdades a las que debería aspirar. La confianza en la ciencia ha sido superada para ellos por la confianza en la palabra: en la práctica, la idea es que aquel que sabe servirse de ella para sus propios fines seguirá siendo el amo (por desgracia, ¡hay bastante verdad en esta afirmación! Sería necesario, en consecuencia, enseñar el espíritu crítico necesario para no dejarse encandilar por las palabras). Los filósofos posmodernos prosperan difundiendo el terrorífico pensamiento que identifica el Verbo con la divinidad. Acerca de la importancia del lenguaje no hay ninguna duda; de todos modos, también es verdad que está lleno de ambigüedad y que la ambigüedad aumenta con el grado de abstracción de una palabra, lo que tendría que infundirles a los filósofos mayor prudencia y humildad.
La evolución cultural, en su conjunto, viene determinada por la suma de las innovaciones y de las elecciones o, más exactamente, por la aceptación o no de estas innovaciones por parte de la sociedad y de qué innovaciones son aceptadas. Existe, por tanto, un cambio continuo que siempre es de naturaleza estadística, dado que resulta muy improbable que todos acepten las mismas opciones: algunas innovaciones son más afortunadas que otras. La historia de la cultura es, en consecuencia, la historia de las innovaciones: de cuáles han sido propuestas, cuáles han tenido suerte y por qué. La motivación que lleva a crear o a aceptar una innovación es más o menos siempre la misma: se observa una necesidad y se intenta satisfacerla. El inventor es con frecuencia un personaje particular, dotado de creatividad y de independencia intelectual; pero todos y cada uno de nosotros somos en potencia un inventor capaz de crear alguna novedad. Este inventor ocasional puede que acabe siendo el único que utiliza su creación; más a menudo, la novedad tiene suerte y se difunde y, en ocasiones, puede convertirse en algo verdaderamente importante, que determine nuevos desarrollos sociales.
En la tentativa de reconstruir la historia de la cultura es importante también considerar las motivaciones que empujan de cuando en cuando a aceptar o a rechazar una invención. Los estudiosos de las innovaciones han descubierto que existe gran variedad individual dentro de la tendencia general a aceptar las novedades: de un lado, están los ansiosos de novedades, los «pioneros»; mientras que en el extremo opuesto están los más gandules, los últimos en aceptar. La tendencia y la velocidad de aceptación varían de un individuo a otro entre ambos extremos, según las leyes comunes de variabilidad individual. Pero, naturalmente, la intensidad de la motivación varía también dependiendo del objeto de la novedad, de la necesidad que exista de la misma y de lo que guste, y por tanto resulta profundamente influenciada también por los gustos y las preferencias personales. Bastantes invenciones son de naturaleza tecnológica, pero muchas, quizás en mayor número, son de naturaleza socioeconómica. Todas las novedades, sean del tipo que sean, tienen que proporcionar alguna clase de beneficio, al menos en apariencia, para tener alguna probabilidad remota de ser aceptadas (a veces, el único beneficio es ése, precisamente: el de ser una novedad). No obstante, todas las innovaciones no tienen exclusivamente un beneficio, sino que también tienen siempre un coste que puede ser, al principio, de difícil valoración. Esto crea en algunos un sentimiento de desconfianza general hacia las novedades, que tiende a ralentizar o a impedir la aceptación de las mismas. También existe, no obstante, una tendencia opuesta, que se manifiesta como una atracción por las novedades en cuanto nuevas. Entre los que poseen una tendencia de estas características encontramos también a los pioneros.
La historia de la cultura tiene como objeto, en consecuencia, la identificación de las innovaciones más importantes de cada época, lugar y situación en que han aparecido, las motivaciones que han impulsado su propuesta y su aceptación o imposición y la satisfacción que han proporcionado. Naturalmente, casi siempre hay factores externos a la propia innovación, como economía, política, religión, modas y otros factores, que imponen límites, frenos o estímulos. La influencia de la sociedad es en cualquier caso un factor dominante siempre, por cuanto el proceso cultural es un proceso antes que nada social, es decir, de intercambio de informaciones entre Individuos. Nuestros conocimientos y actividades son el resultado de experiencias de millones de individuos que nos han precedido, que nos han transmitido un bagaje que nos condiciona y que nos proporciona una serie de respuestas posibles a cierto número de problemas, deseos, necesidades e intereses. La reconstrucción de la historia de la cultura no es una empresa cuya realización resulte fácil. La Historia del arte de Gombrich, que analiza la historia del arte visual a través de las innovaciones de técnicas, estilos, intereses y contenidos a lo largo de los siglos, me parece un magnífico ejemplo de historia sociocultural. Por desgracia, se trata de un trabajo difícil de reproducir en otros campos: a menudo faltan el material y la documentación que nos permitan una tarea de este tipo, es muy difícil encontrar a un autor capaz de llevarla a cabo y falta el espacio editorial necesario para cubrir todos los aspectos de la cultura merecedores de dicho tratamiento.
Un problema ulterior consiste en la especialización de los diversos campos del saber, lo que obstaculiza el trabajo interdisciplinario y su comunicación al gran público. Esto podrá disgustar a algunos especialistas de algunas materias, pero estamos profundamente convencidos de que casi todas las ciencias son poco leídas y están poco difundidas porque los especialistas hacen un uso excesivo de una terminología que no resulta estrictamente necesaria y que tendría que servir sólo para comunicarse con mayor precisión y concisión con otros especialistas. No creo en la existencia de una verdadera barrera entre humanistas y científicos, a la manera de Charles Percy Snow: unos y otros utilizan los mismos métodos de análisis intelectual, pero lenguajes profundamente distintos. Creo, en cambio, en la incapacidad de la mayor parte de los intelectuales, humanistas o científicos para utilizar un lenguaje sencillo y que sea ampliamente comprensible, como si la calidad de una obra tuviera que juzgarse sobre todo según la dificultad de los términos de los que se hace gala.
Además, nunca ha habido mucho tiempo o interés para un análisis de fenómenos considerados algunas veces como demasiado modestos, pero en realidad bastante interesantes, aunque parezcan poco científicos o de escaso relieve intelectual. El análisis tendrá que quedarse muchas veces en el nivel descriptivo. Un análisis de este tipo requiere un paciente trabajo inicial de descripción, a la espera de que se lleven a cabo ulteriores estudios que propongan hipótesis de interés explicativo e investigaciones posteriores que puedan validar o invalidar estas hipótesis. Como siempre, el valor de una hipótesis no es necesariamente el de ser o no acertada —es probable que no existan hipótesis absolutamente acertadas—, sino el de ser falsable o, para usar un término menos popular pero más optimista, mejorable.
Para finalizar, es importante intentar llevar a cabo síntesis parciales de fenómenos muy distintos, como ha sucedido con algunas investigaciones que han relacionado, por ejemplo, la variación lingüística con algunos hechos arqueológicos o antropológicos, o con la variación genética, hallando factores comunes que han influido de manera paralela en dos o más de estos aspectos o fenómenos profundamente distintos. El principio guía es que se puede suplir la imposibilidad de poder repetir, con una finalidad experimental, un proceso histórico —que de todas maneras seguirá siendo único—, si se estudian en paralelo aspectos distintos de ese mismo proceso. De manera muy distinta a la ciencia experimental, la ciencia histórica no cuenta con la posibilidad de poder repetir el experimento. A pesar de ello, es posible estudiar la misma historia desde aspectos muy distintos, que pueden resultar complementarios, como las piezas multidimensionales de un jigsaw puzzle, en la reconstrucción de un proceso complicado. Además, siempre se dan complejas influencias recíprocas entre fuerzas distintas, como política, religión, economía, y sólo un estudio comprensivo de ese mosaico puede ayudarnos a entender y resolver estas interacciones.
Sería muy interesante, por ejemplo, estudiar el proceso de desarrollo de la población italiana desde los tiempos más remotos de los que se disponga de algún documento. Dicho estudio resultaría sobre todo un estímulo para nuevas investigaciones que nos ayuden a los italianos a comprendernos mejor, no sólo como italianos, sino también como una muestra casi casual de la humanidad, la primera en ser sometida a este tipo de examen. Sabemos que la economía depende de la demografía y viceversa, que los progresos intelectuales están profundamente influenciados por los educativos y viceversa, que las diversas actividades sociales son ampliamente independientes, pero que también están inevitablemente influenciadas, de manera recíproca, por la economía, la política, la religión; y sabemos que todos estos procesos se interaccionan. Resulta complicadísimo y dificilísimo estudiar de manera exhaustiva la red causal que conecta fenómenos tan distintos. Sin embargo, es posible intentar aprehender algunas relaciones interesantes debidas a una causalidad directa, en una u otra dirección, o causas comunes que interactúen de manera compleja, y esperar a que emerjan nuevos descubrimientos a partir de la acumulación escrupulosa de tales observaciones.
Aunque sea un difícil cometido, la reconstrucción de la historia de la cultura puede ser un instrumento muy importante para la comprensión del mundo en que vivimos y de las diferencias que lo caracterizan. Como resulta cierto para todas las diversidades genéticas, culturales, históricas, las diferencias entre las personas tienden a aumentar a medida que la distancia geográfica entre los lugares de origen y de residencia es mayor. Pero no sólo la geografía, sino también la estratificación socioeconómica y, sobre todo, la historia crean diferenciaciones que pueden llegar a ser enormes y que, de buenas a primeras, pueden parecer inexplicables. La historia de la cultura puede ayudarnos a comprenderlas, y comprenderlas permite, con frecuencia, disminuir la desconfianza y la resistencia que por regla general acompañan a la observación de una diferencia.
Otra historia de la cultura italiana les permitiría a los italianos conocerse mejor a sí mismos, aprender más acerca de las numerosas diferencias que a veces también existen entre personas bastante cercanas, dentro y fuera del país. Además, un gran número de descendientes de italianos, no inferior en su conjunto al de italianos que se quedaron en su patria, se encuentran en muchos países del mundo. Su número es probablemente superior al de los cincuenta y ocho millones que estamos hoy en Italia, si contamos también a los que ya no tienen un apellido italiano, cuyo número puede ser calculado sólo de manera aproximada. La mayoría de los emigrantes partió empujada por la desesperación provocada por la pobreza, por el hambre, por la falta de trabajo y de oportunidades; afrontó dificultades gravísimas de integración en una cultura desconocida y a menudo hostil y, en consecuencia, prefirió olvidar su propio país de origen con frecuencia. Esta es al menos la impresión que uno recibe en Estados Unidos. Pero aun cuando se intente perder los contactos con los propios antecesores, algo permanece (además, inevitablemente, de los genes): mucha cultura originaria puede permanecer enraizada a pesar de la integración en otra cultura profundamente distinta. Por fortuna, la cultura italiana es lo suficientemente rica como para poder seguir haciendo todavía contribuciones muy valiosas. Además, hoy en día se está difundiendo, también entre los más humildes, un profundo interés por conocer mejor los propios orígenes, genéticos y culturales, y por ello muchos italianos que abandonaron Italia hace tiempo y que hicieron fortuna en otros países podrían estar interesados en aprender algo sobre sus propias raíces.