La cultura como acumulación de conocimientos y de innovaciones, hecha posible por el uso del lenguaje. El estudio del pasado nos ayuda a comprender el presente y el futuro. El fraccionamiento de las culturas. El racismo. La evolución cultural y la evolución genética. Las ciencias experimentales y las ciencias históricas.
La palabra cultura tiene muchos significados. Pretendemos utilizarla aquí en el más general: la acumulación global de conocimientos y de innovaciones derivados de la suma de las contribuciones individuales transmitidas de generación en generación y difundidas en nuestro grupo social, que influye y cambia continuamente nuestra vida. Este desarrollo ha sido posible gracias a la capacidad de comunicación entre los individuos que se debe a la maduración del lenguaje. Esta capacidad, típicamente humana y desarrollada por igual en todos los pueblos vivientes hoy en día, le ha permitido a nuestra sociedad prosperar y expandirse, demográfica y geográficamente, aunque la comprensión recíproca se vea limitada a regiones no demasiado extensas debido a la gran diversificación lingüística local.
El desarrollo cultural que ha generado nuestra conducta social de la actualidad se ha verificado, en su mayor parte, en los últimos cien mil años, muy probablemente porque en torno a esa fecha la pequeña población que dio origen a todos los hombres que viven hoy en día alcanzó la capacidad actual de comunicación. En los últimos cinco mil años (menos de tres mil, en Italia) la invención de la escritura permitió acumular documentos perdurables que nos han ayudado a reconstruir, aunque sea parcialmente, nuestra historia con una precisión mucho mayor de lo que nos habría permitido la simple tradición oral. La arqueología, además, nos ha ayudado a recoger fragmentos importantes de la historia que precedió a la escritura, la prehistoria.
Todo cuanto podemos aprender del pasado nos ayuda a comprender nuestro presente. Por lo que sabemos, la prehistoria, y tal vez incluso nuestra historia, en términos generales ha sido turbulenta y cruel. Se ha verificado una mejora en las condiciones de vida a través de los siglos, cuya mejor prueba es el aumento de la esperanza de vida humana, un hecho que, por otra parte, es bastante reciente y todavía bastante limitado a una parte de la humanidad. Es de esperar que el estudio del pasado pueda ayudarnos a orientar nuestras actividades presentes y futuras en direcciones más universales y productivas y, a la vez, menos peligrosas.
Hoy en día, la cultura de los distintos pueblos está enormemente compartimentada. La existencia de límites nacionales que suelen ser rígidos contribuye a mantener profundamente independientes las culturas de las diversas naciones, cada una de las cuales ha tenido su propio desarrollo y tiene ahora un presente muy distinto. Pero incluso en el seno de cada nación existe una variedad cultural que con frecuencia es muy importante. Es fácil reconocer identidad entre culturas nacionales o locales (es decir, sub-nacionales, en algunas ocasiones compartidas por naciones distintas, como es el caso de la cultura kurda, dividida entre Irak, Turquía e Irán) unidas a comportamientos característicos que todos nosotros hemos podido comprobar o verificar cuando nos trasladamos al extranjero por periodos bastante largos. Algunos de estos comportamientos cambian rápidamente con el tiempo, otros parecen bastante más constantes, casi inmutables. En todas y cada una de las culturas con las que entramos en contacto podemos descubrir valores o defectos que las diferencian de la nuestra. De todas maneras, la tendencia a la globalización, determinada por el extraordinario y recentísimo aumento de los medios de comunicación, es cada vez mayor. Se trata de un proceso probablemente irreversible, debido al cual gran parte de la variedad cultural todavía existente parece destinada a desaparecer. Esto provoca algunas veces una sensación de alivio, pero más a menudo una sensación de pérdida. Sería deseable evitar muchas de estas pérdidas o, por lo menos, preservar su memoria. El intento de reconstruir y comprender la historia de las culturas puede ser importante mientras exista la presente variedad cultural, pero parece inevitable que muchas de las actuales variaciones estén destinadas a desaparecer por completo.
Hasta ahora no han existido intentos serios de comprender los mecanismos de la evolución cultural y de explicar algunos fenómenos característicos como, por ejemplo, las razones por las que algunos rasgos culturales son estables, mientras que otros cambian con rapidez. Durante mucho tiempo la tendencia dominante ha sido, y continúa siendo, la de considerar las diferencias de conducta observadas en naciones o culturas distintas como algo unido a diferencias de herencia biológica. Esta tendencia ha culminado en el «racismo»: la convicción de que las diferencias en el desarrollo económico y la supremacía militar y política entre los pueblos han sido causadas por diferencias innatas e inmutables. La expansión del pensamiento racista se ha producido especialmente en los dos últimos siglos. De todos modos, desde hace ya algunos milenios, el crecimiento demográfico y otros motivos que hicieron necesario aumentar las dimensiones y la complejidad de los grupos sociales, habían creado una rígida estratificación socioeconómica en clases o en castas, consideradas como ejemplos de «superioridad o inferioridad biológica». Todo esto se halla en desacuerdo con los estudios de genética de las poblaciones de los últimos cincuenta años. Las diferencias de oportunidad, creadas por la estratificación socioeconómica y por las barreras de comunicación entre los pueblos, hacen de todas maneras extremadamente difícil llegar a conclusiones satisfactorias. Pero, aunque sea valorando tan sólo la posibilidad de que haya algo de cierto en las conclusiones racistas, uno se queda inevitablemente perplejo al descubrir que lo más frecuente es que el pueblo considerado superior sea siempre el de uno mismo. Este hecho hace que resulte verosímil imaginarse que existen otras explicaciones más realistas que las convicciones racistas, relacionadas por ejemplo simplemente con el deseo de mantener nuestros propios hábitos y relaciones sociales o con una necesidad interior de reforzar la confianza en uno mismo.
Es obvio que la conducta humana ha sido fundamentalmente aprendida, si tenemos en cuenta que los conocimientos que nos permiten orientarnos en la vida cotidiana y en las relaciones sociales son, ante todo, de naturaleza tecnológica o convencional. A pesar de ello, la estratificación socioeconómica y la necesidad de especialización de los distintos sectores del trabajo crean profundas diferencias en lo que es aprendido. Como es natural, existen también diferencias en la predisposición individual hacia las distintas actividades intelectuales específicas, como demuestran sobre todo casos excepcionales de grandes artistas, literatos, científicos, políticos o inventores; pero no está nada claro hasta qué punto resulta importante el componente genético en el origen de estos pocos grandes hombres de genio. Pasando por alto aquí las diatribas sobre el cociente intelectual, nos parece más interesante señalar nuestra ignorancia sobre las causas del origen de los más grandes hombres de genio del arte o de la literatura, de la ciencia o de la política. Muchos tuvieron un origen humildísimo y tanto sus ascendientes como sus descendientes no han revelado necesariamente dotes que fueran de verdad excepcionales. Esto nos lleva a considerar de manera más crítica la tendencia a invocar explicaciones genéticas simples. Por otra parte, existe un componente genético en casi todos los caracteres, pero siempre resulta difícil demostrarlo con claridad. Por regla general, éste viene siendo sobrevalorado a causa del método normal de análisis seguido hasta ahora para separar los factores genéticos y ambientales de cualquier carácter. Este método, basado en el estudio de la transmisión en familias, encuentra dificultades notables a la hora de separar la herencia biológica de la herencia sociocultural, que resulta muy fuerte en la mayor parte de las familias y que produce efectos que se escapan a una simple valoración cuantitativa. Mozart, sin duda, tenía dotes genéticas excepcionales si podía componer música a los cinco años, pero probablemente nadie se habría dado cuenta de ello si hubiera nacido en una familia de pigmeos Africanos, en vez de en una familia austriaca dedicada a la música. En realidad, estos personajes excepcionales se benefician de extraordinarias y extrañísimas combinaciones de dotes genéticas y factores socioculturales favorables. El desarrollo de la música está unido sobre todo a un pequeño número de personas que han tenido una influencia desproporcionada y que siguen dominando este campo. Lo mismo es válido para casi todas las artes, las ciencias, gran parte de la tecnología, la política y la historia. La Historia del arte de Gombrich es un espléndido ejemplo de evolución del arte visual y de sus estilos a través de las innovaciones que la determinaron, aunque no conozcamos al autor de muchas de estas innovaciones (Gombrich, 2002).
Hoy empezamos a comprender mejor la evolución cultural y esta forma propia de progresar a saltos (lo mismo vale, quizá de una manera menos dramática, también para la biológica, según la hipótesis de los «equilibrios punteados» de Niles Eldredge y Stephen J. Gould). El estudio científico de los fenómenos culturales y de su evolución puede llegar a convertirse en una realidad. Como en toda investigación científica, la primera fase no puede ser más que descriptiva, mientras que la fase sucesiva puede abordar ya la interpretación de los fenómenos observados, formulando hipótesis que puedan servir para comprenderlos y preverlos. En una ciencia experimental, el control de la validez de estas hipótesis se formula mediante nuevos experimentos que permitan compararlos entre sí, según la mayor o menor capacidad de prever los datos experimentales. En la situación ideal, la previsión de los resultados es cuantitativa, es decir, la hipótesis puede ser traducida a una expresión matemática que prevé cuantitativamente el resultado del experimento. Fue ésta la gran innovación metodológica introducida por Galileo con la fundación de la física experimental a principios del siglo XVII. Sabemos que Galileo tuvo sus problemas con la Inquisición de la época, a la que no le gustaba nada un método para llegar a verdades científicas distinto del que consistía en la búsqueda de la verdad ya escrita en los antiguos textos filosóficos o religiosos. Afortunadamente, el mundo había avanzado ya bastante y la idea de Galileo consiguió sobrevivir a la condena papal: de este modo, el mundo de la ciencia dejó de darle siempre la razón a Aristóteles o a la versión literal de la Biblia, dando inicio a la ciencia moderna. La química fue la primera ciencia, tras la física, que se sirvió del método experimental cuantitativo; su pleno desarrollo empezó en la segunda mitad del siglo XVIII. A principios del siglo XIX la biología conoció su primera teoría importante: la de la evolución que viene determinada por la adaptación al medio, formulada por Lamarck. En 1859 apareció la primera explicación teórica de Darwin, con la teoría de la selección natural. La biología tuvo su primera teoría matemática en 1865, con las leyes de la herencia biológica descubiertas por Mendel.
Los estudios de Mendel eran demasiado avanzados para ser comprendidos o aceptados por la ciencia de su tiempo y hubo que esperar al año 1900 para que varios científicos europeos redescubrieran el artículo que contenía los resultados de aquellos estudios y confirmaran la validez de los mismos. Doce años después, un grupo de genetistas, dirigido por Thomas Hunt Morgan, de la Universidad de Columbia de Nueva York, ofreció la prueba experimental de que los cromosomas —pequeños bastoncillos en el interior de toda célula viviente, cuya presencia en número y forma constante en todo individuo de determinada especie había sido ya señalada— eran los portadores de la herencia biológica. Las leyes de Mendel, y también sus limitaciones, pudieron ser comprendidas en su totalidad a partir de ese momento. Los estudios genéticos fueron inmediata y específicamente de carácter cuantitativo y, en los años veinte, incluso se creó una teoría matemática de la evolución biológica, basada en la selección natural de Darwin como causa primera de la evolución, que fue completada con el estudio experimental de la mutación, llevado a cabo por Hermán J. Muíler, del grupo de Morgan, y en otros pocos factores evolutivos bien conocidos en la actualidad.
Las ciencias experimentales tienen la gran ventaja de que las posibilidades de experimentar son infinitas: una hipótesis confirmada por un experimento puede ser perfeccionada por otras, de manera que pueda generarse, al final, una teoría que explique y tenga en cuenta muchos hechos y cuya corrección siga siendo mejorable a medida que aumenten los hechos conocidos. Por otra parte, los conocimientos teóricos suelen ser presagios de aplicaciones prácticas que constituyen su mejor prueba. Otras veces, en cambio, son su consecuencia. Se podía dudar de que la Tierra girase alrededor del Sol y, a lo mejor, seguir creyendo que la Luna era una pieza de queso con agujeros, como pensaba el protagonista de una famosa novela histórica de Cario Ginzburg (Ginzburg, 1976), hasta que fuimos allí. Se podía dudar de que el ADN fuera verdaderamente esa sustancia que se dice que es, hasta que muchos experimentos, más o menos directos, nos lo confirmaron. Hoy en día es posible curar a un individuo portador de determinada enfermedad hereditaria modificando su ADN en el punto exacto previsto por los estudios genéticos. Por desgracia, este método de curación todavía está lejos de alcanzar una aplicación general y el que se utilizó en el primer experimento realizado sobre el hombre ha tenido que ser abandonado debido a los riesgos que comportaba. De todos modos, los experimentos con animales no dejan lugar a dudas. Además, mientras que las primeras transmisiones de radio se llevaban a cabo mediante enormes antenas y se limitaban a tenues bip bip largos o cortos, en la actualidad, sólo cien años después, podemos hablar desde cualquier parte y con cualquiera utilizando un pequeño teléfono de bolsillo.
Existen, no obstante, ciencias en las cuales la posibilidad de realizar experimentos se halla excluida desde su mismo origen: se trata de las ciencias históricas. En la astronomía, las posibilidades de experimentación son muy limitadas; el origen del universo podría seguir siendo, para siempre y al menos en parte, misterioso. También en el estudio de la historia que se ha verificado sobre nuestro planeta nuestras posibilidades cognoscitivas encuentran límites notables. Por lo que respecta a la biología, todavía hay muchos que dudan de que la evolución haya existido realmente. El motivo es de carácter religioso: la interpretación literal de las primeras frases de la Biblia que, al describir el origen del mundo, hablan de siete días. La Biblia incurre en otro error opuesto en la percepción del tiempo cuando, al relatar la vida de numerosos patriarcas, habla de novecientos o mil años (tal vez ha habido una confusión entre meses y años). A pesar de todo esto, algunas sectas cristianas permanecen fieles a la letra de la Biblia y por tanto no creen en la evolución; entre ellas está la religión baptista, bastante extendida, en especial en el sur de Estados Unidos. El presidente del más poderoso y técnicamente más desarrollado país del mundo con frecuencia no se puede permitir opinar sobre la evolución, por miedo a perder votos o, tal vez, debido también a una preparación científica insuficiente, un defecto común entre los políticos. La condena de la evolución prevaleció durante más de cien años incluso en la religión católica, pero por fortuna, gracias a una reciente inversión de las tendencias, la posibilidad de la evolución biológica ha sido aceptada como hipótesis e incluso se han pedido excusas (aunque con casi cuatrocientos años de retraso) por el trato que recibió Galileo.
Existen también algunos biólogos que no creen en la evolución, por mucho que pueda parecemos imposible. Los motivos tal vez siguen siendo los escrúpulos religiosos, lo que resulta claramente injustificado, por lo menos en Italia, donde las religiones que excluyen la evolución, como la mormona, los testigos de Jehová y otras, son, por regla general, reducidísimas minorías. El islamismo, que está adquiriendo una importancia cada vez mayor, está dividido en sectas que se diferencian también desde este punto de vista.
En general, la evolución cultural ha sido profundamente independiente de la biológica y, por tanto, podríamos evitar referirnos a esta última. Sin embargo, es necesario hacerlo por dos motivos. El primero es que no podemos excluir del todo la existencia de diferencias genéticas capaces de influir de forma importante sobre la cultura. Esto vale sobre todo para las diferencias entre hombres y animales, que sin duda son, en primer lugar, genéticas. En realidad, el hombre es sobre todo un animal cultural, a pesar de que la cultura se halle también entre los animales, como veremos brevemente más adelante. El segundo motivo es más importante: la genética ha desarrollado la teoría de la evolución biológica, pero dicha teoría tiene un carácter general e incluye también la de la evolución cultural, porque sirve para cualquier clase de «organismo» capaz de autorreproducirse, como explicaremos más adelante. Por lo tanto, expondremos la teoría de la evolución biológica en la sección siguiente a la próxima, mostrando que la teoría es general y que puede ser aplicada a la cultura.
Esto no quiere decir, en modo alguno, que los genes controlen la cultura: la determinan sólo en el sentido de que controlan los órganos que la hacen posible y, en particular, permiten el lenguaje, que es una característica prácticamente exclusiva de los hombres y es la base necesaria para la comunicación. Pero la cultura permanece profundamente distanciada y ampliamente independiente de los genes: llega incluso a ser capaz de influir en la evolución genética. Como es natural, en la extensión de la biología a la cultura muchas cosas cambian, empezando por los objetos que evolucionan: el ADN en la biología, las ideas en la cultura. Cambian los nombres que damos a los mecanismos evolutivos particulares, pero no cambian los conceptos teóricos. Permanecen algunas relaciones teóricas subterráneas pero profundas y, por fortuna, los términos científicos que nos resultan necesarios son pocos. Algunos pueden mantenerse incluso sin cambiarlos entre campos distintos como la biología y la cultura porque son extremadamente parecidos.