LAS MEDIAS NEGRAS DE RED
Vilella regresó de Madrid a media mañana. Entró muy desenvuelto y locuaz a saludarme y empezó por contarme algo gracioso que le había ocurrido con un periodista de tres al cuarto en Barajas. Se reía mucho. Yo no me decidía a abandonar la cama y le escuchaba por pura cortesía, adormilado, sin entender gran cosa. Le oí mencionar algo raro, aunque no hice caso:
—… investigo textos calasancios…
No hice caso (no era ésa la confidencia que yo esperaba, aquello que su viaje había dejado en suspenso) y quizá por eso él alteró la rareza en la medida que pudo, pero sin conseguir mejorarla gran cosa, la verdad:
—Mejor dicho, la obra calasancia.
Bien. Dalo mismo. Deduzco que ya llevaba un rato hablándome de su conferencia en Madrid, una documentada evocación de Paula Monta] y su tiempo. Navegando en aquellas encharcadas y pestilentes aguas del posibilismo político, también había pronunciado una conferencia para estudiantes y obreros.
—Es inútil, Salva, créeme —le dije bostezando—. Por cada obrero que lográis que descubra a Dios, hay diez que descubren vuestros ingresos. Corren malos tiempos. Estáis perdidos.
Pero en realidad él no quería hablar de todo eso, sino de su mujer. Estaba sentado ante mí, al borde de la cama, con un vaso de naranjada en la mano. Ya se había duchado y cambiado, llevaba un batín corto, pantalones de hilo color tabaco y zapatillas.
Nuria había desaparecido muy oportunamente.
—¿Mucho calor en Madrid?
—Terrible.
Recosté la espalda en la almohada y encendí un cigarrillo.
—He dormido como un animal —dije—. ¿Cuándo has llegado?
—Hace un par de horas. He pasado por el despacho. Ahí tienes. —Me entregó un sobre grande y amarillo, sin cerrar—. Tus permisos de rodaje.
—Hombre, qué rapidez. Gracias.
—Mira si todo está en regla.
Le obedecí. Firmados, con los timbres de rigor y demás, todo en regla.
—Te lo agradezco mucho. Mis productores parisinos estarán contentos. Acabas de dar el primer golpe de manivela de una película no apta.
Sus ojos irónicos vagaban por la habitación.
—No será tanto —dijo distraídamente, llevándose la naranjada a los labios.
—¿Y Nuria? —le pregunté.
—Anda por el jardín. ¿Has desayunado?
—No. Tengo un estropajo en la boca.
—¿Te han tratado bien?
—No me quejo.
—Me alegro.
Sonreía, me miraba fijamente y muy quieto tras sus gafas de vicario perspicaz, algo burlón y a la vez compungido. Sus ojos parecían meditar. Inesperadamente me palmeó la rodilla con afecto. No parecía dispuesto a levantarse de la cama, de modo que salté sin esperar y me deslicé al cuarto de baño, sin cerrar la puerta. Por el espejo le vi de pie ante la ventana, mirando el jardín. Me duché y me afeité y al salir él seguía allí. Se interesó por mi trabajo, cuándo se empezaría esta película, le dije que en otoño, pero que yo no vendría para el rodaje; que cuándo regresaba a París, y respondí que mañana, o tal vez hoy mismo. Luego, mientras me vestía, me vi de pronto sosteniendo yo solo (de repente él parecía cansadísimo) una banal conversación a propósito de los viajes en avión, pero poco a poco volví a dejar que él cargara con el fardo: yo necesitaba el tiempo justo de recoger mis cosas, y Vilella se había dado cuenta. Aburridamente, como quien no quiere la cosa, fue dejándose resbalar hacia el pasado, hacia Montse; me preguntó si recordaba este o aquel día, picoteaba en tal o cual recuerdo, rondaba el bocado con prudencia.
—Siempre me he preguntado —dijo finalmente, simulando un repentino y caprichoso interés— qué pensarías al saber, ya en París, que Nuria y yo nos habíamos casado. Nunca hemos hablado de eso.
—No.
—Para muchos fue una sorpresa, y supongo que para ti también…
—Pues no del todo. Se veía venir.
—Pero no conoces los detalles —insistió—. Como después de la desgracia te escapaste al extranjero de aquella forma, tan a la francesa, sin querer ver a nadie…
—Lo tenía muy meditado y decidido —le dije.
—Nunca te oímos hablar de ello.
Le recordé con cierta sequedad (sólo por frenarle, deseando cambiar de tema) nuestra participación en el asunto de Montse, tan decisiva en los últimos días.
—Vaya —dijo riendo—. Cualquiera diría que los únicos que se portaron bien con ella fuisteis Nuria y tú.
—Yo no he dicho eso.
—Pero lo estás pensando. En realidad, y a pesar de la mala conciencia que puedas tener, en estos años no has pensado en otra cosa —añadió con agudeza—. A Nuria, por cierto, le costó mucho decirnos dónde vivían, resistió lo suyo; pero acabó por decirlo. —Me miró—: ¿Sabías que fue ella?
—Claro. Aparte de mí, era la única que lo sabía.
—Sí, qué cosas. —Suspiró pensativo—. Precisamente aquella noche, cuando al llegar yo a la pensión Gloria me la encontré bajando las escale…
Se quedó con la palabra colgada en la boca, simulando bastante mal su contrariedad por no haber sabido sujetar la lengua a tiempo. Le observé con el rabillo del ojo: lamentable escena la que estaba preparando. Mis manos se afanaban ordenando la maleta.
—Lo siento —dijo en voz baja—, creí que ya sabías…
—Va, sigue, no te detengas ahora —le apremié, irritado—. Vengan esos detalles.
—Eso no cambia las cosas, no creas —se apresuró a decir—. Tarde o temprano, aquel canalla igual la habría abandonado…
—Los detalles, los detalles.
Y así fue como él se obligó. Sentado en el borde de la cama, cabizbajo, sin mirarme, se obligó, porque evidentemente una maniobra tan sucia le repugnaba en la medida que ponía de manifiesto su insolvencia moral. Pero no podía hacer otra cosa, no era capaz, no sabía: la posibilidad de ser abandonado por su mujer, con su posición social, con los niños, con su catolicismo declarado, plataforma de politiquerías, debía de aterrarle. Habría sido capaz de todo con tal de retenerla, incluso de hundirla y hundirse a sí mismo en el fango sobre el que había edificado su matrimonio. Y así lo hizo, sin dudarlo ni un segundo.
Resumido a su manera, dejando que yo adivinara el resto, me contó cómo él, aquel fatídico domingo 26 de septiembre, fue por encargo de tío Luis a ultimar con el ex presidiario ciertos detalles de su partida; cómo Nuria, con anterioridad, y por lo mismo, ya se había entrevistado con el tipo dos o tres veces a espaldas de Montse, de modo que en realidad el trato ya estaba cerrado cuando él fue a verle, y que sólo le llevaba una carta de recomendación para la persona a quien tenía que presentarse en Sabadell, algunas instrucciones sobre el trabajo, dinero para los primeros gastos, etcétera; cómo al subir la escalera de la pensión se encontró con Nuria, que bajaba deprisa y casi ocultando el rostro entre las solapas levantadas de su gabardina, y cómo la evidencia de lo que él ya venía sospechando desde hacia algún tiempo, una vez arriba le indujo a pedirle al canalla aquel que se marchara enseguida en el primer tren, sin esperar el regreso de Montse; cómo el tipo se encaró con él y primero se negó, quería por lo menos despedirse de Montse, aunque luego comprendió y aceptó; cómo al bajar Salva a la calle se encontró a Nuria esperándole al volante de su Seiscientos, regresando juntos a casa, y que por el camino ella, muy nerviosa, intentó justificar su, presencia en la habitación de él alegando que también había ido a verle para rogarle que se marchara sin despedirse de Montse, que tal como habían ido las cosas sería lo mejor para ella y para todos; que entonces él, Vilella, le dijo que la creía, o mejor, que la comprendía, y viéndola tan apenada esa noche, tan abatida, tan confusa y tan sinceramente arrepentida, se permitió consolarla y confortarla y pedirle una vez más que no tardaran en formalizar sus relaciones, ya prácticamente establecidas desde que salían juntos de excursión; cómo ella consideró en silencio esta tierna pretensión del amigo, y cómo de pronto paró el coche y se echó a llorar, desconcertada, en sus brazos; y finalmente, cómo después en la torre, ante la tardanza de Morase, a Nuria le asaltó el repentino temor de haberse olvidado algo en la pensión, al parecer una banda de terciopelo negro que solía atarse al pelo, y cuánto sufrió por ello la infeliz temiendo que su hermana la hubiera encontrado al volver y se imaginara… adivinara.
—Comprendo —corté, intentando cerrar la maleta sin conseguirlo, tan mal colocado estaba todo—. Pero ¿seguro que no eran unas medias negras de red lo que Nuria se dejó olvidado?
—Sí, ahora recuerdo —dijo Vilella—. Unas medias. Pero da lo mismo.
—Sí, claro.
—Debió de ser terrible para su hermana.
—Terrible, sí. En fin. ¿Me ayudas a cerrar la maleta?
Acudió solícito, observando de reojo el efecto que la revelación había producido en mi cara, y presionó sobre la maleta con sus grandes manazas. De pronto, cuando estábamos los dos muy juntos y en pleno esfuerzo, me inmovilicé y hundí la cabeza en los hombros, solté la maleta: sentí que me vaciaba deprisa y tan agradablemente, toda la fuerza yéndoseme en una carcajada que, curioso, no lograba brotar de mi garganta. No sé cómo interpretó Vilella mi reacción, pero lo cierto es que después de cerrar la maleta se creyó obligado a consolarme, desplazándose a un terreno más abstracto, donde ya podía moverse más a sus anchas:
—De todos modos, Paco, cualquiera que fuese la causa de lo ocurrido, la desvergüenza de Nuria y su poco juicio, que no parecen tener remedio, su negligencia o lo que fuese, aquello tenía que acabar mal, tal como predijo la familia. Insisto. No podía acabar de otra forma.
Me puse la, americana. Le dije que sí, vaya, que tenía razón; que ciertamente aquellos sensatos temores y aquel pronóstico familiar se habían confirmado, demostrando su validez y su exactitud: el delincuente resultó que tenía un precio y era un vulgar aprovechado, los rufianes siempre serán rufianes, vaya par de pendones las hermanitas Claramunt, hay que obedecer a los padres, las señoritas parroquiales no saben nada de la vida, no se puede ser demasiado bueno, el mundo es cabrón, mis tíos ya advirtieron de eso a Montse, etcétera.
—Cómo te gusta hacer frases —murmuró dándomela espalda.
—Y a ti joder la marrana. ¿No hay más detalles acerca de aquel desliz de tu mujer? Te ofrezco mi sincera curiosidad, Salva, pero no esperes gran cosa más. Tengo prisa por regresar al hotel. ¿Podría conseguir un taxi?
—Está bien. Como quieras.
La voz le salió remota, del fondo del estómago. Como un eructo prolongado y rico en bemoles. Dijo que él también lamentaba esta conversación, pero que la creía necesaria. Le dije que yo no. Sin embargo, me acerqué a él, que estaba descolgando el teléfono de la mesilla, y clavando los ojos en su nuca, le pregunté:
—De todos modos, ¿quieres que hablemos claro?
No se volvió, marcó un número y pidió el taxi. Al dar la dirección se quitó las gafas y se frotó los ojos con aire cansado. Sentado nuevamente al borde de la cama, abatido, toda la energía se le había ido en la confidencia. Aquella supuesta afrenta que había de causarme la aventura de Nuria en la pensión Gloria, yo no la había acusado: el oprobio seguiría descansando exclusivamente sobre sus espaldas. Ahora limpiaba meticulosamente los cristales de las gafas con el borde de la sábana. Murmurando varias razones de culpa colectiva, de responsabilidad compartida, ahí estaba, respirando su propia pestilencia, rodeado de su vómito y con una mueca de tristeza indefinible en el rostro, que ahora, sin las gafas, me parecía el de un perfecto desconocido, el de un derrotado anónimo que merece cierta compasión. Pero yo no sentía nada, y nada hice por evitarle el mal rato, excepto anticipar mi marcha:
—¿Tardará, el taxi?
—No creo.
—Lo esperaré fuera.
Cogí la maleta. Hubiese podido añadir que el desliz de Nuria ya lo conocía, que ella misma me lo contó todo en París; que la pobre ya había sufrido bastante por ello, que durante años había buscado alguien con quien compartir su conciencia herida, y que ella y yo, los dos juntos, nos hacíamos pipí en su vistosa moral de pendonista y conferenciante. Pero lo único que le dije fue, en tono ya de despedida y para dejarlo en claro de una vez (aunque ya no hacía falta), que regresaba a París solo y que habíamos acordado que ella se reuniría conmigo dentro de poco, después de hablar con él acerca de la niña. No me contestó, seguía frotando pacientemente los cristales de las gafas con la sábana. Y así le dejé, con un saludo cortés.
Bajando el cristal del taxi, cuando éste arrancaba, le vi por última vez: apareció de improviso en lo alto de las gradas del porche, las ruanos en los bolsillos del batín, mirando al frente, al lejano vacío, con una reflexiva y ansiosa actitud; no me miraba a mí, aunque sí en mi dirección: era como si hubiese salido un momento a la puerta de su casa no exactamente a despedir a alguien, sino más bien a esperarle.
Pero no llegará nunca. Estaría vagando por calles barridas por el viento y teñidas de luna, caprichosamente y con un oscuro determinio al mismo tiempo, empujando el rostro tercamente, como un borracho que abjurara de la noche y sus promesas. Después, el último resto de aquella fuerza oculta guiaría su cuerpo ya sin vida encaminándolo con pasos de autómata allí donde podría escoger el morado lecho de las lilas. Se entregó a la nada, confirmando así el paterno veredicto que se había empeñado inesperadamente, contradiciendo los claros y hermosos principios que hasta entonces habían presidido la vida, en incapacitarla para el bien y para el amor. Bajo la luz parpadeante del farol, sentada en el pretil del puente, como una niña absorta en una espera fastidiosa que le ha sido impuesta, de cara a la ciudad y de espaldas al Tibidabo y a su gigantesca imagen de brazos abiertos, seguramente evocaría un instante el secreto de la vida perdido para siempre, la mentira del pasado y del futuro. Y convocando ciegamente la nada que se abría a sus pies y en cuyo fondo, como una acogedora luz de la infancia, brillaba pálidamente la mata de lilas, su memoria tal vez recuperó un lejano día gris y una niña sentada al borde del turbio estanque del jardín, con una capa azul agitada por el viento. Luego su mente herida repitió una y otra vez el último gesto con los ojos cerrados, ensayó hasta la náusea aquella reverencia cada vez más terrible y dulce, un abandono de todo apoyo engañoso, inclinarse apenas y dejarse ir, una y otra vez, hasta lograr confundir pensamiento y acción en una especie de loco extravío de los sentidos, dentro del cual, entre los saltos soñados que ya le habían parado el corazón y helado la sangre, el salto real y definitivo debió de perderse en la inconsciencia. Y ya sin apoyo, una vez más tanteando, manoteando y debatiéndose en medio de fuerzas desconocidas, aislada y sola en la cúspide de aquel espantoso error, durante una fracción de segundo su cabeza alcanzó la dulce ingravidez, giró lentamente y sus ojos recogieron por última vez la engañosa luz de las estrellas, la última promesa loca de la vida.
Mi prima Montse estaba hecha de esa materia tierna y vehemente que envuelve nuestras heroicas quimeras de la mocedad, algo que en mi adolescencia y en la de Nuria no alcanzó su plenitud, un esplendoroso sueño de integridad que antes de morir prematuramente y olvidado junto con las primeras sábanas manchadas, tiene tiempo de mostrarse con todo el encanto de la vanidad juvenil, de las escolares fantasías del valor y de la entrega generosa a un ideal de la personalidad. Nunca, ni en los momentos que más ferozmente me burlaba de sus beaterías, fui insensible a cierto confuso encanto de mi prima, a cierta maravillosa facultad para traducir la más banal esperanza ajena en algún espontáneo gesto de seducción o de entrega cuya significación real ella ignoraba, ese don que poseen algunos cuerpos castigados por la enfermedad o la autorrepresión para vibrar anticipadamente a las promesas más febriles de la vida. Si es cierto que la inocencia se compone de esa materia inmaculada cuya posesión sólo es posible sin el egoísmo, mi prima Montse fue uno de los seres más puros que jamás existieron en este mundo; porque tal vez sea verdad que había en ella una total imposibilidad de conectar con lo inmediato, una desmesurada capacidad de proyección hacia un futuro mejor, como si la realidad que veían sus ojos fuese igual a la de esas fotos cuyo primer término está desenfocado en favor del último. Ignoro si la fe católica consiste en eso (me temo que es asunto más sucio), pero, de cualquier forma, semejante cualidad no presentaba ninguna relación directa con la estupidez y la flojera mental de las Hijas de María, sus compañeras del grupo parroquial. No es que la diferenciase el lustre de eso que llaman buena crianza, el hecho de haber heredado de los Claramunt un sello externo de casta noble que, si no otra cosa —belleza física, por ejemplo—, comporta al menos cierta distinción persuasiva, un luminoso nimbo facial que sugiere inteligencia allí donde sólo hay buenas maneras; era que, sencillamente, su conducta guardaba todavía, pese a la monstruosa educación familiar recibida, un real equilibrio con aquel viejo sueño de integridad, de ofrecimiento total, de solidaridad o como quiera llamarse eso que la había mantenido en pie, con sus grandes ojos negros alucinados y el corazón palpitante, frente a miserables enfermos, presidiarios sin entrañas y huérfanos de profesión.