EL PRECIO DEL RESCATE
Tan simple es la solución, el desenlace que ha de devolverla al hogar, que todavía hoy te asombra que ella pudiera retrasarlo casi dos meses: se trata sencillamente de soltar la amarra en vez de sujetarla, de satisfacer las sobrentendidas pretensiones del ex presidiario y enviarle lejos recomendado y colocado, pero sin Montse. Condición ésta, la de irse solo, que él apenas discutiría, captando inmediatamente el verdadero sentido comercial de las secretas negociaciones.
Pero esta delicada misión no te sería confiada a ti (me han dicho que bebes, que has intentado hacer porquerías con tu prima Nuria y que apruebas lo que hace Montse e incluso visitas con frecuencia a esta pareja de pecadores dondequiera que esté, que a mí no han querido decírmelo —fue más o menos la reprimenda de tía Isabel—), sino a alguien que ya había adquirido en las cimas montserratinas y a la vera de Nuria las garras y las alas del águila: Salvador Vilella.
Cumpliendo lo prometido a Montse, aquel atardecer de un domingo veintiséis de septiembre fuiste a ver a tía Isabel. Montse seguía en sus ejercicios, quizá estaba ya en el tren de regreso.
—Pasa, hijo, pasa —dice fríamente tía Isabel, sola en su despachito—. Nuria no está.
—No, si yo solamente venía…
—No hace falta que disimules.
Y te arma el escándalo. Te esperaba desde hace días para decirte que está enterada de todo y que ha tenido contigo un nuevo desengaño. ¿Cómo has podido portarte así con Nuria, no ves que todavía es una niña? Pero no es eso, por desgracia, lo más importante ahora: ¿qué sabes de Montse?
—Nada… Creo que llega esta noche.
—Ha ido al mismo sitio que el año pasado, de ejercicios, ¿no?
—Supongo que sí. Por San Cugat… Tía, antes de irse me pidió que viniera a verte…
—Ya, ya.
Sentada a su mesa escritorio, rodeada de recetas, medicamentos y jarabes, tía Isabel soporta resignadamente el lento proceso de disolución que se ha apoderado de su cuerpo y de su mente, y con los morados labios apretados y aquellas pocas energías que le ha dejado el último ataque reumático intenta sujetar el triste temblor que agita su mandíbula prominente, parece más alta y desagradablemente masculina, tan enflaquecida, tan cambiada desde la última vez que la viste. Los acontecimientos han precipitado el fin del dulce matriarcado, el relevo de aquella opulenta y confiada encarnación de matrona decimonónica que siempre relacionaste a una lápida conmemorativa con alegorías a la justicia o al Comercio. Generosamente las Juntas que preside han descargado de sus débiles hombros el peso de tanta responsabilidad diocesana, dice, pero ahora está absorbida por la labor personal de anotar jornales y gastos de algunos miembros de su inmensa grey de beneficiarios, nueva proyección de su benemérita obra con la que tal vez abriga la tibia esperanza de dejar de ser esa competente autoridad, esa admirable mujer para quien la caridad hasta ahora sólo había sido un medio de satisfacer una santa indignación o una nerviosa inconsciencia, y así poder penetrar un poco en eso que su mente sencilla empieza a comprender y a temer: los problemas sociales, las podridas raíces de este frondoso árbol de la vida nacional, los jornales del hambre, el desempleo, etc. Se entretiene consultando un importante trabajo exhaustivo realizado por parroquias y que revela, según datos facilitados por los visitadores, que sólo en nuestra ciudad hay miles y miles de familias que viven en condiciones infrahumanas. De esta situación que clama al cielo, afirma tía Isabel sin conseguir refrenar los temblores de la papada, se desprende la caravana de males que trae consigo: desintegración de la familia, promiscuidad, disminución del índice de moralidad, aplazamientos peligrosamente prolongados del matrimonio, rebeldía del individuo contra la sociedad y caída vertiginosa al abismo del ateísmo, mal del siglo.
Te sorprende verla dedicada a esto, exponiéndolo a tu consideración precisamente ahora, cuando aún está por resolver el problema de Montse. Parece que está sola en casa. Los domingos Esperanza suele ir al cine de la parroquia, hoy ponen Sor Intrépida, aquélla tan bonita de la traviesa monjita con vespa y guitarra…
—Tía, yo sólo venía para…
—Siéntate. Tengo algo para ti, aunque no lo mereces —dice tía Isabel levantándose y rodeando lentamente la mesa, ahora un paso, luego otro, los ojos fijos en un envoltorio de papel de seda sobre el fichero—. Dentro de nada tendremos el invierno encima, mis Pobres huesos se quejan…
Sí, ha pasado una mala temporada por culpa del reuma y todo lo demás, esta pobre hija suya, para qué contarte, sobrino, tú sabes la locura que iba a cometer, ¿la has visto con frecuencia, cómo está?, ha demostrado confiar más en un extraño que en su madre, quién hubiera dicho que se olvidaría tan pronto de su madre… Pero antes de liberar sus silenciosas lágrimas, la pobre mujer te regala el jersey que ha estado tejiendo para ti durante este verano. «Gracias, tía, eres muy amable». «Aunque no lo mereces, no, ninguno de vosotros merece nada», y apoyándose en la mesa retrocede despacio hasta la silla, los ojos bajos, la cara temblona y contraída por tanta adversidad e ingratitud, anunciando ya las lágrimas. Por segunda vez en la vida sientes lástima de ella y a la vez esa mezcla de ira sorda y de impotencia que va más allá de los Claramunt y su culto a la respetabilidad, como si ahora también ellos hubiesen quedado en el camino sembrado de víctimas, doloridos y desconcertados como Montse, ignorantes de la causa del desastre como ella.
—Vamos, tía, tranquilízate, todo se arreglará.
Entonces, ya sentada, recupera cierta autoridad perdida y sus ojos se agrandan removiendo finas sedas amarillas, bolsas y pliegues de piel agostada, mirándote con una luz inquieta:
—¿Verdad? Dios lo quiera. Pero yo no lo creeré hasta que lo vea. No he querido que me lleven otra vez a Sitges, quiero estar en casa cuando llegue.
—¿Cuando llegue quién, tía? —La pregunta es obvia, pero insistes—: ¿Es que… esperáis a Montse, aquí, esta noche?
—Adónde va a ir si no. —El lívido puño de tía Isabel reposa sobre la carpeta. Sientes un vacío bajo los pies—. ¿No te lo han dicho? Gracias a Salvador, no sé cómo podremos pagarle el interés que se ha tomado. El miércoles, cuando habló por teléfono con ese individuo…
El miércoles, de modo que no era su cuñada quien llamó, fue una excusa para, y ahora Montse allá sin, no comprendes todavía, una mano te agarra repentinamente el estómago cuando oyes el golpe de la puerta de la entrada y la voz de Nuria: «Mamá, estamos aquí», pero sigues clavado ante la mesa escritorio con el jersey colgado en los dedos y escuchando a tía Isabel como en sueños. Sales al pasillo tropezando casi con ellos. Su posición junto a la puerta, su inmovilidad expectante y ridícula, cierto equilibrio que sus cuerpos guardan entre sí, por un segundo te sugiere algo relacionado con aquella tradición coral familiar. Los ojos en el suelo, negándote aún a la evidencia, fugazmente-distingues el prepotente ángulo abierto que forman los lustrosos zapatos de tío Luis, los pantalones azultornasolado de Vilella y esta mórbida, adorable gasa que envuelve el tobillo de Nuria y que debe ser (te revienta suponerlo) un recuerdo de la última escalada, una torcedura, un resbalón en la cumbre con el consiguiente y oportuno agarrón salvífico del noble escalador de la J. O. C., sus fuertes brazos sujetándola sobre el abismo, estrechándola —sí, la has perdido, perro asalariado, algo te dice que la has perdido para siempre—. De pie en el pasillo te miran ansiosos, sin duda esperando que les hables de Montse, dónde está, por qué no ha venido todavía, si ya todo está arreglado. Nuria hunde las manos en los bolsillos de su hermosa gabardina blanca y pasa frente a Vilella para mirarte a los ojos:
—¿Dónde está Montse?
—En San Cugat, supongo. —Balbuceas—. ¿Qué habéis hecho?
Tío Luis entra y sale del despacho, se muestra muy activo y hasta seguro, pero no como siempre: es una seguridad vacilante, a juzgar por la desmesurada energía que pone en cualquiera de sus movimientos. Tía Isabel, con su voz quejumbrosa, le pregunta algo. Vilella se cuelga de tu brazo llevándote hacia la galería, escucha, Paquito, su cabeza cuadrada y como frotada expande un furioso olor a limpio que no consigue anular del todo el perfume de Nuria, escucha, las cosas se han arreglado por fin y mejor de lo que pensábamos, su voz de acólito como el zumbido de un abejorro en la penumbra de la galería, don Luis decidió por fin recomendarlo y el tipo ya está en Sabadell con el empleo en el bolsillo, si realmente vale saldrá adelante y si no que se apañen y hagan con él lo que quieran, a nosotros sólo nos queda esperar el regreso de Montse y mostrarnos comprensivos y cariñosos con ella, ¡mira que irse a ejercicios precisamente ahora!, él quería esperarla para decírselo, pero ha terminado por comprender que una despedida sería peor para la chica y esta misma tarde se ha ido, mejor así, ¿comprendes…?
Sí, comprendes que ya está hecho, que el trato se ha cerrado por fin a espaldas de ella, que por su bien ha sido una vez más dejada de lado, apartada como se aparta a un niño para no pisarlo, y que ahora es esperada con los brazos abiertos y el perdón… Zumba en tus oídos todavía esa voz, un siseo monótono que en la penumbra sugiere una miserable complicidad, mientras los ojos siguen vagando por el suelo y sobre las manos de madera donde cuelga el jersey, sobre el tobillo de Nuria envuelto en una gasa blanca y prestándole ese aire dolorosísimo de haber traspasado los límites adolescentes de la virginidad y el decoro, la ves acompañando a su madre al saloncito muy despacio y sosteniéndola por el brazo mientras tío Luis se adelanta para encender las luces. Así pues ya es noche cerrada, y te sorprendes solo en medio del pasillo caminando deprisa hacia la puerta. Vilella, hábil y escurridizo como un lacayo, ya ha suplido a Nuria y ayuda a sentar a tía Isabel en la butaca con obsequiosos arrullos, cuando a su lado la voz firme y vernácula de tío Luis rectifica su propio razonamiento y propone: «Sería mejor localizarla, y que venga a casa directamente y se entere por nosotros…», mientras alcanzas la puerta y abres. «¿Adónde vas?», dice Nuria acercándose, mirándote con unos ojos que reflejan el espanto que se asoma a tu cara. «Yo no he tenido nada que ver con eso, Paco», añade, «no me mires así», en voz baja para que no la oigan desde el salón. Y con el jersey fastidiosamente pegado a los dedos, sin saber qué decir, das media vuelta y te precipitas fuera.
El primer impulso irreflexivo, lanzado hacia la plaza Lesseps mientras escrutas inútilmente en la noche la luz roja de un taxi, propone ir directamente a la pensión Gloria y anticiparse a su llegada —suponiendo que aún no haya llegado, porque ya es muy tarde, quizá lo mejor es llamar antes por teléfono y salir de dudas—. Se ha levantado un viento húmedo, ráfagas otoñales que se adhieren al rostro como paños mojados. Ya en Lesseps y todavía sin taxi, en vez de coger el metro te decides primero por el teléfono de la pensión, estás a un paso y así te deshaces del jersey de una puñetera vez. Unos minutos con Gloria Lasso, propone la radio cuando entras en el comedor, donde la patrona te informa que hace media hora han llamado preguntando por ti, no ha dicho quién era, que volvería a llamar. Hay un huésped comarcal sentado junto a la radio: «És del Vendrell, aquesta noia», te dice señalando la radio con un dedo eufórico, el timbrazo te da en la cara. «¿Oiga, es usted? —dice la viuda con su voz carrasposa—. Mire, que su prima se ha olvidado aquí una maleta llena de ropa y…». «¿Dónde está?». «No sé». «¿Fue usted quien llamó hace un rato?». «Ella sería, pienso yo, porque la dejé un momento en su cuarto y cuando volví…». «¿Viene hacia acá, entonces?». «Pues eso dijo». Una pausa y añade: «Bueno, ya debe usted de saber que Manuel se ha ido, ¿no? Vamos, que la ha plantado, el muy sinvergüenza. ¿Lo ve? Ya sabía yo que pasaría esto, se lo había advertido mil veces a esa tonta…». «¿Cuánto hace que ella salió para acá?». Por señas le dices al huésped del Vendrell que baje el tono de la radio, oyendo apenas: «… ni siquiera ha querido esperarla, no se ha atrevido, y al irse me ha pedido que no le dijera nada de las visitas que ha recibido y me ha dado una carta para ella; pero después de explicarle yo lo ocurrido, claro, la criatura no ha querido ni abrirla…». De nuevo la interrumpes: «Pero bueno, ¿cuánto hace que ella ha salido de la pensión?». «Media hora o tres cuartos… La pobre, cuando ha llegado, no quería creerlo; mire, daba no sé qué verla ahí sentada en la cama con su maleta, yo iba a llamarle a usted, pero ella se ha empeñado en que no. Llamaría luego desde la calle, porque yo estaba en mi cuarto y al volver ya se había ido. No puede tardar, así que dígale que tiene la maleta aquí y que venga a verme si le interesa saber algunas cosas más sobre su amiguito, vamos, que no se crea que hay alguna cuenta que pagar o algo, que por ahí todo está arreglado…». Cuelgas.
Sentado en el sillón junto a la radio, el hombre te mira sonriendo por encima del hombro: «Està bé això de Extraños en el Paraíso, força bé». Así le hallarás media hora después cuando, cansado de esperar en la habitación, entras nuevamente en el comedor para atender a otra llamada, esta vez de Nuria: «¿Montse está contigo?». Empieza a estar muy preocupada, ha llamado a la Casa de Ejercicios de San Cugat, pero ya se ha ido, y en la pensión Gloria acaban de decirle que viene a verte a ti. Salvador se ha acercado un momento al Centro por si se le ha ocurrido ir allá. «No sé, con tal que no haya cogido un tren para ir a Sabadell en su busca, es bien capaz… No se me ocurre qué puede estar haciendo, qué espera para volver a casa…». Tranquilamente la dejas que termine de hablar, que se calme, y luego le preguntas: «¿De quién fue la estupenda idea?». Un silencio, el zumbido del teléfono como un escape de gas, y de nuevo su voz, pero muy lejana: «¿Qué otra cosa se podía hacer? Tenía que acabar así, todo el mundo lo sabía, se lo habíamos dicho… Esto tenía que acabar así, y cuanto antes mejor. Pero yo no me he enterado hasta el último momento, ya te lo he dicho. Además, ¿qué importa eso ahora?». La alarma ya en su voz, cuando le dices: «Quiera Dios que no ocurra nada. Tu hermana está embarazada». Y cuelgas.
Quizá deambula por esas calles que barre el viento, o por las de su barrio, rondando indecisa la torre y sus ventanas iluminadas, alguna iglesia todavía abierta, un banco solitario en algún parque, mientras acumula energías. Pruebas a imaginarla llegando a su casa y reanudando, silenciosa y derrotada, su vida familiar y parroquial: obtienes un cuadro deprimente. De nuevo en la habitación, fumando frente a la ventana o tumbado en la cama, dudas entre esperar o echarte a la calle. Pero ¿adónde ir? Te lo estás preguntando todavía cuando en la plaza Lesseps te precipitas de cabeza al taxi después de disputárselo ignominiosamente a una anciana, y veinte minutos más tarde te ves recorriendo tontamente y sin esperanza algunos lugares que ellos frecuentaban: el bar del callejón esquina Princesa, las terrazas del paseo de Colón frente a la estación de Francia, Santa María del Mar, las Ramblas… Tiempo perdido. A la medianoche, al volver a la pensión, resulta que Salvador Vilella ha llamado varias veces. No tarda en hacerlo nuevamente: «¿Alguna novedad, Paco?», voz de ejecutivo ya, segura, solvente, metálica, demasiado próxima. «Hemos pensado… Oye, mira, hemos pensado que si está contigo en plan de confidencias, pues muy bien, pero dilo, caray, al menos su madre se quedará tranquila…». Decides esperar un poco más, quizá solamente para testificar cómo al fin se desinfla esa voz, cómo desciende del púlpito: «En serio, va, qué podríamos hacer… Y eso que le has dicho a Nuria, Paco, ¿es verdad?». «Sí». Después de una breve pausa, como si hablara consigo mismo y sin que apenas se le oiga: «Hosti, hosti», murmura, y luego en voz alta: «Que conste que todavía no se lo hemos dicho a sus padres, ¿eh?… ¿Me oyes? ¿Me oyes, Paco…? Paco…». Cuelgas.
Qué otra cosa puedes hacer: tumbado en la cama, vestido y con la luz encendida, el oído atento al timbre de la calle y del teléfono. Mucho más tarde la fatiga y el sueño te vencen, y te sobresalta una ardiente, rabiosa mordedura en los dedos, la brasa del cigarrillo. Es más de la una cuando te parece oír llamar suavemente a la ventana. Te incorporas. La llamada ha sido tan débil que bien pudieras haberla soñado. La pensión se halla sumida en el silencio, vuelves a la cama, la mano tantea los cigarrillos… Y otra vez, con la misma timidez de antes, con el mismo sobresalto fugaz: se diría las alas de un pájaro prisionero entre la persiana y el cristal. Abres la ventana: nadie. El viento arranca un siseo de hojas en el jardincillo del General San Martín, más allá las farolas del puente de Vallcarca hacen guiños en la noche, y a lo lejos parpadean amodorradas las luces expiatorias del Tibidabo, con la gran imagen del Sagrado Corazón, siempre con los brazos abiertos a la ciudad. Le habrías dicho que se quedara a dormir aquí si de momento no deseaba ir a su casa, que mañana sería otro día… Más tarde, mientras enciendes un cigarrillo, te parece distinguir una sombra extrañamente inmóvil (demasiado para ser humana) en el puente, y piensas: este camino también la lleva a su casa.