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EL RESCATE

Ya no era ella y sin embargo seguía siendo ella, ratificada súbitamente bajo otra luz pero intacta y robustecida su discreción y su salud moral, ensimismada. Por la mañana, arrodillada sobre la cama revuelta, la cabeza despeinada y ladeada, Montse se entretiene arrancando cuidadosamente la piel de seda de sus hombros quemados por el sol de las playas libres. Lo hace despacio, soñolienta, replegada y absorta en sí misma. Con el vaso de nescafé en la mano, de pie en el balcón, desnudo el torso, él bromea diciéndole que ya ha cambiado totalmente la piel, como las serpientes, dejándola tras de sí con todo lo demás… Y Montse se sonríe irguiéndose sobre las rodillas, desperezándose con los brazos en alto, estatuaria en medio de sus delicados, finísimos, lastimados despojos de seda marca Claramunt.

—Sí —dijo Nuria—. Así fue.

Así es como la veo: un cuerpo nuevo que envuelve el mismo áureo ensueño de siempre. Definitivamente contaminada, enamorada, seguramente a veces aún imaginaba lo que pudo haber sido para los dos aquel incierto verano si no hubiese mediado la incomprensión y la intransigencia, si no le hubiesen obstruido los canales de su salida al mundo, y entonces cambiaba el presente por la visión lastimada de un noviazgo creciendo feliz a la sombra familiar y parroquial, la postal ingenua y luminosa donde se veía con él apretando brazadas de lirios tronchados, atravesando jardines cuajados de flores, cogidos del talle, la cabeza recostada en su hombro. Evocaba fragmentos de días no realizados y perdidos para siempre, la armoniosa continuidad de aquellas horas litúrgicas y soleadas al abrigo del Centro y de las dulces amistades de ayer, agriadas hoy, una paz de espíritu que en tiempos todavía no muy lejanos le parecía suspendida en la misma luz de las mañanas de domingo, esplendorosa luz eucarística cuyos primeros fulgores se remontaban a la ciega niñez, y de la que él hubiese hoy podido y debido beneficiarse compartiendo con ella las solemnidades, el quehacer parroquial, las inquietudes y la atención por los niños, sus queridos niños de barrio, aquella tibia red de afectos infantiles en la que siempre anduvo alegremente enredada. A ratos debía preguntarse si la infancia y la adolescencia no habían sido un mal sueño. Con la mente desconcertada, humillada la razón, seguramente a veces cruzaba ante sus ojos la sombra de aquel paraíso para el cual había sido educada y destinada, y en medio de la soledad de sus últimos días, en cualquier parte, perdida entre el gentío anónimo de un autobús o un tranvía, o al salir de misa en Santa María del Mar, cuando miraba a las parejas de enamorados con ojos cegados por la luz del día, todavía debió de asaltarla el fantasma de aquellas relaciones formales muertas antes de nacer, sin el beneplácito que habría permitido progresar en una dirección moral más acorde con las enseñanzas. Si a él le hubiesen admitido, cada día habría ido a esperarle a la salida de la fábrica para colgarse sonriente de su brazo como una novia cualquiera, y luego habrían paseado juntos, sin temor a las miradas, hasta el Centro o hasta su casa; en fin, habrían hecho todo aquello tan simple y tan hermoso, y que muy bien pudo haber sido de haberse cumplido aquella vaga promesa de carismas que siempre murmuró la vida…

—Sí, pudo haber sido-dijo Nuria.

En cambio, ahora el domingo la sorprende en una cama ajena lejos del hogar, jugando sobre las sábanas con el primer rayo de sol y con los polvos talco que él esparce solícitamente sobre sus hombros y su espalda. Para acortar la distancia que hoy la separa de aquello, le basta con musitar una oración. Inmediatamente después de saltar de la cama dedica arrullos y mimos a los canarios, cambia el agua de las jaulas (poseída por la esperanza, ya ha suplido en todo a la viuda), les da alpiste y pone entre los alambres una hojita de lechuga, ante la cual revolotean alegres los pájaros. Allí, de pie y a contrasol, a medio vestir, de puntillas, el pelo en desorden y piropeando a los pájaros, la segunda mutación física —que en parte fue un regreso a la pubertad— debía de ser patente. Pero ni siquiera esta visión podía sugerir en ella un temperamento estrictamente sensual; ni otras mucho más quemantes que varias semanas de intimidad en aquella habitación y aquella cama, durante días y noches, hacían perfectamente imaginable —entrañables, amadas visiones de mi prima que, en consideración a nobilísimos principios de ética claramuntiana, felizmente reinante en la península, dejaremos aquí de lado.

—Vale —sonrió Nuria.

Y por la noche solía sentarse con él al fresco del balcón y le explicaba sus proyectos, alentándole. Se prometía una caridad sin límites, una vela perpetua en algún barrio humilde donde juntos podrían vivir y trabajar alejados del recuerdo, y ya se veía con él ante un remanso de azoteas con ropa tendida o paseando por calles del extrarradio sin nombre y anónimas plazas del cinturón industrial. Llevaba casi dos meses viviendo con él; el abandono del hogar había coincidido con las vacaciones de agosto, cuando un oportuno Congreso en Zaragoza se llevó felizmente a tu padre asistido por sus acólitos (Salvador Vilella entre ellos). Sin nada que hacer, convencido ya de que tú no me invitarías ni un par de días a Sitges, donde tu desolada madre había accedido a refugiarse aconsejada por tío Luis, que al regresar y enterarse de lo ocurrido montó en cólera, yo hacía frecuentes visitas a la pareja en la pensión, solidarizándome amargamente con ellos y con mi propio aislamiento vocacional —y, al parecer, merecido: todos sabían que me había propasado contigo—. Tu padre inició desde el primer día una serie de gestiones, secundado por Vilella, encaminadas a recuperar a Montse. Todo se hizo con la máxima discreción y tío Luis se mostraba confiado: daba ya por seguro que la estupidez de su hija no era cosa pasajera, pero al mismo tiempo confiaba y esperaba ese momento que su impune experiencia de empresario gustaba definir como «la hora de enseñar los triunfos». Al parecer se obligó a concertar una serie de encuentros con Manuel (aunque nunca consiguió ver a Montse) que resultaron infructuosos; pero esto no se supo hasta mucho después judicialmente no podía hacer nada, Montse era mayor de edad. Mientras, la familia mantenía una gran reserva y esperaba. Y Salva nos interrogaba (él nunca creyó en nuestra inocencia), a ti sobre todo te asediaba con la excusa de querer únicamente el bien de Montse… En cuanto a Manuel, se mostraba preocupado e inquieto, si bien había aceptado a tu hermana con el mayor cariño.

Y llegó la noche de un miércoles, y nadie sabía que en cuatro días todo habría terminado. Ella, nerviosa y caprichosa, más desconcertada que nunca, hablaba ahora de asistir a un retiro espiritual para señoritas en San Cugat; cierto, solía ir cada año, pero esta vez no era exactamente por satisfacer una necesidad de aislamiento y reflexión, sino por establecer una relación con alguien, buscar otra influencia, otra ayuda. Porque después de un par de gestiones en Sabadell, acabaría por reconocer que yo tenía razón y que aquel pariente de lo más lejano, aunque aseguraba apreciarla mucho, tampoco se decidía a colocar a su recomendado (de cuya capacidad para el trabajo no dudaba, eso no) sin el visto bueno de tío Luis. En efecto, el fabricante sabadellense recelaba no menos que los demás: como miembro del consejo de administración de Claramunt, S. A., ya debía estar enterado del paso que Montse había dado.

—Bastaría que se lo propusiera —se lamenta Montse mientras se recoge el pelo en la nuca, las horquillas en la boca— y tendríamos el empleo mañana mismo… Pero espera y verás.

—Y dale —protestó, aburrido—. ¿En qué mundo vives, prima? ¡Mira que eres terca!

—Fíjate que en Sabadell incluso habíamos encontrado un ático bien barato en la casa donde vive la profesora de piano de Merche Reynals, sin traspaso y cerquita de la fábrica, muy pequeñito, pero suficiente para dos personas… —Sus fatigados ojos parpadean, vuelven a enredarse gozosamente en aquel mañana ideal y luego se fijan en mí, sentado en la pequeña silla del balcón. Abajo, en la acera, Manuel habla a la luz de un farol con un joven transportista del Borne que hace un par de días le propuso un trabajo; se ríen; cabizbajo, sin mirarle, Manuel se limpia las uñas con un palillo. Observo nuevamente a Montse: «¿Merche Reynals?», inquiero, tanteando en el recuerdo unas trenzas rubias, unos lacitos azules, cuando ya Montse parece volver en sí: «¡Ah!, no te he hablado de eso. ¿No recuerdas a Merche, la hija de aquel cuñado de tío Carlos, que a mamá le hacía tanta gracia? De niña estuvo en casa alguna vez, ¿no te acuerdas? Ahora no la conocerías, se ha hecho una mujer, y muy guapa. Pasan el verano en Castelldefels. Nuria ha ido a sus fiestas…».

Los brazos en alto, tanteando nerviosamente el exacto emplazamiento de la última horquilla en el pelo, se levanta de la cama y cruza la habitación después de comprobar que mi vaso está vacío una vez más.

—Sí, creo que sí —me oigo decir más allá del vino: yo niño bien vestido en un jardín que se ilumina fugazmente y donde sonríe un fauno desnarigado, mi mano tendida hacia las rubias trenzas…—. Sí. Pero bueno, ¿tú con quién hablaste del asunto, con ella?

—Con su padre. Pero suerte tuve de Merche, enseguida se hizo mi aliada. Verás… —Por un momento parece desorientada en medio del cuarto, con la botella en la mano—. Lo malo es que la segunda vez que fui a Sabadell me pareció que ya estaban enterados de todo. De todos modos, no dijeron que no.

—¿Cuándo fue eso?

—Dos semanas hará.

—¡Ja! ¿Y no has vuelto a saber nada? Entonces, olvídalo.

—Veremos.

De repente me sale:

—Lo que debes hacer es ir a ver a tu madre.

Junto al farol, abajo, él desmenuza el palillo con los dientes y de improviso levanta los ojos al balcón: una paciente vigilia cobijada bajo las pestañas espesas y negras, una atención hondamente cansada, indiferente; se diría la vaga mirada de un padre que desde alguna habitual reflexión acerca de sus responsabilidades se asoma un instante para verificar que su criatura sigue allí cerca, segura en su soledad o encierro, jugando con inofensivos cachivaches y animales domésticos. Velando ahora él por ella, sus ojos no pueden por menos de considerar con cierto recelo estos laboriosos, inútiles esfuerzos de integración que Montse se empeña todavía en desplegar, pues ya las afinadísimas voces adineradas, que nunca dejaron de conspirar en torno a su arrogante cabeza, avanzan cautelosas, cargando el potencial sonoro y desplegándose armoniosamente hacia la alta y vibrante nota final. Pero nada hace sospecharlo todavía en este momento, las diez y media de un miércoles veintidós de septiembre, en las primeras semanas de trabajo después de las vacaciones que tanto me han alejado de ti, cuando tu hermana se acerca con la botella del pobre Vino Común y vuelve a llenarme el vasito floreado mientras me amonesta severamente, por qué bebes tanto, así no resolverás tu problema. «¿No has vuelto a ver a Nuria?», pregunta gentilmente, su mirada derramándose como un bálsamo en mi cabeza vencida. A nuestras espaldas, en lo alto de la afanosa noche del Borne, lejanos relámpagos iluminan el cielo y hace bochorno, todo el día ha amenazado lluvia. Su mano tiembla ligeramente, el caño de la botella tintinea contra el vaso mientras observo su airosa falda gris bajo la que asoman ya con decisión de vida sus rodillas desnudas, enternecidas por el sol y el aire del mar, no liberadas aún del fantasma de mil genuflexiones. Pero en lo demás se muestra segura y no para de hablar: mucho se ha movido, mucho ha rumiado y decidido durante estas vacaciones: descartada de momento la oportunidad de Sabadell (o mejor, en un suspenso esperanzador), ahora considera la otra posibilidad y habla de ponerse en contacto rápidamente con alguien durante el retiro espiritual.

—Iba a ir de todos modos —dice—, como cada año.

—Una idiotez. —El vino empieza a desatarme la lengua—. Tanto pendoneo, coño, tanto merdé.

Montse guarda silencio un rato. Luego insiste: sólo son tres días, el domingo por la noche estará de vuelta, supone ella que con buenas noticias, nada se pierde con probar. Le respondo que todo eso me parece descabellado y que mejor sería que se decidiera a hablar con su madre. ¿Para qué?, dice, y con los ojos bajos: «Más adelante, cuando los ánimos estén más calmados». La tranquila indiferencia de su voz (no me mira, no se atreve a mirarme ahora) puede llegar a desmentir todas las catástrofes, como yo mismo había de comprobar en las próximas veinticuatro horas.

—Sí —dijo Nuria—, pero…

Y abajo en la acera Manuel levanta nuevamente los ojos al balcón mientras enciende un cigarrillo y escucha sin interés lo que le propone el otro, porque presiente o ya sabe que las voces opulentas están deliberando en alguna parte, y no tiene más que esperar un veredicto que quizá no satisfaga a todos pero que sin duda sería el más justo, el más ecuánime. Colgado como sobre un abismo de presagios en este balcón, a medio camino entre la claudicación de él y la tenacidad humilde e invencible de ella, insisto en que es una tontería ir a encerrarse tres días con esas beatas que viven a varios palmos por debajo de la vida, como los topos, y sólo por conseguir, y no era seguro, un jornal de hambre, y que para eso cualquier empleo de peón sin ir más lejos… Pero ella afirma que deben dejar enseguida esta pensión: «Es que no comprendes, no comprendes —repite en voz baja y como a pesar suyo (deseando evidentemente decir otra cosa, hoy lo sabemos)—. La situación ha cambiado, ya no es lo mismo…». Miro a un lado, abajo; Manuel sigue fumando con la compañía, asintiendo vagamente hasta que levanta la cabeza y brilla en su boca aquella sonrisa como un puñal. Le observé atentamente, esta vez; siempre había tenido el oscuro temor de que cuando se viera ante una real posibilidad de trabajo —como electricista, por ejemplo— mostraría de algún modo una íntima decepción: con la mejor voluntad del mundo tu hermana iba quizá ahora a abocarle al mismo oscuro empleo que tuvo en la cárcel, a un triste jornal, y tal desenlace no podía ser de ningún modo el que él había esperado y deseado.

Cuando ya voy por el cuarto vaso, Manuel entra en la habitación y poco después la voz de la patrona se deja oír a través de la puerta: le llaman al teléfono. «¿Quién es?», grita él, levantándose de la cama. «No sé, un amigo», responde ella con ostensible desgana, alejándose por el pasillo. Manuel sale sin decir nada, Montse cierra tras él y volviéndose despacio apoya la espalda en la puerta, sonriéndome:

—Te agradezco que hayas venido esta noche. No me gustaba la idea de decírselo sola…

—¿Por qué?

—No sé… Estábamos tan ilusionados con irnos a Sabadell. Esto va a ser lo mismo que hacía en la cárcel.

—Bueno, supongo que no es mal oficio.

—Yo me pondré a trabajar enseguida…

—De todos modos, insisto en que deberías ver a tu madre.

Su cara bronceada en la Barceloneta, todavía con la nariz algo pelada y los pómulos relucientes, febriles, con un flujo soñoliento, ha perdido aquella tensión que inopinadamente se disparaba y expresaba tantos sentimientos y emociones a la vez. Se ha concentrado en una honda dulzura, un sopor. Sospecho desde hace rato lo que quiere decirme y no se atreve: que el dinero que le presté al instalarse aquí con él, mi paga íntegra de vacaciones, y que sirvió para liquidar cuentas atrasadas con la patrona y recuperar así cierta independencia, aún no puede devolvérmelo; y también algo que la entristece y que ya no puede por menos que reconocer: que él no se ha tomado demasiado interés en la cuestión del trabajo, qué se le va a hacer, es un poco exigente y soñador. Pero no, no es nada de eso. Y nuevamente tocado por el oscuro presentimiento le aconsejo por enésima vez que, antes de decidir nada, tenga una sentada con su madre, a solas…

Al volver del teléfono, él se deja caer en la cama cansadamente, acomodando la almohada a la espalda. Lleva un palillo nuevo entre los dientes. «Mi cuñada», dice. Nunca hablaba de su familia, suponiendo que realmente la tuviera, y yo había llegado a olvidar que una vez mentó a un hermanastro casado. «Que si quiero ir a verles mañana por la noche —añade—, que mi hermano sabe de un buen trabajo». «¿Irás?», pregunta Montse. Él se encoge de hombros: «¡Bah! A buena hora se acuerdan de uno. Pero, en fin, nada se pierde con probar…». Una depresión repentina, no vinícola, se apodera totalmente de mí y me levanto y apuro el vaso. «Me voy, chicos, es tarde». Sin moverse de la cama, él me mira fijamente a los ojos al tenderme la mano, y parece, por un momento, que quiere retenerme; pero sólo dice: «Gracias por la compañía, Paco», cuando una vez más en la garganta se me quedan atravesadas aquellas preguntas (¿Quién eres tú, muchacho? ¿Qué quieres, qué buscas? ¿De dónde has salido?) que ya últimamente me tentaban cada vez que mi mirada se cruzaba con la suya. Pero ya era tarde para todo, y ni siquiera el pretexto de la maleta de tu hermana lograría una intervención mía que a última hora salvara lo insalvable, lo que tus padres ya habían perdido Dios sabe cuándo, no aquel mes de agosto que Montse decidió abandonar el hogar para seguir luchando junto a él, ni siquiera el primer día que le visitó y le conoció en la cárcel, o cuando oyó hablar de él por vez primera en boca de una adolescente emputecida por la miseria y el abandono, sino mucho antes, antes ya de ser llevada al Centro parroquial por tu madre, antes incluso de que tu hermana fuese engendrada, cuando tus padres aún no se conocían porque no habían nacido ni aún existía ningún Claramunt ya enriquecido y piadoso que hincara por vez primera la rodilla en un reclinatorio forrado de seda…

—Bueno —dijo Nuria—, pero…

Y algo de eso intuyo en el pasillo, en medio del mareante olor a coliflor hervida, cuando Montse me habla de la maleta: tiene en su casa toda la ropa de invierno y esta noche quiere llamarte a ti, Nuria, para que le prepares una maleta, pero teme que no estés dispuesta a traérsela aquí, «¿Serías tan buen chico de ir a por ella mañana? —me dice—. Si vas a las siete, saliendo del almacén, seguramente sólo encontrarás a Esperanza y evitarás dar explicaciones». «Claro, déjalo de mi cuenta». Puesto que Manuel a esa hora irá a ver a su cuñada, y no podrá acompañarla a coger el tren de San Cugat, me ofrezco a llevarla yo y quedamos citados a las ocho en el bar que hay frente a mi pensión, después de pasar por su casa y recoger la maleta.

Al día siguiente por la tarde salgo a las siete en punto del almacén y diez minutos después hago sonar la campanilla de la torre. Efectivamente, Esperanza está sola; mientras me entrega la maleta blanca, en su carita de manzana, en sus ojos bajos flota una inquietud servil por la señorita Montse, una pregunta que no llegará a formular.

Silencio absoluto en el recibidor, en toda la casa, y otro más elocuente en el tapiz donde los angelitos de carrillos hinchados soplan eternamente la nube de púrpura que se lleva a la Virgen hacia las celestes alturas. «Adiós y gracias, Esperanza».

Camino de República Argentina, llegando ya a la plaza Lesseps, empieza a lloviznar, voy con la maleta en la mano y la gabardina sobre los hombros corriendo como si me persiguiera el diablo, ¿qué te pasa, qué temores te asaltan?, la chica hace bien escapando de toda esa mierda, ¿qué otra cosa puede hacer, qué otra manera hay de acercarse un poco a lo perdido, a lo que hemos querido ser? Con la familia todo, sin la familia nada. Pendonistas, farsantes bajo palio, bestias. Puede que tú también acabes por largarte, chaval. Pero no divaguemos: plantéate honradamente la cuestión de si ayudándola le haces un bien o un mal. Porque de eso se trata justamente: ayudar. Porque aquí todo Dios pretende ayudar, salvar, rescatar, levantar, regenerar… No, no trato de justificarme (aunque comprendo tus peros, Nuria, son razonables: son, fíjate, la razón misma de este contarnos y recontarnos mutuamente la misma historia, como si nunca acabáramos de creerla), pero aquella escena de llanto silencioso que ella me reservaba en un bar anónimo, escogido al azar de las prisas, estaba más allá de toda señal de auxilio; pues ella ya no quería auxilio de nosotros, ni de nadie.

Mientras la espero tomo café y dedico unas cuantas carambolas fallidas a la nariz vernácula de tu padre. La blanca maleta sonríe en la penumbra de los billares, más allá de la verde campana de luz que se abate sobre la mesa. La televisión parpadea en el mostrador y soporto una animación y una clientela de tarde de fútbol; hay partido nocturno en el campo del Europa de la calle Camelias y a pesar de la lluvia allá van los últimos rezagados que beben perfumados carajillos en la barra. De vez en cuando, con el taco en la mano, escruto la calle a través de los cristales que rezuman agua. Sigue lloviendo ligeramente —y tú en el bar del Club viendo caer la lluvia sobre las pistas, la ves desde lo alto del taburete con las piernas cruzadas bajo la blanca faldita corta, el jersey anudado al cuello por las mangas, el vaso en la mano y rodeada por tus amigos, Vilella al quite…—. Se ha girado viento, una silueta femenina avanza en la noche hacia el nebuloso cristal, encorvada y con la falda pegada a los muslos como una piel. Es ella. Sin paraguas ni impermeable, la mano en la cabeza sujetándose un gracioso gorrito color lila. Dejo el taco, pago dos cafés y media docena de rabiosas carambolas cuando Montse abre la puerta sonriente, completamente mojada. «¡Hola! —dice sin aliento—. ¿Tienes la maleta? Qué bien. ¿Había alguien en casa?». «No. Esperanza. ¡Mira cómo te has puesto!». Agarro la maleta dispuesto a acompañarla a la estación y acabar de una vez, pero ella no parece haberse recuperado aún de la carrera, me mira jadeando y con una sonrisa tonta. Dentro de sus pobres zapatos planos sus pies nadan en agua. «Ven acá, loca», y la tomo del brazo llevándola a una mesa apartada, «tomarás un café con leche. ¿Y Manuel, con la cuñada?». «Sí, hemos salido juntos, me ha dejado en el metro…». Sentado frente a ella pero sin soltar el asa de la maleta, mi deseo es terminar cuanto antes y depositarla en el tren: sí, mi egoísmo o mi negligencia estuvo a punto de estropearle esta oportunidad, la última sin duda, que ella se había buscado para la confidencia. Pero ¿habrían cambiado en algo las cosas? Montse, de codos en un mármol gris que olía a anchoas, me mira fijamente con sus grandes ojos negros, el pecho todavía agitado, guardando silencio. Por decir algo le digo: «Entonces, ¿estás decidida?». Baja los ojos, su sonrisa se acentúa misteriosamente y murmura: «Tengo que decirte una cosa, primo», cuando ya la sé, justo en el instante en que yo me digo ya la sé, y no desde anoche sino desde bastante tiempo antes: «Eres nuestro mejor amigo, el único que ha querido ayudarnos, no se lo he dicho todavía a nadie, pero en ti puedo confiar…».

—Ahí —dijo Nuria—. Ahí.

No deseo justificarme. Y entonces ella me dice eso que yo ya sabía mientras el robusto brazo desnudo del dueño del bar, húmedo y oloroso como agua de fregadero, deposita ante ella una raza humeante. Hay un barniz brillante en sus papilas, lágrimas de alegría. Desgraciada, pienso, ahora sí, desgraciada, desgraciada. «¿Seguro, Montse?». Pero sólo me mira, sonriente, serena, algo en mi expresión le hace gracia, será el estupor provinciano y cómico que vuelve a aflorar. Me asegura que no está asustada ni avergonzada, bueno, cuando lo supo sí que se asustó un poco, pero sobre todo por él, aún no se lo ha dicho porque en este momento ya tiene bastantes problemas, no sabía lo que podía pasar, pero ahora ya sabe que no puede pasar nada, que todo saldrá bien y está tranquila y hasta contenta… «Díselo a tu madre», me sale como un escopetazo. Pero ella y su sonrisa intacta: «No». «Entonces a tu hermana, en el fondo ella siempre estuvo de tu parte». Eso sí, promete hacerlo al volver de San Cugat, el domingo la llamará, y por venir a propósito añade que anoche, cuando habló contigo por teléfono para que te ocuparas de su ropa, te pidió si querías traerle la maleta tú misma. Pero tú no quisiste ir a la pensión, le dijiste que la sola idea de tropezarte con ese chulo te horrorizaba, y casi llorando le rogaste que volviera a casa, que mamá había enfermado por su culpa, que estaba loca y cometía el gran error de su vida… «Si hubiese venido —añade Montse— se lo habría contado todo».

He olvidado el tiempo que estuvimos allí. Pero me veo cogiendo la maleta presuroso, antes de que ella termine de decir que;-a es muy tarde y que teme perder el tren… No, no busco justificación alguna. Verás: ella ya estaba de pie, de espaldas a mí, y me pareció que se apoyaba un momento en aquel montón de cajas de cerveza y se inclinaba como tosiendo. Se deshizo de pronto en lágrimas, silenciosamente. Lloró como todavía no había llorado sin duda, la Montse que aquella tarde habría de ver por última vez conservando todavía un rostro sereno y hasta radiante, terrible en su terrible inconsciencia (en realidad, conservaba su inocencia y mucho más: no había descubierto que la poseía) junto a mi torpe silencio, lloró de espaldas a mí y a un par o tres de parroquianos que nos miraban curiosos, lloró rápidamente, como quien vomita o se vuelve un instante para toser o limpiarse las narices; fue una evacuación incontenible —sólo su espalda sé agitaba bajo mi inútil mano— que no duró mucho y se desvaneció instantáneamente, como si la dulce influencia a que él o no sé qué esperanza la tenían sometida cortaran el llanto aún con más rapidez que lo provocaron. Luego se volvió y dijo sonriendo, los ojos llenos de un agua luminosa: «Perdona. Vamos», aquella Montse que ya en la calle no quería que la acompañara (con mi silencio, con mi mano sosteniéndola por el codo) bajo la lluvia que ahora caía a cántaros. Por suerte di con un taxi en la plaza Lesseps. Durante el corto trayecto me hizo prometer que el domingo iría a la torre a ver cómo estaba su madre, qué impresiones había, qué habían decidido respecto a ella… ¡Ay, Montse, Montse, cuídate!, y le subía las solapas de la chaquetita azul, y poco después bajábamos corriendo las escaleras de la estación de Gracia, donde todavía hubo ocasión de hacerla reír un poco a causa de mi aparatoso resbalón en el andén, al darle la maleta; luego ella se estiró desde el vagón para darme un beso, sus cabellos olían a lluvia, sus mejillas ardían.

He aquí la última visión de tu hermana, aquélla que habría de grabarse en mi espíritu para siempre: sentada en un extremo del vagón, sola, agitando una mano ante el rostro maltratado por el sol, se aprieta al cristal perlado de gotitas de lluvia para mirarme un momento y sonreír, consciente quizá de su definitivo estado de mujer, de su naturaleza nueva.

—Sí —dijo Nuria.