LA HUIDA
Tal vez lo que mejor expresa mi irresponsabilidad son estos acogedores baches de alcohol de que antes he hablado: me hundo en ellos alborozado porque cualquier tipo de estabilidad sentimental me fatiga y me asusta. Afortunadamente el nuevo día trae siempre nuevos interrogantes, en los que uno se puede apoyar para incorporarse, afirmar bajo el sobaco a modo de muletas y, a la patacoja, echar a andar.
—Explícame qué hacía él allí —le dije—. No me habías hablado de los Reynals ni de su fiesta…
Sentada al borde del lecho, Nuria se frotaba el cuello con una gran toalla de baño color miel y me miraba desde una recelosa altivez. La cabeza ladeada sobre el hombro, sus ojos esquivaban el humo del cigarrillo que colgaba pesadamente de sus labios.
—Qué cosas tan divertidas se te ocurren —murmuró.
—Le he reconocido en las fotos. Y le he reconocido, a pesar del disfraz de «El Zorro», porque es el único que se interpreta a sí mismo de manera convincente.
—Será mejor que te vistas, es tarde.
—¿Tarde para qué, prima?
Sin convicción, casi sin voz, Nuria respondió:
—Deberías ir al hotel y ocuparte de los pasajes…
—Luego. Ahora cuéntame, anda.
Su boca rosada y fría que venía del baño aplacó durante un rato mi curiosidad. Su piel olía intensamente a agua de colonia.
—No veo la necesidad —dijo— de que Salva te encuentre en la cama. Seguro que está al llegar.
—Hablaré con él.
—Nada de escenas. Además, que ya se las apañará él para hablar contigo. Espera y verás. —Notando que yo no la escuchaba, que la miraba esperando aquella aclaración que se refería al pasado, me miró con recelo y añadió—: ¿Crees que te oculto algo?
—No se invita a un electricista a esa clase de fiestas —le dije—. Aunque sea el que haya hecho la instalación. A menos que…
—¿Qué? —Se rió—. Ya veo que te despiertas aún más bebido.
—A menos que sea un amiguito de la hija de la casa, por ejemplo.
—La prima Merche ni le conocía.
—Entonces fue una de tus travesuras.
—De las dos.
—¡Ajá! Me da en la nariz —insistí una vez más— que tu marido se muere de ganas de hablarme precisamente de eso: decirme que tú también tuviste que ver con el tipo. Cree que no lo sé. —-Déjale que hable lo que quiera. Ojalá. Todo sería más fácil.
Se levantó, corrió nuevamente las cortinas y en medio de la penumbra volvió junto a mí sigilosamente, descalza. El templado baño había suavizado aquella cualidad desdeñosa y fugitiva de sus movimientos, y ahora una tibia afluencia de abandonos iba desarrollando en su cuerpo una secreta naturalidad. A menudo me preguntaba qué me unía a ese cuerpo, como no fuese la vieja memoria de un ensueño que buscó un acuerdo con él. Arrodillada en la cama se frotaba furiosamente con la toalla los cortos cabellos mojados y en su cara había una tirantez maliciosa y adorable que la remitía bruscamente al «Saloon» de los Reynals. Comprobé cuán difícil le resultaba hablar de él sin relacionarlo con Montse: empezó mezclando historias creadas por el resentimiento y el olvido, esas falsedades tenues como telarañas que la negligencia teje y desteje detrás de los recuerdos. De mala gana acabó por confesar que sólo pretendió darle al chico una oportunidad de ganarse unas pesetas con un trabajo extra, y que por eso se le ocurrió proponerle a la prima Merche que fuera él quien se ocupara de la instalación eléctrica de la fiesta. Quinientas pesetas se sacó, más la sisa en la compra de material. Ella misma le llevó a Castelldefels en su coche, y el chico regresó en tren aquella misma madrugada (ella se quedó a dormir en la casa después de la fiesta, en la que participó un rato por decisión secreta entre ella y su prima: les divertía la idea de disponer de un «Zorro» cuya personalidad fuese un verdadero misterio para los demás chicos y chicas). Cuando se lo propusieron, él creyó que se trataba de una broma y se negó rotundamente a disfrazarse, estaba cansado; además de hacer su trabajo se había pasado parte de la tarde ayudándolas gentilmente a adornar la pista de baile. Pero Nuria, que lo había presentado como «un amigo de confianza», le convenció para que se disfrazara de «El Zorro» con la ayuda de su prima. A Montse no le dijeron nada, podía haberse enfadado…
—¿Vivía ya con él?
—No. Fue poco antes.
—¿Por qué nunca me has hablado de eso?
—Qué importancia tiene. Casi lo había olvidado. Por aquel tiempo yo tenía un espantoso lío en la cabeza… Por lo demás, nadie supo que era el protegido de mi hermana, ni siquiera la prima Merche… ¿Por qué te ríes?
—Imprudentes caperucitas. Teníais al lobo feroz en casa, hambriento de un hermoso y solvente conejo catalán, y vosotras tan confiadas…
—No hace falta ser grosero.
—Pero ¿y los padres de Merche? ¿Cómo consintieron, con su posición…?
—Ni se enteraron —me cortó, sonriendo compasivamente—. Como buen palurdo, siempre has atribuido a los ricos una gran malicia social, una desconfianza excesiva.
Estuve un rato callado. Luego dije:
—Volviendo a tu hermana: ¿se marchó de tu casa, o se quedó en la pensión?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir si escapó de casa para irse a vivir con él, o se fue a vivir con él para escapar de casa.
Oculta la cabeza bajo la toalla, Nuria resopló:
—No empieces con tus sutilezas. Yo qué sé. Un día por la mañana salió de casa para ir al Hogar Social de no sé dónde, y ya no volvió. Eso fue todo. Alguien la vio, una amiga suya…
María Cinta (la recuerdo: ojos vivarachos, robusta sonrisa de encías rosadas, parlanchina y andariega asistenta social dotada de gran perspicacia para penetrar en los problemas ajenos) fue la última que la vio, en efecto. Y había de contar a todo el mundo, cuando se enteró de la desaparición de Montse, que precisamente aquella lluviosa tarde que encontró a su amiga en uno de los barrios apartados y populosos donde solían operar juntas, al verla con la cara tan lastimosamente quemada por el sol, tan estúpidamente despellejada, tuvo el presentimiento de que estaba expuesta a que le pasara una desgracia; que le pareció más vulnerable que nunca, remota e inaccesible, como si en lugar de vivir soñara, como si estuviera completamente sorda; que adivinó tras ella, durante el rato que estuvieron hablando allí de pie, en medio del paisaje inhóspito, rodeadas de barro y charcos de agua, aquella presencia de él siempre cautelosa, protectora, sarcástica y victoriosa; que percibió en la tez enrojecida y desollada de Montse aquella fiebre, aquella temperatura de desastre que más allá de lo cómico y lo ridículo nos hace rumiar sobre el destino de ciertas pobres chicas que ignoran su destino. Por supuesto —precisó—, Montse no le reveló su intención. Iba con una niña, cuya manita sucia y reblandecida por lágrimas y mocos asía fuertemente, y la llevaba a que la pincharan en el Dispensario del Hogar cruzando la enfangada plaza o mejor descampado del Satélite (Ciudad Satélite San Ildefonso, «Ciudad sin ley», la llamaban), pero en cierto momento la niña se soltó y se agachó para hacer pis junto a la barraca de un guardián de obras, mientras ellas hablaban. Quietecita, con las manos pegadas a las rodillas y un pasmo en los ojos, mientras orinaba en cuclillas la niña miraba a Montse y ésta miraba al vacío, la mentira de un domingo que allí moría como de vergüenza; no atendía a las palabras de la asistenta social, no percibía su sincero interés, su preocupación por ella. No le habló siquiera de que aquella horrible piel roja como un tomate estaba así por haberse atrevido una vez más a ir con él a la, playa libre de la Barceloneta; no se lo dijo aunque en el fondo lo deseaba y lo necesitaba, reconociendo incluso que una (dio a entender de sí misma María Cinta) es una chica moderna y comprensiva —esa abrupta manera de andar y de hablar, de enfocar los problemas del vecindario, no sé, inspira confianza, y tienen algo, las asistentas sociales, que les hace parecer más preparadas y realistas que nosotras las visitadoras, dijo Montse de ella una vez—, de otro estilo, en fin, y todo el mundo sabía que la propia Montse la admiraba por su eficaz labor, por sus decisiones rápidas y acertadas nunca apoyadas en juicios de orden moral, sino simplemente de orden práctico y social (lo higiénico, lo laboral, lo sindical, lo alimenticio, lo sexual). Ciertamente, qué distintas a las Hijas de María estas promociones de asistentas sociales recién salidas de la escuela. ¿Llegó Montse a sentirse desplazada también en eso, en lo que hasta entonces había sido la razón de su vida? Siempre estuve tentado de suponer que veía en María Cinta a la joven que ella nunca podría ser: alguien que analizaba y extirpaba todos los problemas (el de la promiscuidad, por ejemplo) sin jamás revelar sentimientos ni emociones, como un cirujano cuya penetrante mirada llegara hasta la raíz del mal, las motivaciones, siendo éstas la única razón de su interés. Esta cualidad era precisamente la que le permitió a María Cinta deducir, aquella tarde, que el grave trastorno síquico (así lo definió) de Montse provenía del hecho de que en todas las puertas amigas donde había llamado (feligreses ricos de la parroquia, empresarios y clientes amigos de su padre, influyentes amistades de su madre) solicitando una oportunidad para su protegido, se había encontrado con que la gente ya estaba sobre aviso, probablemente advertida por tío Luis, que, sin duda, quería evitarle a su hija un desengaño.
No quedó muy claro que esta tarde él estuviese cerca de Morase mientras las dos amigas hablaban, pero a veces la acompañaba y podía esperarla para regresar juntos a la pensión, quizá podía verlas en medio de la desolada y encharcada plaza, recostado perezosamente (me gusta suponerlo) en la puerta de alguna taberna llena de andaluces, con una botella de cerveza en la mano, observándolas con fatalista imperturbabilidad, casi irónicamente. María Cinta no aclaró eso, vio dijo que él hubiese intervenido en la conversación ni que anduviera cerca de Montse; pero era indudable que le conocía, que le fue presentado alguna vez: tenía de él una opinión demasiado inteligente, elaborada; hablaba del chico como de una presencia inevitable, vigilante y desganada, alguien que sin quererlo se veía metido en un compromiso que nunca buscó ni eludió; un joven apuesto en su indigencia, distante y felino, curiosamente maduro para sus años, envuelto en un palpable efluvio de hastío y de listeza; no era la suya (dio a entender la asistenta social) esa listeza activa y locuaz del joven que está seguro de sí mismo y sabe que no tiene más que esperar, y cuya espera llega a reflejarse en una jactanciosa costumbre muscular que hace particularmente odiosos A los hombres. No; mostraba un pesimismo púdico y respetuoso, despojado de arrogancia, desesperanzado y a la vez —eso era lo inquietante— lleno de poder. Realmente amaba a Montse, aunque, por supuesto, a «su manera».
Tal era la impresión de la asistenta social; criterio agudo y discutible pero en ningún aspecto ofensivo para Montse y para su amigo: sobre eso añadió que ella ni siquiera podía imaginárselos en la intimidad; cuando trataba de hacerlo (igual me ocurría a mí, por aquel entonces, y a ti, recuérdalo) lo más aproximado a la realidad se reducía a ver una borrosa pareja con escasa vocación de pareja y unida por el azar —las dificultades, el ambiente hostil— con más fuerza de la deseada, dos espectros que pasean soñando posibles apariciones, etéreos y sin preocupaciones carnales, de espaldas al bestial griterío de acusaciones y repudios que familia y feligresía esgrimía contra ellos; era un noviazgo indefinido, inverosímil, del cual, según ella, nunca habló seriamente. Inverosímil, eso: un mito, algo que fue engendrado Dios sabe cuándo por la misma familia, un reflujo del metabolismo, del carácter y el miedo de los Claramunt frente a la vida.
En realidad, la conversación fue breve y trivial: dijo María Cinta que de pronto, contrariando sus quehaceres de aquella tarde, Montse abandonó la niña a su cuidado y se despidió precipitadamente. «Si mañana en la reunión ves a mamá —le dijo cuando ya se iba, sin mirarla, los ojos atrapados, más allá del aire cargado de lluvia, en un mañana incierto y no deseado pero necesario—, dile que estoy bien, que no se preocupe». La asistenta social confesaría que tardó un rato en comprender, pero que, sin embargo, mientras la veía alejarse por el descampado, sorteando cuidadosamente charcos, latas llenas de agua de lluvia y podridas jaulas sin pájaros, le pareció —pero que no le preguntaran por qué— como si alguien la esperara en alguna parte, y como si ella acudiera a ese alguien obedeciendo no tanto al deseo de un encuentro como a la necesidad de una ruptura.
—Nosotros —dijo Nuria— lo único que hicimos fue ocultar a mis padres el paradero de Montse todo el tiempo que pudimos. Fue idea tuya. ¿Qué pretendíamos con eso?
—No sé. Eras tú la que me preocupaba —le dije—. Ya llevabas una vida muy rara y excitante, ya casi no querías verme, me mentías, no sabías explicar adónde ibas ni con quién salías…
—Salía con Salva, nunca te lo oculté.
—… y yo te iba perdiendo poco a poco.
—Nunca fui tuya. —Pareció dolerse de haber dicho esto—. Eran ilusiones que te hacías. Yo quise convencerme de que ya no estaba enamorada de ti, seguías gustándome enormemente, pero tenía miedo…
Su coche parado frente al General San Martín, sus brazos colgando sobre el volante, la radio encendida mientras besas su nuca al fin sometida: todo a punto para llevarla a tu cuarto de la pensión. Fuera, un cálido atardecer de principios de agosto prolongando aquel deslumbramiento (todavía no has devuelto el smoking) que arrastras desde la verbena, el último espejismo de náufrago que te ciega y te impide ver las parejas sentadas en los bancos del Mirador, algún paseante solitario que lanza furtivas miradas al interior del coche mientras acaricias sus rodillas, sus medias negras de red. «¿Te gustan? —ronroneó ella—. Las llevé en la fiesta de Castelldefels… Me las quedo. Pensarás que estoy chiflada, ¿no?». «Si se entera tu madre…». Se las ha puesto aquí mismo, dentro del coche, no ha querido esperar a hacerlo en tu cuarto. Una mujer, se ha hecho una mujer en menos de un mes, incluso su voz ha cambiado y, aunque no parece que nada de eso sea verdad, es muy posible que haya llegado la hora de anclar en la rubia bahía: por fin, parece mentira, Nuria consiente que la lleves a tu cuarto, aquí está con una pasmosa tranquilidad, abandonada sobre el volante de su Seiscientos y dejándose acariciar mansamente los muslos mientras sus ojos escrutan el portal de la pensión en espera de ver salir a la patrona. «¿Seguro que es esta noche?». «Sí —le dije—. Cada domingo va al Roxy con su sobrina y su novio». Y precisamente cuando menos podías esperarlo; cuando parecía que sus besos se habían enfriado y ya salía frecuentemente con Vilella y otros que nunca quiso decirte quiénes eran… Tiempo atrás ya te había anunciado, después de una de aquellas laboriosas y penosas tandas de magreo que casi siempre degeneraba en lucha, en el jardín de su casa: «He decidido ir de excursión con Salva. Una escalada en el Montseny. Debe de ser divertido». «¿Con ese carca?», protesté débilmente, y ella: «Me he dado cuenta de que es un gran chico…». Y fue a esa excursión, y a otra y a otra, y algo en su cara, no sabrías decir qué, un latido anhelante, seguía golpeando el centro de tu deseo cada vez que os veíais… Alegremente cogidas del brazo la patrona y su sobrina se alejan por la acera, apresuradas y parloteando (el novio las alcanza poniéndose la americana) en dirección a la plaza Lesseps, cuando de pronto, inexplicablemente, Nuria se yergue rígidamente a tu lado y su espalda empieza a agitarse por los sollozos mientras ya sus manos están manipulando desesperadamente en las sombras, bajo el volante, quitándose las medias de red a tirones, como si se despellejara dolorosamente las piernas, llorando de rabia y de vergüenza. Gritando se pregunta a sí misma qué está haciendo aquí, contigo, qué espera, ya se lo había advertido Salvador, por qué la has obligado a ponerse las medias, «¡No me toques, jamás entraré en esta horrible pensión, asqueroso, qué te has creído, baja del coche ahora mismo, baja…!». «¿Qué te pasa…? Nuria, espera…». La puerta se cierra violentamente, el pequeño Seiscientos se balancea un rato, ella agitándose todavía, como debatiéndose con el volante y los mandos, la falda por encima de las rodillas y las medias enredadas en sus manos, pone el motor en marcha entre hipos y suspiros y sin mirarte arranca con una brusca sacudida, te quedas viendo cómo se aleja el coche, pasmado, impotente.
El domingo siguiente te llama desde el Club. Voz grave, reposada, la crisis queda lejos: que la perdones, se portó como una tonta, que mañana vayas a buscarla a casa, si quieres… Ese lunes es fiesta y supones que los tíos y Montse estarán en Sitges, se aproximan las vacaciones y seguramente (Nuria te lo dijo) serás invitado a pasar unos días con la familia. Sitges, hermoso puerto para anclar definitivamente… Pero cuando llegas a la torre, Nuria ni siquiera se acuerda que estaba citada contigo; está muy lejos de hallarse sola en casa y de acceder a tus pretensiones: a quien ves primero es a tío Luis, en la galería, hundiéndose pensativamente en los cojines de la mecedora con su batín corto de color verde botella, y luego a tía Isabel sollozando ante un Vilella pulcramente dominical, silencioso, solícito. Y es Nuria, envuelta en una bata y despeinada, bellísima, quien te retiene unos segundos en el pasillo para darte la noticia:
«Montse lleva dos días sin aparecer por casa». «¿Cómo?». «Que se ha ido».
El sábado por la noche —te explicó—, al volver de la parroquia, muy alterada, tuvo una nueva agarrada con papá, esta vez fue terrible, al parecer papá se ha propuesto entorpecer todas las gestiones que ella hace por ahí entre amigos y parientes para conseguir una colocación para el chico, y Montse quiso saber por qué papá hacía esto en vez de ayudarla, llorando le dijo que no podía creer que todo el mundo se comportara así con ella, que no lo comprendía, que la llenaba de tristeza y de vergüenza, y entonces papá explotó y la insultó con palabras horribles, es la primera vez que le oigo decir tantas palabrotas juntas, la llamó imbécil y boba y hasta marrana que Dios sabe qué haría con ese degenerado en aquella habitación y en la playa, había que ver su cara de payasa, y qué había hecho del dinero que había robado para él en la verbena, y de su sueldo, que si no le importaba nada la vergüenza que su madre estaba pasando por su culpa, en fin, fue horrible. Nunca jamás en casa se había presenciado una escena semejante, papá estaba desconocido. Montse no volvió a abrir la boca para nada, se encerró en su cuarto y no bajó a cenar. Esta misma noche papá salía de viaje, con Salvador, y ahora al llegar se ha enterado. Está furioso.
«¿No habéis sabido nada? —le preguntas—. ¿No ha llamado?». «Esta mañana. Sólo ha querido hablar conmigo: que le dijera a mamá que está muy bien, y que de momento no piensa volver…». «¿Qué hacemos, Nuria? Oye ¿por qué… por qué no te vienes conmigo y hablamos de lo que se puede hacer, en mi cuarto…?», aún fuiste capaz de proponerle. «Tenernos que ir a buscarla», respondió ella, y tú: «No».
—Todo aquello me asqueaba —dijo apartando la toalla de baño y abrazándome. Por supuesto en el «todo aquello» incluía mis amorosas pretensiones de aquel día, que habían de frustrarse una vez más. Y añadió—: En medio de todo aquel lío, Salva me quería a su modo…
—Diocesanamente, supongo.
—… y su proximidad me hacía tanto bien. Tú en cambio me dabas miedo. Me atraías enormemente, pero me dabas miedo.
A su lado, muy cerca, Vilella le asegura que todo se arreglará. Tío Luis, después de escuchar las lamentaciones de tía Isabel como si mirara a través de ella, se encara con Nuria, luego contigo: «Bueno, ¿qué esperáis? ¿Cuál es la dirección, dónde vive?». Sí, hay que hacer algo enseguida, subrayó Vilella. Antes de responder a tío Luis, mi mirada se cruza un instante, imperceptible e irónica, con la de Vilella (tú me observabas en suspenso, llena de dudas y temores) y finalmente, abriendo los brazos con gesto de impotencia, respondo: «No sé, tío. Cambió de domicilio hace un mes, y no he vuelto a verle. Además, no es seguro que Montse esté con él».
—Sí, me atraías y me dabas miedo —prosiguió Nuria—. No sé por qué, una noche, durante una especie de crisis, se lo conté todo a mamá. Ella ya sospechaba tus intenciones, tus manejos para llevarme a tu pensión, nuestros encuentros, hasta dónde habíamos llegado, todo. Me porté como una niña estúpida.
Pero eso fue mucho después, cuando ya tu hermana llevaba varias semanas fuera de casa y tu madre estaba más preocupada por eso que por nada.
Desde su sillón, tía Isabel nos mira sin vernos, con los ojos maltratados por un llanto que nadie presenció nunca. Primera vez que sientes verdadera pena por ella: horas en este sillón pensando en su hija perdida, esperándola, siguiendo sus pasos, confortándola con novenas y rosarios.