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EL BAILE DE LAS DEBUTANTES

Volvió a entrar en el dormitorio envuelta en su albornoz y mientras esperaba que se llenara la bañera encendió un cigarrillo, descorrió las cortinas, recuperó el frasco de sales y, sin mirarme (sólo una rápida ojeada al tomo encuadernado de semanarios ¡Hola!, que seguía en la mesilla de noche), regresó al cuarto de baño. Sobre el rumor del agua en la bañera oí su voz, que disimulaba mal la contrariedad que le causaba mi repentino interés por aquellas viejas revistas. «¿No sería mejor que te levantaras? No sabemos a qué hora llegará…». Le dije que era muy temprano y que además daba lo mismo, que su marido me tenía sin cuidado. Cogí el pesado tomo, lo abrí, busqué un número atrasado. «No me digas que te gusta leer esas cursilerías —gritó ella desde la bañera—. No sé por qué las guardo; algún día irán todas a la basura». «Harás muy bien».

Y sentado en la cama, fumando, me enfrasqué feliz en aquellas crónicas anónimas escritas por sublimes y densas mediocridades con el dedo índice de una sola mano. Los ecos mundanos, a pesar del tiempo transcurrido, todavía llegaban mezclados con risas de muchachas, el claxon de un seiscientos y música bailable de 1960, aquella fiesta juvenil con ambiente del legendario Oeste celebrada en la residencia veraniega de los señores Reynals, en Castelldefels, con asistencia de gran número de invitados. Curiosa la repentina transformación, ampliamente comentada en nuestros círculos de alta sociedad, que esta noche se operó en los distinguidos anfitriones (don José de Búfalo Bill y doña Maribel de Juanita Calamidad) y también en sus salones y jardines, decorados conforme al estilo del viejo Far-West. En la foto de la izquierda todavía sonríen Merche Reynals y su íntima amiga Dotty Lacalle, graciosamente vestidas de bailarinas de «Saloon». Arriba, de izquierda a derecha según la posición del lector: Sissy Boada, Coqui Malabrida; Tan Pasarell, Polín Sánchez y Carlitos Romeu en la oficina del «sheriff», otro alarde de ambientación. Abajo, sentados y con sendas pistolas: Kiko Cardellach, Tina Portabella, Nuria Claramunt y un amigo de ésta no identificado y disfrazado muy convincentemente de «El Zorro» (deténte en esos tiernos ojos vengativos, en esa cabal sonrisa sarcástica). Rumor de conversaciones, risas, un viejo piano, el verismo escalofriante de un desafío a muerte en el «Saloon»: con estilo impecable «El Zorro» dispara el revólver que empuña su mano izquierda, al tiempo que con la derecha enlaza por el talle a la gentil hija de la casa (Merche Reynals) mientras en segundo término y algo desenfocado el traidor «sheriff» (Carlitos Romeu) se dobla de manera poco convincente. La fiesta transcurrió en medio de un animado ambiente de bromas y gags de aquellos viejos tiempos, y los señores Reynals fueron muy felicitados. He aquí un nutrido grupo de jóvenes invitados; el misterioso enmascarado aparece en las últimas posiciones, brazos cruzados sobre el pecho y apoyado indolentemente en una columna, medio oculto entre la bailarina de «Saloon» Nuria Claramunt y el elegante ventajista del Misisipí Kiko Cardellach (que aquel mismo verano, por cierto, moriría carbonizado al volante de su primer seiscientos con una prostituta; una triste historia). La última era, me di cuenta inmediatamente, una foto en cierto modo esperada por este lector tardío —pero entusiasta— de crónicas pequeño-mundanas: de pie ante la mesa de póquer llena de dólares, el enmascarado se ha ganado definitivamente a la bella y abate a tiros a su rival el poderoso banquero (Kim Bofarull), que cae fulminado. ¿Qué emanaciones sutiles de qué sueño enterrado, qué cabos sueltos e inasibles y casi perdidos en el tiempo ondulaban en esa foto proponiéndome atarlos al presente? Nuria había cambiado mucho, ahora me daba cuenta de lo niña que era entonces, debió de ser la primera vez que enfundaba sus piernas en unas medias negras de red. Convincentemente prostituida en su disfraz… Pero observemos a «El Zorro»: esta mirada va risiblemente más allá de la parodia, el disfraz no alcanza a ocultar un recelo que nos hermana, un destello, una fúlgida asechanza animal ante una superioridad del medio ambiente que no está por supuesto en las pistolas de plástico sino en lo real, en las reales categorías sociales que se ocultan tras los grotescos disfraces y decorados. Aquellos líos y manejos de Nuria, conozco a un chico para la instalación eléctrica de la fiesta… Sí, ahí debió empezar la cosa. Veamos este otro número, segunda quincena junio 1960, fuera Soraya en color intenta hacernos creer (sin conseguirlo en absoluto) que nadie la consuela en la soledad de su destierro, dentro se ha casado Anita Desvalls con traje de shantung natural y joyas de antigua pertenencia familiar… Aquí:

En el marco incomparable del Club de Tenis La Salud y bajo una maravillosa noche estival cuajada de estrellas se celebró con extraordinaria brillantez la verbena a beneficio de la Congregación de Señoritas Visitadoras, de la que es activa secretaria la señora Carmen Reixach de Joveller (Menchu de soltera). Montse asistió, de mala gana. Los jardines gentilmente cedidos para tan benemérito fin aparecían bellamente iluminados y engalanados, ofreciendo un aspecto inolvidable, lo que junto a la noche deliciosa contribuyó a que los centenares de invitados prolongasen la animada fiesta hasta altas horas de la madrugada.

Además, una página entera con información gráfica. «Estás muy guapo», me dijo aquí Montse, momentos antes de quedar cegada por el flash, Vilella cazado con la cabeza vuelta hacia tío Luis pero con un ojo de serpiente traicionándole, fijo en el escote de Nuria, Nuria mirándome a mí, yo como un pasmarote, la boca abierta —pero nada de eso decía el pie de la foto, claro, ni tampoco que mi smoking y el de Salva eran alquilados—. Me estaba enterando ahora que la velada fue amenizada por notables atracciones, entre las que destacaba el cuadro flamenco Los Contrahechos, y que se bailó animadamente a los acordes de varias orquestas que interpretaron escogidas composiciones. No faltaron los típicos puestos de churros, el organillo, los farolillos y otros simpáticos detalles propios de las fiestas de carácter verbenero y popular.

«Un poco estrecho de sisa, se te nota al bracear», me advirtió aquí tía Isabel, ya sentada a la mesa, sus ojos tontamente cerrados —siempre salía mal—. En ésta, conversando con las damas de la junta Organizadora y mostrando en el gesto sus dotes de mando (yo de pie tras ella, sólo se me ve hasta la cintura) no quedaría mejor, y un segundo después levantó el rostro para decirme: «Dile a Nuria que se suba de una vez el tirante del vestido». Ahora resulta que en la organización de la memorable velada colaboraron eficazmente el doctor don Pedro Viu Comajuncosa, miembro distinguido de la Sociedad Iberoamericana de Josefología (estudios josefinos) y don Luis Claramunt Fisas, vocales ambos de la benemérita entidad, y una junta de damas integrada por doña Isabel de Claramunt (presidenta) y doña Marta Manau de Manau (vicepresidenta) y otras ilustres damas de nuestra sociedad. Bellas muchachas ataviadas graciosamente de «chulapas» madrileñas repartían boletos para una rifa a beneficio de los citados fines con valiosos obsequios cedidos desinteresadamente por importantes y prestigiosas firmas, contribuyendo así al gran éxito que alcanzó la verbena…

La alcancé en la orilla más soleada y luminosa de la pista, aquélla donde reinaban las debutantes, y rocé tímidamente su brazo con los dedos: «Nuria, tu madre dice…». «Déjame en paz, ¿quieres? Y quita las manos. Siempre tocando».

Asistieron y dieron realce varias personalidades. De izquierda a derecha, empezando por arriba: condes de Arbós y marqueses de Calafell; baronesa de Fíguls y vizcondesa de los Cuerpos de La Nava; señores de Barrancós, Comamella, Juncadella y Gratacós; Llop, Dot, Bachs, Dachs, Codorniu, Llofriu, Salat y Rufat; Climent, Manent y Pudent; Sert, Mon, Nin, Amat, Serrat (don Oriol), Malet y Fatjó; Conill, Bofill, Gassol y Bassols; Faixat, Cotonat y Llapat; Bufalá, Pahissa, Pujol y Despujol. Y otros muchos que harían interminable esta lista. Tres bellísimas muchachas vistieron sus primeras galas de mujer: Menchu Nin, Chari Recolons y Nuria Claramunt. El trío de debutantes, elegantemente ataviadas, rivalizaban en belleza y simpatía. Estaban encantadoras y toda la noche se vieron rodeadas y solicitadas por un nutrido enjambre de jóvenes admiradores que las hicieron objeto de justo homenaje. Estuve dando vueltas en torno a las mesas de las casadas, deteniéndome en la calidad broncínea o marfileña de ciertos hombros desnudos. Varias veces me crucé con Montse, iba sonriendo de mesa en mesa con una amiga, recogiendo fondos. También estaban presentes y luciendo sus naturales encantos las señoritas Rosy Lagarde, Queta Camps, Tere Serrat y María Eulalia Bertrán. En la mesa, sentadas: Coqui Malabrida, Janine Xifreu, Yoya Fatjó, Cris Nogués, Maite Fontcuberta, Margot Arnús y Ana y Totona Gratamamella. Arriba: la mesa del conocido industrial don Jorge Reix Salarich y su familia. Abajo: la bailarina Lucero en un momento de su actuación.

Emitiendo lánguidos efluvios, prolongadas voluptuosidades (esa mezcla de cara fea y piernas bonitas que en las muchachas ricas resulta tan excitante), las menos agraciadas fumaban con una soltura envidiable y tenían en soledad un estilo de cruzar las rodillas y un mirar entre descarado y cegato que me sumía en hondas reflexiones sobre la vigencia y esplendor de nuestra tradición braguetística nacional. Pero el grupo de las debutantes era el más animado. Rodeaban a las hijas de la elegancia, haciéndolas objeto de admiración y simpatía, un selecto grupo de solteros de «alta cotización» entre los que pudimos distinguir a Guillermo Rivas, Miguel Ángel Amat, Salvador Vilella, Luis Trías de Giralt, Francisco Javier Bodegas, Álvaro Clotas y Salvador Rosal. Siempre ditirámbico (e ingenuo, pues ni Vilella ni yo merecíamos ser incluidos en esta legendaria lista) el cronista consignaba que se había iniciado brillantemente el baile, animado por música que difundían los innumerables altavoces profusamente distribuidos por el parque, al mismo tiempo que se abrían los diversos y bien surtidos buffets con cientos de botellas de champagne y de whisky así como millares de pastelitos, pastas, canapés, pollos fríos y aceitunas de diversos tamaños y colores. La selecta concurrencia fue espléndidamente obsequiada con generosos vinos de exquisita marca y grado. A Nuria le costó concederme un baile. «Tu hermana está muy nerviosa», le dije en esta borrosa panorámica, bailando muy juntos en la orilla del mar de cabezas. Yo no bailaba mal, sobre todo de cintura para arriba (un smoking envarado y varonil evolucionando con la fría elegancia de una percha), pero me traicionaba el loco juego de piernas, una tendencia plebeya a la floritura y a la espuela. Luego apretaría a Nuria tan dulcemente a mi cuerpo, insistiría tanto en pasear juntos por lo oscuro del parque, que se enfadó y no quiso bailar más conmigo. Se excusó y fue a arreglarse el tirante del vestido. En lo más animado de la fiesta, ocurrió que la vizcondesa de los Cuerpos de La Nava aceptó la invitación de una bailaora de Los Contrahechos y saltó al tablao, donde se arrancó por sevillanas. El garboso braceo de la vizcondesa fue muy comentado. La vizcondesa vestía un sencillo traje azul sin más adorno que unas flores en el pelo. Rápidamente se organizó una tertulia en la mesa de los señores Claramunt (don Luis), donde salió a relucir la gracia y la sencillez de la vizcondesa. Poco antes, el conocido, y prestigioso hombre de negocios don Jorge Reix Salarich, que ocupaba con su familia una de las mesas próximas al tablao, había prometido públicamente hacer entrega de una elevada cantidad en metálico con destino a engrosar los fondos prolabor social de las señoritas visitadoras si la vizcondesa se atrevía a aceptar la invitación de la bailaora. La ilustre dama no se arredró, y con rapidez subió las escaleras del estrado situándose en medio de Los Contrahechos. Y se arrancó por sevillanas. Con gracia, con garbo, con gentileza y elegancia inimitables la vizcondesa admiró a los asistentes y al final un gran aplauso premió su gesto alegre y generoso, mientras en su mesa don Jorge Reix echaba mano a la cartera, simbólicamente enfurruñado (buen perdedor en estos lances, no hay que decirlo), y entregaba a la joven postulanta Montse Claramunt la cantidad convenida en la original apuesta. Se le vio luego rubricar su rumboso gesto al besar inclinadamente gentil la mano de la vizcondesa y felicitarla por su lucidísima actuación, lo cual fue muy celebrado por la concurrencia en medio de un ambiente de franco buen humor y regocijo, si bien con la justa, no hay que decirlo, ponderación. Y sin más acontecimientos dignos de mención se reanudó el baile, que fue muy lucido.

Buscaba yo a Montse para saber a cuánto ascendía la apuesta, y no la encontraba (alguien me dijo que había ido a entregar el dinero a la junta) cuando tío Luis me puso la mano en el hombro: «¿Te diviertes, muchacho?», y el flash le inmortalizó de perfil, el vaso en la mano, la nariz vernácula y huraña rozando el trasero en segundo término de la señora Buxó. Yo no aparezco, fui excluido. Pero le dije: «¿Has visto a Montse?». «No». Principal atracción de la velada fue el vals del Caballero de la Rosa bailado por las tres bellas debutantes, cada cual con el respectivo autor de sus días. Las debutantes efectuaron su entrada en el gran mundo con una profunda reverencia ante la nobleza, representada en esta ocasión por la vizcondesa de los Cuerpos de La Nava. Fuegos de artificio, cohetes y bengalas iluminaban la alta noche verbenera y derramaban perezosas estrellas. Ocurrió poco después: cuando aún no había empezado a despuntar el alba arrebolada por encima de los árboles artísticamente iluminados, y palpitaba intensamente la alegría de vivir en nuestros jóvenes corazones allí reunidos, y brillaba de manera especial en los soñadores ojos de las tres debutantes que infatigables bailaban con sus adoradores, en cuyos apuestos hombros recostaban las cabecitas turbadas por el dulce vértigo de la danza y por el éxito personal de esta noche que sin duda recordarían toda su vida, notóse la inexplicable desaparición de la gentil señorita Montse Claramunt, muy conocida y estimada en los medios de ayuda social y beneficencia diocesana. Su ausencia venía prolongándose por espacio de dos horas en el momento de ser verificada por la familia.

El hecho trascendió inmediatamente al público por culpa de Nuria, que manejó su nerviosismo como una forma sutil de coquetería: «Me temo lo peor… Llevaba mucho dinero…», decía a su corte de adoradores y a sus amigas, contagiándolas. En efecto, cundió la alarma y serpenteó entre la distinguida concurrencia al saberse que Morase era depositaria de cierta cantidad de dinero, una parte del producto de la venta de boletos más el importe de la memorable apuesta, cantidad ésta que no fue revelada, pero que viniendo de mano tan desprendida debemos estimar con largueza, por lo que sus padres, los señores Claramunt (don Luis), mostraron su natural inquietud ante tan extraño proceder, lo mismo que Nuria, que precisamente esta noche lucía por vez primera sus galas de mujer y vio de pronto su alegría ensombrecida por una nube de pesar. Ciertamente, esta deliciosa criatura de sedosos cabellos y turbadores hombros dorados (y decir esto es recoger solamente una parte de los elogios que estaban en la mente de los presentes) con su aire juvenil y deportivo adquirido precisamente en las pistas de este recinto, se afectó mucho con la desaparición de su hermana y anduvo buscándola de mesa en mesa con su libro de baile en el que recogía autógrafos, acalorada, con el pecho agitado y los labios entreabiertos, con su precioso modelito blanco muy escotado y causando la admiración general por su encanto y su belleza. Excitadísima preguntaba por la ausente, repartiendo discretas sonrisas que no conseguían disimular totalmente su angustia. ¿Qué hace mientras su primo? Nada. Sentado rígidamente al borde de la pista, frío y anodino, sin pasado y sin futuro, es un joven malconocido embutido en un smoking de alquiler que observa con su melancolía de cretino comarcal a las jóvenes y ardientes parejas que evolucionan extasiadas bajo la luz de los focos… Seguía a Nuria una corte de admiradores deseosos de prestar gentil ayuda, pero ella no les atendía y su nerviosismo era tal que no se dio cuenta que se le había roto un tirante del vestido. Cuando una amiga se lo hizo ver, discretamente, en medio de la pista de baile, casi desierta en aquel momento y barrida por la rutilante luz de los focos, la joven, riéndose levemente, se cubrió la cara con las manos en un espontáneo gesto de rubor, que fue muy favorablemente comentado. Entonces fue corriendo hacia su primo, quizá para que también le alcanzara a él un poco de aquel éxtasis que irradiaba, una pizca de aquel homenaje de admiración, de aquel murmullo general, y durante unos minutos fue ella, si nos es permitido decirlo, la feliz triunfadora de la noche, la revelación de la temporada, la esperada y trémula aparición de aquella feminidad con casta y tradición seculares que convierte a nuestras fiestas, con su sola presencia, en hitos inolvidables dentro de la contemporánea Historia de la Sociedad. Maravillosa muchacha y maravilloso vestido, ciertamente. Su nombre iba de boca en boca y circulaban toda clase de rumores y discreciones cuando, de pronto, en un momento que en el ángulo más iluminado de la pista ella apoyaba su apesadumbrada cabeza en el pecho de su joven primo Francisco Javier Bodegas, se produjo en la concurrencia el milagro del presagio, algo que está más allá del tiempo y del espacio, la sutil percepción de su futuro de mujer mezclado todavía con un casto aroma de lirio tempranero e inmarcesible, con vagas historias o leyendas de rancio perfume virginal. En efecto, todo el mundo creyó ver que, en su constante ir y venir por entre las mesas buscando a su hermana, Nuria Claramunt llevaba ya consigo las insensatas luces del mañana, la amenaza fatal de otra vida más intensa y excitante, aquella cuyas puertas se le abrían alegremente esta noche con su brillante presentación en sociedad: las del amor —el redactor de ¡Hola! se estaba pasando de rosca, evidentemente, pero su estilo literario ya me había penetrado: Había que ver, en efecto, la finura de los tobillos de gacela de la bella debutante en su inútil intento de escapar a los focos y a las miradas, había que ver y admirar los quiebros de su grácil cintura. Como en una revelación, comprendí de pronto, en mi quemante condición de primo carnalísimo, que aun siendo todavía una niña, había ofrecido ya en alguna penumbra propicia el abrazo de la ansiada incontinencia, por decirlo paradojalmente; era ya toda ella, poseída de algún modo por el delicado espectro de la hermana misteriosamente desaparecida en las tinieblas de la noche, la premonición de sí misma en el incierto mañana de la vida, ardiente y frágil llama expuesta a todos los vientos, indefensa criatura y palpitante encarnación de cierta feminidad suntuosa y siempre amenazada por un peligro oculto, astuto y viril, soberano y decididamente rapiñador.

«Sácame de aquí», murmuró su boca en mi pechera, de un blanco declinante. «Ya está bien con el numerito, ¿no?», le dije.

Preguntó insistentemente por su hermana en los grupos juveniles, pero en ellos resultó que apenas se había gozado de su amable compañía en toda la noche, pues era la joven desaparecida, según se dijo, de natural recatada y poco dada al baile. Discretamente circuló entonces un rumor, según el cual Montse había sido vista cerca de la entrada principal del Club, en el aparcamiento de coches, paseando por lo oscuro con un joven desconocido en mangas de camisa, moreno y más bien atractivo, no muy alto al parecer, aires de golfante, evidentemente ajeno a los beneméritos Fines de la fiesta. Con lógico sobresalto, al enterarse, mis tíos procedieron a buscar a su hija en las zonas más oscuras del jardín e incluso en el interior de los coches aparcados, comprometida operación que encerraba alguna sorpresa en materia de insospechadas conexiones trasconyugales y hasta cierto punto disculpables devaneos nocturnos. Tío Luis se mostró discreto y delicado hasta límites increíbles, en un partidismo que estaba en contradicción con sus principios morales y con el esfuerzo desplegado en la búsqueda. En algunas jóvenes parejas, el público reconocimiento oficial de su noviazgo asomaba altanero en sus ojos y entonces tío Luis se disculpaba, cerraba la puerta del coche y se escurría como una sombra. Resultó sin embargo especialmente irreparable el susto y la consiguiente fuga de los adormilados gorriones que, notando la proximidad de la aurora, se arrullaban urgentemente en las fragantes frondas del parque. Tere Serrat perdió un zapato.

«Se habrá ido a casa, tío», decía yo.

«Eso me temo, que se haya ido. Pero no a casa».

La gentil personita motivo de justa preocupación, pues aventurándose al exterior de la noche con el dinero podía haber sido víctima de algún desaprensivo, fue hallada finalmente en el oscuro interior del lujoso automóvil Mercedes propiedad de la vizcondesa de los Cuerpos de La Nava. Lo que estaba haciendo allí resultó tan inesperado y fuera de lugar que produjo en los señores Claramunt (don Luis) una gran confusión: su hija se hallaba platicando acurrucada, o más bien francamente abandonada en los brazos del desconocido, posteriormente identificado como peligroso ex presidiario, que la besaba apasionadamente en los labios rojo cereza. «Sal de aquí», ordenó tío Luis abriendo violentamente la puerta. Sorprendida, con las mejillas encantadoramente arreboladas, parpadeando sus ojos negros detrás del cristal, con femenino gesto precipitado, la señorita Montse Claramunt compuso los pliegues de su falda al tiempo que sobre sus rodillas una tenebrosa mano masculina describía, en su perezosa retirada hacia las sombras, un círculo incompleto de indiferencia y de fastidio. La puerta del automóvil abierta por tío Luis, y muy violentamente, la señorita Montse, visiblemente consternada, se tomó su tiempo en apearse. La luz de la luna bañaba sus rodillas temblorosas, lo demás permanecía en sombras. El incidente se producía, no hay que decirlo, dentro de las más estrictas normas de la corrección. En este momento se hallaban ya presentes, además de mis tíos y de Nuria, algunos íntimos, entre los que citaremos a don Jorge Reix, al general laureado en reserva don Lauro Mata, a la vizcondesa de los Cuerpos de La Nava y al joven Salvador Vilella, asiduo acompañante de la señorita Nuria y muy allegado a su familia.

«¿No me oyes, hija? —dijo casi dulcemente tío Luis—. Que bajes en seguida». Y dirigiéndose al intruso, impasible entre las sombras: «Finalmente tendremos unas palabras usted y yo, joven».

Mantenía la puerta del coche abierta, estupefacto ciertamente pero sin perder en ningún momento la calma, esperando serenamente ver salir a su hija, cuando, anticipándose con su natural gracejo, conciliadora y mundana, diciendo algo a propósito de que las ciudades con puerto de mar son propicias al amor, la vizcondesa se asomó riendo al interior del automóvil y habló un instante con la furtiva pareja que, al parecer, aún no se había desenlazado totalmente por debilidad. La risa fresca y mediadora de la vizcondesa, mezclada con las notas musicales que la brisa traía desde la pista de baile, fue como un bálsamo para todos los presentes. Finalmente mi prima, que estaba radiante con su precioso modelo de encaje de pétalos y seda salvaje, hizo su esperada aparición al pie del automóvil y fue admirada por los curiosos, pasando inmediatamente a ocupar, del brazo de su padre, el sitial que le correspondía. «Y ahora quiero hablar con este sinvergüenza», insistió tío Luis. Un intenso y turbador olor a nardos se expandió repentinamente en la noche y envolvió las nobles cabezas de los testigos: ella, arrebolada, hermosísima, sostenía un precioso ramo que causó la admiración general. Él, sonriente, desconocido galán de rigurosa camisa blanca a manga recogida y con un negro mechón de pelos caído sobre la frente, descendió del automóvil con una sugestiva natural soltura que no pasó por alto a la selecta concurrencia. Con la delicadeza de que siempre hizo gala en situaciones semejantes, la vizcondesa acogió a la ruborizada joven, mientras la señora Claramunt (doña Isabel) sufría un ligero malestar pectoral y era asistida por su marido y el general, que inmediatamente procedió con bien timbrada voz y firme el ademán a interrogar por no decir increpar al desconocido y vandálico joven que, con pasmosa sangre fría, cerró la puerta del automóvil y; tras dirigir una seductora sonrisa de aliento a mi prima y otra de agradecimiento a la vizcondesa, aprovechó la momentánea confusión para alejarse hacia la salida del Club, donde fue definitiva y convenientemente engullido por las sombras exteriores de la noche.

Pasado el primer efecto de estupor, los asistentes al acto procedieron a un discreto y susurrante intercambio de pareceres, distinguiéndose la recia voz del general al comentar desfavorablemente la indisciplina de la juventud actual, interesante opinión que no era compartida por la vizcondesa, de modo que entre ella y el general, mientras los demás regresaban a la pista de baile, la discusión se prolongó aparte y en la intimidad todavía caliente del automóvil de la vizcondesa hasta bien entrada la madrugada.

«¿Y el dinero…?», oí que Nuria le susurraba a Montse al volver a la mesa. Montse callaba. Podía oírse todavía la aterciopelada risa de la vizcondesa fluyendo a lo lejos, en la exótica noche azul de su boca ancha, inmensa, vampírica, cuando la familia Claramunt y sus más directos allegados, dando por finalizado un incidente no susceptible de ulteriores complicaciones, pasaron nuevamente a ocupar su mesa y prosiguió la fiesta como si nada hubiera ocurrido.

Posteriormente se conocieron más detalles: el portero del Club declaró que el desconocido se le había dirigido en la entrada para rogarle amablemente que avisara a la señorita Montse, pues tenía algo urgente que comunicarle; que hablaron largo rato en voz baja paseando por lo oscuro del parque y que luego subieron al automóvil, en cuyo interior estuvieron más de una hora aproximadamente; que la discreción que caracterizaba al servidor en cuestión le había impedido acercarse para ver qué sucedía en el interior del automóvil, pero que era fácil de adivinar, y que perdonaran la expresión. Sobre este puerto, los comentarios en las mesas fueron de una absoluta discreción. En general, el singular suceso mereció el tibio calificativo de inoportuno, pero no constituyó al parecer ninguna sorpresa: se comentó que mi prima, actuando en funciones de la Congregación a la que pertenecía, y donde desarrollaba una positiva y benemérita labor social, frecuentaba misericordiosamente desde jovencita el trato de necesitados, enfermos, presos y demás gentes de humilde condición, en especial la del interfecto (un caso desesperado) en cuya compañía había sido sorprendida esta noche dentro del automóvil de la vizcondesa, y del cual era muy posible que se hubiese enamorado perdidamente, por esas cosas de la vida, en contra de los deseos y previsiones de la familia. Esto se dijo, y en sordina. Y con no menos discreción, teniendo en cuenta las virtudes que adornaban a mi prima, igualmente fue considerada la posibilidad de un devaneo, un repentino, aunque ciertamente poco oportuno, rapto de los sentidos. Sea como fuere, llamó la atención el que desde este momento muchísimos jóvenes pertenecientes a distinguidas familias de la mejor sociedad barcelonesa hicieran objeto de sus preferentes atenciones a la felizmente recuperada señorita Claramunt, que daba muestras de su natural fatiga y emoción, por lo que no tardó en retirarse a sus aposentos con su familia, tan conocida y estimada en los medios.

No trascendió de los círculos estrictamente familiares la nueva prueba que Montse había dado de su insensata generosidad y de su total sumisión al presidiario (le hizo entrega del dinero que ella había recaudado), y la fiesta prosiguió muy animada, prolongándose hasta altas horas de la madrugada. En resumen: una noche inolvidable para cuantos se congregaron en aquellos hermosos jardines.