EL CONTAGIO
Le conté en una voluptuosa síntesis expiatoria y alcohólica cómo me gustaba imaginar que alguna vez debieron coincidir en el tiempo aquellas distintas floraciones de un mismo ideal de la personalidad, de una melancolía que en cada uno de nosotros, perplejos dentro del cascarón juvenil, alimentaba una parecida naturaleza mítica; así, pudo muy bien ocurrir que a la misma hora que yo me probaba el smoking de alquiler y ensayaba ante el espejo una desdeñosa indiferencia avistando ya a lo lejos las doradas orillas jurisdiccionales (Nuria estaba al caer), Salvador Vilella alcanzaba idénticas emociones mezclando en su mochila textos encíclicos en estudio, informes de ventas y de mercados para tío Luis y aquella vieja fotografía de Nuria de cuando jugaba al baloncesto, y todo ello al mismo tiempo que Montse a su vez se adentraba más y más en su diario deslumbramiento camino de la pensión Gloria y hacía un alto en alguna tienda de barrio para comprar un kilo de naranjas o una botella de Vino Común, mientras quizá no muy lejos de allí, desde alguna sucia cabina telefónica de taberna, el ex presidiario podía también darse gusto a su modo (aunque sustituyendo con una patética ironía aquella melancolía social) gastándose a sí mismo la insólita broma de hacerse llamar por su nombre y apellido en los salones de un lujoso hotel para oír durante un rato con la imaginación, agazapado simiescamente en la cabina y con la sarcástica sonrisa del que rumía una venganza sutil, su nombre públicamente cantado por un impecable mozo de voz abaritonada y guantes blancos que recorría estancias alfombradas y alertaba oídos de varia fortuna y rango, don Manuel Reyes, don Manuel Reyes, por favor, don Manuel Reyes, se le solicita al teléfono, y repetido hasta que él se daba por satisfecho y colgaba…
—¡No! ¿Pero eso es verdad? —exclamó Nuria revolcándose de risa por el suelo de la terraza, donde decía que se estaba más fresco. Sus pantalones blancos estaban manchados de ceniza. Íbamos por la mitad de la botella de whisky de una noche que parecía haberse detenido en el tiempo con su hermosa bóveda estrellada y su concierto de grillos en la hierba, nos reíamos por contagio, prolongábamos alegremente el milagro de una evocación que quizá por vez primera no engendraba aquel sentimiento oscuramente relacionado con una supuesta falta de respeto por los muertos. Se me ocurrió entonces hablarle de aquel cambio físico que lentamente se operó en su hermana, precisando que no era exactamente que se hubiese alterado su sencillez en el vestir, su natural recato, sino que algo, una dejadez, una silenciosa materia húmeda que la envolvía como un vapor sexual, empezó a ennoblecer su tímida figura a medida que la incontinencia licuaba en su interior. Hablé de ciertos días en que su cuerpo parecía alcanzar una vida independiente de sus activos sentimientos, y de cómo a partir de entonces su figura se concretó, dejó de ser aquella mareante gama de gestos inconscientes y a menudo desequilibrados, adquirió peso y volumen, gravidez, el sugestivo imperio de la contención. Eso, que en otras mujeres más superficiales habría reducido su atractivo, en ella floreció en una misteriosa cualidad sensual. En este momento Nuria ya se había levantado y se desperezaba con los brazos en alto, sus piernas y sus brazos formando aspas soñolientas convocaron la brisa y aquel paisaje vaporoso de un litoral que nunca habría de dejar de avanzar meciéndose, balanceándose suavemente como si mi visión navegara, de modo que apreté con fuerza el vaso vacío en mi mano mientras me parecía entender que ella proponía, en medio de un prolongado bostezo, proseguir la conversación en la cama. Resumiendo todo lo anterior con su fulmínea feminidad, añadió que el cambio de su hermana se debió a que adelgazó tanto en tan poco tiempo, y recordó que él la llevaba a la playa, obligándola seguramente, pues a ella no le gustaba bañarse en el mar ni siquiera en Sitges durante los veraneos, y que por favor yo me llevara la botella y los vasos a la habitación si me sentía capaz de hacerlo sin romper nada, que ella llevaría lo demás, por favor. Le respondí que podía hacerlo perfectamente, pero que Montse no iba a la playa obligada, sino precisamente para estar cerca de él y vigilarle, evitar que la patrona y sus amigos le convencieran para que se uniera a ellos en sus turbios negocios, y me extendí en una idea que me llenó repentinamente de felicidad al calificar de dulces hormigueros a nuestra mano de obra (prostitutas incluidas) en las playas populares de la Barceloneta, aquel triste amontonamiento de carne humana que el primer día debió de llenar sus ojos de perplejidad y de piedad, lo mismito que nos pasa a todos nosotros a veces al reflexionar sobre nuestra situación, cómo hay que tomar la vida además de tomarla como viene, torcida siempre, esta broma pesada que ya dura mis casi treinta años, en fin, esta inmensa burrada que preside la existencia, y que no olvidara apagar las luces de la terraza ni traer más hielo, por favor, aunque tuve especial interés en precisar, camino ya del dormitorio, que su cambio físico había florecido incluso antes de intimar con él en la playa, como se demostró por ejemplo el día aquel de la puesta de largo de Nuria en la verbena benéfica del Club, de modo que fue más bien consecuencia del proceso anímico que venía operándose en su interior y no sólo del contacto con el aire libre y el yodo, y que no olvidara los cigarrillos. Los traía, dijo, advirtiéndome que desechara la idea de ir a por otra botella y que cuando se acabara ésta, pues eso, se habría acabado, que encendiera la luz y que no hiciera ruido y tuviera cuidado de no despertar al servicio, que me tambaleaba tan graciosamente, que se sentía tan feliz esta noche con la perspectiva del viaje juntos y París a la vista y una nueva vida, y que de todos modos la playa de la Barceloneta la rejuveneció por fuera pero la envejeció por dentro. Eso, dije.
Me dejó en la puerta de la habitación y anduvo por la cocina y otras estancias apagando luces y cerrando puertas remotas, la oía sentado en la cama y cabizbajo y era como en viejos tiempos no vividos, sentirme instalado en la añeja tradición veraniega de los Claramunt en Sitges, era como asomarme a lo que no fui, a los gestos perdidos de otra infancia, pero sólo duró un instante, pues ella regresó enseguida cargada de cosas, cerró la puerta con el pie y un aire alegre de instalarse aquí como en un refugio de alta montaña, y tarareando una musiquilla dejó todo sobre la mesilla de noche, el cubo del hielo, los cigarrillos, una botella de agua mineral y un frasco de sales de baño que se había traído de su cuarto. Pero enmudeció de pronto, e inclinada sobre la lámpara, la lentitud reflexiva de sus movimientos ya anunciaba, era de esperar, un nuevo argumento esgrimido no tanto contra el ex presidiario como contra mis flagrantes simpatías por él: que puesto que había hablado de la verbena, que si ya había olvidado lo del dinero recolectado en la rifa benéfica, dinero que esa misma noche ella le entregó, y que si aún pretendía que él no la obligó a dárselo después de incitarla a robarlo, porque aquello fue un robo… De pie ante los libros del estante y con la mano en alto, movida por una zona muy oscura de la gusanera del recuerdo, yo recorría con el dedo los lomos de París-Match y ¡Hola! encuadernados mientras con una voz que no era mía le recordé que su abnegada hermana era entonces una cristiana que iba de camino, como todos nosotros, con sus defectos iniciales a cuestas, aquí caigo y allí me levanto, etcétera. Y que además estaba enamorada.
Nuria preparó los últimos tragos arrodillada sobre la cama y luego se sentó apoyando la espalda en la almohada, quejándose del calor, mirándome con el vaso en la mano; así la vi, y de pronto no era ella sino su hermana recostada en la valla soleada de los Baños Orientales de la Barceloneta, sucia de arena la piel mojada de los muslos y los brazos, parpadeando al sol y· desorientada… ¿Qué buscas?, me preguntó Nuria, y enseguida añadió: Estaba pensando que, aparte de la desagradable historia del dinero, todo lo que pasó aquella noche en el Club fue bien divertido. ¿Me oyes? Sí, le dije, te oigo, y volví la cara a los estantes con una fuerte sensación de mareo. Pero las afanosas larvas mentales habían conseguido finalmente trasladar mi mano hasta el tomo abril-julio 1960, lo saqué del estante y me lo llevé a la cama. Ella lo miró en mis manos con expresión contrariada. Le pregunté cómo era posible que un lector profesional de encíclicas (pupila alarmada y desorbitada sobre la espinosa cuestión de la propiedad privada y la economía liberal) de la talla de Salva podía coleccionar y encuadernar estas majaderías gráficas que sólo divertían a frívolos como yo, y me dijo que la colección ¡Hola! era suya y que la conservaba no sabía francamente por qué, ahí estaba, y eso era todo, quizá antes le gustaba verse en algunas fiestas y guateques. «Por cierto que tú también sales en dos o tres fotos», añadió radiante, pero ya mi mano había dejado el tomo sobre la mesilla de noche recuperando el vaso, y le sugerí que lo dejáramos para mañana, realmente estaba muy cansado, me tumbé y dejé el brazo colgando fuera, el vaso cogido por los bordes y apoyado en el suelo, creo que así me dormí.
—Ven, Montse, siéntate.
—Qué sucio está todo.
—Aquí, a mi lado.
—¡Si no cabemos!
—¿No habías venido nunca?
—No. Mucha gente, y el agua está llena de porquería.
—Uno acaba por acostumbrarse.
Es un mundo chillón y superpoblado que se cuece al sol. Son los detritos industriales del emprendedor seny condal, la servidumbre tranviaria y fabril y el peonaje foráneo que impone su fea desnudez en una reducida zona libre de sucia arena y turbias olas donde flotan residuos de comidas y de coitos degradados, un mundo abigarrado y violento y feísimo que ella había rehuido hasta hoy y dentro del cual no es fácil mantenerse limpio ni guardar una postura digna durante mucho rato.
Imposible no embrutecerse aquí —pensaría Montse—, hay una amenaza de contagio. Y, sin embargo, ciertos seres maravillosamente dotados, ciertos cuerpos que se distinguen por una elástica y fría astucia consiguen la inmunidad: sordos al griterío de la playa, habituados a la promiscuidad, acomodaticios e indemnes entre las rociadas de arena pegajosa que por doquier salpican pies ajenos en sus correrías y juegos impertinentes, ellos y sus toallas se mantienen milagrosamente puros y hasta hermosos en medio del apretujado caos, en espacios reducidísimos, cuerpos plegados y resueltos en admirables y sabias posturas y con una perfecta indiferencia e inmovilidad, incólumes, inmaculados.
—¿Te estás durmiendo, Manuel?
Él, precisamente, es uno de estos seres dotados para vivir aquí, en este febril hormiguero. A su alrededor luchan y se revuelcan los amigos de la patrona, y el asqueroso polvillo que levantan respeta extrañamente su piel y su toalla mientras duerme. Acurrucada a su lado, sintiéndose torpe y vulnerable, Montse le contempla. Sólo mucho después empieza a comprobar que la fina arena negruzca también se va acumulando inevitablemente sobre su piel. De vez en cuando la sacude con la mano, sin despertarle. El aire, enredado en la chillona música de los transistores, es como un zarzal, y ella se impacienta pringada de arena, bajo la mordedura del sol. Se incorpora un poco, de rodillas se limpia los hombros y los muslos, y ahora alcanza con la mirada la totalidad del cuerpo dormido a su lado: así pues era eso imaginarle por el pasillo de la pensión caminando hacia la ducha con la toalla en la cintura, o entrando a medianoche en la habitación de la patrona para ponerle una inyección, o durmiendo solo, era ese manso rumor de cuerpo, se reducía a eso la supuesta maldad de unos miembros, la voluntad de placer de una nuca porfiando y sumergiéndose en las sombras del regazo: a esa desnudez indefensa que se va ensuciando… Antes se ha bañado con él en la revuelta y promiscua orilla, han salvado juntos las olas y los cuerpos y los residuos, ha notado por vez primera sus brazos amparándola y ahuyentando materias pestilentes. Y fue al salir del agua cuando, con la piel grasienta y alguna mancha de alquitrán, la arena empezó a adherirse, contaminándola. Los juegos y las querellas en torno le impiden dormir, siguen arrojándoles arena y su mano incansable sacude y expulsa, hasta que él se desvela un momento para decir: «Deja, es igual», con una sonrisa resignada. Ella se echa de bruces a su lado, vigilante, mirándole como si velara su sueño. Varias veces, todavía, pacientemente, tercamente, sacude la suciedad que se pega a la piel de ambos cayendo desde todas partes. Las olas se abaten en la rompiente con estrépito, flota un pesado perfume a algas y sudor, el sol está lleno de risas y gritos y aristas de pendencia. Sintiéndose de pronto sola y cansada, se arrima a él recostando la cabeza en su hombro. Entonces, viniendo de un sueño acogedor, un brazo la rodea suavemente. Y abandonándose, Montse cierra los ojos.
Y así acaba por dormirse ella también, indiferente a la hostilidad que les rodea, a la sucia materia que les arrojan encima desde no sabe dónde y que terminará por cubrirla, como a él, con una fina capa de porquería indefinible, persistente, tenaz pero ya sin importarle, sintiéndose finalmente acogida y protegida.