20

LA CEREMONIA DE LA CONFUSIÓN

Nada, fue inútil, Nuria no me creyó. Sobre todo no quiso creer que yo lo recordara sólo porque sí, por divertirnos, por ejercitarnos en la simple evocación y en la nostalgia. Sin ansias moralizantes ni acusatorias, sin rencor. Me llamó payaso y exagerado. Entonces tuve que advertirle que las fuerzas vivas del país eran tan grotescas, tan pródigas en figurones, pendonistas y esperpentos, que cualquier payasada mía se quedaba corta, pálida y ñoña.

Y además recuerdo, añadí, un domingo que le encontramos casualmente en un aplec de sardanas en el parque Güell, con Montse, poco después de su regreso de Vich. Te reíste mucho cuando tu hermana se empeñó en enseñarle a bailar sardanas, tienes que admitir que ese día el chico te pareció un encanto. Carezco del sexto sentido que tenéis los Claramunt para olfatear el peligro, pero la verdad es que ese día tampoco tú imaginabas que él tramara algo. Realmente creo que lo único que él esperaba era trabajo y cierta consideración, que sólo por eso se arrimaba a Montse. Eso sí, un buen trabajo, vaya, un enchufe.

—¡Qué ingenuo eres! —exclamó Nuria succionando ávidamente la última ostra—. Vio que podía sacar mucho más de la situación y no la desaprovechó. No desaprovechó nada, ni siquiera a mí…

—Eso fue después. Vamos por partes.

—A ti siempre te fue simpático, no necesitas jurarlo.

Me serví más vino blanco e insistí:

—Ni tú misma podías pensar que todo acabaría mal.

—Sólo le vi tres o cuatro veces —se defendió ella—, y nunca me gustó su modo de tratar a Montse. Tan atento, tan gentil. Si llegué a mostrar cierta simpatía hacia él, sería un reflejo de lo que sentía por ti: anulaste mi razón, estaba dispuesta a amar lo que tú amabas y a odiar lo que tú odiabas. Entonces no acerté a juzgarle con la debida objetividad, y bien que lo hemos pagado después… A mi hermana daba pena verla los últimos días.

—Probablemente —le dije—, si ella no hubiese encontrado tanta resistencia en la familia, y por algo que, a fin de cuentas, no se apartaba de su misión de apostolado, si le hubiesen concedido lo que pedía para su protegido: trabajo y un margen de confianza, la historia habría terminado sin más complicaciones. Se habrían separado, y listo.

—Lo dicho. Siempre serás un, ingenuo.

Veamos: radiante domingo de sol en el parque Güell, los círculos brincando al unísono, estrictamente tu mano en mi mano, arriba los brazos y los corazones. Rosas, sudor, helados, alpargatas blancas y polvo, mira y aprende, un murciano pidiendo que le enseñen a bailar sardanas, dónde se ha visto mejor disposición. Tú nunca aprenderás, prima. Él muestra interés, por lo menos: sonriente, confiado, erguido de puntillas y con los brazos en alto como un joven banderillero, ofrece una mano a cada hermana. Pero la presión que ejerce en la mano de Montse es ligeramente más fuerte, y ella responde con otro tanto. Nunca comprendisteis, ni siquiera él mismo comprendió, que Montse estaba empeñada en responder con algo más que el estricto cumplimiento de sus normas de apostolado: si es cierto, como le habían enseñado, que una persona de fe es una persona libre antes que cualquier otra cosa, y que la verdad evangélica nunca es oportuna o inoportuna (como ahora os están haciendo creer), sino simple y llanamente verdad, la reacción familiar y parroquial ante su decidido empeño en proteger y ayudar al ex presidiario era para ella la prueba que debía decidir, entre otras cuestiones de tipo sentimental e inmediato, si la educación recibida obedecía a firmes convicciones morales y religiosas o si, por el contrario, todo era una comedia que veía representar en su casa desde niña.

—Eso era. Una niña —dijo Nuria—. No se daba cuenta de nada.

—Lo dudo.

—¿Tornarás los fresones con vino?

—Tomaré el vino sin fresones.

Y también le recordé aquella tarde, poco después de mi primer encuentro con el muchacho, aquella tarde que Montse vino al almacén para preguntarme si hacía falta algún empleado, allí o en cualquier otra sección. Le prometí ocuparme de ello, y Montse me dijo que por qué no pasaba un día por la pensión Gloria, que me avisaría y podíamos ir juntos. Pero la visita no tuvo lugar hasta dos semanas después, cuando ya tío Luis había decidido tomar cartas en el asunto y me pidió, como primera medida, que averiguara dónde vivía el tipo y que fuera a verle para tantear el terreno, saber hasta dónde era capaz de llegar, en fin, sus manejos e intenciones con respecto a Montse: «Dile que la deje tranquila y tengamos la fiesta en paz, y que de trabajar con nosotros, nada, faltaría más, que se necesitan vendedores especializados, a ver qué se cree que es esto. Procura averiguar si la cosa con ella va en serio», terminó con semblante sombrío. Delegado así por tío Luis, con una misión importante como aquélla, en la que se ventilaba la reputación de los Claramunt, llegué a sentirme por vez primera como de la familia, defendiendo mis propios intereses y hasta mi porvenir. Qué vergüenza.

Nuria se echó a reír:

—De milagro no pronunciaste un discurso —dijo—. Estabas emocionado. Aún te veo: mamá había despachado con sus amigas en el jardín y luego nos reunimos con ellas para tomar un refresco. Papá te miraba esperanzado, estuvo a punto de abrazarte…

Arrodíllate, hijo (de puta): mi bendición y mis oraciones irán contigo. Te armo caballero. También estaba presente aquella joven y hermosa señora Buxó que solía aparecer en las portadas de La Vanguardia con motivo de las procesiones de Semana Santa, cirio en mano, con mantilla y cachondísimamente, ajamonadísimamente vestida de negro. Memorable la despedida aquella, con tía Isabel y sus Damas Azules contemplando arreboladas mi flamante y arrogante uniforme de Cruzado (aumento de sueldo: traje nuevo, gris perla) y en cuya compañía bebí una copita de estomacal antes de partir hacia lejanas tierras de herejes. ¡Qué insospechada capacidad de hipocresía la mía! Me sentía como un vómito. Pero en algún momento llegué a creerme eso de que iba a enfrentarme con el mismísimo Satanás: tío Luis, usted me honra con esta prueba de confianza. No le defraudaré. Bondadosas señoras, damas adoratrices y cofrades, uniones pías, querida tía, permitan que vacíe esta copita de dulces «Aromas de Montserrat» y que ahogue en sus virtudes estomacales y cordiales mi origen infamante y mi tenebroso cerebro —prisionero entre dos hermosos muslos de oro, los de la prima Nuria, aquí presente— y todo lo que bulle en él, esto es: que en su manía por no reconocer que los buenos dividendos no siempre van forzosamente ligados a las buenas relaciones (¿no os lo demostró ya la loca de Conchi al fugarse con el guapo cordobés?) consiste la nota desafinada del orfeónico veredicto claramuntiano que hoy he oído aquí. Pero en vez de eso, me gustaría, abusando de la confianza que se me dispensa, pronunciar un hermoso discurso que levantara los corazones, algo a tono con esta peligrosa época que vivimos todos, nosotros los Claramunt (permitan que me incluya, me embarga la emoción), aquí arropados en esta torre, como ustedes, señoras, en sus respectivas diócesis, archidiócesis y mesas petitorias. ¡Ah, tiempos difíciles nos aguardan, damas cofrades! ¡El fango de ideas modernas ha enturbiado las mansas y límpidas aguas de la caridad social! ¿Cómo seguir trabajando en ellas sin remover esta sucia materia que nos confunde y nos contagia, que invalida a los ojos del mundo la bondad de nuestras intenciones? ¿Y por qué esto es hoy así, beneméritas señoras, qué ha sucedido, por qué no sigue todo como ayer? ¿Qué se hizo de aquellos claros preceptos que acatábamos, qué fue de aquellas palabras escritas con mayúsculas altas y majestuosas como catedrales, que irradiaban luz, que nos guiaban y protegían, que nos conformaban? Socavadas por la acción del tiempo y de los hombres, se desmoronaron con estrépito de torres. Por lo menos sirvieron para algo, con ellas llevábamos consuelo y resignación al necesitado. Pero ahora… Corren tantos ríos de protesta y de odio por el mundo, vemos nacer y morir tantos días violentos y desesperados, oímos tan contradictorias voces clamando amor y violencia a la vez, consignas tan raras, tan confusas. Verdaderamente es digno y justo compadecer y auxiliar al prójimo. ¡Pero atrevida es la mano de este presidiario, atrevida en verdad, y aplicada, perseverante, turbadoramente suave! Mi prima no sólo ha entendido mal los principios de la caridad cristiana, no sólo ha demostrado no tener el menor sentido de las distancias, dejando que le vuelquen la sopa boba en la falda y andando a trompicones por el mundo, sino que además su comportamiento revela ya, en el punto en que han llegado las cosas, una oscura contradicción ético-mercantil, la falta de una elemental medida de prudencia y un desprecio incomprensible para la propiedad privada, que, por cierto, como ya es sabido, obedece no a caprichosas leyes económicas dictadas por la ciega maquinaria liberal, sino a sabios e insondables designios divinos, y por lo tanto, no susceptibles de cambio. ¿Qué pretende El Que Debe Ser Regenerado? ¿Aprovecharse de esta encrucijada ideológica en que se debaten hoy las jóvenes e inexpertas organizaciones jocistas? ¿Adónde iremos a parar, pías? ¿Volverá a asomar la rizada cabeza de un cordobés seductor, de algún Alférez, Definitivo (aquél era Provisional), en la grieta que la perdida de Conchi abrió un día en la fortaleza familiar? Porque, como dice tía Isabel, y dice muy bien, al seleccionar sus casos: todos los menesterosos son pobres, pero no todos los pobres son menesterosos. Atentas damas cofrades, no sólo estoy dispuesto a cumplir el encargo de vigilar al presidiario y anular su influencia, sino que me atrevo a decir que el incalificable comportamiento de la prima Montse obedece ya tal vez a húmedos resortes de cálida entrepierna: en efecto, el desequilibrio entre dividendos y relaciones sociales que antes he apuntado revela también posiblemente la existencia de bajas pasiones. Demasiado celo, demasiado empeño en asistir a su protegido hasta el fin y con atribuciones que superan ya francamente, inquietantemente, las que podría conceder cualquier congregación mariana de las más avanzadas en ideas, cualquier Mariápolis calasancia, ciudad espiritual dentro de la ciudad terrena; porque cómo suele decir tía Isabel: cada domingo es fiesta, pero no cada fiesta es domingo; esto es, sepamos distinguir el mal del mundo de la maldad humana. Son cuestiones que dan bastante que pensar, señoras; vivimos tiempos de confusión y cada día es más complicado y arriesgado trabajar en el revuelto mar de la beneficencia. Me asalta una duda terrible, adoratrices: ¿No será que las condiciones morales de «cristiandad» que la niña aprendió en el colegio, en el hogar y en la parroquia, no corresponden exactamente a las condiciones de comportamiento del país y a las exigencias de la propia vida? Porque ni siquiera planteando el problema desde la generosa posición filantrópico-diocesana que distingue tradicionalmente a nuestra familia puede explicarse el extraño comportamiento de Montse. Y porque el apadrinado de ojos negros insondables, el aterciopelado delincuente agazapado en la sombra en espera de no sabemos qué, empeñado en no dar la cara ni tender la mano petitoria, como haría cualquiera en su lugar, ¿es un pobre menesteroso y desorientado o un aprovechado en potencia? El Maligno y su moderno escuderaje harán lo imposible por confundirnos. Bien dicen nuestros rotativos, previniéndonos del peligro: A veces, bajo las blancas y puras lanas del cordero, late el corazón inmisericorde del estepario lobo ruso. Pero satisfaré vuestro deseo; por encargo de la afligida familia me acercaré a la fiera, observaré sus costumbres y sus movimientos en torno a la niña, estudiaré su naturaleza demoníaca y averiguaré sus intenciones, no sin antes, por supuesto, recibir vuestra bendición y preguntaros algo que siempre me ha obsesionado: Vere dignum et justum est?

Pero ya en las olorosas proximidades del Borne empecé a sospechar que sería una gestión inútil, seguro, yo no era el más indicado para informar a la familia sobre tan delicada situación (Vilella se habría desenvuelto mucho mejor, como se demostraría más tarde), y mañana o pasado, en la sucia hora de las confidencias con tío Luis en la oficina o con tía Isabel en el jardín, quedaría como un calzonazos de comarcas que no entendía nada de relaciones entre hombre y mujer, o en el peor de los casos como un cómplice de los adúlteros, indigno por lo tanto de la confianza que la familia (y la empresa) había depositado en mí. Seguro que ocurriría así, rumiaba, cuando me paré un instante bajo el farol de la esquina para orientarme, simplemente sería incapaz de ofrecer un informe coherente sobre el asunto, quizá porque en el fondo también yo, como Montse, carecía del menor sentido de las distancias y andaba a trompicones con la vida. Lo que más inquietaba a la familia, sobre todo a tía Isabel, era el grado de intimidad que ya suponían entre Montse y el presidiario al amparo de un cuartucho de pensión, aunque a estas alturas de la insensata historia, cuando ya la pureza de mi prima era un enigma para todos y se hacían toda clase de conjeturas, seguramente se habrían dado por satisfechos si la cosa hubiese terminado incluso en lo que ellos llamaban lo peor (pero que acabara de una vez, lo que no podían soportar era que no acabara), una sucia aventura juvenil con el consiguiente desengaño para ella, luego adiós, sinvergüenza, te olvidaré, el tiempo lo cura todo, ya se sabe: el mundo está lleno de canallas. Sin duda a eso se había referido tío Luis al delegarme con la consigna: averigua hasta dónde han llegado. En consecuencia, si lo que esperaban de mí era que les tomara la temperatura, para satisfacerles me vería obligado a contar aquello que no tenía sentido directo (sólo lo tenía en el lenguaje de los Claramunt), es decir, una historia escuetamente moral rebajada a nivel de feligresía. Porque la diferencia insalvable era precisamente una cuestión de niveles que nada tenía que ver con lo razonable o lo conveniente, era algo inaprehensible que siempre se quedaría a mitad de camino entre la imagen que ellos se hacían de la situación y lo que realmente estaba ocurriendo…

Giré bruscamente sobre los talones, bajo la luz amarillenta del farol; Montse acababa de gritar mi nombre en la familiar y misericordiosa equivalencia (¡Francesc!) y ahora la veía cruzar el callejón corriendo hacia mí, sonriente. Tras ella, el difuso resplandor rojo coral en el vaho de los cristales de la taberna, como rescoldos encendidos en un profundo horno, podía ciertamente pasar por el del infierno. Pero él, que había salido de allí un poco antes y La precedía unos metros, acababa de cruzar frente a mí como una sombra y apenas me fijé, porque no conseguía relacionar (era la segunda vez que me ocurría) su juventud con mi prima. Pero al oír que Montse me llamaba, también él se volvió y entonces surgió de improviso a mi derecha, por la espalda. Iba con las manos en los bolsillos, lento y silencioso, algo encogido de hombros y con aquella sonrisa como un cuchillo entre los dientes. Por su cabeza artificiosamente ladeada, solícita, pero distante, por aquel silencio inhóspito que fluía de toda su persona, hacía pensar en uno de esos tensos, graves muchachos con cualidades de favorito (tengo ocasión de tratar alguno en mi trabajo) que ya en los inicios de su carrera sospechan de algún modo el poder corrosivo de los sueños. Ahora que mi curiosidad le unía definitivamente a las penas y trabajos que Montse se tornaba por él, podía al fin calibrar de cerca el poder de su atractivo, aquel sordo clamor por antiguos tributos insatisfechos que parecía emanar de sus facciones duras, una oscura memoria de iniquidades y olvidos que no se conformaba con el reconocimiento sino que exigía reparación, y cuya expresión física (aquellos ojos, aquella frente y aquel pelo que había de estremecer la misma entraña de los Claramunt) debía de ser lo que por entonces aún inspiraba en mi prima una mezcla de sentimientos equívocos.

Estrechó mi mano aplicadamente, con rebuscada gentileza pero sin calor; seductora manera de estrechar la mano que esconde el puñal. Sabemos lo que te trae por aquí, perro asalariado, parecían decir sus ojos, mientras murmuraba: «Mucho gusto» con su voz cálida, adecuada en el tono de la inmigración y el desarraigo. Excesivamente jovial exclamé: «Hombre, ya tenía ganas de volver a verte; eres el hombre del día», comprobando asombrado lo joven que era. Hice una tartajeante alusión a nuestro primer encuentro en el parque de la Ciudadela y a las curiosas circunstancias que me impidieron reconocerle, y él amplió su fría sonrisa. Yo notaba muy cerca y muy fijos las ojos de Montse: tal vez ella también sospechaba mi secreta condición de observador enviado por la familia. Le dije a Montse:

—Te he esperado media hora en la plaza Palacio, tal como habíamos quedado…

—Perdona, ahora mismo acabo de llegar. ¿Has pasado por casa?

—No… Hoy ha sido un día fatal de trabajo; a las ocho aún estaba en el almacén.

—Para mí ya es un poco tarde, ¿sabes?

Propuse tornar una cerveza en alguna terraza del paseo de Colón, pero ella prefirió que fuésemos directamente a la pensión. Me pareció que tenía interés en mostrarme inmediatamente «el grado de intimidad» que existía entre ella y su protegido. Éste caminaba al otro lado de Montse, algo retrasado, cabizbajo, con la mansedumbre de un perro. Les expliqué que venía de la pensión y que la dueña me había dicho que tal vez les encontraría en esa tabernita frente a la cual pasábamos ahora, por lo que (esforzándome inútilmente por imaginar a mi prima ahí dentro) les pregunté si solían venir aquí a pasar el rato, si éste era su bar: «Yo vengo a veces, ella nunca», fue la escueta respuesta del murciano. «¿A cenar?», pregunté, y contestó Montse: «No. Él prefiere comer cualquier tontería en su cuarto. Apenas cena». El chico asintió en silencio. Desfilaba tras su perfil una pared desconchada y mugrienta, oscuros portales y angostas agencias de transporte, eran calles estrechas con tabernas de vidrieras pintarrajeadas con letreros tras los que se apretaba una luz humilde y blanda como algodón, caras borrosas, reflejos y sombras como larvas, todo difícilmente relacionable con mi prima; era la primera vez que la veía en un barrio como éste y vanamente me esforzaba por hallar alguna afinidad entre ella y el ambiente, un equilibrio de fuerzas siquiera en el orden de los afectos: absurdo, nada en estas negras calles empedradas tenía que ver con la señorita Claramunt excepto, quizá, quién lo hubiera dicho, este hermoso ejemplar de rufián domesticado y evangelizado que la seguía como un niño rumiando el último castigo materno. Fue corto el trayecto; callejones mal alumbrados y plaza del Mercado, donde a esta hora los camiones empezaban a descargar cajas de fruta y verduras en medio de luces oscilantes, carretillas metálicas, motores gimiendo y órdenes a grito pelado. Luego el letrero verde que decía «Pensión Gloria», sujeto a los hierros del balcón, y debajo el amplio zaguán que olía a moho y donde las palabras resonaban desagradablemente, se volvían contra uno: me había enredado en una confusa explicación sobre el trabajo en el almacén, supuse que a él le interesaría. La oscura escalera con ventanas sobre el patio negro, la puerta que seguía abierta, la salita desierta con dos sobadas butacas que soltaban espuma por todos lados. Esta vez no apareció la patrona.

Es una habitación anodina y limpia, que en no pocos detalles revela la mano de mi prima: claveles en la mesilla de noche, calcetines y pañuelos recién lavados y colgados en un cordel que va del armario a la pared, una radio transistor que reconozco como suya. Montse me alcanza una silla mientras le alargo el paquete de Rumbo a Manuel, que se sienta al fresco de la noche en el balcón, en una silla pequeña. Manchan de humedad, las vigas remedando la caoba, olor a plumas y alpiste y a migajas de pan mojado. Montse opina que sobran esas dos jaulas con canarios de la patrona: «Tiene pájaros en todas las habitaciones y se ocupa de ellos personalmente», lo que, evidentemente, le permite entrar e intimar con los pensionistas cuando quiere: eso es lo que molesta a Montse. Llevo en el bolsillo una petaca de coñac, pero no quiero sacarla hasta ver en qué para todo eso, y además Montse ya ha decidido preparar nescafé y está en pleno tráfago doméstico yendo y viniendo de la alacena a la mesita, moviéndose como si estuviera en su casa (más aún: la precisión y soltura de sus movimientos revelan un deseo de compensación, obedecen a un impulso hogareño que en cierto modo la redime de un vergonzoso pasado de inactividad) con las tazas y las cucharillas y el azúcar, éste en un desfondado cucurucho de papel.

—¡Vaya! Otra vez se me olvidó traer la azucarera —murmura alegremente sumida en su quehacer. El hornillo eléctrico está estropeado y para calentar agua hay que recurrir a la amabilidad (muy inestable, al parecer) de la patrona, o en su defecto abordar directamente la cocina, donde reina una abuela avara y despótica: incursiones llenas de dificultades, pero que en cualquier caso para Montse ya no ofrecen secretos. Así que ahora ha salido a calentar agua y yo quedo hablando de nuestra incómoda vida de pensionistas mientras él, en la penumbra del balcón y encogido en la silla, sigue mis palabras y mis gestos con una atención distraída, como un gato que diera la impresión de no estar viendo lo que mira. De pronto me corta con un gesto para decir:

—¿Quieres que hablemos de ella?

Le miro sorprendido; no esperaba que enfocara el asunto tan directamente.

—No creerás que he venido por eso…

—Es justo que ellos quieran saber, están en su derecho, son sus padres.

Me sonrío:

—Pero yo no. —Excusa incongruente, y otra—: Llevo poco tiempo en Barcelona. Además, Montse es mayor de edad, ella sabrá lo que hace…

—¿Qué piensan de nosotros, qué dicen?

—No creí que te importara mucho, francamente.

—La chica lo está pasando muy mal, y no hay derecho. No está haciendo nada malo.

—Claro. Pero no se trata de eso. Verás… —Paso y repaso la lengua por los labios, la mano derecha se me va mecánicamente hacia el bolsillo donde guardo el frasco de coñac—. Verás, tiene a todo el mundo muy preocupado porque ella nunca había llegado tan lejos en su… manera de ser y de obrar, no sé cómo decirlo. Creen que puede haber otros motivos. Además, siempre están temiendo que la engañen, la tienen por medio tonta, ¿sabes? Pero eso no se lo digas a ella.

Me mira fijamente, sin un parpadeo.

—¿Crees que no se da cuenta?

—Sí —le digo—, es muy sensible, se da cuenta de todo. Pero de eso, de lo que ellos se figuran que está pasando entre vosotros, ya me entiendes, de eso quizá no se da cuenta. En este sentido es una ingenua.

—Ya. —Inclina la cabeza lentamente, y cuando la levanta de nuevo sus ojos buscan los míos con avidez y su voz tiene un indescriptible tono confidencial y amistoso. Quisiera irse de aquí, dice, teme que un día de éstos la patrona y Montse tengan una fuerte agarrada y se tiren de los pelos, no se pueden ver, hay una cuestión de dinero por medio, él debe dos meses de pensión y esto se está poniendo muy mal y lo mejor sería largarse, irse a vivir a otra parte y dejar que Montse volviera a hacer su vida normal, pero no tiene un céntimo… Montse es muy decidida y muy generosa, pero de eso que dicen (sonríe, mirándose las uñas) nada, chico, de eso nada, ella es muy buena, se puede leer en sus ojos, ni un mal pensamiento.

—Comprendo —le digo—. Parece que has pensado mucho en todo eso.

—De veras que la pobre lo está pasando muy mal. Y son ganas de jorobar.

—¿Te habla a menudo de la familia y las broncas que tiene?

—No le gusta. Pero yo se lo noto apenas la veo entrar por esa puerta; hay días que tal parece que ya la hayan echado de su casa. Esto puede acabar malamente.

Habla muy bajito, mirándome fijamente. Como quien no quiere la cosa me permito expresarle lo mucho que Morase debe de significar para él, en estos difíciles momentos. Mira, me dice, ella es aquella chavala tímida que un día fue a la cárcel a interesarse por él, sin conocerle, pero a interesarse de verdad, no como otras beatas que te envían vidas de santos y cosas así; no, porque ella ha llegado a enfrentarse con sus superiores y sus padres por culpa suya, y sin embargo no le dejó a su suerte al salir de la cárcel, sigue ayudándole a pagar la pensión y otros gastos, y vigila que no le metan en líos la viuda y sus amigos, y tantos otros favores, amigo, éstas son cosas que no se olvidan en la vida. Siente por ella un gran aprecio, sí.

Creo que éste es el momento de sacar el coñac, me digo, uniendo la acción al pensamiento. La petaca niquelada despierta un calor risueño en sus ojos y acepta complacido el primer trago. Ahora se oye una histérica voz de mujer en el pasillo y una radio sonando fuerte en la habitación contigua, roncas voces de hombres, una cama que cruje. «Ya empezamos», dice Manuel. Revolotean los canarios en sus jaulas, la bombilla del techo oscila y parece aumentar el calor. Manuel me devuelve la petaca, cabecea, repite que está preocupado, que daría cualquier cosa por saber qué piensan exactamente de él en casa de Montse, muchas veces se lo ha preguntado.

—Si de mí dependiera —murmura con su voz apagada, las manos extendidas, mirándose las uñas—, si yo pudiera hacer algo… ¿Tú qué opinas?

—Qué quieres que te diga. —Después del segundo trago me siento mucho mejor—. Seguro que en cuanto consigas un empleo y tu vida esté encarrilada, sin estos agobios de dinero de ahora, y en otro ambiente, todo volverá a ser como antes… Tú y Montse quedaréis como buenos amigos, y sanseacabó.

—Claro.

—Pero tía Isabel no lo cree así. Mejor dicho, no está convencida… En fin, veré qué puedo hacer.

—Explícale a su madre que yo me siento obligado con Montse… —Me lanza una mirada rápida, apenas un parpadeo—. Y dile que ella sufre mucho con todo lo que está pasando. Me dice que está perdiendo amigas, que murmuran de ella y la miran raro, que a veces se siente muy sola… Oye, ¿y su hermana qué dice?

—¿Nuria? Ojalá todos fuesen como ella, no habría problema. El caso es que Montse… ¿Tú sabes la vida que llevaba antes de conocerte?

—Lo imagino.

—De casa a la parroquia y de la parroquia a casa. No ha salido del parvulario y la catequesis, créeme.

—No tanto. Conoce la vida, ha visto más miseria y más injusticia que su señora madre, con perdón, no verá en toda su vida. Pasa más tiempo en los suburbios y en las barracas que en su casa.

—Es posible, pero de todos modos la vida no es sólo eso, y tú lo sabes… En fin, quiero decir que si uno quisiera, podría hacerle mucho daño a mi prima.

—Se lo están haciendo ya, ¿no crees? —concluye la afilada pregunta con cierta precipitación y en voz aún más baja, porque ya Montse aparece abriendo la puerta, en la mano el bote con agua caliente, los ojos bajos, un sofoco en las mejillas, pero sonriente—. Cierra la puerta con el pie. «Creo que has venido en mal día», me dice, cuando ya en el pasillo se oye a la patrona chillando a alguien, puertas golpeando y ruido de muebles, mientras en el cuarto contiguo sube el tono de la radio y de las risotadas mezcladas con toses hondas, tabacosas, que se encaraman prolongándose y acaban en pitidos de tetera, en carraspeos bronquiales y en frondosas floraciones de bilis. «Un día se van a matar», comenta Manuel mirando de reojo a Montse, que sirve el nescafé. Hablarnos de la vida en esta pensión. Anoto mentalmente algunos datos (nada comprometedores) pata el informe a la familia; la clientela se compone de camioneros de paso y recaderos de agencias de transporte, temporeros del mercado, agricultores de la provincia, camareras de snack, dos mujeres de vida fácil (hermanas, la mayor se cayó el otro día por la escalera y ancla con el pie escayolado, la otra recién llegada del pueblo y muy despistada todavía) y ciertos rarísimos amigos de la patrona que al parecer venden cosas de contrabando en el barrio marítimo, además de algún joven emigrante recién llegado y sin trabajo, etc. Clientela difícil, desde luego, siempre dan guerra y siempre andan en líos de dinero, y la patrona, aunque es mujer de carácter y malas pulgas, tiene un defecto, le gusta empinar el codo, lo cual la lleva a intimar demasiado con sus pensionistas y le trae complicaciones. Desde el primer día la viuda pretendió manejar a Manuel (no hay que olvidar que el chico llegó recomendado por el padre de la patrona, que sigue en la cárcel), pero parece que la presencia de Montse y su influencia han acabado por anular sus pretensiones; esto la enfurece y ahora les exige que paguen todo lo atrasado, varios meses de pensión. Sus relaciones con Montse van cada vez peor. Seguro que la viuda tenía sus proyectos con respecto al muchacho, parece que quería proporcionarle trabajo a su modo, con sus amigos del barrio marítimo (a veces Manuel se va con ellos a la playa) y que Montse supone relacionados con el delito de estafa que llevó al padre de la viuda a la cárcel, aunque en este punto el ex presidiario no está de acuerdo, asegurando que el viejo está en chirona por un oscuro delito sexual, que no hace falta aclarar aquí. En cualquier caso, es evidente que la viuda está a matar con ellos —acerca de eso, si se me permite exponer mi parecer, yo sugeriría la posibilidad de que haya existido algún «grado de intimidad» entre el chico y la patrona al principio de llegar él aquí recomendado, y que gracias a Montse la cosa no prosperó. Ciertas palabras del chico («Montse procura que la viuda y sus amigos no me metan en líos») parecían confirmarlo. En cuanto a los movimientos de Montse en torno a él, sólo puedo decir esto: le visita con frecuencia pero no cada día, y sus visitas, en contra del parecer de la familia, se reducen al deseo de traerle La Vanguardia por la mañana para leer juntos las demandas de trabajo (sentados en la cama, sí, tal vez, depende) y encerrar en un círculo rojo alguna dirección o teléfono. Luego ella se marcha a sus obligaciones y él se echa a la calle en busca del empleo (con resultados negativos hasta ahora, cierto), almuerza por ahí cualquier cosa, en la barra de algún bar, y por la tarde lo mismo, o a veces mata el tiempo como puede con tal de no quedarse en la pensión con la patrona (eso dice él, claro, sí, sabe Dios). A veces se va a la playa de la Barceloneta, otras a un cine de barrio (dos veces con Montse, dos). Algunas noches, antes de cenar, Montse se presenta en la pensión y comen juntos una tontería, algo en conserva o queso que ella le trae, y luego se queda un rato, qué buena es, siempre encuentra alguna ocupación: hacerle la cama, coserle un botón o lavarle unos calcetines en el palanganero, porque la patrona no quiere saber nada de ropa sucia mientras no se le pague lo atrasado. En resumen, tía: si Montse frecuenta todavía esta pensión es para atender al chico y, en vista de cómo se han puesto las cosas; para animarle y (pero eso no me lo ha dicho ella) para impedir que caiga en las negras redes de la viuda y se eche a perder todo lo conseguido hasta hoy con esfuerzo y paciencia. Ahora no puede dejarle. No lo hará.

—… y ésta es la situación —concluye Manuel echándose con la silla hacia atrás, apoyando el respaldo en los hierros del balcón. Mientras estuvo hablando, ella (sentada en la cama, sí, pero es tan pequeño el cuarto, tía) no apartó los ojos de él, completamente inmóvil, los codos en las rodillas y el mentón en las manos: más que escuchar sus palabras, diríase que reflexionaba sobre el gesto duro y musculado de su boca o sobre la negrura casi azul de su pelo, no sé, algo que yo no podía captar; decididamente física, su percepción iba sin embargo mucho más allá, como si en la personalidad de su amigo ya hubiese encontrado tiempo atrás la confirmación a su necesidad de ayudarle y ahora en sus facciones gozara de la razón que la asistía en su lucha por él, una razón tan justa y tan evidente que se le imponía por la simple presencia física del chico y por lo tanto no se hacía pensar, sino sentir.

—Bueno, vamos a lo que importa, Paco —propone Montse de pronto, despertando—. A trabajar. ¿Qué hay de nuestra propuesta?

—Mejor que la olvides. Tu padre no quiere ni oír hablar de eso.

—¿Y en el almacén? —insiste ella—. Él no lo controla todo. Aunque sea de peón, para salir del paso, en espera de algo mejor…

Apuro mi nescafé, me concedo otro trago de coñac y enciendo un cigarrillo. Me miran en silencio. Siguen oyéndose voces en el pasillo y además ahora unos pasos asonantes, de cojo. Antes de afirmarme en mi opinión, Montse decide que a raíz de unas gestiones que ha hecho en Sabadell por su cuenta, existe una posibilidad de algo bueno en una firma de pañeros que regenta un pariente de lo más lejano, pero con acciones en la Claramunt, S. A. Opino que eso estaría muy bien, pero que si hay familia de por medio no conseguirá nada sin el visto bueno de tío Luis, y que de momento no cuente con él. Montse se apresura a aclarar que no hay nada seguro, que sólo ha tanteado el terreno, que en todo caso iría para largo y que ella preferiría que al muchacho se le diera un empleo aquí, en alguna de las fábricas de Barcelona, aunque fuese de repartidor, la cuestión es empezar.

—Por lo que me ha dicho tu padre, no hay nada que hacer…

—¿Qué te ha dicho?

—No sé, tonterías. Que él no puede ampliar la plantilla de vendedores así como así.

—¡Hombre, no me digas que no puede!

—Pues será una excusa.

En su pequeña silla, Manuel se despereza, aburrido. Yo añado:

—Lo de Sabadell me parece más interesante, aunque igualmente difícil. —Y mirando a Manuel—: ¿Tienes experiencia en ventas?

—En la cárcel ha estudiado mucho —dice ella, rápida.

—Tengo entendido que allí aprendiste un buen oficio.

—Tanto como un buen oficio…

—Montse me lo dijo.

—A tu prima le gusta exagerar.

—¿Ah, sí? —exclama ella, divertida, mirándole con los ojos brillantes; como antes sus movimientos, sus ojos sugieren una repentina adhesión a algo—. No le creas, Paco. Es muy modesto.

—¡Los modestos van a los cestos! —me sorprendo bramando, notando que el alcohol me desata la lengua—. No, en serio…

—Bueno —concede Manuel, encogiéndose en la silla y afilando la blanca sonrisa—. Ella quiere decir que aprendí idiomas, francés, y un poco de inglés. Me enseñó el padre de Gloria. Pero de nada sirve todo eso si no estás relacionado. También aprendí a poner inyecciones, instalaciones eléctricas y otras pijadas, allí hay tiempo para todo. Para leer más que nada.

—¿No tienes familia en Barcelona?

—Como si no la tuviera.

—Tómate otro trago, ya queda poco.

Pero lo que más le interesa al chico es saber qué piensa la familia, qué dice. Entonces me levanto y paseando por el cuarto, sin mirarles, expreso sin ambages y brutalmente la en cierto modo justificada inquietud de los tíos ante lo que creen sus turbios manejos y pretensiones respecto a mi prima (que ahora me escucha perpleja), y en cierto momento de la perorata noto que pierdo el control, que mi voz sube de tono y fluye incontenible, dogmática, incomprensiblemente (no he bebido tanto) me estoy= poniendo del lado de la familia, acoplándome furtivamente en las apretadas filas del coro ambicionado. Él me escucha recostado en su silla en el balcón, mirándome con una indiferencia casi desdeñosa, y enseguida, al darme cuenta, sujeto a la bestia cantora y vuelvo a poner las cosas en su lugar haciendo reír al chico (e incluso a Montse) al trocar de pronto el sermón en una payasada, una parodia de mí mismo y de la respetabilidad de mis tíos, lustrosos símbolos de acrisolada decencia y con la mierda hasta el cuello. Durante el silencio que sigue a esto, Manuel me mira con curiosidad. Luego suspira y dice que no saquemos las cosas de quicio, y que de todos modos hasta ahora él ha demostrado ser una calamidad, incapaz de encontrar trabajo. Ella interviene diciendo que, con todo, no vaya a creerse que Manuel permanece con los brazos cruzados mientras espera; siempre se las arregla para ganarse unas pesetillas: pone inyecciones a esas pobres chicas y también a la viuda (muy alterada de los nervios), para la cual hace a veces algún recado en días de calma, o algún arreglo como electricista, o atiende el teléfono en su ausencia, etc. Imagino las incursiones del chico a las dependencias particulares de la patrona, o al cuarto de las prostitutas: jeringa en mano avanza por el pasillo hacia los oscuros dominios del mal que Montse tanto teme, y allí, competente y expeditivo, con las bromas, la confianza, el sopor de la hora de la siesta, un revolcón… Pero todo eso es inmensamente idiota, primero debería preguntarme si el tipo es sincero, en qué medida sus gestos y sus palabras corresponden a un trapisondista, o mejor, en qué medida las buenas intenciones, los ensueños, la ilusión de prosperar que Montse le comunica ya han empezado a corroer estos gestos y estas palabras. Porque cuando reemprendo la burla de los Claramunt, incluyendo ahora a mi propia madre, en la atención que me dispensa el charnego se produce algo así como si su capacidad de intriga y de disimulo se empeñara en guardar un justo equilibrio en proporción a mi desvergüenza: se muestra atento y crédulo en la medida en que uno es capaz de no tomarse tampoco a sí mismo en serio. Es curioso: aunque se le adivina muy capaz de manejar una burlesca afiladísima sobre la naturaleza de nuestra realidad (la de Montse; la mía, la de los Claramunt), o la de cualquiera que pueda encarnar dignidades de consumo, permanece sin embargo fiel a algún pacto de lo más convencional, es un ser aplicadamente respetuoso y gentil, tía, te lo aseguro, una sensibilidad en cierto modo exquisita y decididamente individual.

De pie a mi lado, ahora me muestra una revista vernácula donde tiene señalado con lápiz rojo un anuncio pidiendo alguien para distribución de libros. La camisa desabrochada, su mano reposa napoleónicamente sobre un botón a punto de desprenderse, que finalmente salta y rueda por el suelo. Montse, que ha salido al balcón a tomar el fresco, le dice:

—Anda, quítate la camisa. Te lo coso en un momento.

Él obedece, sin soltar la revista ni apartar los ojos del anuncio.

—¿Qué quiere decir col·locació d’esdevenidor? —me pregunta.

—Con porvenir.

Se queda un rato pensativo.

—¿Tú crees que me darían el puesto? No, ¿verdad?

—No sé.

Y él tendrá el buen sentido de no insistir. No es la reciente experiencia de la cárcel (aunque allí dentro también el tiempo establece jerarquías, selecciona, quita o da prestigio, inviste poderes o degrada) sino un superior sentido del que se sabe huésped no grato en la hermosa ciudad apestada, Barcelona, capital del desamparo emigrante, cortesía de archivo y de este sutil refinamiento de preclaros mamarrachos que se ha dado en llamar seny.

—Hablando de otra cosa —digo volviéndome hacia mi prima—. Parece que apenas te dejas ver por la parroquia.

Sentada en la cama, junto al costurero abierto, cose apaciblemente el botón de la camisa.

—No es verdad —dice—. Voy cuando tengo algo que hacer, como siempre…

—Como siempre no, prima, no mientas.

—Bueno, antes iba más a menudo. —Sonríe por lo bajo—. Pero es que también algunas amigas se han casado… Y además ahora tengo mucho trabajo con las asistentas sociales, en otras barriadas. Oye, ¿qué hora es?

—Temprano. ¿No tenéis nada para beber?

—Yo tengo hambre —dice Manuel—. ¿Por qué no nos das un poco de este chorizo que compraste ayer?

Montse se ha levantado y le ayuda a ponerse la camisa. Ignominiosamente les espío: aquellos signos que la familia interpretaría como prueba evidente del hecho consumado, como final de la aventura, yo no acierto a captarlos; las manos de ella en torno el torso desnudo guardan una trémula distancia, el recelo ante lo desconocido. Además él la mira tan… ¿cómo diría, cómo describir esa mirada? Por cierto no es como la vuestra, tíos, que miráis a vuestras hijas como a hurtadillas y con ese temor particularmente débil y mezquino que en vuestro mundo asociáis con la pérdida de la felicidad. Él la mira como se mira a los objetos suntuosos, como si realizara con ellos un encuentro repetido en el tiempo, como si ya en cierto modo le pertenecieran o le hubieran pertenecido.

Montse está ahora hablando de dinero.

—Éste es otro asunto que preocupa mucho a tu padre —le recuerdo—. Se pregunta qué haces con tu sueldo.

—¿Saben que ella me presta? —pregunta Manuel.

—Sí.

—Eso no tiene la menor importancia —dice ella, guardando el costurero en el armario—. ¡Vaya, vaya, conque tenéis hambre!

—Oye, Montse —le digo—, ¿piensas ir a la verbena del Club de Tenis La Salud este año?

—Claro. Es la puesta de largo de Nuria. Además, hemos organizado una colecta. ¿Tú no irás? Té prevengo que Salvador Vilella es la pareja de Nuria, ¡así que alquila un smoking, vigila tu lenguaje por una vez y no les pierdas de vista…!

—¡Bah!, Nuria no me preocupa en absoluto —me sale en un gruñido. Ella se ríe, cambiando miraditas y guiños con Manuel.

Luego, cuando él propone que Montse lo acompañe mañana a la playa, y ella dice que eso sí que no, y él bromeando responde que entonces invitará a la viuda, y ella que bueno, que haga lo que quiera y que la playa de la Barceloneta es un asco, un nuevo estrépito se oye en la habitación contigua, esta vez como si hubiesen derribado una estantería de botellas. La radio enmudece y en el piso de arriba un objeto contundente (¿la pierna escayolada de la furcia?) golpea insistentemente las baldosas al tiempo que una voz chillona pide silencio y se oye en el pasillo un abrir y cerrar de puertas y enseguida a la patrona insultando: «¡Que no hay más vino, puñeta! ¡Pues sí, él se lo bebió, para que te enteres! ¡A ti no te debo nada, asqueroso, presumido de mierda!». Se la oye muy bien, casi pegada a la puerta, y Montse y él se miran; ella va a decir algo pero ya el chico se ha levantado con aquella curiosa lentitud enroscada en las piernas y en los riñones, coge una caja de habanos de la mesilla de noche y se dirige hacia la puerta. «Vuelvo enseguida», dice saliendo al pasillo, que ya por los gritos parece un gallinero.

Sola frente a mí, Montse baja los ojos, esquivando los míos, y en silencio se encamina hacia la mesita cubierta con un hule; la arrastra dejándola frente al balcón, después va a la alacena y saca una servilleta y un cuchillo, un paquete abierto de pan Bimbo, chorizo, una botella de Vino Común y dos vasco con florecillas verdes —igual que los míos, de ésos de leche de almendras—. Sonriendo se vuelve a mirarme: «¿Ves? —dice—, conviene tener siempre alguna cosita a mano… Pero es triste comer solo, ¿no…?». Se interrumpe, pensando tal vez que nadie mejor que yo conoce esas tristezas gastronómicas de pensionista. «¿Tienes hambre? ¿Quieres un yogur?». «No, Montse, gracias». En silencio lo dispone todo muy cuidadosamente sobre la mesa, abstraída, rectificando posiciones, olvidada de mí por completo, y de pronto sus movimientos en torno a la mesita adquieren una feminidad expectante y exquisita. Retrocede un poco y mira el conjunto de lo dispuesto. Hay en su aspecto algo turbador que casi me hace desear no estar aquí, como si temiera con mi presencia degradar un rito sagrado, un misterio. ¡Hay que ver! Siempre afanándose, exigiéndose diariamente penosos recorridos, frenéticos itinerarios contra reloj para luego venir a parar aquí, frente a dos pobres vasitos floreados y un pedazo de chorizo; la zona más tierna y más frágil de su sueño está pues aquí, en esta mesita cubierta por un hule… Luego, cuando considera que todo está en orden, se cruza de brazos y regresa lentamente al balcón a mirar el trajín del Borne, la gente que pasa, las copas de los árboles agobiadas de calor. Sentado al borde de la cama, observo su espalda con un extraño peso en el estómago hasta que, al volver ella la cabeza para mirarme con urgencia —como sorprendida por un espejismo— y decir simplemente: «Qué noche más hermosa, ¿verdad?», descubro sus ojos húmedos de lágrimas.

Así pues, ¿será cierto?, ¿se cumplirán puntualmente las predicciones de la familia?, ¿la tonta se ha enamorado?, ¿está siendo seducida sin saberlo? Me levanto a curiosear por el cuarto. Reconozco algunos de mis libros en la mesilla de noche y en una maleta abierta que asoma bajo la cama, donde una pálida mancha azul atrae misteriosamente la mirada: un fajo de cartas bien atadas con un cordelito rojo. En cuclillas, de espaldas a Montse, las examino sin desatarlas: todas dirigidas a él, Cárcel Modelo, Galería n.° 4. Remite: Montserrat Claramunt, avenida Virgen de Montserrat, 27, Ciudad. Letra fina y esbelta, clara, sin adornos. ¿Cartas de amor? Pero no es eso en lo que pienso; algo inconcebible me llama la atención: ningún sobre ha sido abierto.

Manuel fuera del cuarto todavía, se supone que ayudando a la viuda a resolver algún problema, las voces han cesado en la habitación contigua y ahora sólo se oye, en el pasillo, un rumor de conversaciones y algo parecido a sollozos. Después de comprobar que Montse sigue en el balcón, devuelvo las cartas a la maleta y me incorporo. Qué imprudencia dejarlas aquí, al alcance de ella…

—Siempre lo mismo —dice Montse de pronto, sentándose en la silla—. Líos y más líos. Lo mejor sería pagar lo que se debe y cambiar de pensión, esto es una casa de locos. ¿No crees? Incluso es más urgente que encontrar el empleo… Dios sabe cuánto tiempo habrá que resistir todavía.

—¿Resistir qué?

—Esto. Todo esto. Estar sin trabajo, sin dinero, solo, sin poder valerse por sí mismo.

Quise mirarla con cierta severidad.

—¿Sabes lo que pienso, prima? No creo que te necesite. Ya no.

Me sonríe tristemente:

—¡Si supieras!

Alcanzo la puerta: desde hace rato siento la imperiosa necesidad de asomarme al pasillo. Montse me sirve un vasito del tibio Vino Común («¡Hay que ver, bebes de todo!», me regaña sonriendo) y luego vuelve a salir al balcón. Abro la puerta, lo justo para ver un cuadro que no desearía viese mi prima: en la habitación de enfrente, cuya puerta está abierta, solloza una mujer echada boca abajo sobre la cama, las crispadas manos en la cabeza, la falda por encima de las nalgas y la braguita negra de rejilla bajada violentamente en este instante por la decidida mano de Manuel, que sostiene en la otra una jeringa repleta y goteante. En torno a la cama, deshecha y ocupada por un joven despeinado que fuma mirando al techo con indiferencia, revolotean dando manotazos al aire y discutiendo ferozmente dos mujeres jóvenes, una en camisón y con el pie escayolado, dos muchachos en camiseta con sendas botellas de cerveza en la mano y un viejo que cubre sus hombros escuálidos con la chaqueta del pijama. Discuten todos acaloradamente. Puedo identificar a la quejumbrosa dueña del trasero para el cual está destinada la inyección, es la patrona, que repite entre sollozos: «cabrón, cabrón», con una voz inmensamente satánica. Su estado parece tener muy preocupado al hospedaje, todos han acudido presurosos desde sus habitaciones para atenderla en lo que tiene las trazas de convertirse en un serio ataque de nervios, no sería la primera vez. Algunas frases sueltas flotando en la espuma de las discusiones me ayudan a reconstruir el drama: al parecer, la patrona estaba de tertulia y bebiendo con unos parientes, dos camioneros, en su cuarto (el contiguo al de Manuel) hasta que un tercero llamado Fermín (el indiferente ser que fuma mirando el techo en su cama) se les ha unido estropeándolo todo al empeñarse en que la patrona le hiciera el puñetero favor de explicarle por qué no le cobraba la pensión al ex presidiario y en cambio a él sí. La muchacha muy maquillada que anda de acá para allá arrastrando la pierna escayolada, discute con los demás acerca del derecho que tiene una patrona de abrir su corazón (evidente eufemismo, tía) a quien le dé la real gana, vamos, faltaría más, para eso está en su casa, y a quien le duela que se rasque. Mucho humo de cigarrillos en la habitación, y en el pasillo cruza de vez en cuando la vieja cocinera con los brazos en jarras y un ojo de perdiz. «¡La culpa es de ese hijo de su madre de Fermín! —afirma la coja—. Está furioso porque sabe que Gloria no le cobra al chaval». Y la otra: «Sólo le debes unos meses, ¿verdad, Manuel?». Manuel parece no escuchar a nadie, profesionalmente inclinado sobre el blanco cúmulo. El pinchazo arranca un chillido a la viuda, luego afirma que nota entrar el líquido, que le duele, «Despacio, despacio», dice. Él quita la aguja, frota con el algodón con suma habilidad, indiferente, y luego se incorpora, parece no oír nada ni siquiera estar ahí mientras (pero sí, ha dirigido una leve sonrisa al llamado Fermín) ordena su magro instrumental en la caja de habanos. La patrona sigue echada de bruces, oculto el rostro en la almohada, lloriqueando. Una voz baja y sibilina: «Además, Gloria está celosa de la chica esa, ¿es que no lo comprendes, tonta? La cosa es más complicada de lo que crees», pero la escayolada insiste: «La culpa es del Fermín», inclinándose sobre la espalda de la viuda sacudida por los sollozos, «No llores, Gloria», y mientras le sube la braguita y le baja la falda, con la otra mano le acaricia dulcemente el pelo. «Vámonos, Gloria, ven con nosotras, anda, vida mía, no llores más», y mira despectivamente al pacífico yacente en su cama, que inalterable sigue enviando hermosas rosquillas de humo hacia el techo. «¡Y si este mamón vuelve a ponerte la mano encima, llamamos a los guardias y verás…!». Manuel se dispone a salir de la habitación.

Cierro despacio y me vuelvo a mirar a Montse con el corazón compungido: está de pie junto a la mesa, mirándome absorta. Por supuesto lo ha oído todo. Y, sin embargo, en su rostro irradia la misma fuerza de siempre, con esas fúnebres ojeras que parecen la huella negra de un mal sueño diariamente vencido por la fe, heroicamente rechazado, reducido a la condición de espejismo.

—Esto es más divertido que tu pensión, ¿verdad? —dice, y sentándose cansadamente añade—: ¿Comprendes por qué no puedo dejarle todavía? Creo que no tardaría en volver a la cárcel. De verdad.

No se me ocurre otra cosa que poner la mano en su hombro y decir:

—Lo que necesita es trabajar. Después todo cambiará.

En este momento se abre la puerta y entra Manuel con dos botellas de cerveza. «¿Tus honorarios, doctor?», bromeo señalando las botellas, sinceramente aliviado con su llegada. Pero ni él ni Montse hacen comentario alguno sobre lo ocurrido, de modo que opto por lo mismo.

Liquidada la cerveza, comprendo que es el momento de largarse. Montse se viene conmigo, pero antes tiene que ir al lavabo. Quedo a solas con Manuel, que come pensativamente pan y chorizo de pie ante el balcón.

—En esta maleta, bajo la cama —le digo— hay varios libros míos… También he visto las cartas de mi prima.

Me mira a los ojos con aire inexpresivo, sin dejar de masticar rítmicamente. Todo él desprende un vago y agradable olor a alcohol.

—¡Ah!, las cartas —dice—. Cuánto me gustaba recibirlas. Pero ya sabes, leída una, leídas todas.

Con la mayor simpleza lo ha dicho. Quizá tenga razón, pero…

—¿No crees —insisto— que sería mejor esconderlas donde ella no pueda encontrarlas? O abre los sobres, por lo menos.

—¿Por qué? No tengo nada que esconderle a Montse. —Medita un rato, alzando la botella de cerveza y mirando al trasluz su contenido, y luego añade—: Pero lo haré.

Siempre, antes de irse, ella ordena un poco la habitación. Le recuerda al chico que mañana debe ir a tal o cual sitio. Se lava las manos en el palanganero. Y al despedirse, en la puerta, con prisas y sonriéndose un poco azorada —sin querer escucharle a él, que con cierto aire preocupado le dice que le conviene descansar y distraerse un poco, insistiendo en llevarla a la playa—, le da la mano fugazmente, la punta de los dedos. Y eso es todo.