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3.ª JORNADA: EL EXTRAÑO CASO DEL SEÑORITO Y EL TELÉFONO

Comulgan cinco más durante la misa, rígidos, brazos cruzados y párpado caído, como juramentados. Él se ha quedado fiera tomando el sol, las gafas provisionalmente alzadas en la frente y recorriendo con los ojos ahora indefensos la ancha faz de los campos en esta hora, la más agradable del día. Es hermoso el amanecer, en esta plana de Vich rodeada de montañas, e incluso piensa que las ceremonias en la capilla, los cantos y los rezos de la mañana, oídos desde aquí, no están tan mal. «Ser apóstol o mártir acaso…», si, acaso, parece que se han afinado las voces, dulcificado, afeminado en cierto modo.

Hoy Simón el tractorista no sale a reunirse con él, y por vez primera experimenta una sensación de soledad. Al término de la misa, el camionero sale de la capilla con su hijo, cogidos del brazo: el hombre le escucha con los ojos en el suelo, muy atento, rascándose la nuca, encorvado y como aturdido. Los demás vienen detrás, pero Simón no aparece. Compacto, ya completamente domesticado, armónico, el ciempiés se arrastra bajo el sol sosegadamente pero sin rumbo, se mueve en varias direcciones pero no avanza en ninguna: es una masa informe y convulsa cegada por la luz del día, y todos juntos alcanzan por fin la blanca pared de la masía donde restalla el sol, alineándose como viejos ateridos de frío, cabizbajos, preñados de evocaciones: han alcanzado la serenidad.

De pronto algo se debate en medio de un pequeño grupo, hay un arrastre de pies: el camionero padre, con un pasmo infantil en su gran cara, inclinado como un roble que se abatiera envuelto en una gran polvareda, se lanza nuevamente hacia la capilla en medio de los colorines que le abren paso. Su hijo le acompaña. Luego pasa Simón en amigable charla con el profesor Rosell, liando parsimoniosamente un cigarrillo, sus anchos pantalones haciendo dric-dric y pasmado y dulce el rostro como una talla románica, ya también con la señal: parece haberse despedido de sus pobres y olorosos amores de pajar. Así pues esto se acaba: último día, por la noche solemne clausura del cursillo en presencia de invitados, familiares y amigos que vendrán a recoger a los suyos. A partir de este momento habrá constantemente un sacerdote en el confesonario, incluso durante la hora del almuerzo, previniendo urgencias espirituales en aquéllos que todavía no se han puesto en paz consigo mismos. «Tal vez por culpa nuestra —precisa mosén Albiol—, porque no somos lo bastante humildes, dos compañeros siguen en tinieblas». El ataque a fondo no se hace esperar, y desde el almuerzo hasta la clausura, de las dos de la tarde hasta las diez de la noche, los dos hermanos disidentes se ven sometidos a un dulce asedio, perseguidos en su oscura noche barcelonera con violines celestiales: por riguroso turno, sonrientes y afables, con bruscas apariciones y movimientos que tienen algo de maquinaria puesta en marcha por una fuerza remota, los colorines hacen sus pinitos apostólicos sin jamás darse por vencidos; sordos, monologantes, monolíticos, simulan encuentros fortuitos con él y le siguen a todas partes ofreciendo risueña y miserable conversación de buscona. La fatiga y la depresión se apoderan de él, su voluntad se debilita. El oficinista que comparte su habitación se le acerca sigiloso en los lavabos para hablarle una vez más de las mujeres y lo mucho que tiran de uno, solidarizándose de antemano con su evidente lucha interior por conseguir rechazarlas y olvidarlas («Están buenas, de acuerdo, entre nosotros debemos reconocerlo, pero, en fin, un culo no es más que un culo…»), aquella terrible lucha interior que a él también le había impedido confesarse el primer día, por orgulloso y por soberbio. Lárgate, chaval, déjame en paz, le dice él mientras se lava calmosamente las manos; pero viendo que el otro no se mueve, que sigue ahí de pie y sonriéndole con su cara ajada, hecha un trapo, y además esperanzado (Dame gusto, dicen sus turbios ojos catequísticos), añade: Tú supones, mamón, tontolculo, que no quiero confesar porque me hago pajas. Pajas como las que tú te haces. ¿Verdad? Todos sois igual: calzonazos de mierda. ¡Fuera, lárgate!

Pero el que más le deprime y le entristece es el viejo comerciante, que también acude a él para decirle como en secreto, y tan feliz, que se ha pasado la noche arrodillado brazos en cruz con los profesores en la capilla, haciendo palanca para él, para que le viniera el deseo de confesarse y de cambiar de vida. Abuelo, le dice él medio agradecido, que ya no está usted para esos trotes.

A media tarde se refugia en el snack-masía con una cerveza, cuando oye un coche frenando detrás de la casa, a la sombra. Y al entrar poco después en la sala (en la tarima despotrica un profesor) le ve allí: un joven vestido de negro, delgado y guapo, elegante, sentado muy serio en un rincón junto a mosén Albiol. Los cursillistas también observan al recién llegado, preguntándose quién es y a qué ha venido. Hay otros dos desconocidos: un barbudo y avispado fraile, sin edad, de hermosa cabeza canosa, misionera y aventurera, y un caballero gordo y de aspecto distinguido. Él se sienta junto a Simón, cerca de la ventana, pero no tarda en volver a salir: Un mareo, mosén, permiso —siempre sin descararse, tras las gafas negras—. Nota que todos le miran, son momentos de tensión, están pendientes del menor de sus gestos, ¿cuándo caerá? Distingue entre todas la mirada negra y doliente, circundada de luto, redentora y jesucrística (pero mirada de auxilio, en cierto modo) del joven desconocido.

Desde el pie de la escalera, en el zaguán, ve una fugaz mancha negra (¿una monja?) que se escabulle corriendo por una puerta del fondo de la casa, seguramente la cocina. Fuera enciende un cigarrillo y se recuesta sobre la hierba. Los gritos del conferenciante llegan hasta él perfectamente horrísonos, luego unos pasos sigilosos, un pesado frotar de gruesas sedas como crespones negros. Se vuelve: tina sotana, y en lo alto la docta faz de mosén Albiol, que le sonríe y le suplica un esfuerzo, que no sea tonto, que no se haga el sordo a la llamada del sagrario. Él suspira y dice: Siéntese, mosén, se está bien aquí. Dulce, bondadoso cultivador de muertos jardines del espíritu, mosén insiste: Todo esfuerzo tiene su recompensa, y al que madruga Dios le ayuda. No lo olvides, hijo. No lo olvido, padre, pero eso que dice no es verdad. ¿Fuma? Mosén Albiol le coge del brazo, ya están de pie, Anda, ven conmigo, puñeta. Y él: No, mosén, quieto, suélteme, no me joroben más.

Arriba en la sala, desde la ventana, Simón les observa: se debaten en una danza silenciosa bajo el sol, dos figuras grotescas camino de la capilla, le hace gracia el curioso cuadro que forman y sonríe ante la simetría incongruente: él debatiéndose, tironeado por la manga, y el mosén como una negra campana doblando al sol, parejos en dolor, entrelazados. Pero nada se resuelve, y juntos regresan a la sala de conferencias.

«Hace años que Zubiri nos lo viene diciendo: fundamento o raíz de la Cristología, lo que actualmente nos fascina es el hecho de que Dios, al realizarse como persona, se tripersonaliza, de tal suerte que la trinidad de personas sea justamente la manera metafísica de encarnar idéntica naturaleza, y nos fascina más que la tradicional metodología teológica que se basa en la esencial unidad de Dios y contempla en su esencia la subsistencia de las tres personas, distintas solamente por la relación de origen. ¡A la luz revelada podemos todos, universitarios o no, contemplar la abigarrada variedad de abismos a que ruedan los ateos, el babelismo contemporáneo!».

El profesor que así habla es el joven recién llegado, y los cursillistas le escuchan boquiabiertos. Su anunciada conferencia ha despertado una gran expectación, porque ya se sabe que es el «refuerzo» para casos de mucha urgencia: universitario, preparadísimo, experto en arios, la mente más brillante de Colores. Aunque nadie lo haya comentado abiertamente, se sabe que su presencia y su concurso de última hora obedece a una consigna muy concreta: su parlamento va dirigido exclusivamente al estudiante ateo (sentado en su Decuria, el bolígrafo en reposo sobre el bloc de notas, escucha atentamente) aunque también quizá al silencioso murciano de Barcelona, entretenido ahora en limpiarse las uñas. Tiene el enviado especial una voz pastosa y nasal que, en los momentos culminantes de la nebulosa deística («¡Ya nadie duda del impacto trinitario en la síntesis de Hegel!»), se quiebra en falsete y el tono alcanza una musicalidad, un registro más patético y más convincente. Su aspecto agrada a los cursillistas, hay algo flamígero, arrebatado y apostólico en toda su persona, en sus ojos ardientes y húmedos, rodeados de círculos morados que evocan nobles y admirables luchas internas y autorrepresiones, y sus manos morenas y hermosas se mueven apasionadas, sugestivas, recalcando, ayudándose con citas: «Pensar causalmente en el proceso del orden cósmico, sí, de acuerdo», y mira al estudiante, parece que sólo habla para él, «pero ni el evolucionismo riguroso ni el marxismo aclaran la abismática hondura del punto de partida, el punto alfa: luego mal podrán revelar la dialéctica que permita vislumbrar el punto omega, ni la ley de la rigurosa continuidad, condición de todo lógico despliegue», argumenta el conferenciante mirando con cierta preocupación al auditorio, escrutando rostros, tal vez calculando si han sido suficientemente ablandados y planchados por sus colegas, «pero no dejemos que una simbólica, por religiosa que sea, planee en la cumbre de la mente donde debe florecer y fructificar la fe que es vida y doctrina a un tiempo, no caigamos en la tentación de reducir lo sobrenatural a rigurosa consecuencia del logos finito, partiendo de datos naturales o de principios exclusivamente racionales. En lenguaje d’orsiano vendría a decir que la patética de la finitud no puede engendrar, de suyo, la poética de la glorificación…».

La mano en suspenso, se mira las pestañas —o algo muy próximo a sus ojos, el mismísimo ceño—, reflexiona, parece haber perdido el hilo. Pero su juventud y su sabiduría salvífica causan admiración y envidia: por su aspecto, por cierta calidad de piel y piernas —largas, rectas, palaciegas— es fácil deducir el inmenso saldo de papá. En efecto, su lección magistral empieza a poblarse de discretas y amables sombras familiares que se deslizan solícitas en las estancias alfombradas, despachos y jardines, o que yacen sobre divanes y sillones directivos: «Hermanos cursillistas —admite avergonzado—, yo he sido un señorito de mierda antes de pertenecer a Colores». Ahora ha extraído el crucifijo del bolsillo y lo ha besado despacio, empuñándolo de manera agresiva y dulce a la vez, como quien coge dos palos y se dispone a atarlos en el centro para formar una cruz. Y esgrimiéndolo así, con el brazo tendido hacia los estupefactos colorines, clava nuevamente los ojos en el estudiante ateo y le dedica una parrafada llena de nombres de doctrinarios y de teóricos: monseñor Olgiati, dom Columba Marmion, pare Plus S. J., monseñor Escrivá, Tanquerey, Lercher, Janigusalls, Chautard, Civardi, Coutois, Dale Carnegie, Santo Tomás, San Agustín, textos encíclicos, Adam, Toht, Denzinger. «¡La famosa fórmula paulina que contrapone la letra al espíritu está de moda, pero…! (el estudiante ateo se sonríe irónico). ¡Ah, la letra que mata, compañeros! ¡En una total ausencia de religión, en contra de la tesis de Robinson, hablar de vida o de muerte sonaría a fariseísmo o a sarcasmo! ¡Estamos en pleno epicentro del seísmo ideológico que agita con tanta intensidad las flojas mentes contemporáneas!». Y el joven conferenciante, sonriendo triunfal, enaltece la filosofía para luego invalidarla: el Cristo asalariado, con mono azul de mecánico y llave inglesa, se trueca repentinamente en un sesudo y estudioso lector que, terminado el libro, lo cierra con desprecio y lo arroja al fuego donde otros libros arden a montones. «¡Que venga Ortega y nos enseñe su metafísica de la vida, su hombre con su circunstancia, que venga Sartre y nos hable del hombre como pasión inútil! Yo les diré: ¡De Colores! ¡Que vengan todos, sí, y que aprendan de vosotros!», añade visiblemente resentido, y ante los colorines desfilan nombres y más nombres extranjerotes, malsonantes, cumbres universales de orgullo y soberbia, famosos ateos hundidos en el barro del concubinato y del marxismo. Y porque son nombres desconocidos para la mayoría, todos los colorines comprenden, saben que van arrojados a la cara del estudiante, no a las suyas. En cambio esto sí va para ellos, atención, oído: «La manera de alcanzar la igualdad social», dice el conferenciante, «debéis concebirla en términos de la más característica ideología cristiana: una mayor laboriosidad, la capacitación profesional, la perseverancia, la honradez y el comportamiento que inspire confianza en vuestros superiores, eso os abrirá el camino hacia los bienes materiales y los bienes de la cultura. Muchos trabajadores de mi padre me preguntan: señorito Fernando, ¿qué quiere decir Marketing? Y yo les digo: Noi, t’has de fer una cultureta, no basta con ser honrado. ¡Debemos hacernos una cultureta, sí, pero sobre la roca firme de la fe! Ignacianamente hablando, principio y fundamento».

Bonito. Sin embargo, lo que esperan los colorines, lo que todos interiormente anhelan, ya impacientes, es la autoconfesión, el habitualmente apasionante relato del pasado pecaminoso y de la consiguiente y fulmínea redención. Se las prometen muy felices esta vez: teniendo en cuenta el nivel social del conferenciante, su juventud y su atractivo, cabe pensar que los hechos no se producirán en ambientes macabros ni habrá niños con cáncer; es lícito imaginar, viendo esta impresionante cabeza de apóstol o mártir acaso y esta noble postura, alguna estampa veraniega llena de luz y color, automóviles, hoteles de lujo, una muchacha rica y libre, quizá un yate… En efecto: Fernando, el profesor predilecto en los medios colorísticos, ha sido, aquí donde le veis, un señorito vanidoso e insoportable, dice, un hijo de papá, niño bien, gilí, pijo y pera, universitario en coche sport mimado por la fortuna y de familia escandalosamente rica y distinguida, y ha llevado una vida de placer y disipación en fiestas (¡ya, por fin!), cócteles y saraos, y ha estudiado a fondo el marxismo y el existencialismo, ¡y cómo ha vivido, cómo se ha divertido con las caprichosas, perfumadas, atolondradas señoritas de la alta sociedad!, alzándose con ellas por encima de esta aplastante e infamante monotonía nacional, con viajes a París y a Londres (las locas parisadas y londradas, ¡qué diferencia de las barcelonadas con furcias!), y escapadas periódicas a Mallorca, a Torremolinos, a Sitges, a Cadaqués y en invierno a Cortina con bellas de una noche, distinguidas señoras más o menos separadas del marido que le reciben en sus salones y, ¡ay, hermanos, en qué ambientes de negligencia y de modernismo mental y mundología, en qué exquisitas y favorables circunstancias de falda corta y amplio escote o camisón abierto como si nada, en qué ideales condiciones y escenarios para compartir entrepierna y camarredonda! Este culo de mundo en que vivimos, esta península, para los colorines se reduce de pronto a la fragante síntesis que va de la cama al cuarto de baño sobre alfombras felpudas, y Fernando siempre el favorito y el deseado. «Aunque me esté mal decirlo, pero estoy entre hombres, ya nos conocemos, quitémonos la careta de una vez y no seamos tan creídos, aquí no hay ningún machote, no hemos ganado ninguna batalla de juventud, las batallas de la juventud y del amor no se libran en campos de pluma, y que el poeta me perdone…». Insustituible en ambientes de irremediable y delirante inconsciencia: puestas de largo, bailes de beneficencia, de disfraces, siempre con amigos crápulas, borracheras, estriptises, viajes a los países nórdicos, experiencias, intercambios culturales y sentimentales. ¡Las suecas, las míticas suecas! ¿Qué puedo contaros de ellas? Mas todo eso no parece pecado por ahora, piensan oscuramente los colorines, tan hermosamente lo cuenta el guapo señorito; y el fantasma de una juventud que pudo haber sido más alegre y suelta y provechosa cruza durante un segundo frente a las Decurias sumergiéndolas en su ibérica tristeza, en su secular frustración de siervos comulgantes, cejijuntos, cuellicortos. ¡Ah, pecados de ricos, qué distintos a los nuestros, qué diferencia, qué despliegue de colores y de olores, qué remota constelación de placeres! ¡Parecen de otro planeta, el anticipo de una vida futura, tan lejos están! Mientras, Fernando no duerme, no estudia, no se responsabiliza ante la patria ni ante Dios ni ante la familia, todo para la carne. La carne, compañeros, el ídolo del siglo, la carne, preocupación paulina hoy menospreciada. El conferenciante tiene una amante (¡ahora, ahora!), una señorita de muy buena familia barcelonesa, universitaria progresista, moderna, fresca, deportiva y tiempo ha desvirgada por propia iniciativa y convicción, y así las cosas Fernando es feliz pero de pronto nota que le falta algo, siente una sed. ¿Qué encierra esta sed, cuál es su origen? En sus manos cae un día cierto libro de monseñor Fulton Sheen y algo se rompe en su interior. Pero ¿qué es eso que se ha roto? En la fábrica de su padre, un empleado le habla de estos cursillos y entonces quiere asistir, más por curiosidad que por nada, curiosidad racionalista y cerebral, como es el caso de más de uno (mirada fugaz al estudiante ateo) de vosotros aquí presente. Pero sea como fuere viene a Colores, y la vida da repentinamente un vuelco, cambia por completo de sentido… y llega el memorable día del teléfono.

El conferenciante, en una pausa, se afloja el nudo de la corbata. No se oye una mosca: va a empezar la autoconfesión. La esperada síntesis (esta vez lujosa, culta, mundana) del Ave Fénix, la Ascensión desde el Abismo, se materializa en un teléfono sobre una alfombra, al pie de una cama, un teléfono que los colorines, ya muy excitados, imaginan blanco y con larguísimo cable en espiral conectado al mundo de los ricos, con sus afamados y emocionantes pecados de ricos. Pues ese día, habiendo hecho el firme propósito de romper definitivamente con los amigos crápulas y con su joven amante (¡ya está ahí con su aventura de lujo, ya, ya el señorito de raza se impone al sesudo erudito!), Fernando se ha encerrado a estudiar en su dormitorio, sobre la cama y con el teléfono cerca para someterse a la terrible prueba: a las nueve de la noche —faltan pocos minutos— sonará el teléfono y él oirá la dulce voz de la muchacha, sola en casa, diciéndole que le espera y le necesita, sin énfasis, se lo dirá modernamente, deportiva y progresistamente, pero enamorada e ingenua, que la culpa no es totalmente de ella sino del siglo, de esta juventud de hoy marxismotizada, como muy bien ha señalado un experto en kremlinología juvenil. Mas el caso es que el conferenciante quiere y debe romper con el pecado y no responderá al teléfono así se hunda el mundo, y ya está debatiéndose en el tormento de la duda, esta maldita carne (se golpea el pecho con el crucifijo), este maldito deseo como un aguijón de luz, como una constante picadura de serpiente (la del Paraíso, hermanos) concentrando nuestra floja voluntad y proyectándola luego al vacío, a la nada (pues, ¿qué hay sino la nada, la náusea y la muerte en esa entrepierna sartriana? —fijando súbitamente los ojos en el estudiante ateo—), así que olvídala y procura estudiar, Fernando, me decía. Pero el texto se desvanece ante los ojos, y se tumba de espaldas en la cama y fuma como un loco, la hora fatídica que ha de traer aquella voz del Paraíso perdido se acerca, ¿qué vamos a hacer, amigos? ¿Seremos fuertes, seremos lo bastante hombres?, y de pronto, ya está, el timbre del teléfono, vibrante, vivo, tan alegre, tan real, juguetón (aquí el joven conferenciante empieza a sudar) y una, dos, tres veces. ¡Quietos todos!, clavados en la cama, revolcándonos, mesándonos los cabellos, y el teléfono en el suelo al alcance de nuestra mano, sonando y sonando como una música celestial, como un canto de sirenas y nosotros amarrados al mástil, aguantando, retorciéndonos las manos, clavándonos las uñas en la puerca carne, los nervios a punto de estallar pero aguantando como hombres que somos a pesar del dolor a que nos somete la imaginación, ¡pues la vemos, compañeros!, podemos verla perfectamente al otro lado del hilo, a la ansiosa sirena de largos cabellos, miradla tendida entre cojines sobre el cálido lecho, desnuda y tan insinuante, fragante, tersa, elástica, deportiva y rica, hermosa y ansiosa, ¡ay!, hermanos, ansiosa y con sus primaveras en flor, compañeros en Cristo, uno es joven y la naturaleza manda porque el vigor, porque el deseo natural del hombre, porque el ansia de absoluto, de verdades cósmicas e incluso de Dios, aunque lo ignoremos, que a veces creemos poder apresar en una espalda femenina, en unos hombros dorados o en unas piernas cruzadas, y que nunca, ¡ay!, apresaremos, porque la juventud… (el viejo mosén Garriga asiente con sombríos movimientos de cabeza), va, descolguemos de una vez, contestemos a la llamada de este teléfono, no, no contestes, contesta, no contestes, y sudando, gimiendo, excitándonos cada vez más como animales, porque la juventud, y el timbre sigue insistiendo, siete, ocho, nueve, diez veces, la mano temblorosa y con vida autónoma se mueve hacia, ¡la débil mano, todas las roanos quieren ir hacia esa vida que no es vida, que es muerte, que os lo digo yo! Una sola noche, ¡ay!, la última vez, amigos, una última vez y basta, por favor, ¡pero no, detén esa mano, golpéala, písala, córtala si es preciso!, y ella esperando sola y desnuda, chicos, desnuda y quizá envuelta en gasas transparentes, y con sus cabellos de oro, ¿la veis, la veis, queridos cursillistas? (la ven perfectamente), con su piel sedosa, su boca endiablada, sus puntiagudos pechos, ¡sus pechooooooos!, y sus brazos amantes, ¡ay, noches inolvidables bailando con ella en fiestas y guateques, nadando en su piscina a la luz de la luna, ay, qué maldición y qué muerte del alma nacer rico, ay, mundo occidental y podrido! Porque, y es de justicia decirlo, en el corazón, de este conflicto salvífico está la ternura y el amor de la muchacha, pese a su caída en el mal, porque ella nos quiere, ¿comprendéis?, porque ¡qué fácil sería dejar descolgado el teléfono, oh, qué fácil habría sido todo si ella no le amara, si fuese una vulgar prostituta! Pero es generosa y le ama y le espera siempre, es un noble amor lo que nos une además del sucio deseo, y allá está ella esperando todavía al teléfono, todavía, contesta ya, pobre desgraciado, no contestes, pecador, contesta, no contestes… Y de pronto, compañeros, el silencio: ha enmudecido el teléfono. Y tina dulce somnolencia invade al sudoroso conferenciante, los nervios se relajan, las manos se abaten y, doblándose hacia delante, se inclina lentamente hasta apoyar la exhausta y atormentada frente sobre la tarima. Hemos vencido.

Durante el paseo, un colorín caído momentáneamente (enseguida sería levantado por sus compañeros) en un peligroso bache racional, sugirió que habría bastado dormir en una habitación sin teléfono para evitarse el tormento. Sí, pero, le respondieron, entonces la cosa no tendría mérito: ¿y la prueba? No habría sido lo mismo. Además, apuntó otro, seguro que había teléfono en todas las habitaciones, una casa de señores… ¡Sin escapatoria! Pero de eso se hablaría luego. En este momento al conferenciante apenas le queda voz: caída la cabeza sobre el pecho, mesándose los cabellos con una lentitud dolorosa, meditabunda, y sujetando firmemente el crucifijo con la otra mano, ronronea su triunfo desde profundísimas zonas desgarradas y machocabrías, poniendo ese ejemplo como único camino de los hombres dé pelo en pecho, y en un postrer arrebato doctrinario brama acerca de órganos genitales que deben siempre distinguir a los cursillistas dondequiera que estén, habla de machos, de puños de hierro y de mirada altanera, de los Señoritos del Alma, de la Juventud Centinela, de la Centinela Legión, de la Legión SANA (precisa: Santa, Austera, Noble, Alegre), de la Sana Brigada, de la Brigada Multicolor y de la Multicolor Guardia para combatir y vencer en situaciones semejantes a la suya (aquí Simón el tractorista se aplica la lección, pero salvando distancias: un pajar no es un lujoso dormitorio ni su María esta señorita de piel aterciopelada), hasta que ya completamente afónico y congestionado, impotente, arrojando llamas y vapores, sometida la voz a un registro inhabitual, el conferenciante se vence peligrosamente hacia delante como si quisiera clavar el crucifijo en la cara de alguien, tiembla como una hoja, mudo, todos creen que va a darle un ataque. Se yergue: «¡De Colores!», y por fin abate la cabeza del todo, desnucado.

Paseo. Ninguna mano piadosa cierra los ojos de los ahorcados, ninguna voz amiga les pregunta si tienen sed, si les queda voz, deseos de decir algo. Todos se miran como alucinados, pudriéndose al sol. Rodeado por algunos calcinados admiradores, el enviado especial reparte tarjetas: Fernando Boix Pertencá, estudiante de Teo., Fil. y Let. Sonriendo tristemente luego se distancia: intento fallido de entablar conversación muy privada con el estudiante ateo, que le rehuye. Así que opta por el murciano, que deambula solo y apartado de todos, rumiando qué extraña relación puede haber entre aquel musical teléfono del señorito y su caso, suponiendo que sea cierto que el enviado especial ha venido también por él. Coge algunos guijarros y empieza a tirarlos contra el horizonte, donde la tarde ya declina. Pronto le oye acercarse. Todavía transpira a causa del esfuerzo realizado, llega pensativo y con las manos en los bolsillos: al revés que los otros profesores, no sonríe ni se anda con rodeos gallináceos. Mira al frente con la tormentosa frente inclinada, ceñudo, como si fuese a embestir:

—Tú también eres de Barcelona, ¿no? —dice a modo de saludo.

—Sí. —Se inclina él a coger más piedras—. A ver quién la tira más lejos.

El universitario colorín deja pasear la mirada a lo lejos, luego se inclina perezosamente, se incorpora con una piedra (muy plana, afilada) y le mira receloso. Tras ellos, a veinte metros, los colorines observan de reojo, paseando como enjaulados.

—Tu barcelonada ha sido la mejor —dice el cursillista murciano—. De veras. Tira tú primero… Esta chica, tu novia, debía de ser una real hembra.

—No era mi novia.

—No era tu novia.

—Asunto de cama. Ya me entiendes.

—Ya te entiendo. Tira.

El otro permanece un buen rato en silencio. Luego lanza la piedra, con la izquierda, muy lejos a pesar de hacerlo sin sacar la otra mano del bolsillo.

—¿Eres zurdo?

—Sí.

—Muy bueno, lo del teléfono —añade él—. Muy bueno.

—Puede pasarle a cualquiera. Siendo joven y guapo, así como tú…

—No. A mí no.

—¿Por qué no?

Lanza la piedra el murciano, con la derecha, lejos también, pero no puede saberse cuál de los dos ha llegado más lejos.

—Porque yo no tengo teléfono.

Ahora, el enviado especial se mira los zapatos largo rato, en silencio, cual un estupefacto enviado especial cuyas instrucciones no concuerdan con la naturaleza del caso a investigar. Y mientras, rumiando la respuesta, se inclina a coger otra piedra, el murciano se aleja.

Al cruzarse con los colorines, éstos le dirigen sonrisas dolorosamente complejas: un compuesto del deseo de recuperarle para excusar su propia debilidad, y del reflejo automático de aquella blanda fraternidad que en veinticuatro horas ha degradado sus rostros.

Y llega la hora de la clausura. Detrás de las nubes, el sol se descompone en rojos y moradas. Las maletas a punto y listos para la partida, los colorines intercambian direcciones y promesas de reencuentros. En un frutero sobre la mesa del comedor hay diversos objetos personales (bolígrafos, pañuelos, cadenitas) perdidos por los cursillistas y encontrados por las monjas al hacer limpieza, y que ahora ellos van recuperando. Él no echa en falta nada, pero se acerca también al frutero, ya con la bolsa colgada al hombro, atraído por un brillo nostálgico: el lápiz de labios. Un bonito objeto para regalo. Lo coge y se lo guarda en el bolsillo. Verdosos, lánguidos y vencidos como algas, los colorines van entrando en la amplia sala de la clausura, una ceremonia tradicionalmente emotiva. Mientras permanecen sentados cada uno con su maleta, como en una platea, frente a la mesa ocupada por la presidencia, abajo llegan coches y motocicletas, se oye ruido de puertas y voces femeninas, son amigos, parientes, simpatizantes y curiosos que, amablemente invitados a pasar, se quedan en la sala detrás de los cursillistas, de pie, con sus ropas de domingo, sus fachas precipitadamente pías y con extraños tics nerviosos en las rodillas: una asustadiza tendencia a la rápida genuflexión, como si viesen sagrarios por todas partes. Algunas mujeres, parientas de colorines de Vich, se quedan muy al fondo, en la penumbra, cogidas del brazo y con destellantes labios pintados, mantilla y medias negras, y entre ellas la señorita Roura.

Discursos de la presidencia y últimos consejos y recomendaciones a cargo del rector del curso antes de despedirse de todos, antes de lanzarlos nuevamente a la peligrosa e impetuosa corriente de la vida, a los terribles días grises que les esperan en casa, en el trabajo, en el quehacer cotidiano. Todos han llegado a buen puerto menos dos: «Cuarenta y tres cursillistas —dice mosén Albiol— han confesado y comulgado. Nosotros esperábamos esta vez el total, pero Dios no lo ha querido así. Me decía el profesor Guillot antes de venir aquí, confiado y alegre, que esta vez haríamos el completo. No ha sido así, y esto nos enseñará a ser más humildes para otra vez. También nosotros recibimos lecciones en Colores». Luego el mosén cede la palabra a otros miembros de la presidencia: «En calidad de ex cursillista, sólo quiero deciros: ¡Adelante, machotes!», brama el profesor Rosell en nombre de sus colegas, visiblemente emocionado. Finalmente se pide una opinión en público, sincera pero breve, a cada uno de los colorines: qué les ha parecido esto, cómo se sienten ahora, si tienen alguna queja, qué creen que podría mejorarse, con franqueza, democráticamente. Y uno tras otro se levantan pesadamente los colorines, ojerosos, demacrados, exhaustos y amoratados, aún con la soga al cuello y las manos cruzadas sobre el sexo, espantosamente rígidos, acartonados y simétricos, listos para el ataúd. Felices tartajean gracias por aquella muerte tan dulce, ha estado todo muy bien, apenas han notado nada, ninguna extorsión, el veredicto del Alto Organismo Salvífico ha sido justo, la condena merecida, la ejecución necesaria. La tendencia ya enfermiza al enternecimiento en todos ellos, al esponjamiento cordial y a la llantina, flojo el lagrimal, deja sin voz a muchos, que sólo consiguen musitar, con los ojos en el suelo y en un tono de mansedumbre tristísimo, miserable: «Mosén, mosén …», mientras que otros lanzan gritos histéricos: «¡De Colores!», y otros, en fin, no pueden absolutamente hablar, se ahogan, la soga aprieta demasiado. Se producen nuevamente escenas patéticas: el viejo y atildado comerciante llora feliz en su desconsuelo afirmando que ahora es más bueno y que perdona a sus hijos, que, como todos saben, le tienen olvidado y aborrecido a pesar de los sacrificios que ha hecho por ellos… Con una leve señal mosén Albiol invita a que se levante a declarar el siguiente, y el viejo, desorientado una vez más, pero apretando fervorosamente la Guía del Peregrino con sus manos, se abate gimoteando en su silla. El más vehemente, retórico, halagador, feriante y pelotilla resulta ser el viajante sospechoso de gancho, que primero da las gracias a la presidencia y luego, enterizo, incólume (no parece haber pasado por el patíbulo) se vuelve descaradamente hacia los visitantes, de cara a la galería, para bramar llorando de emoción: «¡Venid, acercaos todos, venid a Colores, acudid, buena gente, señoras y señores! ¡Aquí está la vida!», añadiendo que es feliz, que es otro hombre, pero que, ¡ay!, ha fracasado en algo, precisamente en lo que más ha puesto el alma: noches enteras ha hecho palanca en la capilla por el bien de dos compañeros, pero ha sido en vano, ellos no han querido confesar, y ahora comprende por qué: ¡por su culpa, porque un servidor no es todavía bastante bueno! ¡De Colores, ra-ra-ra! Muy aplaudido. Le toca ahora al estudiante ateo y se levanta fatigosamente, evidentemente cargado de barcelonadas, pero sólo dice: «Paso», y vuelve a sentarse. Pero el silencio más espectacular se hace al levantarse el murciano, todos los ojos están puestos en él, en sus gafas negras que utiliza como una herramienta ahora ya ennoblecida por el trabajo, y cuya voz muchos todavía no conocen, el cigarrillo en los labios levemente irónicos, el humo enroscándose en su cabeza sin desnucar, un extraño ahorcado. Con gran sorpresa le ven volverse hacia el grupo de recién llegados al fondo de la sala y decir: «¿Quién de ustedes es el señor Glaría?» con una voz intempestivamente normal, de ciudadano no celeste, sino terrestre. Un silencio y: «Yo, servidor…» una voz tímida, y asoma entre los visitantes una calva y unos ojos de búho insomne, «servidor, servidor». Y él: «Tengo que hablarle de parte de la señorita Claramunt, no se me vaya», y se sienta.

El acto se cierra con una oración, todos de rodillas, visitantes incluidos, y luego suenan algunos tímidos aplausos, pronto en retirada, de colorines que ya no están en este mundo, y llega el griterío con el excitado intercambio de pareceres y las despedidas en medio de una apoteósica confusión de cuerpos, abrazos, empellones, los familiares y amigos saltan sobre el montón de colorines, palmean espaldas dobladas, nucas tontarronas, nalgas insensibles, y de pronto hay abrazos y besos de hermana y de novia que traen un perfume, un irresistible perfume a vida que inunda de sangre caliente las rígidas piernas de los colorines, que provoca derrames interiores que estremecen la piel y renace un temblor de ingles y una calidez de bajovientre, una dulzura de roces y frotamientos en el apretujado montón de movedizas espaldas, nalgas, hombros, cabellos, manos que estrujan manos, brazos que rodean cinturas y se demoran en ellas y arrimos tan complicados y persistentes que sugieren algo más que un aparente deseo de mantener el equilibrio en medio del general desbarajuste, todo lo cual demuestra que están vivos, ¡vivos, parece mentira, aquí, estoy aquí, Carmen, Luisa, Isabel, aquí! Indiferente a este subrepticio magreo que se ha desatado y serpentea en la aglomeración como un mareante olor a nardos, a cementerio, él busca a la señorita Roura y al señor Glaría, que se le aparece de pronto con una sonrisa y la mano tendida: «Sí, la Montse me habló de ti —le dice—, pero aún no puedo asegurarte nada, hijo, todavía no he resuelto lo del local. Hay trabajo, pero ya le he dicho a la Montse que habrá que esperar un poco…». Habla a gritos para hacerse oír en medio del tumulto, y de pronto una avalancha lo arrastra y se lo lleva, lo engulle con su calva y su indecisión y él sólo tiene tiempo de salvar a la señorita Roura cogiéndola del brazo. La arrincona en la pared preguntando a qué hora sale el primer tren para Barcelona. Ella no sabe, pero preguntará. Parece decepcionada con él, ¿por qué no se ha confesado como los demás? ¿Por qué tenía que dar la mala nota precisamente él, recomendado por Montserrat, una chica tan buena? «Salgamos de aquí», dice él subiéndose la cremallera de la cazadora, estrujado por los colorines y sus familiares y por la misma señorita Roura. Pero aún le queda el último trago de la pócima: la señorita Roura le hace saber que todo el mundo ha estado pendiente de él durante estos tres días, gente que ni siquiera le conoce, que vive lejos de aquí y que han hecho palanca por él y por el estudiante ateo: un ex cursillista de Igualada ha estado veinticuatro horas sin comer, otro de Vich ha permanecido arrodillado sobre garbanzos (sin cocer) toda una noche, otro ha prometido dejar de fumar durante un año, etc. Solidaridad, sacrificio. ¿No le conmueve? No. A él sólo le conmueve —aunque la señorita Roura no acierta a comprender por qué— la tierna noticia de esa muchacha ex cursillista, en un pueblo cercano, que había prometido que si él se confesaba y comulgaba dejaría de pintarse los labios para toda la vida.

En el autocar, de regreso a Vich, flanqueado por mosén Albiol y la señorita operaria parroquial, que no le quita ojo (con algo en sus posturas rígidas, en sus actitudes vigilantes y en su silencio que le hace pensar que esperan verle pedir la confesión en cualquier momento, ¡sí, no se dan por vencidos, evidentemente están a su lado para eso, atentos a la vomitona!), decide descabezar un sueño y al meter la mano en el bolsillo sus dedos tropiezan con el pintalabios. Y piensa en Montse, sonriendo ante su idea de enviarle aquí para que, al menos, pudiera comer. Buena chica.

No lamenta volver sin haber solucionado nada respecto al empleo: lo único que ahora lamenta es haberse olvidado de decirle adiós al bueno de Simón.