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2.ª JORNADA: EL PASADIZO SECRETO

Encuentro casual con el estudiante considerado ateo en el snack-masía, a media mañana. Joven reservado y burlón, siempre fijándose en todo y tomando notas pacientemente (en una cuidada y muy buena letra, aunque entre garabatos, él puede leer en el bloc negligentemente abierto sobre el mostrador: alienación, terror, lavado de cerebro, inquisición, etc.) y que le confiesa lo mucho que se está divirtiendo: «Increíble, chico. ¿Y tú qué tal lo pasas?». Él se encoge de hombros, se dispone a pagar las cervezas, pero: Deja, pago yo, se anticipa el otro. Más notas que se pueden curiosear en el bloc: «Las cinco Decurias, los cincuenta cursillistas clavados en sus sillas fatídicas escuchan al profesor: vaciados, agotados y acogotados, se abandonan al ritmo implacable que exige su salvación, un crescendo sutilmente calculado que encierra la fría y matemática exactitud de un perfecto mecanismo de relojería, y que destruyendo el sentido de la realidad y reafirmando en su lugar las confusas y funestas fronteras entre el Bien y el Mal que la Iglesia ideó de acuerdo con la sociedad burguesa, en provecho de mutuos intereses, bajo una lluvia de golpes de crucifijo y de grotescos anatemas que proponen todo o nada, tomarlo o dejarlo, Cristomachotismo o nada…». No termina de leerlo, pero, quizá a modo de compensación, le dice: «Buena letra, coño. ¿Y qué harás con esto?», pregunta sin entusiasmo. El estudiante le mira un momento con curiosidad, luego sonríe y se guarda el bloc en el bolsillo. «Bueno —añade él aburridamente, y apura su vaso—. Me voy arriba un rato».

Ciego y convulso, rodeado de un círculo de fuego ya imposible de romper, el ciempiés se encoge y se apretuja en las mesas mientras en la tarima el conferenciante dispara sus exacerbadas vivencias utilizándolas a modo de razones: Fui un miserable antes de pertenecer a Colores, ergo vosotros sois unos miserables. Como de costumbre; gran preocupación por el sexo: mundo de tráficos demoníacos y de industrias bestiales, condenación y putrefacción y triste hospital para las queridas, las amantes nocturnas y diurnas. ¡Barcelonadas!, brama el profesor Guillot desmelenado y tembloroso, rostro largo y chupado, pálido, con bigotillo perfilado, ojos saltones e inyectados en sangre rodando enloquecidos en el fondo de unas cuencas cadavéricas: la versión tuberculosa del fino bailarín de entoldado dominguero, del ojeroso galán en decadencia. ¡Barcelonadas y purgaciones!, añade, y explica con sonrisa lupina cómo él fue tocado un día por la luz y en qué misteriosas circunstancias, pues había sido un mal esposo y un mal padre, un gandul, un borracho recalcitrante y un sifilítico podrido de barcelonadas (luego explicaría, en un sereno paréntesis, el sentido que esta expresión tiene en la comarca: barcelonadas son las escapadas a la capital para ir de burilla). Empieza la autoconfesión, la minuciosa exposición de horrores por los que pasó antes de ser tocado por la luz. Yo he sido un degenerado y un cabaretero, aquí donde me veis; y por la fría mecánica de servirse de las manos y elevar las palabras como si tuviesen peso y volumen, deformando las frases con el juego monótono de unos dedos largos y atacados de artritis, un ritmo torpe, rígido, que le presta un doloroso énfasis, se diría que esta autoconfesión la ha contado cientos de veces sirviéndose de las mismas palabras y en esta misma tarima… Pero ya de su boca surge lo insólito, que esta vez paraliza a los cursillistas, pues algo más que una entrega total a los placeres de la carne llevó a este hombre que aquí veis, en indescriptibles noches de luna llena, a barcelonear con una prima suya y a rodar abrazados sobre la tumba de su padre en un cementerio, una prima indómita, voraz y pavorosa como un incendio y que acabaría abandonando el pueblo para hacerse De La Vida en la ciudad, una mujer que ahora revive ante los ojos desorbitados de los cursillistas, durante un glorioso segundo, echándose de espaldas sobre el mármol mortuorio con las faldas al aire y enlazando con las piernas al profesor Guillot. Poseyéndola barcelonescamente como un desaforado sobre el RIP de su propio padre, por qué, por qué, el colmo de la depravación, el pasmo de los cipreses, mudos y graves testigos de tanta muerte corporal y espiritual. Y sin respeto a los muertos y a los vivos, así era yo, éste que aquí veis, servidor, y el auditorio está aterrado, no se le ahorran detalles: el viento aullando en el cementerio, doblando los altos cipreses, los gemidos de la prima estremeciendo a los muertos inconfesos, aúlla un perro en medio de la noche y la luna llena alumbra el horroroso orgasmo. Simón está abatido, pero muchos (indiferente o adormilado bajo el sopor de la tarde, el representante del obispo cabecea sentado en su silla junto a la puerta) están como ante un aparato de televisión. Cuando el profesor se ha cubierto totalmente de fango y de inmundicia, prosigue con voz lumínica, repentinamente etérea, como si ahora hablara en un parvulario, que un día, estando en esas salvajadas, al regresar a casa borracho y sin el jornal se encontró que su hijo de cinco años, enfermo de cáncer desde hacía tiempo, se moría, y le llamaba desde la cama, ¡Papá, papá!, con una voz que partía el corazón, y que él acudió y le acarició ¡todavía con el olor del cementerio y del cuerpo de aquella mala mujer en sus manos! y que escuchó la petición de la inocente criatura, a saber: que antes de morir quería que su papá le prometiera no pegar más a mamá ni llegar a casa sin dinero y con aquella cara de hombre malo, porque él se iba a morir sólo para salvar su alma, y aquí el conferenciante empieza a llorar macabramente, pero sin lagar a dudas con sinceridad, unas lágrimas enormes, su voz se ahoga como en un pozo sin fondo, se debate en una charca y el rostro se le descompone según avanza la agonía del hijo toda llena de detalles escalofriantes y patéticos, él arrodillado junto a la camita, estertores infantiles y el cáncer atenazando aquella inocente garganta, cerca la madre llorando y caída como un fardo al pie del lecho, aquella desesperación de la sufrida esposa y madre ante la lenta agonía del niño, él sin saber qué hacer, gritos, llanto, más estertores, alaridos, la promesa, papá, cumple la promesa, hijo mío, prima, más estertores agónicos, mala mujer, castigo de Dios, roma de conciencia fulmínea, el cáncer, aullidos, aquel cementerio, primita, gemidos de placer, arrepentimiento, mala pura, ¡una luz, hijo trío, la luz, la promesa, sí…! Pero el nieto, de todos modos, muere. Se acabaron las barcelonadas y el fornicar sobre la tumba del padre en noches de luna llena. ¡Yo he sido un gran pecador, y vedme ahora! Ahora no se oye una mosca en la sala. Pero cobrando nuevas energías la voz deshecha en llanto insiste en que su hijo murió para que él se salvara, y naturalmente eso le había impresionado mucho, ya no podía ser sordo a la llamada de Dios por más tiempo, entre hipos y sollozos y penosísimas pausas, cuando ya el profesor es un pobre guiñapo sin voz y sin fuerzas en lo alto de la tarima, empapado en lágrimas, autodestruido, seguramente feliz.

Nadie puede hacer nada por él. Luego, en medio de un silencio sepulcral, donde sólo se oye su respiración como un fuelle, hace todavía un supremo esfuerzo y se yergue (todo el mundo teme que se desplome) para golpearse sonoramente el flaco pecho con el crucifijo, tragando lágrimas se tambalea, los ojos cerrados, balbuceando palabras inaudibles y trazando con su mano de artrítico monótonos círculos en el aire, cada vez más lentos, como una rueda que sigue girando por inercia cuando la máquina que la impulsó ya está parada. Al pronunciar las últimas palabras, los gritos de rigor, ¡De Colores!, su aspecto es francamente lamentable y en su cara exhausta hay esa expresión definitivamente animal de los ahorcados.

Rápido todos a la capilla corriendo ahora que la cosa está caliente. Pero, oh sorpresa, esta vez no bajan pasando por el zaguán y rodeando la masía sino que son prácticamente empujados hacia una puertecita secreta detrás de la tarima y cuya existencia se ignoraba, se ha abierto misteriosamente y ya todos bajan por una oscura y estrecha escalera de caracol y luego un angosto pasillo que en cuestión de segundos les aboca inesperadamente a la capilla, apelotonados como borregos, pasmados. Pasadizo secreto para casos de emergencia, sin duda, y que produce su efecto: se confiesan hoy, más de veinte.

Salen de la capilla en medio de un gran silencio, el arrastre de pies es muy triste y hoy el himno (Juventud primavera de la vida…) parece más bien un funeral. Luego pasean bajo el sol, parecen reclusos o convalecientes en un sanatorio, siguen acogotados y pensativos, cambian entre sí sonrisas y tímidas miradas de alucinados, se muestran inseguros: unos encienden los cigarrillos al revés, por el filtro, otros se frotan las castigadas rodillas con mano temblorosa, rondan la capilla y se espían. De pronto aparece el rector del curso cantando el himno de Colores, solo, paseando bajo el sol como en un escenario, las manos en los bolsillos de la airosa sotana, erguido, pechugón y sonriente, temblona y dulce la voz de tenor («De Colores, de Colores se visten los campos y la primavera, de Colores»), feliz personaje de opereta en perfecta paz y armonía con las nubes y el azul del cielo, visiblemente emocionado y satisfecho. A muchos les levanta la moral.

Alejándose en dirección al sauce, él empieza a preguntarse si no estará soñando, aunque bien pensado esta masía del carajo tiene el aspecto de haber estado siempre habitada por estas pesadillas, o realidades, cualquiera sabe, sombras amorosas y excitantes como esa chica del garaje con su jersey amarillo, queridas que sonríen viciosas entre tumbas y cruces, y sobre la hierba, y en los lavabos, en la misma capilla, en los dormitorios, revolcándose en olor de camposanto como los concupiscentes adúlteros que engendran cáncer en los niños. El paso de los días también va marcando a los objetos: sus gafas oscuras, por ejemplo, se han convertido en un instrumento de trabajo. Con la mirada vagando a lo lejos, hacia las montañas grises, oye los pasos de Simón que llega con los brazos desconsoladamente cruzados. Está algo resfriado, se ha subido el cuello del jersey a modo de tapabocas. Esto se está poniendo serio, dice. Hola, Simón. Se quita las gafas y se frota los ojos, fatigado, luego sonríe con simpatía al tractorista, considerando con fraternal ternura los pliegues de piel triste que rodean y atormentan aquellas claras pupilas de su amigo, sus mejillas largas y resignadas, su noble mirada de viejo lebrel.

—¿Qué, qué piensas de todo eso? —dice Simón.

—Siéntate. Vamos a fumar. Hala, coge uno.

—Gracias. ¿Sabes lo que no me gusta?

—¿Qué?

—Que hablen así, tan crudo, vamos, tan malamente. Ya me lo habían dicho, que no tienen pelos en la lengua.

—Sí, es feo. En ellos es feo.

Simón corta la ramita del sauce que pende sobre su cabeza y, cabizbajo, sus manos anchas y nudosas, de movimientos suavísimos, se entretienen deshojándola, «¿Sabes? —empieza abrumado—, uno nunca sabe qué puñeta hacer en esta vida, yo vivo solo y no me gustan los líos, pero mira, ya ves, las cosas vienen así y hay que tomarlas como vienen, sabes, hay una mujer, vamos, una amiga que conozco, es que está casada con un pastor, un bestia que la mata a palos, ella es buena gente, la pobre… Pero a veces pienso, cuando nos vemos, porque ahora nos vemos en un pajar cerca de donde trabajo, pues a veces pienso y pienso, y chico, no sé qué hacer… Ella también lo dice, que eso no es vida, los curas tienen razón en eso, y me parece que eso fue lo que me decidió a venir, ¿sabes?, a ver si ellos me explicaban, no sé, todos tenemos problemas… Ya lo sé, que son unos malparidos, que todo esto es un camelo, pero hay cosas que, mira, en el fondo tienen razón, a veces uno no es feliz porque estos enredos no acaban de hacer feliz, no sé cómo explicarme, ya me entiendes…». Simón escruta ahora los negros cristales que ocultan los ojos de su amigo, que le mira fijamente e inexpresivo hasta bajar la cabeza. Simón añade: «¿Me explico, lo que quiero decirte?, que yo sé muy bien que habría que cambiar de vida, pero ella es lo único que uno tiene, bien pensado, esa mujer, uno no tiene a nadie más, María se llama, y no es una mujerzuela o una de ésas, no creas, no sé si me entiendes, uno nunca sabe por dónde tirar…». Con la cabeza gacha él asiente en silencio varias veces, enfurruñado y pensativo, permanece mudo un buen rato y luego le quita a Simón la ramita de las manos y, sin mirarle, le pregunta si la quiere, a su María. Sí, no sabía, Simón creía que sí, se veían a escondidas de la gente del pueblo y cuando lo pensaba bien veía que en su vida sólo había eso, esta mujer, pero que si toda la vida iban a ser unos desgraciados, como dicen aquí… «No dejes que se metan en tus cosas», le aconseja él escuetamente. «¿Yo?, qué va, no me conoces…». Y luego los dos se quedan callados un buen rato, Simón apurando concienzudamente la punta del cigarrillo. Su vieja frente de perro, con arrugas profundas que convergen en el ceño, y donde cada parpadeo provoca una pequeña catástrofe, un mundo de tristeza caótica, se abate mientras él le dice palmeándole la espalda:

—Vámonos de aquí, ya oíste al cura. Y no te hagas mala sangre, éstos son unos cabrones que sólo van a lo suyo.

—¿Té crees que todo es mentira?

—Gritan demasiado.

—Ya se han confesado más de treinta. Y mañana el resto, ya verás. ¿Tú qué piensas hacer?

—Nada.

El tractorista mira los horizontes brumosos, con un risueño parpadeo.

—Yo tampoco.

Aparece tras ellos el profesor Guillot sorprendentemente recuperado de su agotadora actuación y sonriente, con evidentes intenciones redentoras. Propone dar un paseo juntos, pero Simón se escabulle sigilosamente (Guillot no hace nada por retenerle) mientras él se ajusta calmosamente las gafas negras sobre la nariz, reafirmándolas en su condición de instrumento de trabajo, de casco protector. «¿Qué, respirando un poco de aire puro? —entona el profesor rodeándole los hombros con el brazo—. Tú eres creyente, ¿no?». «De aquella manera, profesor», y no puede evitar un sentimiento de repulsión al notar el brazo: barceloneando desaforadamente con su prima sobre el RIP de la tumba de, su propio padre en noches de luna, qué bestia. ¿Estarán todos locos? Montse le dijo una vez que la fe es cosa de locos, algo así como lo del Quijote, le dijo, mientras ahora el experto en barcelonadas con su voz viscosa insiste en que le ha estado observando y que le gusta la atención que pone en las conferencias, pero ¿por qué no se ha confesado todavía?, bueno, él ya sabe lo que le pasa, lo que le impide ser feliz como los demás: ¡Ah, las dones de Barcelona tiren molt, noi, nos conocemos! Recomienda el profesor Guillot un simple acto de humildad ante el sagrario, y solo, sin testigos, simplemente dejarse caer de rodillas y decir: «Señor, ayúdame». Por supuesto, tú no eres, añade, como ese desgraciado, ese ignorante payés que anda siempre con su pintalabios y que de noche se empastifa (menudo susto se han llevado las monjitas al hacerle la cama, ¡creían que era sangre!) y se masturba a la luz de la linterna, dice que el carmín da una gran suavidad a las manos, el animal, por fin le habían descubierto, su compañero de cuarto, el oficinista, lo había comunicado al mosén para evitar el mal ejemplo; no, él no era como ese pobre anormal, él razonaba, tenía una cabeza, y por eso podía arrodillarse en la capilla y pedir «Señor, ayúdame a ver claro», con eso bastaría. Una prueba de humildad. ¿No? Entonces por lo menos de momento, en fin, el firme propósito de no pensar más en ellas, todas son unas marranas. «Profesor, ¿por qué les tienen ustedes tanta manía a las mujeres?». ¡Ja, que nos conocemos, hombre! ¡Menudo pillo estás tú hecho!, insiste el profesor, añadiendo que en cierto modo es natural, un muchacho tan guapote como él… También yo era un perdido, un inmoral como tú, puntualiza con una luz remota en sus ojos lupinos. Y entonces de pronto la voz helada, impersonal y tan terriblemente cansada del murciano, mientras se para un momento a mirar las montañas que cierran a lo lejos la plana de Vich: «Yo no tengo dinero para barcelonadas, y nunca follo en los cementerios, ¿sabe usted?, creo que no sería capaz de correrme, y además no sé dónde está enterrado mi padre, ni siquiera sé quién es mi padre», agachándose para cortar una brizna de hierba y de paso la conversación, alejándose después, despacio, las manos en los bolsillos. Y aún piensa que podía haber añadido: Ni siquiera tengo un hijo con cáncer, coño, vaya regalito, toca madera. Así que nada.

Sin embargo, ya la señal de alarma ha sido dada, el asedio salvífico no ha hecho más que empezar: uno tras otro, profesores, curas y ciertos cursillistas aventajados lo abordarán desde este momento proponiéndole un acto de humildad en la capilla como primera e indispensable medida para obtener la tan difícil felicidad. Lo acosarán en los pasillos, en el comedor, en el dormitorio, durante el recreo, incluso en los lavabos, mientras orina chorros de malhumor: Póstrate en el sagrario, solo, y pide que si hay algo dentro, se te manifieste. Le sujetan del brazo y le tiran de la manga, es zarandeado, empujado, arrastrado casi, pero inútilmente. La situación empieza a ser desesperada cuando se entera por Simón; al cruzarse con él en la escalera, que hay otro en igual o peor situación que la suya: el estudiante de Barcelona, asediado en este momento por mosén Albiol detrás de la capilla, y que le envía por si quiere hacer con él una causa común, una especie de frente popular, eso dice. «Ése está tan loco como ellos», opina el murciano: «¿Sabes qué te digo, Simón? Que cada palo aguante su vela, y aquí estilo tropa, cada cual se jode cuando le toca».

Excepto los cursillistas ya comulgantes y con ansias evangelizadoras (más tercos y peligrosos que los mismos profesores), los demás se mantienen a distancia, vigilantes y diríase preocupados: aunque no hablen de ello, en la mente de todos está constantemente presente la terquedad, la malicia, la resistencia de los dos barceloneses visiblemente podridos de barcelonadas. Por otra parte, los misterios van en aumento: se dice que los profesores, después de cenar, cuando ya todo el mundo está acostado, bajan a la capilla por el pasadizo secreto y se pasan la noche haciendo palanca, rezando por él y por el estudiante, horas enteras con los brazos en cruz y de rodillas sobre garbanzos crudos, incluso hay quien dice que azotándose unos a otros con cinturones. «Entonces, ¿cuándo duermen?», comentan admirados. Él no puede evitar otro sentimiento de repulsión, un gusto a ceniza en la boca. Y conforme pasan las horas todo se está violentando, retorciendo, desquiciando: las conferencias son cada vez más chillonas, histéricas e insultantes, y las confesiones públicas más groseras y sórdidas, los mea culpa más cargados de satisfacción y vanidad, los himnos más vociferantes y bélicos, y más veloces y urgentes las visitas al Santísimo, las correrías por el pasadizo secreto, en tropel, atropellándose todos, cayendo. En las comidas ya todos ellos muestran cierta inclinación a la inmundicia, se carcajean con los alimentos en la boca, comiendo a dos carrillos, los chistes son turbios y degradantes, la hilaridad es pura defecación, basura… Pero bueno, ¿por qué extrañarse?, pensaría él. Si en la tensa y patibularia atmósfera de la sala de conferencias eran todos conducidos degradante y repulsivamente hacia el más allá celeste, ¿podían dejar de ser degradantes y repulsivos? Y siendo degradantes y repulsivos, ¿podían comportarse de modo que no fuese degradante y repulsivo? Inmundo, ergo. Ya ni siquiera está bien visto pasear en solitario durante el recreo: quietos, clavados como estacas podridas de lluvia bajo el sol, los cursillistas se miran unos a otros sin saber qué hacer, qué rumbo tomar, y giran sobre los talones como borrachos o como peonzas sin fuerza, cambiando entre sí estúpidas sonrisas con las que se dicen: ¿Tú también?, yo también, y luego se inmovilizan dándose la espalda, sin nada más que decirse.

Esa noche, en la capilla, más confesiones públicas, arrodillados y apretujados de morros al altar, a la luz chisporroteante de una vela que en su decadencia ha alcanzado el clavel del vecino jarrón. Confusión de voces en la penumbra: todas juntas forman un neurótico órgano de mil registros gimiendo y balbuceando, voces que parecen de enfermos y de resucitados, voces roncas, flacas, de pito, pedigüeñas, asmáticas, tímidas, voces chillonas, emocionadas, llorosas, sofocadas, sin consuelo, un concierto inarmónico y de poco vuelo, gutural, no humano, algo sordo que está entre el mugido y el berrido. Hasta que mosén Albiol corta con un gesto, el brazo en alto, y advierte que deben autocriticarse por turnos, uno después de otro. Largo silencio, y por fin una voz llorosa y tartajeante se decide y se abre paso penosamente desde muy atrás, una voz que la lengua no consigue todavía sujetar, es como un doloroso parto en algún rincón de la capilla: el viejo comerciante, aquel hombrecillo servicial con pañuelo de seda al cuello y aspecto de haber venido aquí a tomar las aguas, no se entiende lo que dice, pero luego, entre hipos y tartamudeos y golpes de pecho empieza a configurarse en el aire quieto y terriblemente sonoro de la capilla una confusa historia de diez hijos y una tienda de ultramarinos levantada con esfuerzo y sudores, luego una zapatería en Vich y un santo y puro amor por la esposa que en paz descanse y por los diez hijos, y ya llorando desconsoladamente el viejo jura por su santa madre que en gloria esté lo mucho que ha querido a sus hijos y cuánto se ha sacrificado por ellos, para mantenerles y educarles, incluso ha robado, sí, ¡ha robado!, y ¿qué pago ha recibido de ellos al cabo de los años?, el llanto ahoga su voz y no se le entiende, parte el corazón el pobre viejo, ¡todos se han casado y le han quitado todo, le han aborrecido y le han abandonado, no le quieren, desagradecidos, malgastadores, solo como un perro en la vejez!, oírle parte el corazón, basta, que le hagan callar, como un perro tiñoso sus hijos le han abandonado después de tantos sacrificios que hizo por ellos, le han perdido el respeto, no quieren ni verle, ¡como un perro!, basta, por favor, mosén, que se calle, ¡ay, mosén, jóvenes profesores, como un perro sarnoso, sin un rincón donde caerse muerto, sin un trozo de, silla donde sentarse, como un perro, hijos desagradecidos…! Basta, abuelo, cálmese, así es la vida.

De nuevo corta mosén Albiol, pero ya es demasiado tarde; la curiosa autocrítica del viejo ha conseguido el efecto contrario al que se esperaba: ¡la catarsis se ha producido a través de la culpa de otros! «Hay que evacuar públicamente los pecados propios, abuelo, no los ajenos; las miserias propias, no las ajenas, ni los golpes que nos dan». El abuelo está desconcertado, y su desconcierto se traduce en débiles gemidos de bestezuela. ¡Qué mala puta es la vida, qué rastrera y traicionera, cómo se complace en enturbiar las aguas del más limpio sentimiento, incluso del arrepentimiento! ¡Desgraciado viejo, sumido ahora en la vergüenza y el estupor (todavía no comprende por qué le han hecho callar), parecía tan feliz y animoso cuando llegó! Humíllate y serás ensalzado, ensalmíllate y serás humilsalzado. ¿O era al revés? Qué lío, qué follón eso del espíritu, Montse, la vida es la gran culpable de todo, la vida misma, esa vieja puta. Y ahora, ¿quién pone orden aquí, quién hace justicia? Confusos e impotentes en torno al sollozante viejo, ni los profesores expertos en la enseñanza del bien y del mal, ni el mismo doctor en teología, se atreven a pronunciarse, se han quedado mudos: la marrana liosa, una vez más, les ha podido.

Ya en cama el camionero hoy sólo se atreve a contar un par de chistes, viejos y francamente desteñidos. Pero aun así provoca un ataque de histeria en el oficinista, que se ha confesado, y que ruega casi llorando un poco de educación y de respeto con acentos tan patéticos y desesperados que de algún extraño modo hacen polvo al camionero, que se calla durante un buen rato.

Él se quita las gafas con gesto cautelar y muy previsorio y se acuesta con el cigarrillo en la boca, los ojos en el techo. El cuarto apesta a pies sudados, el payés no se lava nunca. Está el payés muy quieto en su cama, la sábana hasta el cuello y de cara a la pared, donde su mano callosa y torpe traza líneas imaginarias con el dedo, con una conmovedora melancolía carcelaria. Se ve que le han soltado una buena reprimenda, seguro que ya no le quedan ganas de hacerse pajas… Apenas se le ha visto en todo el día, uno de los profesores se ha ocupado exclusivamente de él y mosén Garriga le ha confesado y comulgado. ¡Listo para sentencia!, dice el camionero, y él sigue dando la espalda, sin hacer caso a nadie. Pobre tipo, era feliz a su modo, no hacía mal a nadie. Como si le hubiesen castigado de cara a la pared. Sus ojos atemorizados, al volverse, buscan en los demás algo de aquella antigua y alegre camaradería que les había hermanado la primera noche, y también su mano tantea en torno a la silla donde cuelga su ropa buscando la linterna o el lápiz de labios, que está en el suelo y en peligro de ser pisado por el oficinista que, con un nuevo pijama, se dirige a apagar la luz.

Más tarde, desde su cama, el camionero empieza de nuevo a renegar de su hijo, que si es un bobo y un mamarracho, que si nunca será nada en la vida. ¿Por qué se habrá confesado?, que no lo entiende, vaya. Aquest no deu trempar!, lanza el payés recobrando fugazmente la lucidez, y ya el oficinista se incorpora muy digno en la cama, chilla: «¡Sietemesino!», fantasmal y tenue a la luz de la luna que entra por el ventanuco, añadiendo: «¡Por favor, basta de blasfemias y un poco de respeto por las creencias de los demás!». Responde todavía con algo incomprensible el payés, un largo lamento casi animal («Qu’hem ve la trempeeeeeeera…!») y finalmente él, que está deseando poder dormir, agarrándose con la mano a la ventana abierta, se incorpora y suelta un: «¡La madre que os parió, a dormir!», y todos se callan y se duermen —o lo intentan.