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1.ª JORNADA: EL ENIGMA DE LOS AHORCADOS SONRIENTES

El payés duerme desnudo sobre las sábanas manchadas de rojo, con una sonrisa beatífica, feliz. Son las siete de la mañana y alguien recorre los pasillos haciendo sonar una campanilla de viático. ¡Arriba, colorines! El primer cálido pensamiento del día es para Montse: ¿me habrá enviado aquí sólo para alejarme, para librarse de una responsabilidad que amenaza crearle problemas? ¿Para tranquilizar a su familia, o para quedarse unos días sola y reflexionar…? ¿O quizá simplemente para que yo pueda alimentarme gratis durante unos días?

Se lava y se afeita junto con cursillistas que tararean entre dientes y se palmean la espalda: parece que la noche ha sido pródiga en cachondeo, y que se las prometen aún más felices. Orinando a distancia contra el cemento fresco, su compañero de habitación le guiña el ojo, todavía con carmín en las manos y en el sexo, como si se hubiese desollado: el tipo es de una inconsciencia altamente saludable.

Púdicamente oculto tras las gafas negras, respondiendo con prudentes movimientos de cabeza a los insensatos Bon día de los colorines, desciende a la planta baja y sale al campo. Junto al portal se despachan cigarrillos, pepsi y crucifijos, todo puesto en estanterías de madera pintadas de un azul químico, por encima del mostrador de cinc; es el snack-masía atendido por el viejo masovero. Hace frío, el aire es cortante, limpia la mañana. Paisaje llano, campos de secano y muy al fondo montañas sobre las que reverbera una neblina rosada y tenue, barrida poco a poco por el sol pálido y todavía muy bajo. Nadie ni nada a la vista, ni una casa, ni una carretera: aislados por completo a varios kilómetros de Vich. Frente a la masía se alzan tres cipreses y más allá, en una explanada cubierta de hierba, un enorme sauce y el brocal ruinoso de un pozo cegado. A lo lejos, campos de almendros. El silencio hiere los tímpanos, sólo se oye de vez en cuando el chillido de un pájaro en el aire, como una flecha, y bajo los pies el siseo de la hierba cuajada de rocío. Al llegar al sauce apoya la espalda en el recio tronco y contempla la masía de frente: grande, solemne y armoniosa, hace pensar en los dueños que la habitaron, payeses ricos y piadosos seguramente, un amable matrimonio de carnes tristes que no tuvo hijos y que al morir legó la casa y las tierras a su director espiritual… Un tímido carraspeo a la altura de sus rodillas: ¿Qué hay?, dice alguien temeroso de importunar. Sentado en una piedra, la espalda apoyada al otro lado del tronco, un hombre dudosamente joven le mira sonriendo por encima del hombro. Es Simón, el rubio tractorista que anoche le pidió ayuda para hacer el test. Está liando un cigarrillo.

—¿Quieres fumar? —Le ofrece la petaca—. Qué, qué piensas de todo eso. ¿Tú crees en los curas? Yo ya me iría, con el trabajo que tengo.

—Creí que estabas de vacaciones.

—Es que también hago de paleta, a ratos. Oye, ¿tú piensas confesar?

—¿Tenemos que hacerlo?

—Claro. Te convencen, dicen que hablan muy bien, estos profesores. Dan conferencias y sermones todo el día… Ya verás. Me han dicho que no falla, que todos acaban por creer, hasta los ateos. ¿Tú eres ateo?

—Yo qué sé.

—Dicen que ocurren milagros, aquí en Colores. Ése que te hablé, mi amigo, era un putero, y desde que vino a Colores no se mueve de la iglesia. Hay que ver.

El sol va calentando el aire, la mañana se enciende, ya han salido casi todos los cursillistas y toman el sol paseando en grupitos frente a la masía. Simón se levanta, sacude la ceniza de sus pantalones de pana. «Aquí yo no conozco a nadie —dice—, ¿y tú?». «Tampoco». Ahora Simón mira al horizonte. Sus ojos claros, velados por una escarcha, parecen habituados al frío y a la soledad, y a la luz del día su rostro revela una piel acribillada de negras espinillas, una frente arrugada y elástica como la de un perro.

Por el lado de la capilla mosén Garriga pasea enfrascado en su breviario. Les ve y se acerca a ellos sonriendo, arrastrando penosamente sus viejos pies, llega con el Bon día y una cariñosa advertencia: cuidado, que no se alejen mucho ni se queden solos, al doctor Albiol y a los profesores no les gusta. Y van, caminando despacio, a reunirse con los demás, Simón, cabizbajo, con aires de culpable.

En la capilla rezos (de rodillas) y canto de himnos (de pie).

Juventud primavera de la vida

español que es un título inmortal

si la fe del creyente te anima

su laurel la victoria te dará,

y después del desayuno (gran tazón de café con leche y pan de payés y mermelada) la terrible maquinaria se pone en marcha: primera conferencia, misa, media hora de recreo, conferencia, círculo de estudios, rezos en la capilla, almuerzo. Por la tarde: conferencia, recreo, rezos en la capilla, otra conferencia, visita al Santísimo, cena y a la cama. Sorprendentes recomendaciones: no hacerse amigo íntimo y exclusivo de nadie, no sentarse nunca en el mismo sitio de la mesa durante las comidas ni entablar conversaciones privadas, no hablar en voz baja. ¡Ánimo, alegría, alegría!, chilla el viejo mosén Garriga, y ¡de Colores ra, ra, rá!, responde el profesor energúmeno. Los chistes son una institución sagrada: no pueden faltar en ninguna comida, buenos o malos todos valen. «La cuestión, dice un profesor, es distraerse y no pensar en nada más». El payés de la linterna, cuyas íntimas relaciones con el carmín aún no se han hecho públicas, se lanza a contar uno demasiado verde y es abucheado fraternalmente. Si algún cursillista tímido dice «Yo paso», es igualmente abucheado.

Las Decurias, ya compuestas y bautizadas (San Pablo es la suya) con diez cursillistas en cada mesa, con presidente y secretario nombrados según misteriosos méritos establecidos por el test de la víspera, el cursillo se inaugura oficialmente con una conferencia en catalán a cargo del director, mosén Albiol, ídolo de los jocistas de Vich. Habla de la castidad («Cagada l’hemus!», oye que le dice el payés a Simón, los dos en su Decuria), de cómo se es hombre puro sin-ser-ma-ri-ca. Sin pelos en la lengua. Un lenguaje que constituye la primera sorpresa. El pequeño crucifijo en la mano, mosén se tambalea en lo alto de la tarima, sonoro, doblando como una negra campana y creciéndose, gloriosamente asaeteado por los rayos del sol que traspasan la cristalera. En los momentos de mayor vehemencia, en la alta y pálida frente del mosén aparece una relampagueante vena violácea en forma de Y, y en su boca fina y húmeda la palabra concupiscencia adquiere terribles resonancias vernáculas. Durante dos horas alterna furibundos anatemas con súbitas absoluciones, comprensión y piedad, remansos de humor misericordioso, irreal, catequístico, una beatífica visión del Mal y de la cotidiana lucha por la vida incubada en confesonarios, oyendo disparates día tras día; resulta particularmente realista y poética la fugaz referencia a sus luchas más íntimas y agotadoras, aquello que le une secretamente («¿Creéis que los curas somos de piedra, que vosotros sois los únicos con esas cositas entre las piernas, fanfarrones?», brama dejando estupefacto al auditorio), aquello que le une secretamente, quién lo hubiera dicho, a la condición humana: también él, bajo estas grotescas faldas negras que tanto hacen reír a la gente, es un varón y tiene los atributos del varón, y que nadie se escandalice, no seamos mojigatos, también él se enternece y es sensible a la fugitiva belleza de las formas, también sufre ante unos bellos ojos azules, una melena rubia o un perfil virginal, ante esta noia fresca i plena de vida ballant una sardana («Tot-són-pits, tot-són-pits!», sardanea súbitamente en voz alta el pelirrojo de la linterna, ya considerado por todos como subnormal). Una mezcla de admiración y de infinita tristeza y de pena por el mosén se abate sobre el auditorio. Y arrebatado, con la vena a punto de estallar en su poderosa frente, él les convoca nuevamente a la abstinencia, y termina ronco, en pleno ardor fustigante e inquisitorial, impresionantemente agigantado y congestionado («Va para obispo», piensan algunos). Pero poco después, en la capilla, durante la misa oficiada por mosén Garriga y ayudada por un profesor, sólo confiesan y comulgan doce cursillistas, observados por los demás con cierto escepticismo burlón. Una magra cosecha, de momento.

Durante el recreo, los profesores organizan un urgente y enloquecido, alucinante partido de fútbol entre los colorines: parecen empeñados en secarse los pulmones y los sesos. Otros cursillistas deambulan desconcertados alrededor de la masía. También aquí, como en la cárcel, se establecen pronto sutiles jerarquías: el cursillista más prestigioso y vigilado es el estudiante de Barcelona, se comenta que ya en el test se declaró ateo, se le supone leído e inspira cierto respeto. Le sigue en méritos ese murciano arisco y solitario que no se quita las gafas de sol ni para dormir, ése que no habla casi con nadie. «¿Quieres jugar?», le llega en la voz del profesor, pero hace como quien no oye. Busca a Simón a través de la grata y densa (pero no suficiente) neblina verdosa de las gafas, y le ve paseando solo bajo los cipreses, pateando hierbas, con sus anchos pantalones de pana que crujen alegremente cuando camina, cric-cric. Juntos dan la vuelta a la masía. Ven entrar en la capilla a mosén Albiol conversando amigablemente con un cursillista, parece que estén conspirando —el cura con el brazo sobre el hombro del cursillista— y dice Simón: «Ya van cayendo».

La campanilla llama a Círculo de Estudios, ahora los presidentes de Decuria tienen que hacer un resumen oral del tema y los secretarios por escrito, mientras algunos cursillistas, en la pizarra, trazan dibujos que pretenden representar de algún modo la actitud de Colores ante la vida y sus peligros: de pie, avergonzados, balbucean conceptos infantiles sobre la abstinencia, la castidad, la verdadera hombría, el aguantarse, mientras en la pizarra aparecen ingenuos dibujos, torpes y laboriosos, que representan corazones traspasados con flechas, bolas del mundo levantadas con palancas, palomas blancas y soles de párvulo con la palabra pureza dentro. Alguien dibuja un corazón y algo que se parece a una larga y ondulante cabellera de mujer; bajo el corazón escribe: De Colores, y bajo la cabellera: Del Mundo. Es muy aplaudido.

Como un solo cuerpo, como un neurótico ciempiés el grupo se traslada nuevamente a la capilla siguiendo atropelladamente a los profesores. En la penumbra fría obedecen y se arrodillan brazos en cruz repitiendo palabra por palabra la oración de mosén Albiol, una promesa de abstinencia, de eterna lucha contra la carne, de sequedad de corazón. Y a cantar. Pero antes de terminar el himno, él sale a fumar un cigarrillo bajo el sauce.

Y a partir de este momento irá a la zaga del ciempiés, casi siempre solo, llegando tarde a todo o dejándolo a la mitad. Deambula por el campo y la masía recogiendo ecos de conferencias y de cantos y rezos, de sermones y anatemas, voces de energúmeno traspasando paredes, alterando la paz del campo y de las viejas estancias, y se acuesta tarde, se levanta temprano, come en silencio y cabizbajo en medio del bullicio general del comedor, donde de cuando en cuando, al beber, sus ojos tropiezan con los de Simón que le piden auxilio desde algún lugar —siempre distinto, como está ordenado— de la mesa: profesores y sacerdotes siguen empeñados en destruir cualquier brote de conversación privada, recomiendan «Que hable uno y los demás escuchen, fuera secretillos y vengan chistes aptos para todos», y flotan repentinos, angustiosos silencios que nadie puede evitar si no es diciendo alguna burrada, cosa que ocurre con frecuencia y en forma cada vez más decidida y complaciente, como si la consigna de aniquilar el sentido del ridículo («Aquí hay que volver a la infancia», les había aclarado mosén Albiol) fuese la más agradable y llevadera: todos rivalizan bestialmente por ser los primeros en ingresar en el supuesto paraíso de la inocencia.

Cristo repentinamente vestido con mono azul de mecánico y manejando llave inglesa aparece ante el auditorio durante la conferencia de la tarde a cargo del profesor Rosell, obrero de una fábrica de Vich, «¡No os atrevéis a mirar cara a cara a este Hombre, el Compañero de trabajo de cada día, el jornalero sufrido y paciente! —exclama esgrimiendo el crucifijo—. ¡Miradle, cobardes, miradle bien y aprended de Él!», volcado desde la tarima sobre las cabezas de los cursillistas, rubio, de ojos amorosamente acerados, robusto y dulce a la vez y tan sencillo en el vestir (una vieja americana cruzada sobre el planchadísimo mono de trabajo) que se parece a la imagen ideal del obrero aséptico, sonriente, de mandíbula cuadrada y guapo que él ha visto en los carteles diocesanos del Centro parroquial de Vich. Pero su voz es como un trallazo y su lenguaje despiadado y furibundo, parece muy familiarizado con el nuevo Cristo que acaba de presentar a sus oyentes, sin duda trabaja con Él, es el «Obrero Ejemplar que no se mete en política ni huelgas ni manifestaciones de protesta, sólo en nuestros pecados, pudridero del mundo», Rosell se excita, brama, berrea, lanza una confusa exposición de la enfermiza mentalidad proletaria actual, ya está insultando, «¡Gandules, fachendas, saltataulells, ambiciosos; egoístas! ¡Miradle, ved al auténtico Obrero, el que nunca se queja, el que suda como vosotros y recibe la misma paga que vosotros y tiene los mismos problemas laborales que vosotros!, ¡porque está con vosotros! ¡¿Y vosotros?! ¡¿Estáis con él, lo estáis, eh?! ¡¿Eh, lo estáis o no lo estáis?! ¡Pues yo os digo: miserables quejicas que sois, que nunca os dais por satisfechos, que nunca tenéis bastante, burgueses, comodones, cabareteros, barceloneros y puteros del Barrio Chino!, ¿por qué presumís tanto con los compañeros de taller o de oficina o de labranza?, ¿por qué habláis tanto de machotismo con las mujeres? ¡Yo os hablaré de un machotismo del alma, de barcelonadas del alma, de huelgas y manifestaciones del alma, os mostraré a este Obrero que lleva mono azul como el mío, sucio de grasa y de sudor y de horas extras, un Cristo más nuestro y más machote que ninguno, un Cristo moderno, fuerte, animoso, paciente, cumplidor en la fábrica y respetuoso con sus superiores! ¡El que esgrime la llave inglesa para construir y no para destruir, pero también, ¡cuidado!, el que tiene sus ideas y su opinión sobre el capitalismo, y cuya paciencia tal vez se está acabando, ya veréis, ya, ya veréis…!».

Con el dedo él se ajusta las gafas (le entra por arriba una astilla de sol muy molesta) y alza ligeramente la mano, en medio de su Decuria, para llamar la atención al mosén: permiso para salir a orinar, mosén, permiso. Simón, a su lado, ni siquiera le ve cuando se levantó de la mesa: avergonzado, acogotado bajo el peso de la invisible llave inglesa. Otro miembro de su Decuria, el estudiante de Barcelona, aparta las rodillas para dejarle pasar y sonríe burlonamente. La voz de Rosell le persigue hasta el lavabo y luego hasta su dormitorio, donde se tumba en la cama, fumando, pensando en aquellas chicas que ayer vio en el Centro corriendo alegremente con sus medias negras y sus rodillas, sucias de polvo de reclinatorio: el extraño olor a flores mustias que dejaron al pasar. Envueltas en el cendal de polvo que prefigura la mortaja, o como nardos adormecidos e inconscientes en su primitiva blancura. Así también la señorita Roura y Montse: cómo eran antes de tener fe, antes de acunar los dulces y heroicos ensueños de bondadanía en la ideal Mariápolis. Se adormece un rato, la tarde muere al otro lado del ventanuco, sobre los campos silenciosos, mientras aquí los bramidos del profesor Rosell y el dogmático golpeteo de su santa llave inglesa vagan por toda la masía como almas en pena.

Nadie se fija en él cuando regresa a la sala, excepto mosén Albiol, que le sonríe preocupado. Llueven anatemas doctrinarios desde la tarima. Semiahorcados, los oyentes colorines exteriorizan síntomas muy raros; prosperan dentro de su miseria general y patibularia, dentro de su agónico balance y su desnucamiento total, consolidándose cada vez más en sus principios mientras el conferenciante ahuyenta a la realidad para que en ningún momento recupere sus dominios; pero, al mismo tiempo, el eclipse mental (que algunos ya se traían al venir: el payés de la linterna, por ejemplo) es demasiado favorable al infantilismo, al aniñamiento (esa edad inocente im-pres-cin-di-ble para acercarse a Colores) y complacidos, no pocos se demoran en esa cita que se les propone con los felices años colegiales, y empiezan a hacer monadas: se pellizcan, se pasan notitas, se tiran bolitas de papel y se hacen pam i pipa como en la escuela. ¿Qué es lo que está ocurriendo? Ya estos hombres hechos y derechos empiezan a mirarse unos a otros con los cerebros vueltos al revés, sonriéndose tontamente y sacándose la lengua; las terribles acusaciones de los profesores no dejan otra alternativa: de la humana existencia, podrida y pecaminosa, mejor no saber nada. Mejor volver a la niñez. Y en la tarima el acusador sigue zarandeando incongruentemente las conciencias y manejando sagradas e invisibles herramientas, atornillándoles uno a uno, señalándoles con el dedo, tocando sus llagas más presuntamente íntimas y tumefactas y proponiendo repudiar supuestas queridas y tabernas y burdeles que se llevan el jornal y la paz del hogar para poder alistarse inmediatamente al gran ejército de Colores y emprender juntos la gran batalla de titanes. ¡De Colores!, brama como si arengara a un batallón antes del combate, los brazos al techo y doblado hacia atrás, ronco, rojo, proyectando la mirada sobre muchedumbres enardecidas y vociferantes. Y él le mira sin entender nadó; le escucha, sí, pero no consigue sujetar las palabras en la mente, ésta le brinca todo el rato, se ramifica y florece en pálidas y fugaces visiones de Montse en sus visitas a la pensión. Pero ya Rosell cuelga en lo alto de su propia espada llameante, quemándose lleno de terror, congestionado, sin voz, los cabellos de paja oscilando como alas engomadas sobre las rojas orejas, parece un pájaro terrible y exótico anunciando nuevos continentes. Y anochece, y en medio de un sordo rumor de batalla muere el día.

Rosell salta precipitadamente de la tarima con la recomendación habitual («Y ahora a rezar para que así sea») y encabeza la comitiva hacia la capilla, donde los colorines caen postrados de rodillas, fulminados, los brazos en cruz y la cabeza gacha. Olor a cera, penumbra en la capilla y en el ánimo de muchos todavía un apagado entrechocar de lanzas, el lejano fragor de una Cruzada, ¡y una crispación, una emoción belicosa en las jetas de los colorines, belicosa, belicosa, un brillo ciego en los lagrimales, una hosca disposición a obedecer lo que sea y a convertirse en lo que quieran los dirigentes!, algo que él intuye terrorífico y por vez primera perfectamente posible: diríase una peste que, extendiéndose desde esta masía, podría cambiar la faz del mundo. Rosell de rodillas ante el sagrario y los cursillistas alrededor suyo, sobre las frías baldosas, duelen las rodillas, de repente una voz desde atrás anuncia lúgubremente: «Si alguien quiere confesarse en público dará ejemplo a aquéllos que todavía no lo han hecho por timidez o por orgullo». Silencio sepulcral, luego carraspeos viriles, susurros, el aire parece que va a estallar, y con un vacío en el estómago él ya está pensando en largarse cuando, detrás, una voz rota y trabada, después de un penoso balbuceo, se desata babeando una confusa exposición pública de miserias personales: es el camionero hijo, aquel pálido espectro. Tartamudea, solloza, ¡Ya estoy cansado de no tener voluntad, de mentiras, de ser un marrano y un desgraciado, feliz, eso, hay que ser, quiero, una persona digna, perdón yo!, parece increíble, y llora, llora con verdadero desconsuelo y promete ser hombre de ahora en adelante, no hacer más porquerías solo, no pensar más en la chica del garaje, una golfa con jersey amarillo. ¡Mosén, mosén, por Cristo, con voluntad y espíritu de sacrificio, conseguirlo, el firme propósito, buscar la verdadera felicidad, nunca más veré a esa chica, nunca más pensaré en ella…! Todas las cabezas rozan el suelo de la capilla, una indecible vergüenza colectiva las abate. Pero el camionero hijo se repite lamentablemente, y su historia con la chica del jersey amarillo, que había empezado más o menos bien, empieza a revelar un gusto morboso en la descripción de ciertos detalles, ciertas redondeces y protuberancias dé la muchacha, que ya está adquiriendo tina realidad francamente palpable en el sagrado recinto, por lo que mosén Albiol corta repentinamente la confesión con un rezo que ahoga poco a poco aquel llanto y aquel desconsuelo que ya degeneraba en histeria.

Ahora salen todos de la capilla excepto el camionero hijo, que sigue arrodillado y brazos en cruz, sollozando, sacudido por el hipo y en cierto modo degollado. Un profesor se queda junto a él en la sombra, inmóvil y negro como un ave de rapiña, mientras el viejo mosén Garriga trota alegremente hacia un confesonario, anticipándose a los cuatro encorvados cursillistas que se zambullen en las espesas sombras confesionales.

Cena y a la cama. ¡Cómo estaban cambiando aquellas jetas! Al deslizarse entre las frías sábanas él se siente cansado y fastidiosamente arañado, como si se hubiese pasado el día debatiéndose en un zarzal. Collons, tu, això no va de broma!, farfulla el labrador de pelo de panocha enfocando la linterna en el trasero del oficinista mientras se desnudan. Él piensa en Montse una y otra vez —imágenes inesperadamente dulces, y confusas, susurrantes posibilidades de ternura amorosa—: la ve con sus piernas juntas, tan inmóvil, tan concreta en el andén de la estación. Morase y su sopa para niños pobres: en las laderas de Montjuich, caminando sobre escombros pestilentes, entre barracas, churumbeles y moscas: alma soñadora y buena roída día tras día por la dura realidad… Ya en cama y sobre su cabeza el ventanuco abierto, le llega el canto de los grillos, la paz, de los campos bajo la noche, esa indiferencia risueña de las estrellas y de la luz de la luna que, como un disco de hielo, flota en el firmamento. Sus compañeros se han acostado, excepto el camionero, que vuelve del lavabo tosiendo y despotricando contra su hijo: ¡Ese imbécil, quién le mandaba ponerse en ridículo! ¡Mañana me oirá! ¡Y en cuanto a esos cuervos ensotanados…!

—Por favor —suplica el oficinista—, que pueden oírnos.

—¡Que me oigan! ¡Me importa tres pares de cojones!

El piso tiembla bajo sus enormes pies mientras se desnuda a oscuras, tropezando, tirando cosas al suelo, blasfemando, empalmando salivazos aquí y allá hasta que le da la tos y, doblándose, se agarra al lecho, en calzoncillos, con el pantalón a medio quitar. Su gran cuerpo sacudido a la luz de la linterna del payés, que le enfoca riéndose con su risa de conejo, parece recibir un castigo del cielo.

—¡Si hubiese cogido unas purgaciones a tiempo, este hijo mío, no sería tan caguetas, no señor! —Y de pronto estalla en una carcajada que hace temblar las paredes, volviéndose, rojo como un tomate, hacia la cama del oficinista igualadino—: Y te digo una cosa, a ti, chupatintas, aunque ya te hayas confesado…

—Yo no me he confesado —protesta la vocecita desde la sombra.

—Pues te digo una cosa: esa niña del garaje, ¡canela en rama, bocati di cardenale y además más puta que las gallinas! ¡Alegre como unas castañuelas y siempre dispuesta a hacer un favor! ¡Si lo sabré yo! ¡Pero este papanatas es como su madre!

El camionero se esfuerza por dominar su justa indignación, lo que logra después de maldecir y jurar un rato. Ahora, más calmado, se dirige a él:

—Oye, tú, chaval, ¿cómo te llamas?, tú me gustas, chaval. Tú y yo nos entenderemos.

Brinca en su cama el payés: Hem futaré un pet, anuncia. Montse Claramunt se aparece sobre el fondo negro: pequeños senos aplastados contra la reja carcelaria, en medio del griterío ensordecedor del locutorio común, anónimos pechos que no han conocido mirada, caricia, beso… Cruje la cama y se oye bufar al camionero, que luego se inmoviliza y suspira profundamente, ¡Ay qué vida ésta!, y poco después parece que ahoga unos bramidos en su garganta, en realidad ríe sordamente: «Te has peído, destripaterrones», le dice al payés. «¡Chissst!», hace el oficinista. «¡Tú duérmete! —le ataja el camionero, añadiendo—: ¡Lameculos! ¡Qué poco vas a durar sin confesarte!». Y después de reír un humor agrio, sujeto de algún modo a la tristeza, el camionero empieza a hablar del cursillo como de una carrera de asustadizas gallinas, preguntándose cuántos se habían quedado en la capilla además del pajillero de su hijo, y quiénes caerían mañana, recordando que el primero había sido el viajante de comercio, un hombre hecho y derecho, hay que ver, esta misma mañana habían estado contándose aventurillas de carretera y de fonda, cosas de la vida, buenos ratos, coño, que los malos ya vienen solos cada día.

—Pero ya no parece el mismo —añade—. Y aquí se encuentra como en su casa, el tío, no lo entiendo.

—Sí, se diría que ya ha estado aquí otras veces —observa tímidamente el igualadino—. Pero no puede ser, a Colores sólo dejan venir una vez…

—¿Tú qué opinas, paisano? —brama el camionero—. Chaval, ¿duermes?

Los párpados de cera de la señorita Roura, los círculos morados en los ojos de Montse: amorosa mirada pastoral sobre la grey, sobre invisibles multitudes de pecadores. El jersey amarillo de la chica del garaje, las rodillas sucias de polvo de reclinatorio, la melena rubia de la feligresa sardanista del mosén, todo es lo mismo.

—Juraría que es el gancho —murmura él, y el camionero suelta una carcajada.

—¿Has oído, secretario? —dice—. Mi paisano conoce la vida. ¡Te digo que éstos a mí no me joden, yo no soy como el mamarracho de mi hijo, no me dejo convencer fácilmente…!

Frágiles, sensibles, extrañas congregantas marianas, níveas y puras, con recónditas zonas de vida, y a cientos, a miles. Familias estables, sólidas. ¿Campo abonado…? Ciertamente ella ignora esa otra vida que irradian sus movimientos mientras avanza entre cajas de verdura y camioneros blasfemos en el Borne, camino de la pensión, con consignas de Cáritas. Qué curioso: ¿por qué se agudizan tanto los sentimientos aquí, por qué estas ansias de vivir y de gozar pactando aunque sea con el demonio?

—Bueno, boranit —la aflautada voz del oficinista. Nadie le responde. El transistor, ahora en poder del payés, emite una suave música, un bailable de película que sugiere una fiesta en un jardín residencial con elegantes mujeres de hombros desnudos, en una noche cálida, estrellada y tropical. Y tendido bajo este sueño en la cama, el payés tararea, ríe y juega con su flamante linterna. Resuella.