INTERMEDIO
Cuando desperté, a media mañana, estaba solo. La luz amarilla se filtraba a través de las persianas. Lo primero que hice fue preguntarme si el marido de Nuria ya habría regresado, y en tal caso, si no sería mejor hablarle clarito de una vez. Pero otras preguntas todavía no formuladas, perezosas larvas de la víspera, y de mucho antes, de años antes, un amargo compuesto de ingredientes nocturnos y de cabos sin atar, todavía culebreaba perezosamente en mi conciencia cuando me incliné bajo el frío azote de la ducha. Luego me envolví en un albornoz azul que hallé colgado tras la puerta del cuarto de baño y me fui a la cocina. Nuria estaba en el jardín.
Con los ojos puestos en ella, pero sin verla, avanzaba por un sendero en medio de la violenta luz de la mañana, junto al inocente y hermoso césped cuyo verdor cegaba, zahería mi conciencia, una enternecedora pradera que lamía, allá en el fondo del jardín, las losas rojas que bordeaban la piscina. Así pues esta mañana me arrastraba lamentablemente, pero en honor a la verdad no puedo hablar de resaca, era otra cosa: momentáneamente aplacada, la bestia presentía ya la horrorosa opacidad de una larga jornada gris, un domingo neurálgico. Ondulante, frágil y tostada, emergiendo de un espejuelo suavemente verdoso donde se reflejaba el sol y el cielo fúlgido, Nuria volvió la cabeza y me miró sonriendo. A ras de agua su boca era una herida rosada y fresca. Embutida en un mínimo dos piezas color naranja, nadó hasta el borde de la piscina. Las diminutas mechas mojadas se le pegaban al cuello y a la frente, y sus brazos y piernas ondulaban bajo el agua como serpientes.
—Buenos días, dormilón. ¿Cómo te encuentras?
—¿Bebimos mucho anoche?
—Tú, sí, una barbaridad.
—¿Cuándo vuelve Salva?
—Mañana —dijo agarrada al borde y salpicando el agua con los pies—. ¿Por qué?
De la vida conyugal sólo intuyo esto: absolutamente nada de cuanto se habla en la cama tiene que ver con lo que se habla fuera de la cama. De manera que esta mañana poderosa y omnipresente, exuberante de verde, verde triunfante, resucitado y misterioso como Lázaro, mañana en Pedralbes preñada de ecos, repique de campanas y gorjeos de pájaros (el jardín parecía una jaula enloquecida bajo los rigores del sol), no me extrañó ver esfumarse en Nuria los últimos vapores de aquella exultante evocación de la víspera. Los movimientos de su cuerpo en el agua repercutían un instante sobre mis nervios, como por efecto de salpicaduras, me excitaban, por un momento creí que sería capaz de dar vida a cierto domingo ideal, pero no, pronto volví a hallarme sentado frente al pequeño espectro de la muerte: suya era esa frente de nácar perlada de gotitas de agua, suyo el leve jadeo que parecía mantenerla milagrosamente a flote. Incluso la sonrisa, tierna, una rosa reblandecida por la humedad, era la de Montse.
—¿Has desayunado?
—Un poco de café —dije—. Y un trago que me ha servido Purita con unta mirada absolutamente reprobatoria. Por cierto, convendría comunicar al servicio que soy tu primo y que gozo de la hospitalidad y la plena confianza del señor de la fortaleza. Tengo la impresión de que me toman por un chulito de las Ramblas contratado provisionalmente por la señora.
Chapoteando en el agua, Nuria se reía.
—Siempre has tenido ese complejo —dijo.
—No es un complejo, prima, es una nostalgia, una vocación frustrada. —Estilo de conversación execrable, pero el único que me permiten las resacas. Me tumbé en la hierba, apuntalando un codo para aguantarme la cara. La cosa empeoró—: Y de haberme entregado a ella en cuerpo y alma a los dieciocho años, mis relaciones con la familia habrían sido quizá más tormentosas, pero desde luego más honestas. Yo no supe asimilar mi destino como el murciano Manuel, de grata memoria.
—No digas payasadas.
—No diré payasadas.
Durante un rato permanecimos callados. Me tumbé de cara al cielo y oía su chapoteo en el agua: la imaginé nadando desnuda al conjuro de ciertos atardeceres, y a su marido al borde de la piscina chillando y amenazándola, agitando el puño lívido dentro de la ancha manga del albornoz. Vi luego su cabeza, por debajo de mis brazos cruzados sobre la frente, zambullirse en el agua y volver a salir. Subió la escalerilla chorreando y vino a tenderse sobre la toalla, a mi lado.
—Comeremos ostras —anunció alegremente.
—Me gustaría un potaje de garbanzos y lentejas, como los que comía en la pensión. Oye, ¿crees que es conveniente que Salva nos encuentre aquí cuando vuelva?
—¿Por qué no?
Sacó de alguna parte unas gafas de sol de montura blanca, se las puso, me miró y dijo:
—Me iré contigo a París, está decidido.
—Háblame de la empresa Claramunt, sociedad anónima. Supongo que tu marido, por razones posconciliares, quiero decir, consciente de la miseria obrera sobre la que se fundamenta la empresa, habrá hecho ya reformas y aportado nuevas ideas, más a tono con los tiempos que vivimos…
Se encogió de hombros.
—Por ejemplo —insistí yo—, será una empresa modelo de ésas que en las mesas de sus consejos de administración sientan a un par de obreros.
—Mira, no me compliques la vida. —Y añadió distraídamente—: Bastante lío hay desde que murió papá. Ya sabes que Salva comparte la gerencia con el tío Enrique. Y está el primo Oriol, y su mujer, que es una bestia parda… pero parece que Salva vale más que todos juntos, papá lo sabía y por eso confió en él desde el primer momento. Prácticamente lleva el peso de todo. Hay que reconocer que en eso, por lo menos, es el más competente y el más responsable.
—Un chico listo y cumplidor, sí señora. Harían bien dejando la gerencia totalmente en sus manos. ¡Y pensar que el protegido de tu hermana hizo tantos méritos como él, aunque en otro estilo!
—No los suficientes —dijo Nuria con cierta sequedad—. Se vendió. Tenía un precio. Y no muy alto, por cierto.
—Sujeto a las leyes de la oferta y la demanda, cierto. Pero ¿quién no lo está, en este mercado de ladrones que es el mundo? A propósito, sobre eso del precio quisiera conocer algunos detalles, y además preguntarte…
—Yo no tuve nada que ver.
Nuria se levantó bruscamente.
—Ya lo sé —dije—, pero me gustaría saber…
Venía la doncella bajo el sol y precedida por un alegre tintineo metálico, fulgores en el blanco uniforme y en el cristal de los vasos, y me callé. Deseaba preguntarle muchas cosas a Nuria. Pero dentro del cegador terrón de azúcar, aquel dulce hogar, el abrazo y la parálisis proseguían, creo que flotaba demasiado verde y demasiada luz en torno, esa reverberación qué siempre me ha impedido leer o pensar con calma. La muchacha, a una orden de Nuria, depositó en la hierba la bandeja con bebidas y hielo, y la señora desplegó de pronto una gran actividad trajinando colchonetas de baño, vasos, aceite para la piel, cigarrillos y toallas. Improvisando acomodo según permitían las condiciones más bien duras del lugar —mitad hierba, mitad losas— con ese afán de permanencia bajo el sol en el que siempre me ha parecido ver un leve desespero, o con ese endiablado instinto que ciertos majestuosos perros de raza o ciertos ricos dados a la depresión poseen para buscarse rápidamente acomodo y convertir una situación provisional en un cosmos reducido pero acogedor, confortable, donde nada debe faltar y además duradero (un poco como si hubiese que vivir allí para siempre), surgió de pronto era torno a ella, al borde mismo de la piscina, una insólita y feliz prolongación de nuestra intimidad nocturna.
—… aquel día empecé a quererte —decía Nuria mientras llenaba los vasos—. Hasta entonces habías sido un tierno pasatiempo, pero aquel día empezaste a convertirte en una cosa seria. Llevabas un traje príncipe de Gales.
¿No era la vieja gabardina calada de lluvia? Relumbra en su mano el whisky; traspasado por el sol. Fin de semana lumínico y alcohólico, tórrido mediodía, domingo con olor a rosas pasadas, campanas, baño en la piscina, verde césped y, sobre todo, la feliz y todavía bastante firme convicción (aquel beso bajo el agua, borrachos de luz más aún que en la superficie) de nuestra amorosa llama inmaculada que garantizaba, en tanto ardiese, la huida a París. Pero la inmovilidad perpleja que seguía a estos juegos traía nuevamente aquella brisa apenas perceptible que peinaba las ramas altas de los cipreses, un silencio estallante de preguntas y una vuelta al tema que, quizá por no tener nada mejor que hacer excepto esperar, iba quedando poco a poco en los huesos y acabaría proponiéndonos alternativamente la dispersión y, la concentración imaginativa e incluso física, pasos perdidos entre la cama y el jardín y la terraza, por pasillos y estancias sin historia, vasos vacíos dejados al azar de un mueble que nos sale al paso y cigarrillos extraviados a medio arder y vueltos a encontrar, ya tristes gusanos de ceniza, con toda su carga de evocación intacta, hasta la hora del almuerzo en la terraza.
Ostras, en efecto.
Frente por frente y cabizbajos estrujábamos esmeradamente trozos de limón, mientras allá en el recuerdo yo veía ensancharse aquella sonrisa como una hermosa cicatriz, la boca sensual de Manuel y sus blancos dientes restallando al sol, en medio del aire impregnado de fragancias marinas, ese día que la llevó a la playa de la Barceloneta: ¿ella le inspiró verdadero deseo alguna vez?
—Pensión Gloria, se llamaba —dije—. Una siniestra ironía.
—¿No era el nombre de la patrona?
Hermosa viuda disputando con camioneros y prostitutas. Se desliza por los pasillos de su pensión como una sombra familiar, fumando abdulas que sus amigos venden de contrabando en el barrio marítimo. Tiene siempre una habitación soleada para los jóvenes emigrantes que llegan a la ciudad en busca de trabajo: chico simpático, ven, nunca debiste salir de tu pueblo, qué será de ti.
—¿Por qué le defiendes? —preguntó Nuria—. ¿I-las olvidado cómo la engañaba? Decía querer un empleo, pero no hacía nada por conseguirlo, y además la amenazaba con ponerse a trabajar de temporero en el Borne, y claro, entonces mi hermana le suplicaba paciencia, que ya encontrarían algo mejor. Ella siempre de un lado para otro, sin respiro, recortando anuncios del periódico, molestando a las amistades de papá, a ti, a mí, removiendo toda clase de influencias para colocarle. ¡Incluso fue al Club! Y mientras, él se paseaba, iba a la playa con la viuda y sus amiguitos, holgazaneaba en los bares o se pasaba las horas tumbado en la cama, leyendo.
Origen oscuro: según Salva y tío Luis, provenía de la turbulenta zona industrial del Llobregat; según Montse, del Monte Carmelo.
—Con ella no se portó mal… Al menos hasta que intervino la familia.
—De todos modos —cortó Nuria— era un perdido. Un cínico, un canalla. No paró hasta conseguir lo que se proponía… Y cha en la luna, la pobre.
—La hizo mujer.
—Si crees que perder la virginidad es hacerse mujer, estás equivocado.
Admite por lo menos, prima, que es un medio de conectar con parte de la realidad, aunque sea en lo que llamáis su expresión más baja. Además, entonces yo no creía que el chico se hubiese formulado seriamente ninguna jugarreta, ninguna pretensión. Esperaba, simplemente, esforzándose por ser sociable y obediente, esperaba, como hacíamos todos, Salva, tú, yo, ver en qué acabaría aquello.