EL RAPTO DE LOS SENTIDOS
Todos tus recuerdos de Montse Claramunt están hechos de tina materia compleja donde es difícil deslindar las especies de las variedades o de las simples mezclas: semejantes a ciertos minerales sometidos a largas estancias marinas, el paso del tiempo, el esplendor y muerte de ocultas primaveras les ha ido pegando musgos, arenillas y costras de remota y olvidada procedencia, extrañas simpatías y antipatías que los años han ido superponiendo caprichosamente. Como en esas conchas de hermoso fulgor irisado, distingues sobre todo en los recuerdos —que no acuden a la mente sujetos al hilo sin roturas del tiempo, sino al de los sentimientos, tan embrollado y quebradizo— adherencias y fulgores particularmente dorados, cuyo origen te es bien conocido: provienen de Nuria, del sol que Nuria irradiaba entonces para ti.
Tenías a la prima Montse en el tibio acuario de tus ocios domingueros, estrecho recipiente de agua sucia y estancada al que de vez en cuando te asomabas para mirarla con curiosidad, con cierto estupor y hasta a veces con lástima, pero sin tratar de comprenderla jamás, sin asociarla al destino de los mortales, realmente como si tu prima fuese un ejemplar raro cuya vida y costumbres ofreciera cierto interés biológico pero no humano. Y es ahora cuando sientes el paso de aquel tiempo corriendo en la sangre, golpeando el pulso y las venas con urgencia, y tratas de recordar aquella muchacha ambigua e inquietante de finales del verano, cuando ya su confianza en ti la empujaba a buscarte para hablar de sus conflictos con la familia y con la parroquia y consigo misma. Solía ir a verte a la pensión desde una vez que estuviste enfermo, y sentándose al borde de la cama iba al asunto sin rodeos. Te hablaba de que a veces se sentía tan mal, de que tenía pesadillas o creía que iba a desmayarse, te hablaba de tía Isabel y sus «comprensibles» —eso decía— temores, de la rubia patrona de la pensión Gloria, y de su soledad y su necesidad de intimar con Manuel; del empleo que éste necesitaba como el aire que respiramos, de la urgencia que tenía de verse integrado en la sociedad o del color de una corbata que pensaba comprarle. Era su vida y no tenía otra más vibrante y auténtica que ésta, y tú no te dabas cuenta. Te hablaba de sueños que nunca supiste si los vivía dormida o despierta. En cierta ocasión te contó que había soñado que ella y Manuel se habían refugiado en un viejo caserón deshabitado, de paredes descascaradas y muebles rotos que aún conservaban algo de su antiguo esplendor, y que allí reorganizaban su vida sobre la extraña convicción de hallarse solos en el mundo, como náufragos, como supervivientes de una guerra que más allá de las ventanas sólo había dejado ruinas, hasta que un día ella descubre que este caserón es la torre de sus padres, amables personajes sin rostro y ya perdidos en la memoria de los tiempos… Era una extraña Montse aquélla, de fugaces presentimientos y terribles convicciones, hablando se fatigaba y era feliz, algunas veces te aceptaba una copa de coñac y entonces se animaba a fumar un cigarrillo y a sentarse en la alfombra, se quitaba los zapatos y alegremente se daba aire con los faldones sueltos de la blusa, siempre parecía descubrir el calor de pronto, sorprenderse del verano. Otras veces, repentinas oleadas de afecto y de gratitud la lanzaban a colgarse de tu cuello y a cubrirte las mejillas de besos. Tu único mérito consistía en escucharla: allí estás, con una de tus baratas y sudadas camisetas azules, de pie, apoyado de espaldas en la ventana y a contraluz, el vaso en la mano y una sonrisa entretenida bailando en los ojos, en lo alto de una superficial y turbia curiosidad. ¿Qué queda de tus palabras, de tus consejos, si los hubo? Ella lo es todo, su presencia física: una blusita rosa muy holgada sobre unos pechos armoniosamente caídos y un poco abiertos hacia los costados, un tintineo de brazaletes, un nervioso manoteo frente a tu cara, sus ropas caras, su aire de señorita del género ricocatólica. Este verano su cuerpo reventaba de un extraño esfuerzo inútil, un querer empujar la nada o abrazar el vacío. Y esa fuerza que no hallaba cauce te lleva a otro recuerdo: ese día que, repentinamente, mientras bromeaba acerca de los rizos negros de tu pecho que asomaban por la camiseta, se dejó caer de espaldas en la cama con los brazos en cruz), allí se quedó largo rato, riéndose, hasta que se calló y poco a poco fue poniéndose rígida, pálida, los ojos cerrados, y nunca supiste si se durmió o se desmayó porque al sacudirla, asustado, reaccionó y te dijo que no era nada y que la disculparas, que no era nada…
Y recorriendo con la memoria aquel tiempo que ahora te parece tan remoto, aquellos escenarios transformados por la actual conciencia de los errores, los egoísmos y las desdichas que los agitaron, vuelves a verla en una ardiente noche de agosto revolcándose sobre la deshecha cama de su habitación, gimiendo y mordiéndose los labios igual que si luchara por despertar de una pesadilla, debatiéndose en medio de fuerzas desconocidas. Un ataque de nervios, una aurora sangrante, aplicadamente femenina —un rapto de los sentidos, dicho sea en términos Claramunt.
Esa noche, una serie de circunstancias favorables —lluvia torrencial, oportuna torcedura de tobillo en el jardín, tío Luis ausente y una larga velada con las mujeres en el salón, después de cenar, tornando licores dulzones alrededor de tu pierna extendida— acabarían por levantar ante tus ojos la trémula y frágil armazón de un sueño adolescente que ya casi tenías olvidado: dormir una noche en la torre de tus primas, tantear a oscuras la loca aventura de un encuentro furtivo con Nuria… La conversación gira sobre el mal tiempo y un viaje a Sitges: mañana tía Isabel se lleva a Montse por un mes; Nuria irá más adelante, se queda para participar en los campeonatos sociales del Club. Nadie lo comenta, pero el viaje obedece a intenciones claramente preventivas: aunque el preso ya goza de libertad, por lo que es lógico pensar que la ayuda material y moral que Montse le ha estado dispensando toca a su fin, tía Isabel desconfía aún más que antes —y no sin razón, ya que Montse está ahora empeñada en proporcionarle un buen empleo, y no parará hasta conseguirlo—… Pero otras cuestiones, más cálidas, ocupan esta noche la desordenada trastienda de tu cerebro: fuera sigue lloviendo y lloviendo gloriosamente, ruegas a Dios y al diablo que no pare, y la feliz posibilidad de que esta inclemencia del tiempo haga que tía Isabel se apiade definitivamente de ti —ya lo está por tu tobillo dolorido, por ese aire tristón que exhibes esta noche, profundamente hundido en el sillón orejero del tío con tu mejor estilo de huerfanito— y no te deje marchar cojeando bajo la tormenta, se ha instalado ya también en la mente de Nuria, acurrucada en la butaca y abrazada a sus adorables rodillas, los ojos fijos en ti. Tía Isabel te ofrece Calisay en una panzuda copa morada, Montse coloca un almohadón bajo tu pie. Calor de hogar, tu garra se enternece. Luego Montse se levanta como si le faltara aire y abre la ventana que da al jardín: penetran oleadas de un perfume intenso, un olor a flores exuberantes y poseídas por la lluvia que, de alguna manera, establece entre tú y Nuria una secreta corriente de locos desvaríos. Si tía Isabel pudiera leer por un segundo lo que pasa por tu cabeza, se moriría del susto. Pero llega la hora de retirarse y quejándose del reuma se despide, no sin antes decidir que te quedes (está diluviando) y ordenar a sus hijas que te enseñen la habitación. En la puerta del salón hace girar su pesado cuerpo y nos desea buenas noches. De pie, perro asalariado: «Que descanses, tía. Y gracias por todo…».
En la habitación del segundo piso, con dos ventanas en forma de capilla dando a la parte trasera del jardín, esperas agazapado entre finas sábanas de hilo, a la luz intermitente de los relámpagos, hasta que el silencio se instala en la casa. Un mosquito, con su aguda nota de violín, pasa zumbando varias veces junto a tu oído. Llueve ya pausadamente, cuando, pasada la medianoche, apoyándote en una especie de abracadabrante autoexcusa (beber un vaso de agua en la cocina, a pesar del jarrito y el vaso que presiden ostensiblemente la mesilla) te orientas entre sombras embutido en un enorme pijama de tío Luis y desciendes a ciegas, cojeando, las escaleras que conducen al primer piso. Para llegar a la habitación de Nuria, al fondo del pasillo, estás obligado a pasar por delante de la de Montse, bajo cuya puerta, ya antes de llegar, distingues un hilo de luz. Tanteando las paredes, los muebles y los objetos, más con la memoria que con las manos, te inmovilizas un instante, indeciso: por la luz deduces que Montse está despierta, tal vez leyendo. No se oye nada. Y sigues avanzando, dejas la puerta atrás. Entonces, por encima del apagado rumor de la lluvia, llegan hasta ti unos gemidos, o más exactamente unos ruidos guturales, sobresaltados, roncos. Cuando llegas ya a la puerta de Nuria, los ruidos que has dejado atrás adquieren de pronto un ritmo progresivo, con ahogados jadeos y lamentos. Retrocedes y pegas el oído a la puerta de Montse. Te asalta no sabes qué siniestra idea y abres la puerta bruscamente.
Temblando de pies a cabeza, presa de convulsiones, Montse se debate en su cama con el camisón empapado de sudor, el pelo revuelto, las crispadas manos estrujando la almohada bajo su cabeza. Está boca arriba y formando un arco inverosímil con el cuerpo, apoyándose sólo en los talones y en la nuca. Pero enseguida se derrumba y trenza sus piernas en el aire, con un doloroso esfuerzo, con aplicación y ansiedad, como si las adhiriera a una forma invisible. Te precipitas sobre ella y sujetas fuertemente sus muñecas mientras sus ojos te miran desorbitados y remotos. No grita, sólo gime y se muerde los labios, tan pálida, qué hacer, controla tus nervios, las sábanas están mojadas, asustado y confuso ante su esfuerzo descomunal, qué hacer exactamente en estos casos, unos cachetes en las mejillas y luego, recordando algo que le hicieron una vez a una vieja actriz que de pronto se puso a chillar y a patalear en casa de Conchi, enlazas con tus dedos los dedos corazón de sus manos y se los retuerces hasta casi hacerla perder el sentido. Calmándose poco a poco, sus gemidos se hacen tiernos y lastimeros. Su cabeza se abate a un lado lentamente, sus piernas se relajan. En la mesilla de noche hay una jarra de agua, pero no quiere beber, aprieta los dientes, el líquido se derrama por las comisuras de su boca dura y morada, y por su cuello congestionado, por su pecho. Algún somnífero, tal vez, están a mano (sorprende la cantidad de píldoras en el cajón de la mesilla), pero tampoco quiere. Parece más tranquila, los ojos cerrados, muy rígida, la frente brillando como nácar y el pelo larguísimo desparramado sobre la almohada. Totalmente mojada y desprendiendo un intenso olor a algas, como si acabara de surgir del mar, de pronto empieza nuevamente a temblar. «¡Montse, Montse! —llamas en voz baja, pegando la boca a su oído—, ¿qué te pasa?». Habría que avisar a tía Isabel, y te, levantas y abres la puerta sin pensar en las consecuencias (¿o pensabas en Nuria?), pero ella, incorporándose, el pecho agitado:
—Espera, qué vas a hacer —suplica. Te mira con ojos implorantes. Salta de la cama, temblorosa, se interpone entre tú y la puerta, apoyándose de espaldas en ella.
—Avisar a tía Isabel… A Nuria.
—No. Ya estoy bien, ya ha pasado.
Su cuerpo arde pegado al tuyo, las mechas mojadas se adhieren como negras culebras a su cuello y a sus hombros, toda ella transpira una combustión interna que la consume.
—¿De verdad te encuentras mejor?
—Que sí.
—Vaya susto que me has dado…
—Ven.
Intenta sonreír mientras te coge de la mano, se aparta, regresa a la cama. Oyes los latidos de su corazón al sentarte con ella al borde del lecho. Con sus dos manos aprieta la tuya y vuelve a tenderse de espaldas.
—No es nada —dice—. He tenido una pesadilla. Algunas noches me despierto así, no es la primera vez…
Exhala un profundo suspiro. Y ahora, con la mayor naturalidad del mundo, se inclina hacia la mesilla con el brazo tendido, busca las píldoras y las toma.
—No me mires así, hombre —añade con voz extraña—. No pasa nada.
Recostándose de nuevo, descansa en silencio durante largo rato. Parece haberse olvidado de tu presencia, aunque sigue apretando fuertemente tu mano.
—¿Quieres tomar un poco de aire —le dices—, en el balcón?
No contesta. Con los ojos cerrados, te atrae hacia ella, tiembla ligeramente, es como si tuviera frío y se abraza a ti, la boca abierta pegada a tu hombro. Palmeas cariñosamente su espalda. «Ay, Montse, Montse —le dices—. ¿Qué tienes?». Asustado, vuelves a sugerir que avise a su madre. «Se me pasa enseguida, no es nada». Dejas que se calme, tal vez tenga razón, esperemos, para qué alarmar a nadie (y además, ahora que lo pienso: ¿cómo justificar mi presencia aquí, durmiendo en otro piso?). Todavía no se ha dado cuenta del estado de su camisón, completamente empapado, pegado al cuerpo como una piel y subido hasta las ingles. No sólo eso: sus muslos, de una palidez rosada y marmórea, relucientes de sudor, prolongan ahora injustificadamente un suave entrechocar, un rítmico movimiento que nada tiene que ver ya con el ataque, una versión lenta del pataleo anterior y que va configurando poco a poco, al ir escurriéndose ella entre tus brazos, la torpe posición de un abrazo a tu cintura. Se va acurrucando, deslizando. Los temblorosos brazos ciñen tus riñones, y ahora, fijos en el vacío sus ojos vencidos y tristes, la sangre golpeando en sus manos con urgencia, adquiere de pronto conciencia de su desnudez, o mejor dicho, de tu presencia ante su desnudez: una oleada de vergüenza o de lástima de sí misma la deja sin fuerzas, enternecida, miserable, sometida totalmente al capricho de su postura —aunque todavía no parece darse cuenta de la posición de su cabeza con respecto a tu regazo, entregada quién sabe a qué pobres fantasmas—. Tiembla y gime. «No llores, prima, no llores», balbuceas torpemente. Al cabo, como temías, al resbalar aún más su arrebolada mejilla —luego su boca— sobre la tela del pijama, roza apaciblemente tu sexo. Un instante solamente, apenas unos segundos, y guárdate por una vez tus consideraciones freudianas más o menos ingeniosas —por otra parte, ignoras todavía el grado de intimidad que han alcanzado sus visitas al presidiario en el cuartucho de una pensión de la Barceloneta—. Hay en esta unión fugaz y ambigua, mientras la lluvia cae en un largo susurro sobre el jardín, algo más que el flujo inconsciente de un deseo: para ella debe de ser también, lo jurarías, volver un poco al mundo seguro y feliz de la infancia, un mundo de sarampión, luz roja y medicinas buenas, cuando el cuerpo nos prometía una fidelidad sin límites y aún no sabíamos —nadie nos lo había de enseñar— que también él puede imponernos un destino atroz. Pero es igualmente cierto que sólo un memo podría dejar de darse cuenta de algo turbador, y quisieras no estar aquí, tienes la sensación de presenciar algo prohibido, deseas librarte de este abrazo tembloroso e inconscientemente lascivo, pero puro, el más puro y enternecido abrazo que jamás mereció tu cuerpo. No sabes qué hacer. Y permaneces rígido, frío, ofreciendo torpemente lo único que eres capaz de ofrecer: una consideración afectiva, correcta, pero incapaz de reacción.
El quisquilloso analista que no tardará en hacer de ti el guiñapo alcohólico que hoy eres, capta por vez primera lo que nunca ha dejado de ser una evidencia: esos ojos mansos, esas anodinas mejillas, ese inexpresivo rostro de manzana esperando vegetalmente la mordida… Pero no te alarmes: ya ella, notando acaso en tu silencio, en la rigidez de tu cuerpo, la negligente respuesta al calor de su abrazo, se aparta lentamente con los ojos bajos y tira de los bordes del camisón, cubriéndose aquellos inútiles muslos de muchacha fea y extraña, nuevamente resignados, adormecidos e inconscientes en su rosada ignorancia. El temblor y el jadeo han cesado. Pero su mirada sigue siendo obsesionante, más profunda que nunca.
—Ya estoy bien, ya pasó.
—¿Necesitas… quieres algo?
—No, gracias.
Se levanta y abre la puerta. Con manos hábiles y rápidas se recoge el pelo en la nuca. Lo ata con una gomita, queda una enmarañada cola de caballo. Está de pie junto a la puerta abierta, esperando que salgas, los ojos bajos, el camisón pegado a la piel, otra vez con su fealdad enternecedora, envuelta en una especie de halo sagrado o delirante, ferozmente sola y sin remedio, pero ya de alguna manera dueña de la situación. No te preguntará cómo has llegado hasta aquí, cómo has podido oírla gemir desde tu cuarto en el otro piso. Y quizá por eso, por esta prueba definitiva de su discreción, cuando ya ha cerrado la puerta dejándote otra vez en las sombras del pasillo, no sigues camino hacia el cuarto de Nuria. Regresas a tu habitación.
—Pues si esa noche —me dijo— hubieses entrado en mi cuarto, muchas cosas habrían cambiado para nosotros…
—Eso he creído siempre. Pero no pude, me faltó valor. ¿Me esperabas?
Nuria tardó unos segundos en contestar:
—Sí.
—¿Despierta?
—Sí…
—Estás mintiendo, gatita. Hacer el amor conmigo todavía no entraba en tus cálculos.
Ella sonrió enigmática, la mirada enredada en el humo del cigarrillo que aplastaba contra el cenicero, y murmuró:
—Nunca entendiste nada de nada.
Tiró bruscamente de la sábana, se acurrucó. Me pesaban los párpados, la medomina empezaba a hacer su efecto. Encogida bajo la sábana, Nuria me buscaba las cosquillas, me pellizcaba, tenía ganas de jugar. La movía, en realidad, el deseo de cortar nuevamente la conversación.
—Quieta. Déjame pensar.
Tenía su fruta sobre la mesilla, unas peras diminutas y prietas. Sacó la mano de debajo de la sábana y cogió una, luego asomó su cabeza despeinada.
—¿Una perita?
—No.
—¿No has dicho que no puedes dormir?
—Ahora sí.
—¿Quieres que me vaya a mi cuarto?
—No.
—¿En qué piensas? ¿Quieres morder mis peritas?
Me volví a ella, riendo, y la besé en los ojos, medio dormido. Luego la abracé despacio, y mis manos, estoy seguro, le transmitieron mi curiosidad, la misma pregunta que yo me estaba haciendo:
—Dime una cosa —se me anticipó ella, con cierta ansiedad en la voz—. Aquella noche, cuando tuvo ese ataque, ¿crees que el mal ya estaba hecho?
—¿El mal? ¿Quieres decir…?
—No, hombre, no.
Nuria volvió a cubrirse con la sábana, sin dejar de mordisquear sus peritas, muy pegada a mí, pero evitando mirarme. No, hombre, no quería decir eso, qué bruto eres, eso debió de ser mucho después. Quería decir, simplemente, si ya entonces lo que la llevaba a él, a visitarle a la pensión y a buscarle un trabajo, a pasear o a comer de vez en cuando con él en aquellas sucias tabernas y en aquellos merenderos de la playa de la Barceloneta, ¡quién lo hubiera dicho de Montse!, en fin, si todo eso lo hacía ya no llevada de sus creencias o sus principios, o su sentido de la caridad o lo que fuese, sino por imperativos de otro tipo, aun sin saberlo ella, vamos, ya me entiendes, una atracción física o algo así, aquello que temía mamá. Quiero decir si el chico ya le gustaba, vaya, si ya la había despertado sexualmente.
—No sé. Yo diría que sí. Pero es muy posible, casi seguro, que ella no lo supiese.
—Recuerdo que por esa época él estuvo unos días enfermo, en cama.
—Ése era yo.
—No, lo tuyo fue antes.
En la pequeña habitación sofocante, Montse se inclinaba, sonriendo, sobre los negros ojos que la miraban desde la almohada, agradecidos y risueños, acaso irónicos: «No es nada, miedoso, un poco de gripe, qué raro en este tiempo, te traigo la medicina milagrosa». Sus manos rozan su mentón al doblar el borde de la sábana. Pone un poco de orden allí donde cree que es necesario: los libros y las revistas que le trajo, las aspirinas, los cigarrillos, cambiar el agua del vaso, vaciar el cenicero, ¿qué más? «He avisado a la patrona por si necesitas algo, yo tengo que irme, ¿a ver la frente?, nada, unas décimas, un buen vaso de leche con coñac y a sudar, mañana como nuevo, ¿qué más, Dios mío, qué más?, tengo que irme ya…». Se levanta y se vuelve, pero de pronto él obedece a un repentino impulso y saca de debajo de la sábana una mano ardiente y fuerte que coge la suya, la aprieta: «¿Cómo podré pagarte todo esto? ¿Qué dirán en tu casa, qué pensarán de nosotros? ¿Y de mí? Que soy un aprovechado, o algo peor…». «Como un niño, eso es lo que eres, te gusta jugar, anda, tápate». «No te vayas todavía, Montse, quédate un rato más. ¿Leemos juntos las demandas de La Vanguardia? Nada se pierde con probar». Sus manos arden, su proximidad, la fiebre, mojigatas las llaman los chicos del Centro y con razón, pero algo sucede esta tarde o en otra tarde semejante: ¿ella sabe ya que la voluntad que la encamina urgentemente hacia la pensión no es la misma que la empujaba hacia la cárcel? ¿Es consciente, mientras camina por la plaza Comercial entre pesados y roncos camiones, montañas de cajas de fruta y hortalizas, entre hombres afanosos y sudorosos que siempre tienen tiempo de lanzarle alguna broma o una distraída mirada a sus caderas, es consciente de ese cambio?
Una calurosa mañana de julio llega a la pensión más temprano que otras veces. Le lleva unas cosas de comer. No piensa encontrarle. Tres días antes le había acompañado al Paseo Nacional para que se inscribiese en las Oficinas de Trabajos Portuarios y ahora piensa que a esta hora ya debe de estar trabajando. Pero al abrir la puerta de su habitación le ve dormido en la cama, abrazado a la almohada, rodeándola con un gesto muy chocante, una combinación de ternura y desespero. Hay un gran silencio en el cuarto, en toda la pensión. El sol que entra por el balcón abierto da de lleno en la cama y baña el cuerpo desnudo, mal cubierto por la sábana. En la mesilla de noche hay una botella de coñac medio vacía, dos vasos y un cenicero repleto de colillas. Montse permanece inmóvil junto a la puerta entornada, sin entrar ni salir, sin saber qué hacer, mirando la cegadora explosión de luz que despiden las sábanas en torno al cuerpo de Manuel. Algo en la piel del chico retiene su mirada, algo que de momento no acierta a penetrar; la almohada es un guiñapo casi humano en los morenos brazos encendidos, casi rojizos. Eso es: ha ido a la playa, seguramente con la patrona, quedan tan cerca Los Orientales, hace tanto calor y uno se aburre tanto en la pensión… Un ruido le indica que hay alguien más en la habitación: surgiendo del rincón no visible para Montse, la patrona se desplaza silenciosamente, descalza, hacia las jaulas de los canarios colgadas en la pared junto al balcón. En voz baja y adormilada dedica mimos a los pájaros mientras de puntillas, con los brazos en alto, apenas alcanza a introducir unas hojitas de lechuga entre los alambres. Así erguida, a contraluz, su cuerpo llenito y de carnes un poco sueltas se transparenta bajo la holgada bata floreada. Hay en los gestos de la rubia —intuye Montse—, en su actitud respecto a la cama y al que yace en ella (ni una mirada al muchacho dormido), una indiferencia demasiado absoluta y tranquila, casi animal. No ha visto todavía a Montse, que vuelve a cerrar la puerta sin hacer ruido y regresa al vestíbulo desierto. Montse espera un rato, sin apartar los ojos del pasillo. Enseguida ve salir a la patrona con un fajo de sábanas limpias. Entra en la habitación de enfrente canturreando entre dientes. Despacio, Montse se dirige de nuevo al cuarto del muchacho y entra: él está lo mismo que antes, abrazado a la almohada, de cara a la puerta. Apenas ella ha cerrado la puerta a su espalda, él abre los ojos de pronto y sonríe. Tiende la mano con la palma hacia arriba: «Pasa, no te quedes ahí… Te explicaré». Montse deja la bolsa de la comida en el suelo, rodea la cama en dirección al balcón: una hoja de lechuga se ha caído de la jaula, ella la recoge del suelo y, de puntillas sobre sus zapatos planos, el brazo en alto y a contraluz, prueba durante un buen rato a sujetarla entre los alambres de la jaula. Él la observa, apoyando el codo en la almohada. «Está muy alto». «Llego, no te preocupes —dice ella—. No pensaba encontrarte». «Tengo algo mejor en perspectiva. Ven, siéntate aquí», dice él palmeando alegremente el borde de la cama. Montse sigue de puntillas, los brazos por encima de la cabeza, la hojita de lechuga temblando en sus dedos. Consigue introducirla en la jaula. «¿O no quieres que te lo cuente?», añade él. Montse piropea a los pájaros, luego deja caer lentamente los brazos y se dirige hacia la cama, donde se sienta cabizbaja. «No pensaba encontrarte», vuelve a decir.
Luego, querida prima, siguiendo en mañanas semejantes por ese largo y difícil camino que la llevaba de la pálida visión en rosa a la verdadera luz del día, violenta y cruda en ocasiones, quizá a mitad de trayecto nació la congoja, la primera lágrima de lucidez: la conciencia primero se encogió a su contacto, luego se abrió, recibió su amargor, y ya no volvió a cerrarse.
—En cuanto al presidiario —añadí mirando a Nuria a través del vaso, sentado en la cama—, buen chico a pesar de todo, no me cansaré de repetirlo.
—Claro —dijo Nuria—. Cualquiera sabe lo que podía ocurrir en aquella pensión. Todo podía ocurrir. Pero a Montse pudimos hacérselo ver claro desde un principio, tú y yo sobre todo, y no lo hicimos. Mamá tenía razón. ¡Si hubiésemos hecho algo a tiempo…!
—Tu madre —dije— tenía la estúpida razón del horóscopo: habría acertado de cualquier forma en sus predicciones porque el mundo, efectivamente, encierra peligros, el mundo es malo y diabólico y cabrón. Sólo que no lo es en la forma estrictamente diocesana que creía la buena de tu madre y que le enseñó a Montse. Ésta es la cuestión, prima.
Ahí fue donde la conversación, si no recuerdo mal, se ahogó definitivamente en la medomina. Tanto mejor. Habíamos estado jugando, retozando bajo la sábana, ella me había sacado espinillas de la espalda, habíamos comido aquellas heladas y malignas peritas que se trajo en uno de sus viajes a la nevera, habíamos paseado en torno a la cama mientras se discutía y visitado varias veces el cuarto de baño, con idas y venidas de la ventana a la cama y al velador (el calor era insoportable), parloteando como loros nostálgicos, y ya nada nos reservaba la noche. Sus pestañas rozaban mis mejillas, también ella se dormía. Me envolvía el abundante flujo de su sueño feliz y sosegado, una fragante oleada de perfume mezclado con su aliento, que olía a fruta. Y, antes de dormirme definitivamente, todavía le dije, más o menos, que su hermana no fue engañada por aquel charnego aparentemente desvalido, sino desengañada, lo cual es muy distinto. Algo así le dije, evocando fugazmente la increíble aventura de los cursillos en Vich y prometiéndome contársela en la primera ocasión que se me presentara.