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LA LIBERTAD CONDICIONAL

Un día festivo del mes de julio, en la época que el comportamiento de Montse despertaba ya en todos una curiosidad de lo más turbia, tú me aguardabas en el Club, sentada en una silla al borde de la pista central y rodeada de algunos atractivos jovenzuelos de blanca muñequera y músculo dorado. Lucía un sol espléndido en un cielo radiante, estabas sofocada y sudorosa, reponiéndote del partido que acababas de disputar, y al verme llegar con mi grueso y pesado traje de invierno no pudiste evitar una sonrisa. Alguien te trajo un cubalibre. Y sólo cuando tus amigos nos dejaron solos hiciste que aproximara mi silla a la tuya para darme la noticia.

—El protegido de Montse ya salió de la cárcel.

—¿Cuándo?

—Hace tres días.

Los pies sobre el brazo de otra silla, la raqueta cruzada sobre los muslos, sorbías despacio el cubalibre y considerabas con los párpados entornados los torpones movimientos de Menchu Nin, que iniciaba su saque en la pista. A cada imperceptible golpe de viento tu blanca faldita plisada aleteaba, blancas alas de una paloma que no conseguía levantar el vuelo, y aquellos mínimos trigales dorados y sedosos de tus brazos y tus muslos se mecían cabrilleando al sol, peinados por la brisa, se arremolinaban y se abatían perezosamente hacia el gris y despreocupado horizonte de tus ojos…

«El jueves, cuando salía de los vestuarios y me dirigía a la piscina —empezaste despacio, los párpados de bronce, polvorientos, entornados bajo el sol—, Montse me llamó por teléfono desde algún bar. Me dijo que llevaba toda la mañana en el Hogar Social de Casa Antúnez tramitando unas solicitudes de invalidez con una delegada rural; que tenía que ir al Somorrostro para otra gestión y que si Podía recogerla con el coche dentro de media hora frente al Hospital de Infecciosos; que se le había hecho tarde, temía no encontrar taxi y además iba muy justa de dinero. Hablaba muy de prisa y estaba nerviosísima. Luego te contaré, ven enseguida, me dijo. Para mí era una lata, pero me pareció tan preocupada que accedí. Cuando la recogí me dijo que la llevara a la calle Entenza volando, que iba muy retrasada. Bueno, le pregunté si se moría alguien o qué, y resulta que quería que la llevara a la Modelo. Seguía muy nerviosa y me costaba sacarle las palabras, no me miraba, ponía más atención en el tráfico ella que yo. Llevaba un vestido demasiado caluroso para este tiempo, iba un poco endomingada 5; si no conociera bien a mi hermana, hubiese jurado que se había pasado ligeramente la barra de carmín por los labios. Me hizo subir por la calle Rocafort, doblar luego a la izquierda y en Rosellón esquina a Entenza me dijo que parara, sin dejarme acercar a la entrada de la cárcel. Miró el reloj y dijo que teníamos que esperar. Le pregunté si él salía hoy, y asintió vagamente con la cabeza, ni me oía. No dejaba de vigilar la entrada, y no quiso bajar del coche. Parecía más tranquila, pero sin ganas de hablar. Y como no quería exponerme sus planes, acabé poniéndome nerviosa, fumé mucho, en el coche hacía un calor espantoso y salí a beber una limonada en el bar que hay frente a la cárcel. En la barra, un tipo malcarado empezó a molestarme con su galanteo, yo procuré no hacerle caso, pero no me dejaba en paz con sus impertinencias y ya se estaba acercando demasiado cuando un muchacho que estaba al otro extremo de la barra, con una bolsa de playa y una chaqueta de cuero colgada al hombro, yo no había reparado en él, cogió al baboso aquel por el brazo, muy suavemente, y le dijo: ¿Por qué no deja en paz a la señorita?, o algo así, y entonces el otro gruñó un poco, pero se apartó y ya no volvió a molestarme. Apenas tuve tiempo de dirigir una mirada de agradecimiento al muchacho, porque dio media vuelta, salió a la puerta del bar y estuvo mirando a un lado y a otro de la calle, y de pronto se fue.

»Cuando volví al coche me lo encontré sentado detrás, con Montse. Entonces me fijé en él. No resultó ser la clase de individuo que yo me había imaginado. Muy joven, y aparte del pelo, que lo llevaba horriblemente cortado, con las patillas peladas, como si estuviera en el servicio militar, no tenía aspecto de salir de la cárcel. Llevaba un pantalón vaquero muy sobado y una camisa blanca sin cuello, con las mangas que le quedaban cortas. La chaqueta, entonces me di cuenta, era la que Montse le había regalado un mes antes. Me senté al volante y pregunté adónde íbamos ahora, Montse me puso la mano al hombro y me hizo volverme para presentarme al tipo, dijo que se llamaba Rafael, o algo así, lo he olvidado. Nos dimos la mano, él me miró directamente a los ojos y sonrió, tenía una sonrisa agradable. No hizo ninguna alusión a lo ocurrido en el bar, y yo tampoco. Así que ya acabó todo, le dije, estará contento, y puse el coche en marcha. Pues no sé, ahora empiezan las preocupaciones, dijo él sonriendo, y vi por el espejo retrovisor cómo la mano de Montse apretaba la suya. Empecé a pensar en la buena fe de mi hermana y me puse furiosa, estuve mucho rato sin hablar. Me he ocupado de todo, oí que Montse le decía. Él miraba las calles con indiferencia a través del cristal, pero de vez en cuando me encontraba con sus ojos en el retrovisor. El sitio resultó ser una pensión barata en la plaza Comercial, enfrente mismo del mercado del Borne. Parece que él iba recomendado por un compañero de celda, el padre de la dueña, y no le cobrarán nada hasta que empiece a trabajar. La calle era un lío de camiones maniobrando y transportistas dando voces, yo estaba tan irritada que le daba al claxon todo el rato, me hice insultar por todo el mundo. Les dejé delante de la pensión y Montse me rogó que la esperara un momento. Él se despidió de mí con un largo apretón de manos, dándome las gracias con una gentileza rebuscada, ridícula. Montse no hacía más que observarle entre contenta y preocupada. Se metió con él en la pensión y tardó en volver como un cuarto de lora, y al irnos me hizo prometer que no le diría nada a mamá ni a nadie. Pero bueno, le dije, ¿qué piensas hacer?, y me dijo que aquella pensión no le hacía ni pizca de gracia, y la patrona y su clientela menos, y que precisamente ahora el chico se sentiría muy solo y deprimido, que había que encontrarle un empleo…

»Esta mañana —seguiste contándome mientras te acompañaba a los vestuarios llevando tu raqueta y tu toalla— nos hemos encontrado casualmente en una calle del Ensanche, cuando yo volvía de Sitges. Iba muy pensativo, solo, con la chaqueta al hombro. He estado a punto de atropellarle al subir a la acera para meterme en el garaje, me faltaba gasolina y llevaba mucha prisa, no quería regalarle el partido a esta presumida de Menchu… Se ha sorprendido al verme, iba muy distraído pero me ha reconocido enseguida. ¿Adónde vas con este calor, hombre?, que le digo, y él: Ya ves, dando un paseo. Me ha mirado un rato sonriendo y sin decir nada, inclinado ante mí con las manos apoyadas en el coche, yo no podía acabar de entrar en el garaje. Por decir algo le he preguntado si había vuelto a ver a Montse, y me ha dicho que sí, que la vio el viernes y ayer, y que también la esperaba esta tarde… No me ha gustado su modo de decirlo, aunque no sabría explicar por qué, parecía que no le interesaba la cosa o que quería demostrar que él mandaba en mi hermana, algo así parecía, y creo que ha notado mi desagrado porque enseguida ha vuelto a sonreír de aquella manera suya y me ha dicho: Tienes que querer mucho a tu hermana, es muy buena, la persona más buena que he conocido en toda mi cochina vida, algo así me ha dicho, y mira, te juro que, al menos en ese momento, era sincero, lo he visto en sus ojos. Pero lo que quería decirte es que al llegar a casa y encontrar a Montse se me ha ocurrido, no sé por qué, no decirle enseguida que acababa de ver casualmente al chico; en vez de eso le he preguntado si había vuelto a verle después del jueves. No me ha contestado enseguida, y cuando lo ha hecho ha sido para decirme que no. Y eso sí que ya no me gusta, ¿comprendes? ¿Qué necesidad tiene Montse de mentirme? ¿Tú qué opinas, Paco? ¿Crees que debería contárselo a mamá…?».

Sobre las soleadas baldosas que llevaban a los vestuarios, tus pies calzados con bambas y calcetines blancos se movían silenciosos y lentos, cruzándose cuidadosamente. Estábamos cerca de la piscina. Cuando terminaste de contármelo todo llegábamos a los vestuarios. No supe qué decirte, lo de Montse me tenía sin cuidado. «De modo que ya está en la calle», vocalicé levantando la cabeza, y entorné los párpados en medio de la luz que restallaba por todo el recinto, que encendía la tierra roja de las pistas y los blancos uniformes de los tenistas, los jubilosos gritos, la piel bruñida y los bikinis de las muchachas que pasaban por nuestro lado goteando agua, viniendo de la piscina. Te dejé frente a las duchas y antes de entrar recuperaste la toalla. Estabas despeinada y sudorosa, retuve tu mano un momento y nos miramos a los ojos: «Estás muy hermosa», te dije, y la brisa caliente movió tus cabellos lacios a un lado de la cara, tus bellos ojos reflejaron por un breve instante el inmenso saldo de tu padre, una feliz indiferencia casi no humana, una seguridad vegetal, y aún se me ocurrió decir: «Bueno, así que Montse ya lo tiene en la pensión», absorto en las gotitas de sudor de tu frente, en el nacimiento de tus senos asomando por el escote, «y le busca trabajo. No te preocupes, tu hermana es mayor de edad y sabe lo que hace… Vístete-te-te… te espero».

Y mientras te duchabas me quedé allí esperándote, al borde de la piscina, acalorado y grotesco con mi grueso traje gris en medio del bullicio de los bañistas, la raqueta rendida en la mano y pensando en tu cuerpo irguiéndose bajo la fría caricia del agua de la ducha.

Poco antes de las vacaciones volví a ocuparme del apartamento amueblado. Las 4500 mensuales no me permitían abrigar muchas esperanzas y tuve que desistir al poco tiempo, una vez más, y conformarme con mi triste cuarto de la pensión, al cual no podía llevarte. Un domingo por la mañana, después de ver un diminuto ático en la avenida Meridiana (demasiado caro), se me ocurrió meterme por el parque de la Ciudadela y desde lejos divisé a Montse y algunos muchachos de la parroquia sentados en los bancos de la plazoleta. Llevaban los chicos bolsas de lona y dos de ellos vestían aún la camiseta azul con franja roja del equipo de baloncesto. Montse, con su blusa camiseta color lila saliéndose de la falda, se había levantado y parecía ordenar a los chicos que la esperaran allí. Se fue corriendo por un sendero del parque, sin darme tiempo a advertirla de mi presencia. Hacía mucho calor y me senté a la sombra de los árboles, en uno de los bancos que ocupaban los muchachos. Tenían todos la pinta inconfundible de los golfos del Guinardó, oscuros, pequeños, de expresión grave y prematuramente madura, como si tuvieran dieciocho años. Uno que yo había visto varias veces en compañía de Vilella me reconoció, estaba sentado sobre el balón y sus manos colgaban, rojas y tiñosas, delante de las gastadas rodilleras de sus pantalones. Todos iban despeinados y encendidos de calor. El que se sentaba en el balón, después de mirarme un rato va y me dice:

—¿Has estado en el follón ese? —Y sacando el labio inferior como un belfo sopla hacia arriba, intentando inútilmente apartar el mechón de pelos que cae sobre su frente. Le pregunto qué follón, y entonces me aclara que vienen de jugar un partido del campeonato diocesano en una parroquia cerca de allí.

—¿Y Montse?

—Fue por las actas —me dice—, se le olvidó recogerlas. A ésa siempre se le olvida algo.

—¿Es ella la delegada de deportes, ahora?

—No. Es que Salva está de excursión. Por eso hemos perdido.

—No seas guripa —interviene otro—. Ella no tiene la culpa.

—¿Que no? Salva habría hecho que se tragaran aquella cuarta personal del «Monito». Pero ésa, ¡qué va!, es una pánfila.

—Chaval, no digas más tonterías —corta serenamente otro que está sentado a mi lado—. Se ha perdido porque se ha jugado mal.

No se habla más del asunto. Algunos se levantan y empiezan a tirar piedras a los árboles y a los pájaros. Una pareja de novios se para a beber en la fuente, el chorrito vertical les moja la cara y se ríen. Se está bien aquí, repantigado en el banco y con la americana doblada bajo la nuca. Ahora el balón lo tiene el que está sentado a mi lado, le veo por el rabillo del ojo, lo hace botar monótonamente entre las piernas, los codos en las rodillas, la cabeza gacha.

—Calor, ¿eh? —le oigo decir.

—Sí —concedo sin interés. Y al cabo de un rato—: ¿Está muy lejos ese campo de baloncesto?

—Ahí mismo, en la calle Wellington.

Los pájaros chillaban y alborotaban en los árboles. De pronto tuve curiosidad por saber qué opinaban aquellos golfos del barrio acerca de mi prima.

—Oye, ¿qué pensáis de la señorita Montse y de esa historia del preso que se cuenta en la parroquia…?

Sólo veo sus manos, que retienen el balón un momento.

—Tú eres su primo, ¿verdad?

—Sí.

Se queda callado, y entonces le miro por primera vez con cierta atención. Sigue con los codos en las rodillas y cabizbajo, y vuelve a hacer botar el balón entre sus pies, pacientemente. Es mucho mayor que sus compañeros, pero por el aspecto acharnegado y la manera de vestir apenas se distingue de ellos. Dice:

—Un día de playa, sí señor. —Y suspira y se levanta perezosamente, lanza el balón hacia los muchachos y se sacude el polvo de las manos haciendo palmas. Entonces se vuelve, un instante, sólo para mirarme con sus ojos muy negros—. Bueno, me voy.

Y se aleja silbando alegremente, las manos en los bolsillos traseros de su pantalón tejano.

Regresa Montse; se sorprende al verme; muy contenta, mira en torno buscando a alguien, y va y me dice.

—¿Ya se ha ido? —sonriendo—. ¿Has hablado con él?

La miro un rato sin comprender, alrededor alborotan los muchachos y, unos metros detrás de ella, una chica con vaporoso vestido rosa y zapatos blancos, apoyándose graciosamente en la mano que le tiende un joven, se inclina para beber en la fuente.

—¿Verdad que es simpático? —me decía Montse con los ojos inundados de luz.