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EL PEZ

Aquella primavera vi sembrar los tulipanes rojos alrededor del General San Martín, los vi crecer y los vi morir desde la ventana de mi cuarto de la pensión. Entre marzo y abril. Desde la ventana podía ver también el puente de Vallcarca, adusto y gris y con su larga lista de suicidas, y más lejos, en lo alto de una degradación de azules, el Tibidabo.

En los bancos del mirador las parejas de novios se arrullaban al atardecer. Para ir de la pensión a la torre de mis tíos o al Club de Tenis La Salud solía bajar hasta la plaza Lesseps, dejando atrás una academia de música en cuyo portal siempre había tinas muchachas muy formales y espigadas, con carpetas y fundas de violín, y luego en Lesseps torcía a la izquierda (creo que aún existían edificios en medio de la plaza), pasaba frente a la tintorería donde a veces convalecía mi «príncipe de Gales» y un poco más allá me sumergía en la luz caliente y en el olor a aceite frito de una churrería, para luego seguir por la Travesera de Dalt y empalmar, pasada la calle Escorial, con la avenida Virgen de Montserrat. Otras veces, al salir de la pensión, prefería descender por el jardincillo del General hasta la avenida del Hospital Militar y alcanzar la plaza Lesseps por el centro. Pero cualquiera que fuese el trayecto, siempre me parecía largo.

Porque me enamoré locamente, cierto. Pero la indecisa mano que te acariciaba en noches serenas, en el jardín de tu casa, mucho me temo que era y sigue siendo una garra. Creo que en el fondo —añadí sentándome en la butaca con el periódico, rechazando el café que Nuria me ofrecía— no me diferenciaba mucho de aquel primer pretendiente tuyo, el tenista. Por lo demás, prima, hay dos cosas en esta vida que tu padre renunció a comprender desde siempre: los inescrutables designios de la providencia y el alma misteriosa de los maricones.

—Venga —murmuró ella quejosa, la taza en la mano, sentada muy correctamente frente a mí—, no digas más burradas. ¿No has bebido bastante? Deberías tomar café.

—Mejor medomina.

Leí un rato el diario. Estábamos en la biblioteca, creo, con todas las luces encendidas. En cierto momento recorrí con los ojos las estanterías llenas de libros de Vilella: renglones de diarrea mental encuadernada. Eché de menos ese libro que nunca escribiré: Cómo la sociedad fabrica a sus intelectuales, conferencias del P. Bodegas, Pbro. Agité el vaso en mi mano, pero no hubo tintineo: sólo flotaban dos pececillos pulidos, panza arriba, que no tardarían en desaparecer.

—Sí —dije—, es como una obsesión de Príncipe Valiente, no consigo verte sin un fondo de castillo con torres almenadas y dragón, aquel jardín, aquellas noches estrelladas, un fabuloso decorado siempre unido a ti… Qué bonito. Había que matar al dragón para merecerte. Y me pregunto si ese telón de fondo, ese dragón que había que vencer y ese castillo, eran un medio o un fin; me pregunto si todo eso no me atraía más que tú.

—Tonterías —dijo una Nuria repentinamente vestida de Rimbaud y sentada en la terraza del Flore ante un café con leche, sus dedos tamborileando nerviosos sobre el rojo anagrama NRF en la cubierta del libro—. Siempre te gustó fantasear. Naturalmente, al principio sólo hubo una atracción física, éramos unos chiquillos. Pero yo te quise enseguida, mucho antes de lo que esperaba. Y por eso estoy aquí contigo… Deja el pernod, cariño, pásate al café. ¿Te gustan mis pantalones?

Conversaciones sin fecha. Una memoria donde se mezclan los tiempos: qué más da en París que en Pedralbes; tal vez aún es tiempo de preguntarnos de nuevo y seriamente si los ceñidos pantalones X nos harían felices, y mandar todo lo demás al cuerno… Solté el diario —pero demasiado tarde, una cosa así no se hace impunemente y recuerdo que esa noche soñaría un extraño revoltijo de noticias celtíberas: torero corneado en el cordón espermático en Tarragona, se produjo un floreo verbal muy sugestivo y la coma fue suprimida, un grupo de píos caballeros es agasajado en Madrid con una cena como premio a su esforzada resistencia en las Cortes al Proyecto de Ley de Libertad Religiosa, se rechaza la palabra monocracia y se acepta la de polimatía, envueltos en pieles carísimas los Burton abandonan París precipitadamente:…

El ABC colgado en los flancos del quiosco frente al Flore, tercer viaje, un café para, ella, un pernod todo agua para mí: se me ha presentado embutida en una pana color ceniza, pantalones y bufanda, sin maquillaje, desgreñada, libre y antifranquista. París nos politiza, nos poetiza y nos erotiza, a los españoles. Madame Vilella, te necesito. Quédate. ¿Si te amo? No lo sé, ya no lo sé. Pero nuestro hermoso pasado, los viejos escenarios de nuestro amor…

—¿Te acuerdas de nuestros primeros besos en el jardín?

Su voz recuperó el terciopelo:

—Yo volvía del dentista, llevaba un horrible sujetador en los dientes. ¡Me dio una rabia!

—Lo del sujetador —precisé— fue después, en primavera, cuando acompañé a Montse a la Modelo.

—Estás confundido, cielo. Fue mucho antes.

No. Recuerdo muy bien aquel soleado domingo de primavera, porque mientras cruzaba la ciudad en taxi, con Montse, los dos cariados de paquetes para su presidiario, tenía la sensación de dejar un sucio desorden tras de mí, un rastro de ceniceros repletos y pestilentes, de horas perdidas tumbado en la cama de la pensión y de monótonas, persistentes lluvias negras tras el cristal de mi ventana.

—Por cierto —le dije a Nuria—, entonces supe que tú también la habías acompañado varias veces a la Modelo en tu coche. ¿Por qué nunca me hablaste de ello?

—Montse no quería que nadie lo supiera.

—¿Y la llevabas, a pesar de la prohibición de tu padre?

—Entonces no veía nada malo en ello. Además, que yo me cobraba el servicio, con frecuencia me escudaba en ella para salir contigo. ¿Qué crees que decía en casa cuando llegaba tarde por tu culpa?

Guardé silencio. Luego dije:

—Ya casi había dejado de ir al Centro, y tampoco se la veía mucho por la fábrica ni por tu casa, empezaba a ser aquella sombra fugitiva, una pobre apestada…

—Calla. Y haz como yo, ¿quieres?, pásate al café.

—… y tú y yo debíamos de ser los únicos en saber que seguía visitando al preso. Salvador también, creo. ¿No? Pero ¿por qué fue tan discreto tu marido, en una época que estaba tan interesado por los sentimientos de las señoritas Claramunt? ¿Te acuerdas de eso, del honroso papel de despechado que hizo, del «a mí no me cuentan nada», hasta casi el último momento? Y, sin embargo, fíjate, lo sabía todo.

—Salva no podía realmente hacer nada —dijo Nuria—. Las cosas como sean.

—Siempre parecía llegar tarde, ser el último en saber. Pero aquella carota, aquella atención respetuosa del tipo que solicita la confidencia, era mentira, ¿te das cuenta? Y te rondaba, ya te rondaba…

Nuria había acomodado la espalda a la almohada. Oí el crujido de unos papeles de celofán. Era la tercera vez que la obligaba, por ganas de hablar, a encender la luz y a fumar un cigarrillo. A pesar de la medomina —que antes de ahogarse en alcohol, pateándome por dentro, me hace siempre la misma jugarreta: trabarme la lengua—, mis ojos eran como dos faros en la noche del tiempo. Nuria bebió un sorbo de su café con leche, se arropó en la bufanda, su cuerpo desnudo se destacó un momento sobre la fachada de la Samaritaine, al darse vuelta hacia mí fumando con avidez el cigarrillo, desconcertada pero feliz, mientras yo, con el vaso en la mano, veía fundirse en su interior el último resto de hielo…

—¿Te interesa tanto hacerme recordar? —se quejó ella débilmente—. ¿Qué pretendes con ello, Paco, por qué ese empeño en buscar la razón en todo?

El pececillo emergió un instante, dio la vuelta completa, de costado, y, devorado como por un ácido, roído, desapareció definitivamente.